viernes 10 de mayo de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 8: Eros Connection
Además de para salvaguardar las siempre amenazadas arcas de la editorial, el sello Eros Comix, dedicado a la publicación de tebeos pornográficos, ha servido también como campo de pruebas para algunos autores que han acabado por incorporarse posteriormente a Fantagraphics. Ho Che Anderson, por ejemplo, se estrenó profesionalmente publicando la serie I Want to Be Your Dog en Eros, y acto seguido vio cómo su vida cambiaba a raíz de que Gary Groth, impresionado por sus habilidades, le ofreciera la realización de un proyecto que llevaba largo tiempo queriendo editar: una biografía de Martin Luther King (aunque supongo que el que Anderson fuera el único historietista de color trabajando para la casa en aquel momento también tendría algo que ver). Según el autor, «Cuando me preguntaron si estaría interesado en hacer King, necesitaba desesperadamente un trabajo, de modo que accedí a ello. Si me hubiera encontrado en la posición de tener dinero, probablemente no lo habría aceptado, aunque ahora me alegro de haberlo hecho. He llegado a apasionarme por este material. En el futuro mi trabajo continuará por esta vía, porque para mí es la única a seguir. Quiero seguir contando historias de gente de color, grandes y pequeñas, durante el resto de mi vida».
King
Efectivamente, Anderson, que hasta entonces se había mantenido un tanto al margen de cuestiones políticas, decidió convertirse en cronista de las vidas de los de su raza: «Los medios de comunicación son la fuente principal de información, y cuando apenas te ves representado en ellos, o cuando éstos te definen de un modo diferente al que tú crees ser, has de tomar cartas en el asunto… algo que, de verdad, me parece beneficioso. Creo que una de las lecciones que se pueden extraer tanto de Martin King como de Malcolm X es: “No esperes a que alguien haga algo por ti, hazlo tú”, que es un código según el cuál vivo. Es una de mis creencias más arraigadas». De este modo, Anderson no sólo se fue implicando más y más en la creación de King, sino que, a medida que fue afianzando su propia voz como creador, aprovechó además su trabajo biográfico como punto de partida para poner de relieve la escasa repercusión del movimiento antisegregacionista y la pervivencia del racismo en la sociedad norteamericana. Antes incluso de haber finalizado King, escribió y dibujó otro cómic a modo de prólogo: Mad Dogs, ambientado en Los Ángeles en abril de 1992 (pocos días después de que un jurado absolviera a los policías que habían apaleado a Rodney King) y centrado en una pareja dividida por sus opiniones acerca del modo de afrontar las injusticias sociales reservadas a los negros (escuela Luther King ella, vertiente Malcolm X él). Este debate se ha prolongado, en mayor o menor medida, en otras obras del autor (como, por ejemplo, Wise Son), pero no es en absoluto el único vórtice sobre el que giran sus historias. Precisamente, una de las mayores cualidades de Anderson es su interés por reflejar todo tipo de comportamientos y actitudes. Músicos, ladrones, libreros, mujeres abandonadas, octogenarios homicidas… cualquier personaje es bueno mientras le permita reflejar una minúscula parcela de este caótico fin de siglo, y cualquier historia sirve mientras posibilite a sus lectores el acceder a unas vidas habitualmente poco reflejadas en la cultura popular.
Young Hoods In Love.
Como dice uno de los textos promocionales de sus tebeos: «Las historias de Ho Che Anderson son realistas, irónicas y diferentes a las de culquier otro cómic producido hoy en día». Por una vez, habrá que admitir que, en ocasiones, la publicidad no miente, ya que, efectivamente, Anderson representa una voz verdaderamente única en el panorama historietístico americano. Un panorama en el que los autores de color son minoría y en el que apenas si hay alguno que se dedique a la realización de tebeos alternativos. Ahora mismo, sólo me vienen a la cabeza el propio Anderson y Kyle Baker. Y, desde luego, no es Baker el que ha decidido orientar su carrera hacia el resbaladizo terreno de la denuncia, el retrato racial y la reivindicación*. Una reivindicación que, por otra parte, sabe poner el dedo en la llaga sin resultar ofensiva. Anderson es un autor comprometido, pero no predica. Sencillamente opta por rescatar para nuestros ojos unos hechos habitualmente ignorados o ninguneados por los “medios oficiales”, y deja que extraigamos nuestras propias conclusiones. Todo lo cual le hace un autor necesario y a reivindicar, por mucho que él se muestre descontento con el medio: «Mis mejores años fueron aquellos en los que aún no había empezado a publicar, cuando estaba aprendiendo a pulir mi arte. Entonces aún me apasionaban los tebeos. Tenía historias que contar y pensaba que el de los cómics era el mejor medio para hacerlo. Aún pienso que es un medio estupendo, y aún pienso que se pueden hacer grandes cosas con ellos. Me encanta la idea de crear tu propio y pequeño mundo que opera según sus propias normas entre las páginas de un comic-book. Aún pienso que los cómics son geniales. Únicamente han dejado de ser geniales para mí, porque me interesa alcanzar un mayor número de público y me interesa tener tanto una adecuada compensación económica por mi trabajo como muestras de respeto cuando ese trabajo es bueno. No quiero pertenecer a un grupo tan insular como el de los tebos». Pese a tan vehemente (y no por ello menos válida) declaración, lo cierto es que Anderson sigue elaborando nuevos trabajos, si bien su ritmo de producción se ha ralentizado con los años hasta el punto de que en su última entrega, la serie Pop Life, ha preferido compartir responsabilidades con el dibujante Wilfred Santiago, quien se encarga de ilustrar uno de los dos seriales que componen el tebeo**.
Miles From Home.
Gráficamente, Anderson le debe mucho a dos autores en concreto: Howard Chaykin y el anteriormente mencionado Kyle Baker. Del primero ha tomado, además del gusto por las narrativas intrincadas, la tendencia a superponer unas viñetas sobre otras (especialmente las más pequeñas, centradas en detalles, sobre las compuestas de planos generales), y un trazo nevioso acompañado del abundante uso de tramas para simular la textura de ropas, cortinas y telas en general. Del segundo ha aprendido a simplificar su entintado, a darle más expresividad a sus personajes mediante el uso de elementos mínimos y a caricaturizar levemente sus rasgos. Estas dos influencias primordiales son perfectamente rastreables prácticamente a lo largo de toda su obra. Su último trabajo, sin embargo, el serial Miles From Home (incluído en Pop Life), representa un cambio considerable en su labor como dibujante. No sólo ha adoptado un esquema narrativo mucho más clásico (viñetas regulares, habitualmente nueve por página), sino que además ha cambiado los rayados, las texturas y los trazos quebrados por un acabado mucho más grueso, simple y regular. Un dibujo mucho más limpio, en definitiva, que prefiere servirse del bicolor para conseguir cualquier tipo de contraste. Lamentablemente, Anderson, sigue utilizando a menudo fotografías retocadas para simular los fondos (algo que, particularmente, me suele molestar bastante) y una rotulación mecánica que, no sé si es porque me recuerda a aquella tan horrible que tenían los tebeos de Bruguera, pero hace que mi apreciación por la estética de su obra baje varios enteros. Pegas al margen, lo cierto es que la obra de Anderson es una de las más notables de entre las firmadas por autores surgidos a lo largo de los noventa. Como lo es la de otro de los autores llegados a Fantagraphics a través de Eros Comix: el cada día más imprescindible Bob Fingerman.
WanXerox llegó hasta las páginas de El Víbora.
Fingerman, sin embargo, y a diferencia de Anderson, no era en absoluto un recién llegado al mundo del cómic cuando fue reclutado por Eros, ya que llevaba publicando regularmente sus trabajos desde 1984, primero en revistas de humor como National Lampoon y Cracked («los más venerables imitadores de Mad», según el propio autor) y más tarde en revistas porno como Screw o Penthouse Hot Talk, si bien incluso sus historietas para estas revistas tenían más de chanza que de estimulante.
Y es que Fingerman parece haber nacido para ser comediante. Su padre coleccionaba compilaciones de historietas de humoristas como Jules Feiffer, recopilatorios de las tiras de Carlitos y Snoopy y Li’l Abner, y libros con chistes de ilustradores de The New Yorker y Playboy, como Charles Addams, Gahan Wilson, Erich Sokol o el nunca suficientemente ponderado Jack Cole, todo lo cual le condujo inevitablemente a desarrollar una especial atracción por los tebeos de humor. «Creo que soy una anomalía en este campo porque crecí sintiendo aversión por los tebeos de superhéroes. Creía que eran basura», reconoce. Siendo adolescente, empezó a comprar Heavy Metal, la versión inglesa de la revista europea Métal Hurlant, y se vio de inmediato mucho más atraido por los tebeos europeos que por los americanos, aunque duda a la hora de asumir las posibles influencias que pudiera haber adquirido de éstos: «No estoy seguro, aunque sí es cierto que tiendo más hacia una sensibilidad europea. Más narración de un modo directo y menos énfasis en composiciones exhibicionistas, uno de los defectos, a mi juicio, de los tebeos americanos». Curiosamente, uno de sus primeros trabajos publicados profesionalmente fue una parodia de RanXerox, el célebre personaje de los italianos Liberatore y Tamburini, que apareció en la revista francesa L’Echo des Savannes.
Su peregrinaje por Nueva York en busca de trabajo le llevó, además de a realizar ilustraciones para publicaciones como Village Voice, Guitar World o Business Week, a conseguir un espacio fijo en la revista High Times, cuyo editor, el mismo John Holstrom al que ya hemos hecho referencia anteriormente en este capítulo, le recomendó a John Walsh, encargado del departamento de ilustración de Penthouse Hot Talk. De este modo, Fingerman entró en el mundo del porno. «Mientras atiborrara mis historias de tetas/culos/sexo, tenía carta blanca para hacer lo que me apeteciera», recuerda. «Las historietas eran a menudo demasiado autoindulgentes, pero el dinero me venía de perlas». Viendo que no se le daba mal, se decidió a contactar con Eros Comix. «Sencillamente les llamé. Había escrito varias reseñas de sus publicaciones para Screw (un sordido tabloide de Nueva York), y me animé a sacar mi propia basura. Estuvieron de acuerdo en que lo hiciera. Minimun Wage sencillamente fue una progresión siguiendo esas pautas».
White Like She.
Pese a ese modo un tanto despectivo de expresarse sobre su propio material, no hay duda de que fue a causa de obras eróticas tan notables como Skinheads in Love, que Fingerman consiguió publicar una novela gráfica en Fantagraphics, ya que sus tebeos en el campo del mainstream, aunque dignos, no revelaban en modo alguno el potencial que escondía el autor en su interior. White Like She sí lo hizo, y probablemente fue el factor determinante para el nacimiento de Minimun Wage. Partiendo de «Double Uh-Oh», una historieta corta satírica con elementos de ciencia ficción que había realizado para Heavy Metal, Fingerman elaboró una incisiva fábula moral sobre la falta de comunicación, las diferencias raciales y los diferentes modos de comportarse derivados de un tipo de educación u otra. Para cualquiera que haya leído Minumum Wage, estos elementos resultarán suficientemente familiares; sin embargo, probablemente no asociarían en absoluto a Fingerman con esta obra, debido principalmente a su estilo de dibujo.
Lo cierto es que cuando utiliza un dibujo realista, como en White Like She, Skinheads in Love o sus parodias para Cracked, Fingerman no pasa de ser un dibujante limitado. Su ojo para el detalle es el mismo y su excelente sentido del ritmo y la narración también, pero el recargado entintado del que suele hacer gala y la excesiva inmovilidad que atenaza sus composiciones no le hacen pasar de la categoría de funcional. Cuando tiende hacia la caricatura, sin embargo, aligera muchísimo las líneas, domina a la perfección la gestualidad y las expresiones faciales de sus personajes, y el conjunto es no sólo mucho más atrayente a primera vista sino también más fluído. Este segundo estilo, utilizado con anterioridad en trabajos como las historietas para High Times o el tebeo erótico Atomic Truckstop Waitress, ha florecido en todo su esplendor en Minimum Wage, el tebeo con el que Fingerman ha alcanzado una categoría de auténtico virtuoso; literalmente llega a asombrar la cantidad de detalles que puede llegar a incluir en una viñeta sin recargarla, consiguiendo, paradójicamente, el efecto de que Minimum Wage resulte mucho mas realista y creíble plásticamente que sus tebeos no-caricaturescos.
Minimum Wage (publicado en España como Salario mínimo).
Sus historias para esta serie, por otra parte, podrían entrar más o menos dentro de la categoría del género autobiográfico, ya que aunque Fingerman se esconde tras un sosías, Rob Hoffman, y mezcla acontecimientos reales con ficción, resulta evidente que estos tebeos son la crónica de su vida. Una vida de lo más interesante, por otra parte: el mundo del porno visto desde la puerta de atrás, tal y como lo ve Rob, puede llegar a ser tan apasionante como desconcertante e hilarante; las relaciones de éste con su novia Sylvia Fanucci tienen en todo momento un halo de autenticidad, y demuestran que la convivencia puede llegar a ser una gran aventura; los diálogos sencillamente no tienen desperdicio, y cualquiera que comparta el punto de vista ligeramente misántropo de Rob respecto al mundo que le rodea no podrá menos que disfrutar como un enano. Por otra parte, pocas veces habréis visto un retrato de pareja tan certero y estimulante como el que ofrecen Rob y Sylvia, pese a que cierto elemento de su vida en común haya servido de excusa para que algunos lectores, de esos que suelen olvidar que cuando se es joven se folla todo lo que se puede, hayan atacado el tebeo. Tal y como lo entiende Fingerman: «Incluir escenas de sexo sólo porque me gusta dibujarlas sería gratuito, de otro modo estaría haciendo un tebeo erótico. Una de las razones por las que hay tanto contenido sexual en Minimum Wage es para establecer un fuerte sentido de relación. Algunas relaciones pueden construirse únicamente en torno al sexo. No estoy diciendo que la de este cómic sea así, pero desde luego el sexo es una parte muy importante de ella, de modo que si empezara a dejar eso de lado, no sería un retrato honesto. […] Es un tema que ha estado muy presente en mis pensamientos últimamente. Cuando un tebeo no va muy bien (financieramente, me refiero), pasas mucho tiempo intentanto adivinar qué es lo que estás haciendo mal. Hablando con Evan Dorkin del tema, me dijo: “¿Sabes? Hay un montón de gente que se cree que estás haciendo un tebeo porno”. Eso me sorprende, porque mi opinión es que es un tebeo sobre una relación de pareja que de vez en cuando practica el sexo. Pero Evan me dijo que un montón de distribuidores ven el sexo y probablemente no ven nada más. Piensan: “Es un tebeo para adultos, no queremos distribuirlo”. Y puede que tenga razón».
Minimum Wage.
Y es que, lamentablemente, pese a su indudable calidad y al estupendo nivel medio de todos los números de Minimum Wage, la serie de Fingerman no acaba de despegar, y el nombre del autor sigue sin ser uno de los mencionados habitualmente por los aficionados al tebeo alternativo. No es de extrañar, por lo tanto, que lo primero que opine Fingerman sobre este sector del mercado sea que «se paga fatal. Por otra parte tampoco es que lea muchos títulos. Hay un par de tebeos estupendos, y el resto son mediocres o directamente malos. Muy similar al mainstream, vamos».
Precisamente una de las características que diferencian a Fingerman de muchos de sus colegas es un perfecto conocimiento de ambos sectores del mercado (ha trabajado para Dark Horse, Vertigo y Paradox en multitud de ocasiones) y un pragmatismo a prueba de bomba que le convierten en un agudo comentarista del medio, pese a que se prodigue poco en sus opiniones. Y para muestra, un botón: «Muchos aficionados al cómic alternativo echan pestes de Marvel, echan pestes de DC y echan pestes de Image, pero lo que no tienen en cuenta es que es el mainstream el que aguanta la escena alternativa. Si la mayoría de las tiendas no se ganaran su buen dinero con los tebeos a color, esta gente no tendría un sitio para colocar sus productos. La cuestión es que, para que una industria sea saludable, ha de haber diversidad. Y ésa es la cosa que más me desagrada y más me cabrea, el hecho de que en una economía completamente achacosa encima se ataque la variedad […]. A este paso los cómics van a seguir el mismo camino que la poesía. Se van a convertir en una parte muy limitada y especializada del sector editorial. No creo que vayan a desaparecer por completo. Siempre va a haber un porcentaje de gente que disfrute del medio. Pero los cómics que sobrevivan serán los más pequeños; los que ofrezcan mayor énfasis en la calidad, en voces individuales».
* Evidentemente, esto no implica en modo alguno un desprecio hacia Baker, al que considero un historietista de primera fila. Cada uno es libre de aplicar su trabajo al campo que más satisfacciones le produzca, pero no deja de ser destacable la escasez de autores negros dispuestos a defender una postura claramente política. No existe, por ejemplo, un movimiento comparable al de las historietistas feministas de principios de los setenta.
** Curiosamente, el primer trabajo relevante de Santiago, The Thorn Garden, también ha sido editado por Eros Comix.
Cómic
Bob Fingerman, Cómic alternativo de los 90, Ho Che Anderson 9 comentarios
viernes 26 de abril de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 7: Polos opuestos
De todos los autores llegados a Fantagraphics en los noventa, hay dos que destacan con particular fuerza debido a sus peculiaridades. Por una parte, Richard Sala es uno de los poquísimos autores alternativos que ha sabido jugar con los clichés de algunos de los géneros más trillados, como el de terror o el thriller, sin llegar a caer directamente en ellos; es decir, sin llegar a utilizarlos como marco de sus reflexiones sino, muy al contrario, utilizando sus indagaciones personales como marco en el que introducir algunas de sus convenciones genéricas favoritas. Además, hace gala de un dibujo expresionista, vital e intencionadamente imperfecto. Chris Ware por su parte, construye historias intensas y complejas sin recurrir en lo más mínimo a esquemas preconcebidos, narra con premeditada frialdad unos sucesos cotidianos que convierte en terribles y, al dibujar, hace gala de un perfeccionismo que llega a rozar lo enfermizo. Son dos modos completamente diferentes de entender los tebeos que han eclosionado prácticamente al unisono.
Richard Sala vivió los primeros años de su infancia en Chicago, y se crió visitando una y otra vez los museos de la ciudad, ya que le encantaban las momias, los esqueletos de los dinosaurios y, en general, todo lo que tuviera un aspecto viejo y misterioso. No creo que fuese casual a esta afición el que su padre fuera restaurador y coleccionista de antiguedades, y que tuviera la casa siempre llena de relojes y de fonógrafos. Otra cosa que, lamentablemente, también tenía, era bastante mal genio. Según recuerda Sala, «Mi padre tenía un temperamento horrible. Tenía ataques irracionales de rabia en los que no sabías por qué se había enfadado, sencillamente se volvía loco, destrozaba cosas y nos aterrorizaba a nosotros, los chavales. Ahora veo, mirando hacia atrás, que todo mi interés por la irracionalidad de la violencia proviene de mi infancia».
En 1966 la familia Sala se trasladó a Arizona, a causa de una afección de asma sufrida por el futuro dibujante. Pero todo lo que pudo tener de positivo el cambio para su salud, lo tuvo de negativo para su timidez, ya que el nuevo ambiente contribuyó a hacerle más introvertido; no le gustaba el entorno, ni el calor, ni el estilo de vida. «Cuando nos trasladamos a Arizona», explica, «siempre hacía sol y mucho calor, y yo era mucho más pálido que todos los demás niños del vecindario. Todos eran sanotes y rubios y practicaban algún deporte. El principal ejercicio que hacía yo era correr de un sombra a otra. […] Nunca me adapté. Creo que ahí reside el origen de mi mentalidad outsider. Poco después, cuando fui al instituto, descubrí a Kafka, y sus historias realmente me llegaron a un nivel personal. Entendía perfectamente ese sentimiento de estar en un lugar en el que eres diferente a todos los demás».
Aunque había leído y coleccionado tebeos de pequeño, con la llegada de la adolescencia Sala se olvidó del tema, salvo por las tiras de prensa de Dick Tracy, que siguió recortando y guardando religiosamente. No es de extrañar, por tanto, que defienda a Chester Gould como una de sus tres mayores influencias, junto a las novelas de género negro y las primitivas películas de terror. Tuvo que llegar Raw para que Sala volviera a interesarse por el medio y, de hecho, su primer tebeo está directamente inspirado por la vertiente más artística y experimental de la antología de Spiegelman, como lo demuestra a la perfección una de las historietas recogidas en él, The Invisible Hands, una narración improvisada y nada lineal surgida directamente del inconsciente.
Tras aquel primer trabajo, y durante el transcurso de los años ochenta, Sala se hizo un hueco en la mayor parte de los títulos antológicos de la época, labrándose cierto nombre gracias a sus historias de horror y misterio, caracterizadas por un sentido del humor ligeramente perverso y enfocado principalmente sobre tópicos en apariencia de lo más inocentes. «Me gusta coger cosas que son consideradas felices en nuestra cultura, como los cumpleaños o las bodas, volverlas de dentro a afuera y divertirme con lo que hay bajo la superficie», admite. «Es una especie de “cualidad David Lynch”. Cuando se estrenó Terciopelo azul todo el mundo se atropellaba diciendo: “Oh, está viendo cosas bajo la superficie de algo que es muy dulce”. Nuestra cultura, y especialmente los críticos, tiene muchos problemas con cualquiera que pueda ver lo enigmático de la vida cotidiana. Durante mucho tiempo, cuando alguien reflejaba algo enigmático o extraño, su palabra fue kafkiano. Después, durante una temporada, fue linchyano, y algo más tarde Tim Burtonesco. Bueno, en Europa tienes a Buñuel, a Cocteau, a Polanski, a Bergman… y este tipo de cosas se exploran constantemente. Tal y como están las cosas en América, es realmente sorprendente que la gente pueda llegar a ver más allá de la superficie. “¡Oh, hay algo más detrás de esto!”. Sí, claro que hay algo más. En eso es en lo que estoy interesado, en lo que hay más allá de la superficie». Una búsqueda que el autor ha convertido en doble al dirigirla no sólo hacia lo que le rodea sino también hacia su propio interior: «Las historias reunidas en Hypnotic Tales son yo explorando mi subconsciente. Escribí The Chuckling Whatsit como un thriller, pero acabó revelándome más sobre mí de lo que en un principio había sospechado que haría. Los símbolos pueden ser percibidos por cualquier lector atento, y los artistas han de dejar que ese tipo de cosas surgan de su inconsciente. Un lector no tiene por qué apreciarlas para disfrutar del tebeo. Todo lo que digo es que la historia es más rica si puede ser leída en más de un nivel».
La carrera de Sala dio un considerable salto hacia adelante cuando en 1995 empezó a seriar en la antología Zero Zero la segunda de las obras recién mencionadas, dando por primera vez muestras de ser capaz de manejar una narración compleja y extensa, ya que hasta el momento únicamente había realizado historietas cortas. A lo largo de 17 entregas desarrolladas en casi dos años, The Chuckling Whatsit fue creciendo en intensidad, misterio e interés, a la vez que el estilo de Sala sufría un cambio considerable por primera vez en su carrera. Ya desde sus inicios como historietista, y al parecer también en sus cuadros figurativos, a juzgar por lo poco que hemos visto, Sala había exhibido un dibujo rudimentario y geométrico, caracterizado por un entintado muy ligero y un trazo deliberadamente titubeante y rugoso. «En mi corazón, me siento expresionista», explica Sala, «y eso me separa de la mayoría de los otros dibujantes de tebeos. Realmente no me interesa la perspectiva. Realmente no me interesan las proporciones. Lo que me interesan son los estados psicológicos y la atmósfera». Y aunque eso siga siendo cierto en la actualidad, no menos cierta resulta la afirmación de que a partir de The Chuckling Whatsit el aspecto estético de los tebeos de Sala mejoró notablemente. Otorgando más firmeza y grosor a su trazo, y ampliando considerablemente las masas de negro para reforzar el contraste de sus páginas, el dibujante consiguió reproducir con mucha más exactitud sensaciones de volumen y distancia, abandonando el cariz eminentemente plano de sus anteriores trabajos. Por otra parte, esa nueva seguridad de su trazo se reflejó también en un abandono parcial del marcado carácter geométrico de sus personajes, que pasaron a redondear sus contornos; especialmente los femeninos, únicos reductos de belleza en una obra caracterizada por lo grotesco.
Estas nuevas características de su arte, algo titubeantes y aún en desarrollo en The Chuckling Whatsit, se encuentran ya completamente afianzadas en las historietas que realiza Sala regularmente para su propio comic-book, Evil Eye, un divertido compendio de barbarie, misterio, horror, autoanálisis y cultura popular. Es Sala, ¿qué más se puede decir? Tal y como él mismo explica: «Hubo una reseña sobre mi trabajo en la que un tipo dijo: “Ya basta de asesinos misteriosos y sociedades secretas”. Eso es como decir: “Me gustaría más Carlitos y Snoopy si no salieran niños”. Quiero decir, eso es lo que hago».
Quien sin embargo no suele hacer casi nunca lo que se espera de él es Chris Ware, un autor que quizá a lo único a lo que nos ha acostumbrado hasta ahora es a esperar nuevas sorpresas.
Ware creció siendo hijo único y sin haber conocido nunca a su padre. Dado que su madre pasaba gran parte del día trabajando fuera de casa, pasó la mayor parte de su infancia en compañía de su abuela o leyendo tebeos y sentado frente a la caja tonta. «Cuando era pequeño adoraba la televisión», admite. «El peor castigo que se me podía inflingir era dejarme sin ver la tele. La tenía encendida constantemente. Veía todos los programas que un friki delgaducho y pálido como yo podría haber disfrutado, como Star Trek y Batman. De hecho, estaba tan estúpidamente obsesionado con estos programas que grababa los diálogos en un cassette y después me sentaba ante la máquina de escribir con la oreja pegada al altavoz para intentar escribir los guiones. De todos modos, probablemente no era una conducta del todo inusual para un chaval que lo único que quería era quedarse en casa y fantasear sobre ser un superhéroe o volar al espacio. No fue hasta que llegué a la universidad que fui capaz de apartarme de la tele. No me llevó mucho tiempo llegar a la conclusión de que “¿Tío, qué estaba haciendo? He perdido la mitad de mi vida”. […] Una vez empecé a dibujar tebeos regularmente, también me di cuenta de que la televisión era una mala influencia formal, al menos en el sentido que estructura las imágenes y que parece tener su propio ritmo narrativo. Muchos de los primeros cómics que intenté realizar resultaban muy derivativos de los recursos narrativos de la televisión».
Ware se aficionó al dibujo copiando las ilustraciones de los viejos tebeos de Supermán y Archie, y viendo trabajar durante horas a un dibujante del periódico Omaha World Herald que vivía en su misma calle. Se decidió a estudiar Bellas Artes y nada más llegar a la universidad de Texas, situada en Austin, empezó a publicar historietas en el periódico universitario The Daily Texan. Para cualquiera que vea ahora aquellas primeras páginas de Ware, sus historietas protagonizadas por Floyd Farland, ciudadano del futuro, resultarán toda una sorpresa. No sólo no tienen nada que ver con sus temas habituales (aparte de estar ambientada en el futuro, la serie era una fábula distópica sobre una sociedad totalitaria y respondía a la influencia de Blade Runner), sino que además estaban ilustradas en un estilo diametralmente opuesto a aquél por el que le conocemos en la actualidad: intentando conseguir una apariencia casual en vez de trabajada, recurriendo a unos trazos gruesos y deliberadamente toscos que más parecían de brocha que de pincel y empleando enormes masas de negro para otorgarles a sus páginas un aspecto de fotografía en negativo. Actualmente reniega de este trabajo y normalmente no quiere ni hablar de él.
El cambio radical que experimentó su estilo y su temario en los siguientes proyectos que desarrolló para The Daily Texan, es buena muestra de la diversidad y la capacidad creativa de Ware. Fue entonces cuando empezó a experimentar con técnicas narrativas basadas en los dibujos animados, cuando dibujó sus historietas más caricaturescas, como las protagonizadas por el Señor Patata, y cuando inició con Rocket Sam y Big Tex toda una genealogía de personajes caracterizados por su soledad, su sentimiento de desamparo y un absoluto patetismo en el que su creador se cebaba sin piedad.
Si para las historietas pertenecientes al primer grupo combinó un minimalismo expresionista (del que se sirvió para dotar de vida al gato Sparky y a Quimby el ratón) con un extraordinario sentido del diseño centrado en la composición de las páginas y en una detallada representación de los fondos (habitualmente dotados de una textura de transparencia, supongo que para acentuar el aroma a animación*); y en las del segundo tipo optó por un trazo mucho más suelto y fluido, similar al que emplea en sus apuntes del natural; en las páginas protagonizadas por Big Tex y Rocket Sam encontramos ya al Ware puntillista y quirúrgico, que entinta con una precisión tan absoluta que a veces parece mecánica y que adopta una atmósfera de entreguerras. Este último estilo llegó a su culminación con la creación de Jimmy Corrigan, y es el que más comúnmente ha acabado por asociarse con el autor. Jimmy Corrigan ostenta además el honor de haber sido el personaje más utilizado por Ware y el depositario de sus mejores historias hasta la fecha. Unas historias que enlazan directamente con las de Rocket Sam en su exploración de la soledad y la tristeza, y con las de Big Tex en su cruda representación de las relaciones paterno-filiales, o el abandono de las mismas.
Para entender mejor esta hidra de dos cabezas, la sensación de despecho que puede causar crecer sin padre o el dolor provocado por vivir con uno que no sólo no aprecia a su hijo sino que además lo rechaza, hay que recurrir a la solitaria infancia del autor: «Es curioso. Supongo que sí, [que haber crecido sin ver a mi padre se trata de uno de los aspectos más dolorosos de mi vida]. Pero en la mayoría de los casos, cuando pienso en ello, en realidad me muestro bastante despectivo con todo el tema, porque nunca he conocido al tipo, de modo que ¿hasta qué punto puede afectarme emocionalmente? Para mí se trata de una cuestión más interesante desde un punto de vista metafísico, en el sentido de que ahí está esa persona que es responsable de mi existencia y que ha desaparecido. Es algo curioso. No sé. Parece ser un problema común de mi generación. La mayoría de mis amigos tienen padres divorciados, y en varios casos tampoco conocieron a sus padres. No sé si es que la de nuestros padres fue una generación en particular que creía en eso de: “Hey, tío, quiero vivir mi vida”. A mí me parece más una falta de responsabilidad, supongo».
Dolor y desprecio, dos elementos que encontramos a partes iguales en su obra. Por una parte, el dolor ante la incomprensión de la agresión paterna cuando el padre está presente (caso de Big Tex o del abuelo de Jimmy Corrigan); por otra, el desprecio ante el reencuentro con el padre ausente (caso del mismísimo Jimmy Corrigan, que llega a fantasear con abrir en canal a su recién recuperado progenitor). En los tebeos de Ware los padres son siempre el elemento discordante en la vida de sus protagonistas, aquellos que les desestabilizan y les condenan a una vida de soledad y miseria espiritual tanto con su ausencia como con su presencia; algo que el autor llega en ocasiones a sublimar mediante la aparición de Supermán, a veces como poderosa representación de la inexistente figura paterna (generalmente igual de cruel y ajena a los intereses del niño) y en otras como el misterioso enmascarado que suple la ausencia del padre y toma su lugar junto a la madre. La única diferencia, probablemente, es que tanto las historietas de Big Tex como las de Rocket Sam se caracterizan por ser eminentemente humorísticas (de un humor cruelmente refinado y saturnal, pero humor al fin y al cabo), y seguir el esquema de gag breve, mientras que las protagonizadas por Jimmy Corrigan hacen mucho más hincapié en el elemento dramático. Ahora bien, ese elemento dramático no queda expresado mediante los recursos clásicos del lloro y el pataleo (más adecuados para el dramón que para el drama, creo yo, pero parece que la cultura popular tiende a diluirlo todo), sino que, más bien al contrario, se refleja en una completa y terrible apatía y un estado de permanente incredulidad por parte de los personajes, y en una (aparente) ausencia de implicación emocional por parte del autor en lo que está narrando, lo que lleva a que las situaciónes adquieran un cariz mucho más tenso y a que las emociones soterradas de Jimmy Corrigan ataquen al lector con una intensidad insoportable. De este modo, Ware se ha convertido en el equivalente artístico de un experto en la fecundación in vitro, pues ha sido el primer autor capaz de conseguir que bajo una atmósfera fría, clínica, aséptica y despersonalizada brote el tumulto de la vida, la rabia y los sentimientos**.
Otra cosa es que esa vida, o al menos la de sus personajes, sea una mierda. «Creo que la gente suele actuar con malicia y depredación», dice Ware con objeto de aclarar su punto de vista a este respecto. «Y no creo que sea pesimista intentar ser consciente de ese hecho o intentar recordarlo. En realidad, me parece sano. El modo en el que un montón de libros y los medios populares como la televisión y las películas representan las relaciones parece seguir un ideal, bien implícito o bien representado, de que la gente siempre es feliz, y que se quieren y se sonríen los unos a los otros todo el tiempo. Quizá sea un pesimista, pero simplemente no me lo creo. No puedo ni imaginármelo. ¿Acaso lo cree la gente? Yo quiero presentar las cosas tal y como las veo, con tan poco idealismo y barniz cultural como me sea posible. Creo que es la única manera de crear algo que tenga algo de valor para el resto de la gente cuando tú hayas muerto».
No sé si al paso que va la industria del cómic norteamericano quedará alguien que sepa apreciar ese valor para cuando le haya llegado la hora a Ware, pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que ese propósito manifestado por el autor es ya una realidad. Al igual que Dan Clowes, Ware es uno de esos autores a los que hasta ahora no hemos visto sino mejorar día a día. Los últimos números de su Acme Novelty library están a años luz de los primeros, y son de los pocos tebeos capaces de alcanzar tal intensidad como para llegar a causar auténtico dolor en el lector. Uno de sus secretos para conseguirlo, a mi parecer, es el saber dotar a sus historias de un ritmo completamente particular e imposible de imitar, que Ware atribuye al hecho de seguir un proceso de creación semejante al musical: «En 1988, cuando empecé a dibujar tebeos sin palabras y decidí utilizar únicamente dibujos, lo que estaba intentando era llegar a comprender la música inaudible que puede tener un cómic. Si lees cualquier tebeo sin palabras, verás que aún serás capaz de “oír” algo en tu cabeza. En realidad no es nada parecido a la música. Ni siquiera son tonos, sino sólo una sucesión de ritmos insonoros. Tuve la noción de que estos “sonidos” eran probablemente la raíz del poder real de los tebeos; esa especie de patrón visual que podría ser reinterpretado y percibido como un ritmo por la mente. […] Creo que un error que cometen muchos dibujantes jóvenes es que no prestan atención al ritmo interno de sus historietas. Cuando dibujo un tebeo, lo leo quizá unas doscientas veces mientras lo estoy escribiendo. Empiezo arriba del todo de la página y la leo una y otra vez hasta que me aseguro de que todo armoniza tan bien como soy capaz de conseguir que lo haga. Es un proceso completamente intuitivo y en absoluto intelectual. Si no se lee bien, o el ritmo no parece natural, o da la impresión de que los personajes están actuando en vez de interactuar, es cuando cambio las cosas. […] He ralentizado deliberadamente el ritmo de mis tebeos. Estoy trabajando de una manera teatral en la que generalmente presento más información en los dibujos que en el texto, como en la secuencia en la que Jimmy y su padre conversan en el restaurante, y espero estar indicando emociones ocultas a través de las expresiones del rostro del padre. Realmente no hay otro modo de conseguir eso salvo haciendo que el movimiento progrese a un ritmo mucho más lento. Pero, principalmente, quiero que el lector tenga una sensación de un fluir del tiempo que sea completamente natural».
Esa lentitud, ese transcurrir natural de la narración, es sin duda una de las grandes bazas de Acme Novelty Library. Si a eso le añadimos todo lo anteriormente dicho al respecto de la intensidad emocional, y un alucinante sentido del diseño que ha llevado a Ware a cambiar una y otra vez el aspecto visual de su colección, utilizando diferentes grosores, formatos y tendencias para todos y cada uno de los números que ha realizado, quizá lleguemos a comprender por qué después de un tiempo relativamente corto como profesional, este autor se ha convertido ya en todo un referente ineludible para sus coetáneos. Los que vengan detrás que arreen.
* Dada el gusto por el juego formal y referencial de Chris Ware, perfectamente ejemplificado en sus “historietas animadas”, no sería de extrañar que el ratón Quimby estuviese bautizado en honor de Fred Quimby, legendario director de los mejores dibujos animados de Tom y Jerry.
** Sobre la frialdad o no frialdad de su obra, Ware ha expresado que «Me fastidia cuando leo una entrevista con otro autor en la que éste menciona que mi material le parece frío. Siempre pienso: “Dios, intento con todas mis fuerzas introducir tanta emoción y sentimientos como me resulta posible”. He pensado en ello y supongo que deben de estar respondiendo a lo que comúnmente se llama “estilo” más que a lo que realmente está pasando en la historia».
Cómic
Chris Ware, Cómic alternativo de los 90, Richard Sala Sin comentarios
viernes 19 de abril de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 6: Un mundo en sí mismo
«Me obsesioné con la muerte siendo aún muy niño. Tenía cuatro años. Recuerdo el instante en el que comprendí lo que era la muerte… por lo menos que significaba que mi vida iba a terminar, y que no había nada que ni yo ni nadie pudiera hacer. Desde aquel día y hasta ahora, la muerte es lo primero en lo que pienso cada vez que me levanto y lo último en lo que pienso antes de acostarme. Todos los días igual. Ahora he aprendido a vivir con mi ansiedad y únicamente muy de vez en cuando me veo profundamente alterado debido a la idea de la muerte. Pero en aquellos días acostumbraba a tumbarme en la cama pensando sobre ello hasta que vomitaba. Durante una temporada, estuve convencido de que mis padres me iban a matar. Por ninguna razón en especial. Tenía muchísimo miedo todo el tiempo, y el mundo no tenía ningún sentido para mí. Yacía en mi cama y me preguntaba cuándo iban a entrar para hacerlo. Aquello duró meses hasta que supuse que no iban a hacerlo y dejé de preocuparme. Pero el temor ante la muerte persistió. Era un chico obsesionado. Pasé mucho tiempo buscando pistas. Buscaba detrás de las cosas, a su alrededor, en su interior… estaba buscando todo el tiempo».
Éstas son algunas de las frases con las que define su infancia Jim Woodring, uno de los autores más sorprendentes y desconcertantes del tebeo alternativo norteamericano. No estaría de más añadir que su madre era toxicóloga y que a menudo era requerida por el juez de instrucción de la zona para hacerles la autopsia a los perros muertos por si tenían la rabia, proceso que ella describía luego en todo detalle a su hijo. Su padre, por su parte, era un inventor aficionado que utilizó su ingenio para construir en lo alto de su casa un faro programado para que se encendiera y les revelara, de estar tomando algo en el vecindario, que el pequeño Jim se agitaba inquieto en su cama. A tenor de lo que el mismo Woodring explica, las ocasiones debieron de ser numerosas, ya que «cuando era niño tenía alucinaciones. Veía apariciones. Me tumbaba en la cama y veía enormes y silenciosas caras que flotaban dando vueltas junto a los pies de mi cama. Caras muy caricaturescas. Caras gigantes, horribles, sonrientes, con las líneas marcadas y la boca abierta, gritándome en silencio, moviendo la boca con rapidez».
Todo esto viene a cuento de que los tebeos de Woodring no son sino el resultado directo de estas experiencias: las visiones son su principal fuente de inspiración y la búsqueda de los misterios ocultos tras un universo caótico y sorprendente casi su único tema. En todo caso, no fueron sólo las visiones las que le impulsaron a ello; hubo otro elemento mucho más mundano que también se demostró decisivo en el desarrollo de su particular noción de la realidad: «La primera droga que tomé fue el LSD, cuando aún era un chaval completamente reprimido. Era perfectamente inocente, alguien me dio una dosis realmente fuerte de LSD, y tuve una horrible experiencia que me cambió la vida y que básicamente me demostró que la realidad no era en absoluto tan real. Quiero decir, sabía cuánto LSD había en aquella astilla, y la verdad es que no era mucho; la mayoría era tiza y veneno para ratas y pólvora, o lo que fuera que le pusieran en aquellos días. Y me di cuenta de que aquella mota de polvo había bastado para borrar el mundo frente a mis ojos del mismo modo que borras las acuarelas con una esponja húmeda». Esta revelación, sin embargo, no llevó a Woodring a volcarse de inmediato en una expresión artística que le permitiera desarrollar creativamente las nuevas percepciones a las que estaba sujeto (como sí le pasó, por ejemplo, a Robert Crumb), sino que únicamente contribuyó a aumentar una angustia existencial ya de por sí bastante intensa debido a su pánico ante la muerte, que le abocó a un temprano alcoholismo. «La primera vez que bebí algo con alcohol, que por cierto fue una cerveza, supe que lo que quería hacer durante el resto de mi vida era seguir bebiendo», afirma. «De modo que empecé a emborracharme siempre que me era posible. Mi vida era caótica. No me preocupaba el futuro. Sólo me emborrachaba constantemente y tomaba drogas y me dedicaba a pasármelo bien. Tiemblo cada vez que recuerdo aquellos días, porque estaba fuera de control. Alienaba constantemente a mis amigos comportándome como un gilipollas».
Al mismo tiempo que se alcoholizaba, Woodring empezó a trabajar de basurero, algo que hizo desde los 19 hasta los 27 años, momento en el que cambió de empleo para entrar a formar parte de la plantilla de un estudio de animación. Había dibujado toda su vida y tenía buena mano, pero su única toma de contacto con el medio historietístico hasta aquel momento había sido su etapa de lector de tebeos underground a finales de los setenta, por lo que cuando empezó a trabajar en el estudio y conoció a Gil Kane y a Jack Kirby, que también estaban allí, no tuvo ni idea de quiénes eran. Aparte de para conocer a dos de los más grandes dibujantes del mainstream norteamericano, los años que pasó en el estudio de animación le sirvieron también a Woodring para afinar sus recursos artísticos. Por ejemplo, «Hacer storyboards me ha ayudado hasta cierto punto a controlar la composición de mis tebeos. Aún intento seguir algunas pautas de la narración cinematográfica. Cuando dibujo siempre marco una línea de cámara sobre la que no me permito cruzar, intento manipular el tiempo del mismo modo [que si estuviera filmando] e igualmente intento usar tomas establecidas. Sí, aprendí un montón, ha sido útil».
Trabajar junto a Gil Kane tuvo también otra ventaja insospechada, ya que éste era un buen amigo de Gary Groth y le habló de la labor de Woodring. Poco después, el primer número de su serie Jim aparecía publicado por Fantagraphics.
Ya desde aquel primer número, Woodring destacó como una voz única en el panorama historietístico norteamericano. La mitad de las historietas eran nuevas, y la otra mitad provenían de una especie de diario dibujado que el autor había ido desarrollando para relajarse de las tensiones que le producía su trabajo en el estudio de animación; un diario que no era sino un perfecto reflejo impreso de esa búsqueda que mencionaba al inicio de este parágrafo. Woodring se suele utilizar a sí mismo como personaje principal y, en teoría, su trabajo se origina en las experiencias de su vida diaria; sin embargo, ésta se expresa en sus tebeos a través de historias de ficción ambientadas en un mundo turbador y fantástico en el que cualquier cosa puede suceder, desde la aparición de ángeles en forma de peonza metafísica hasta salvajes escenas de tortura más allá de lo terreno. El mundo de Jim es un espacio a medio camino entre el sueño y la vigilia, en el que Woodring filtra su vida a través del incógnito y de las visiones que le asaltaban de niño, para, por utilizar su analogía, pasar la esponja por encima de la acuarela y revelar una realidad escurridiza que podría, o no, agazaparse tras los sucesos cotidianos.
Más radical aún resulta su otra creación importante, Frank, un extraño animal antropomórfico que, tras protagonizar historietas cortas en títulos como Jim o Tantalizing Stories, acabó por conseguir su propia serie también en Fantagraphics. En ella, además de elevar hasta el grado sumo el aspecto irreal de sus historietas, y de explorar de una forma mucho más directa e intensa el complejo mundo de las apariencias (Frank consiste prácticamente en un único argumento que se repite una y otra vez —varían los desarrollos— y que se podría resumir como el enfrentamiento con algo que no es lo que parece), Woodring ha decidido asumir el riesgo de realizar tebeos sin palabras, dejando bien patente tanto su práctica en el campo de la animación como sus aplicaciones al campo de la narración historietística, pues le basta con el sabio uso de los encuadres y sus secuencias para conseguir imprimir diferentes ritmos de lectura y ralentizar o acelerar a su antojo la inquieta mirada del lector. Por otra parte, es comprensible que haya una gran mayoría de personas que se nieguen a comprarse un tebeo en el que apenas hay una palabra que llevarse a la boca*; decidir si la intensidad emocional de las historietas de Woodring puede llegar a compensarles o no la brevedad de su disfrute, ya no es labor mía decidirlo. De lo que no puede haber duda es del placer estético producido por sus páginas. Bien sea en su vertiente más cartoon (Frank) o bien en la realista (Jim), el estilo de dibujo de Woodring es un prodigio de sencillez completamente trabajada. Sus trazos, aunque gruesos y firmes, nunca llegan a abigarrar la página debido a una siempre estudiada composición y a un curioso estilo de rayado realizado mediante pinceladas compactas y espaciadas que en ningún caso saturan la vista. Su creatividad e ingenio a la hora de crear el aspecto visual de los múltiples personajes y entes que pueblan sus tebeos, y el aspecto siempre limpio y trabajado de su entintado, no hacen sino reforzar el atractivo visual de su obra.
* Nota desde el presente: un comentario muy coyuntural (pero real y oído en las tiendas) de un momento en el que Frank se editaba como comic-book de grapa de 24 páginas con un precio de portada de 3’95 $. Hay que reconocer que, incluso para los fans, sabía a poco. Nada que ver con su actual y mucho más satisfactoria publicación en volúmenes.
Cómic • Libros
Cómic alternativo de los 90, Frank, Jim, Jim Woodring Sin comentarios
sábado 13 de abril de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 5: Rápidos de reflejos (Daniel Clowes)
Uno de los que más ha hecho últimamemente para cubrir ese hueco del mercado ha sido sin duda Dan Clowes, el otro dibujante que obtuvo su propio comic-book de manos de Fantagraphics en 1985 y uno de los autores más personales e inclasificables del actual panorama historietístico. Él lo atribuye a que de pequeño fue «un chaval increíblemente tímido, un verdadero desplazado. Era incapaz de relacionarme con los demás chicos y sentirme cómodo. De modo que me retiraba a mi mundo de fantasía, lo que implicaba dibujar mucho. Pienso que así es como un montón de dibujantes underground llegan a ser lo que son. No pueden encontrar gente que les soporte y con la que salir por ahí, de modo que se sientan a dibujar y crean sus pequeños mundos de fantasía».
Ese “pequeño mundo” de Clowes hundía sus raíces principalmente en los libros de su abuelo y en los tebeos de superhéroes de su hermano, quien además de ser diez años mayor que él se había convertido en todo «un yonqui de los medios», tal y como le define el dibujante, pues no sólo se compraba todos los tebeos de Marvel y DC, sino también revistas como Famous Monsters of Filmland, Hot Rod, Playboy, etc. De este modo, el joven Clowes se acostumbró a asimilar grandes cantidades de información visual en dos dimensiones antes incluso de aprender a leer; empezó a dibujar con tan sólo cinco años y entró en contacto con el mundo del underground a una tempranísima edad (también gracias a su hermano, claro): «Recuerdo leerlos con ocho años y que aparecía el término mamada. Y recuerdo haber pensado: “¿Qué coño será una mamada?”».
Sin embargo, su verdadero bautismo en las pilas del underground, ya con suficiente conocimiento como para apreciar sus cualidades, no le llegó hasta la adolescencia, y no fue su hermano (que ya se había marchado de casa), sino otro insospechado pariente, el responsable de proporcionárselo: «Había estado pasando unos días con mi tía», recuerda, «y poco después de marcharme me llegó a casa un paquete con una nota que decía: “Te dejaste esto en casa”. Y yo sabía que no me había dejado ningún cómic allí. Eran números de Zap y de Super Serdo, y cosas por el estilo. Supongo que algún otro adolescente se los tuvo que dejar allí y ella me los envió sin mirarlos. Fue el mejor día de mi vida. Todavía conservo algunos».
Aquel baño de tebeos, en todo caso, no consiguió atraer a Clowes hacia el medio, aunque sí hacia el dibujo, ya que quería dedicarse profesionalmente a la ilustración. Fue el encuentro con algunos ejemplares de la revista Mad, mientras estudiaba en Nueva York, lo que le hizo cambiar de idea; a partir de aquel momento, su nuevo objetivo en la vida se convirtió en ser dibujante del célebre magazine humorístico y hacer portadas para Time, «como Mort Drucker».
Sin embargo, por mucho que buscó, no consiguió encontrar trabajo alguno en todo Nueva York; ni como historietista ni como ilustrador. Por puro aburrimiento, y ya que no tenía nada mejor que hacer, Clowes empezó a dibujar las primeras historias de su personaje Lloyd Llewelyn, trufándolas, en respuesta a la pátina de “alta cultura” exhibida por el Raw de Art Spiegelman (antología que dejó de leer porque le parecía excesivamente pretenciosa), de clichés de hardboiled barato, marcianos de serie Z y demás elementos kitsch de la era atómica. Ya para empezar, el nombre de Lloyd Llewelyn era un homenaje a los tebeos de Superman que había leído en su infancia, pues seguía (y exacerbaba) la curiosa tradición de bautizar a los personajes con nombres y apellidos que empezaran con “L” (como Lex Luthor, Lois Lane, Lana Lang, Lori Lemaris, etc.).
Clowes envió la única historieta de Lloyd que había acabado a diversos editores y recibió una respuesta de Fantagraphics, en la que no sólo se le informó de que su trabajo había sido aceptado, sino que además se le propuso crear su propio comic-book para esta editorial. De este modo, Clowes llegó al mercado del tebeo alternativo con Lloyd Llewelyn debajo del brazo; y convirtió su cómic en un campo de pruebas a la vez que en un proceso de aprendizaje. Su estilo, caracterizado ya en aquel entonces por cierta frialdad clínica y por ese aire a los ilustradores de los cincuenta, que tan a menudo se ha asociado con él y que en los últimos tiempos ha dejado en parte de lado*, adolecía de cierta y fría rigidez, además de mostrar un curioso parentesco con la línea clara francobelga. En cuanto a sus historietas, hay que tener en cuenta que el primer número de la colección contuvo el primer trabajo de más de cinco páginas que hacía Clowes en su vida. La mayoría, a qué negarlo, no iban más allá del compendio de situaciones comunes de la serie B, empastadas en busca del efecto acumulativo y filtradas por un matiz postmoderno, lo que las convertía en productos hasta cierto punto divertidos, pero ciertamente algo vacuos.
El mismo Clowes se dio cuenta de que Llewelyn se había convertido en un peso que en cierto modo le impedía seguir experimentando y progresando como artista, ya que se veía constreñido por las bases que había sentado al principio de la serie y que le obligaban a mantener tanto la estructura y las reglas con las que había jugado hasta entonces como una coherencia estética que no le interesaba seguir perpetuando. Por ello, cortó la serie y, tras un hiato que aprovechó para casarse y comprarse un apartamento, conceptualizó Eightball, un comic-book a modo de llave universal que le permitiera reproducir cualquier tipo de historia que le apeteciera contar y dibujar en diferentes estilos al mismo tiempo. Su idea fue poner a su disposición una antología como Weirdo o Mad, pero que estuviera realizada por un solo autor. «Lloyd tenía que seguir cierta narrativa lineal», explica. «[Lo había creado así porque] siempre me había gustado que los tebeos fuesen historias cortas que pudieran leerse rápidamente y entretener. Pero entonces empecé a querer hacer algo con más substancia. De modo que cuando tuve la oportunidad de hacer Eightball, me puse a dibujar el material en el que llevaba años pensando, aprovechando que ahora tenía la energía y la confianza suficiente como para hacerlo. También el hecho de saber que no iba a vender y que nadie iba a verlo, me proporcionó la sensación de que podía hacer lo que quisiera».
Aquella sensación se manifestó de inmediato ante los ojos de los asombrados lectores, que pudieron ver cómo Clowes era capaz de combinar historietas cortas y autoconclusivas con seriales extensos, psicodramas con salvajes parodias y delirios oníricos con reflexiones existenciales, dando de paso sobradas muestras de ser uno de los dibujantes más versátiles y talentosos del medio al saltar con facilidad del realismo a la caricatura, y de los espacios en blanco y las estilizadas líneas de Lloyd Llewellyn (al que recuperó para protagonizar algunas historias breves en los primeros números de Eightball) a las abundantes tramas y la rotundidad de trazo de Como un guante de seda forjado en hierro.
Ése es, precisamente, el título del serial que apareció entre los números 1 y 10 de la serie, y que ejemplifica a la perfección el método de trabajo seguido originariamente por Clowes, ya que el inicio de la historia estaba basado en un sueño, a partir del cual fue improvisando toda la línea argumental sin tener ni siquiera una mínima idea de hacia dónde se dirigía. Según el autor, «intento buscar en mi subconsciente qué clase de ideas me excitan, me preocupan, me asustan o me afectan emocionalmente. Intento descubrir cuáles son las cosas que me hacen reaccionar y después hurgo en ellas».
Aunque no cabe duda de que esa motivación se halla en mayor o menor medida detrás de toda su obra, no la encontraremos aplicada en un estado más puro que como en Como un guante de seda forjado en hierro, ya que en ocasiones resulta evidente que lo que le interesa a Clowes es la búsqueda, más incluso que el argumento que está manejando. La historia se beneficia de esta doble faceta de improvisación e indagación, provocando en el lector un continuo sentimiento de asombro y adquiriendo una cualidad irreal que contribuye sobremanera a contagiar esa sensación de desasosiego que sienten tanto su protagonista como, aparentemente, su autor. Sin embargo, Clowes acabó hinchando demasiado el argumento y buscando excesivas vueltas de tuerca a la trama, de modo que ésta acabó acusando la falta de una estructura clara y perdiendo parte de su espíritu inquietante.
En todo caso, Clowes es uno de los pocos autores de los que realmente se puede decir con toda autoridad que mejora a cada nuevo número que produce. En la siguiente historia larga seriada en Eightball, Ghost World, fue perfectamente capaz de conciliar el grado de improvisación que dice necesitar para no aburrirse mientras crea una obra larga, con una contención episódica de los hechos que al final dotó de mayor resonancia y cohesión al conjunto final, sin perder esa maravillosa espontaneidad que sólo los proyectos a medio soñar tienen aún. Con su última obra, David Boring, ha ido un paso más allá al prescindir de las historias cortas que habían venido ocupando regularmente más de la mitad de cada número de Eigthball, en busca del espacio necesario para desarrollar una historia mucho más larga y elaborada, a la vez que más desconcertante e inquietante que todas las que había realizado con anterioridad; pese a estar narrada con un naturalismo y una relajación que nada tienen ya en común con aquellos exabruptos iniciales mediante los que solía intentar enganchar la atención del lector. No sólo se ha convertido Clowes en un narrador mucho más sutil, sino también en un dibujante realmente excelente. Pese a la variedad exhibida por sus primeros Eightballs, el autor parecía no poder escapar de su atracción por lo grotesco ni de ese agarrotamiento que sus gruesas y recargadas pinceladas otorgaban a sus personajes. En la actualidad, sin embargo, es capaz de reproducir ese estilo a su gusto, sin que eso le impida alternarlo con uno mucho mas preciosista, perfectamente fluido y rematado por unos acabados tan exigentes como los del mismísimo Charles Burns. Al margen de eso, las técnicas utilizadas por Clowes son realmente abrumadoras: bicolor, tramas, rayados, paletas de grises… Rotula a mano todos sus tebeos, sirviéndose de gran variedad de estilos, y diseña todos y cada uno de los números de Eightball de un modo diferente, desde la cabecera y la página del correo hasta los anuncios de material atrasado. Únicamente Chris Ware puede ponerse a su altura en lo que a trabajo de diseño se refiere; ni siquiera él alcanza esa altura de “artista total” y más allá de toda comprensión que posee actualmente Daniel Clowes**.
* A este respecto, Clowes afirma que «Había un sentido del diseño que nos abandonó a mediados de los sesenta para no volver nunca más. Siempre me he sentido atraído por eso, aunque ahora me atrae algo menos, e intento darle a mi arte una apariencia más casera».
** Nota desde el presente: cabe recordar de vez en cuando que los textos pertenecientes a esta serie fueron escritos a finales de 1999, cuando Ware ni siquiera había rematado todavía su primer gran tebeo, Jimmy Corrigan. Hoy en día dudo que me arriesgara a repetir esta misma afirmación con tal ligereza.
Cómic
Cómic alternativo de los 90, Daniel Clowes, Ghost World Sin comentarios
viernes 5 de abril de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 4: Rápidos de reflejos (Peter Bagge)
Tres años después de que Fantagraphics empezara a publicar Love and Rockets, otros dos autores de primera fila, Peter Bagge y Daniel Clowes, se unieron a su escudería estrenando sendos y flamantes comic-books. Peter Bagge, el más veterano de ambos, había crecido leyendo Mad y viendo muchos dibujos animados de la Warner, dos influencias que decantaron inevitablemente su carrera hacia el dibujo humorístico. Sin embargo, no todos sus recuerdos de infancia son tan agradables como las carreras que se pegaba del colegio a casa para llegar a tiempo de ver completos los episodios de Looney Tunes: «Mis padres empezaron a beber mucho», explica. «Se convirtieron en unos alcohólicos. A mi padre no parecía afectarle demasiado. Llegaba a casa, se emborrachaba y se quedaba frito. Podía tener alguna que otra explosión de temperamento, pero eso era todo. Mi madre, sin embargo, bebía durante todo el día, y cuando se emborrachaba se ponía extremadamente melancólica. Tendía a sentir pena por sí misma y se convirtió en una depresiva. […] Mis padres no nos animaban a nada. Mi hermano y yo nunca nos metimos en líos del tipo de salir a cometer crímenes o vernos envueltos en peleas, pero nos convertimos en unos auténticos vagos. No sólo en la escuela, sino también en casa. Nuestra habitación era un desastre. Nunca la limpiábamos y mis padres dejaron de decirnos que lo hiciéramos, hasta que se convirtió en un lugar tan repugnante que cuando mis amigos venían a verme casi vomitaban; había comida y basura apilada por todas partes». Estas circunstancias familiares no tendrían mayor importancia de no ser porque marcaron de forma indeleble el desarrollo creativo de Bagge, convirtiéndole a la larga y en primer lugar en uno de los dibujantes más trabajadores del panorama independiente (evidentemente, conoce de primera mano los deprimentes resultados a los que puede conducir la apatía), y ofreciéndole en segundo suficientes experiencias como para reflejar sobre el papel la verdadera naturaleza de ese tan a menudo glorificado ente que responde al nombre de “familia media norteamericana”; no es de extrañar que de entre todos sus personajes siempre sobresalieran los Bradley, a la postre a los que más páginas ha dedicado.
Pese a su temprana afición por los cómics, Bagge no dio con el elemento detonante que le empujó a dedicarse profesionalmente al medio hasta que empezó a estudiar en la School of Visual Arts de Nueva York. Ese detonante fueron los tebeos underground y, más concretamente, los tebeos underground de Robert Crumb: «[Los primeros underground que compré] fueron los viejos tebeos de Crumb: Uneeda y Hytone. Hytone fue siempre mi favorito, quizá porque fue el primero. Aquella portada con aquel tipo meando en el baño sencillamente me conquistó. En realidad era muy parecido al humor escatológico de los tebeos que dibujábamos mi hermano y yo cuando éramos niños. Y por supuesto pensábamos que era hilarante. ¡Pero ver que alguien había tenido el valor de editarlo era una cosa completamente distinta! [risas] Aquel adulto completamente maduro que sabía dibujar, desperdiciando el talento que Dios le había dado dibujando a un tipo meando en el retrete. ¡Era sencillamente genial! ¡Era brillante!».
Aquella prueba palpable de que no había coto a la libertad cretiva provocó que Bagge se pusiera de inmediato a preparar historietas y que empezara a llamar a diferentes puertas en busca de alguien que quisiera publicarlas. Finalmente, consiguió contactar con John Holstrom, editor de la revista neoyorquina Punk, quien quedó encantado con su personaje Studs Kirby y le prometió un espacio en su publicación. Sin embargo, Punk cerró inesperadamente antes de que aquella promesa hubiera tenido oportunidad de cumplirse, así que Holstrom y Bagge decidieron asociarse para publicar con su propio dinero Comical Funnies, una antología que no duró demasiado debido a las discrepancias entre ambos socios: Holstrom quería introducir contenidos musicales que pudieran atraer a más lectores y Bagge se negaba a invertir su dinero en una revista en la que lo principal no fuesen las historietas. Tras el cierre de Comical Funnies, Bagge publicó donde pudo y donde le dejaron, apuntando en su currículum diversas colaboraciones en medios tan variopintos como la revista de humor Cracked o el ignoto magazine informático K-Power. Hasta que apareció Weirdo, antología que acentuó aún más la categoría de Crumb como importante punto de referencia en su vida. «Me convertí en un fan de Weirdo en cuanto lo vi», afirma Bagge. «Al principio, le envié a Crumb un montón de cosas y él las rechazó todas, pero transcurrido algún tiempo empezó a aceptarme algunas historietas. Después, me ofreció convertirme en el coordinador. […] Yo me había cansado de autopublicarme y estaba buscando un editor de verdad que me dejara sacar una antología en la que pudiéramos colaborar yo y mis colegas de Nueva York. Cuando le mencioné aquella idea a Crumb, él me dijo: “Bueno, si quieres ser coordinador, ¿por qué no coordinas Weirdo? Ahí tienes una revista que ya existe”. Y acepté hacerlo. Por qué diablos creyó Crumb que estaría a la altura de la tarea, es algo que todavía no acabo de entender, aunque [su mujer] Aline y él siguen jurando aún en la actualidad que Robert pensó mucho en aquello y que se convenció de que podría hacer un buen trabajo».
Visto el resultado con la distancia que otorga el tiempo, nadie podrá negarle a Crumb que tuvo buen ojo al darle aquella oportunidad al joven dibujante, pero lo cierto es que en su momento hubo quien tuvo sus dudas; y uno de los que con más firmeza se dedicó a manifestarlas resultó ser Ron Turner, el editor de Weirdo, que puso mil y una pegas al recién llegado. Por ello, Bagge se acercó a las oficinas de Kitchen Sink y de Fantagraphics para ver si alguna de las dos editoriales estaría interesada en hacerse cargo de la revista. «Le enseñé a Gary Groth las historietas en las que estaba trabajando en aquel entonces, y le gustaron», recuerda, «pero tenía los mismos problemas con Weirdo que Dennis Kitchen. Dijo que algunas de las cosas que estaba incluyendo Crumb en la revista eran pura mierda, y que tenía sus reservas. Pero le gustaron mis cómics, y me dijo: “¿Sabes? Si algún día quisieras tener tu propio comic-book me encantaría publicarlo”. Y yo le respondí: “Oh, vaya, gracias”. Pensaba que estaba hablando por hablar. No podía creer que fuese capaz de darme un tebeo para mí solo sencillamente porque le gustaba mi trabajo. En todo caso, cuando me trasladé a Seattle, sólo me dedicaba a coordinar Weirdo, algo que ni de lejos ocupaba todo mi tiempo. Aún seguía dibujando tebeos que no podía publicar en ningún sitio. […] Me puse otra vez en contacto con Fantagraphics y les pregunté: “¿Estábais hablando en serio cuando me propusísteis publicar mi propio comic-book?”. Y dijeron: “Sí”. De modo que respondí que muy bien. Hablamos de las condiciones y de la periodicidad. […] Para 1985 estaba coordinando Weirdo, y dibujando Neat Stuff a jornada completa». Quizá el aspecto más curioso de toda esta etapa inicial en la carrera de Bagge sea que ya desde un primer momento se presentó como un autor en posesión de un estilo único y definido, lo que propicia que sus primeros trabajos sigan siendo perfectamente reconocibles como suyos hoy en día pese a lo imperfecto de su ejecución. Es decir, los acabados eran mucho más titubeantes, se notaba una absoluta falta de firmeza en el trazo, aún no había desarrollado la trabajada técnica de rayado tan característica de los últimos números de Neat Stuff y de los ejemplares en blanco y negro de Hate, y la caricatura de los personajes era mucho menos elaborada; pero los rasgos básicos del “estilo Bagge”, como la angulación de los cuerpos, la deformación exagerada de los rostros y esa característica tan peculiar de dibujar siempre frontalmente los dos ojos de sus personajes aunque éstos se encuentren de perfil, ya estaban presentes. Por otra parte, aunque menos depurado, su sentido del humor se movía ya en las mismas coordenadas que ahora: escatología, deformación grotesca del transcurrir cotidiano y poca consideración para con sus personajes, en el fondo meros blancos para sus cáusticas observaciones.
Este último aspecto es quizá atribuible a la naturaleza fragmentada de Neat Stuff, un tebeo que aunque tenía personajes fijos estaba compuesto de historietas episódicas e independientes construidas más en torno al chiste que a un desarrollo argumental; una característica que cambió con la creación de Hate, ya que, al ser más largas y estar integradas en una continuidad, las historietas realizadas para esta serie le permitieron a Bagge dar cancha a la evolución de sus personajes, lo que contribuyó a que antes o después a éstos les acabaran por asomar algunas características en el fondo humanas y apreciables, por mucho que superficialmente siguieran siendo unos bastardos o unos anormales. El cambio de serie vino propiciado por la decisión de Bagge de darle el carpetazo a Neat Stuff con intención de iniciar una nueva aventura con más futuro comercial (al contrario que otros autores alternativos, Bagge nunca ha ocultado su desagrado por el nicho que ocupan en el mercado los cómics independientes y su intención de ganar el suficiente dinero con los tebeos como para poder vivir cómodamente). De este modo, rechazó el formato magazine que tenía su anterior colección para adoptar el del comic-book tradicional, decidió utilizar un solo personaje principal (a sabiendas de que los personajes suelen tener más tirón popular que los autores) y de entre los múltiples integrantes de Neat Stuff escogió como protagonista al hijo mayor de la familia Bradley, el veinteañero Buddy Bradley, supongo que a sabiendas de que ésa es precisamente la franja de edad en la que se mueven la mayoría de sus lectores potenciales. La jugada le salió bien y poco a poco Hate se convirtió en el superventas de Fantagraphics, lo que repercutió en los interiores del tebeo, que pasaron de ser en blanco y negro a ser en color a partir del número 16. Este cambio cosmético le costó a Bagge varias críticas provenientes del sector más integrista del planeta alternativo, que le acusó de vendido por querer trascender el mercado del tebeo independiente. Lo que muchos no tuvieron en cuenta, sin embargo, fue que Bagge aprovechó la popularidad de su tebeo para dar cancha a diversos autores desconocidos por la mayoría de sus lectores, como Rick Altergott, Dame Darcy, Ariel Bordeaux o Walt Holcombe. Mediante la inserción de historietas cortas y relatos de estos y otros autores, Bagge convirtió progresivamente Hate en una especie de antología de espíritu similar a Weirdo, y en los últimos números de la serie se dio el gustazo de publicar historietas realizadas a medias con Beto Hernández, Adrian Tomine, Robert Crumb y Alan Moore.
Aparte de todo eso, hay que reconocer también que Hate es sin duda alguna el trabajo más maduro de su autor. Además del aumento progresivo de la entidad de sus personajes, Bagge supo responder perfectamente al reto que suponía construir unas historias mucho más largas que a las que se había acostumbrado hasta entonces, y demostró que aparte de saber contar chistes también era un estupendo narrador de acontecimientos, llegando a alcanzar desarrollos bastante complejos, sobre todo a partir de que hizo que Buddy regresara a casa de sus padres, obligándole a interactuar con un reparto habitual mucho más numeroso que el de los primeros números. Quizá la serie perdió elementos cómicos y disparatados, pero ganó varios enteros en cuanto que supo ofrecer un retrato creíble, turbador y amargo de la vida al filo de la treintena, un rasgo de la serie que pasó de ser elemento paródico a convertirse en el tema principal de la misma. En realidad no creo que fuese tanto un paso tan meditado como una consecuencia lógica de la evolución de Bagge como autor y como persona: «Cuando empecé a hacer Hate estaba a punto de ser padre», dice. «Había empezado a ganar un sueldo medianamente decente y además había llegado a los treinta, de modo que pude distanciarme naturalmente de mi pasado bohemio y de renta limitada. Empecé a ser capaz de contemplar de un modo objetivo aquellos años que pasé viviendo en Nueva York y Hoboken. Y todas las cosas que me sucedieron a mí o a mis amigos se convirtieron en una enorme fuente de inspiración e ideas; una tonelada de ideas que de repente me asaltaban al unísono. No me extrañaría… aunque no tengo planes para ello, pero no me extrañaría que dentro de diez años hiciese un tebeo más o menos basado en lo que estoy experimentando ahora. No consigo imaginarme qué podría tener de interesante un comic-book basado en mi vida actual, pero hace cinco o diez años tampoco podía ver en mi vida nada que sirviera para hacer un tebeo interesante».
Mientras llega ese hipotético momento, Bagge, tras haber clausurado Hate, ha optado por matar el tiempo pasándose a Homage Comics (una filial de DC), sello para el que escribe Yeah!, un tebeo de aventuras protagonizado por un grupo de música femenino e intergaláctico que ilustra Gilbert Hernández. Su intención, imagino, es hacer un tebeo para todos los públicos, deliberadamente tontuno y ligero; sencillo de digerir y completamente intrascendente; el equivalente en tebeos a la música chicle, vamos. En ese sentido, hay que reconocer que ha cumplido con creces todos sus propósitos; ahora bien, no es en absoluto un tebeo dirigido a sus lectores habituales, lo cual me imagino que habrá decepcionado amargamente a más de uno. Nada más lejos de mi intención que juzgar a Bagge en un sentido o en otro (entre otras cosas porque me parece admirable que alguien se dedique a producir buenos tebeos para chavales de entre diez y catorce años, dado que el mercado realmente anda escaso de ellos), pero eso sí, espero que no tarde mucho en volver a realizar obras con algo más de sustancia, ya que tampoco andamos sobrados de autores capaces de proporcionárnoslas.
Cómic
Buddy Bradley, Cómic alternativo de los 90, Odio, Peter Bagge Sin comentarios
viernes 29 de marzo de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 3: ¿Los padres del invento?
Ahora intentemos por un momento situarnos en 1981 e imaginar cómo se presentaba el panorama del tebeo norteamericano ante cualquier aspirante a historietista. El underground había poco menos que desaparecido del mercado; las editoriales independientes como Eclipse, First y demás, que en un principio parecía que iban a abrir una nueva vía para el medio al margen de la gran masa de tebeos de superhéroes publicados por Marvel y DC, se mostraban más interesadas en hacerles la competencia a las dos grandes en su mismo terreno que en ofrecer un material realmente alternativo; únicamente una o dos entregas de Raw habían aparecido hasta la fecha y Weirdo aún no había llegado a las tiendas, aunque estaba a punto de hacerlo. Evidentemente, no había mucho donde escoger. Para cualquier autor joven cuyo sueño no fuera llegar a dibujar superhéroes, y cuyo criterio estético no comulgara con la apuesta de Art Spiegelman, únicamente quedaba una salida: recurrir a la autoedición. Ahora bien, pese a que en la actualidad el concepto de autoedición nos pueda parecer un elemento integrante del vocabulario historietístico, lo cierto es que en aquel momento apenas representaba un sector del mercado prácticamente inexistente y en pañales. Es verdad que existían precedentes como el Cerebus de Dave Sim o ElfQuest, de Wendy y Richard Pini, pero no pasaban de ser pequeños torreznos flotando en una sopa de proporciones abisales. Los riesgos parecían (y probablemente eran) mucho más grandes que en la actualidad. Fue precisamente en este mercado, marcado por la indecisión, en el que vinieron a hacer su aparición los hermanos Hernández: Beto, Jaime y Mario.
Actitud punk: Beto, Jaime y Mario a primeros de los 80.
Los Hernández habían crecido en una casa en la que se respiraba un ambiente completamente propicio para el desarrollo de sus habilidades artísticas, y en la que siempre se les había animado a leer tebeos. Ellos, por su parte, no hacían distinciones; devoraban por igual los tomos recopilatorios de Carlitos y Snoopy que los tebeos de superhéroes de Stan Lee, Jack Kirby y Steve Ditko; las diversas series de Archie que los comix underground que compraba Mario, el mayor de ellos. Sin embargo, quizá nunca habrían llegado a dibujar tebeos de un modo profesional de no ser porque a lo largo de los años setenta se aficionaron a la música y se sumergieron de lleno en la explosión del punk: un movimiento musical caracterizado por la inmediatez, la garra y una mentalidad que impelía a cualquiera a expresarse libremente y en voz alta mediante el instrumento que se le antojara, supiera tocarlo o no. «El punk me volvió lo suficientemente gallito como para creer que podía hacer un comic-book, y que era bueno, y que estaba bien, en vez de sentirme intimidado por los dibujantes de la Marvel», recuerda Beto. «Por malos que fueran, al menos sabían dibujar edificios. Yo no podía hacerlo a menos que me los inventase, y eso me intimidaba. De modo que con el punk llevé esa anarquía musical a los tebeos» .
No fue Beto, en todo caso, el principal responsable del nacimiento de Love and Rockets, sino Mario; irónicamente, el Hernández que menos se implicó posteriormente en su realización, pero que resultó clave a la hora de empujar a sus hermanos a que se decidieran a producir material publicable. Tal como él lo explica: «Solíamos hacer nuestras historietas y de vez en cuando Jaime me dejaba entintar algunas de sus primeras aventuras de Mechanics. También Gilbert me dejaba entintar sus historias de Inez y Bang, y terminamos algunas cosas que llevamos a convenciones y con las que nadie sabía qué hacer. Durante una temporada atravesamos como una etapa de sequía y yo me descolgué un poco del tema, pero empecé a ver que Gilbert se estaba volviendo bastante bueno, más profesional. Jaime, por su parte, estaba haciendo How to Kill a… y en un año había cambiado completamente de dibujo, pasando de aquel estilo de aficionado que tenía al principio a utilizar el claroscuro. Recuerdo coger aquellas páginas y alucinar. Pensé: “Esto es completamente profesional”». «Aquello también fue una sorpresa para mí», añade Beto. «No sabía que Jaime pudiera dibujar de aquel modo. Ya no estaba en casa de nuestra madre, porque estaba viviendo con un primo nuestro. Y un día fui a verle, vi sus páginas y dije: “No tenía ni idea…”». «Aquello fue lo que acabó de decidirme», continúa Mario. «“Si esto es así de bueno, por lo menos servirá para compensar todo lo demás”, así que le dije a Gilbert: “Vamos a hacerlo”. Y Gilbert empezo a trabajar en Bem y cada vez iba puliendo más su material, así que pensé: “Vaya, esto está yendo mucho más allá de lo que yo había imaginado”. De modo que recurrí a una amiga que trabajaba en la imprenta de la universidad y allí hicimos los fotolitos del primer número. Después le pedimos prestado a nuestro hermano Ismael el dinero [para imprimirlo]».
Una vez tuvieron el tebeo en la mano, los tres hermanos no supieron muy bien qué hacer con él. Lo distribuyeron por unas cuantas tiendas de Los Ángeles y a Beto se le ocurrió enviarle un ejemplar a Gary Groth para ver si lo reseñaba en The Comics Journal: «Habíamos estado leyendo la revista, Jaime se había suscrito. Pensé: “Dios, estos tipos son los hijos de puta más cabrones del mundo, si podemos aguantar lo que digan de nosotros, será que podemos aguantar lo que nos echen”. […] Dos semanas más tarde, Gary nos escribió una carta diciendo: “Uauh, esto es genial, queremos empezar a editar nuestros propios tebeos. ¿Qué os parecería que os publicáramos?”. Durante un minuto me estuve diciendo a mí mismo: “No, aún podemos hacerlo nosotros”. Y después exclamé: “¿Qué pasa conmigo, estoy loco o qué?”».
La publicación de Love and Rockets por parte de Fantagraphics es sin duda alguna uno de los acontecimientos más importantes de la historia del tebeo norteamericano de los ochenta y un punto de referencia ineludible para los títulos alternativos de los noventa: por primera vez, unos autores desconocidos, situados al margen del underground, los superhéroes y cualquier otra casilla de referencia, podían ver publicadas sus historietas, no en una antología sino en su propio tebeo. Más aún: el talento de los Hernández, rápidamente reducidos a dos, demostró la viabilidad del proyecto. Pronto, nuevos títulos empezarían a unirse a Love and Rockets en el catálogo de Fantagraphics, y otras editoriales, como la canadiense Vortex, se animarían a repetir la experiencia de esta editorial publicando a autores como Chester Brown.
Sin embargo, hay que reconocer que poco había en aquel primer número que pudiera presagiar que Love and Rockets iba a convertirse en uno de los escasos tebeos indiscutibles de las dos últimas décadas. Beto había dedicado sus esfuerzos a desarrollar Bem, una extensa aventura épica de ciencia ficción, socarrona, coral y extrañamente trufada de escenas costumbristas, que prometía bastante pero se le iba absolutamente de las manos; Jaime, por su parte, únicamente presentó unas cuantas cápsulas protagonizadas por sus personajes básicos, Maggie Chascarrillo, Hopey Glass y Penny Century, sin que asistiéramos a ningún acontecimiento excesivamente interesante, con la única excepción de un flashback mediante el que narraba el primer encuentro entre Maggie y Hopey.
La mezcla de fantasía y costumbrismo que he mencionado como una característica sorprendente de la primera historieta de Beto, pasó de inmediato a ser la que mejor definía el trabajo de Jaime. En aquellas primeras entregas de Love and Rockets, Maggie era una mecánica prosolar (?) que arreglaba cohetes y robots mientras vivía alocadas aventuras junto a Rand Race, otro mecánico del cuál estaba enamorada. El número 2, por ejemplo, contenía una historia de cuarenta páginas en la que ambos personajes viajaban a un país inmerso en pleno proceso revolucionario para reparar una nave que había caído nada menos que sobre un enorme dinosaurio, dejándolo inmovilizado. Y aunque como narrativa de aventuras resultaba todo un éxito (divertida, amena y plagada de detalles interesantes tanto gráficos como argumentales), según Jaime «contenía todas las ideas que tenía en aquel momento. Quería meterlas todas en una sola historia, y cuando terminé con ella descubrí que me había quemado. [Los elementos fantásticos de Mechanics] se interponían en mi camino. No eran importantes. Cada vez me interesaba más contar historias creíbles, y sabía que no lo serían si detrás de todo ello había un dinosaurio o un cohete espacial. Me sigue encantando dibujar esas cosas, pero ya no son adecuadas».
Así pues, Jaime fue reduciendo los elementos fantásticos de sus historietas hasta que, tras culminar en el número once Love and Rockets la saga Las mujeres perdidas, hizo que Maggie abandonara su trabajo de mecánica y pasó a centrarse única y exclusivamente en sus relaciones con el amplio elenco de personajes que la rodeaban y a retratar la vida de Hoppers, un barrio latino de la imaginaria ciudad californiana de Huerta*, haciendo especial hincapié en un punto de vista femenino que sorprendió a propios y extraños por su autenticidad. Según Jaime, la idea de dar especial protagonismo a las mujeres en su tebeo surgió de «ir a conciertos en Los Ángeles y ver a aquellas jóvenes punkis de las que me enamoraba de inmediato. Estaban llenas de vida. No se parecían a nadie que yo conociera. Eran arrogantes, nada les importaba una mierda, eran estupendas**. [Sin embargo], estuve muchísimo tiempo sin salir con ninguna chica. Era un capullo [risas]. No tuve ni una sola cita mientras estuve en el instituto, y aún tardé bastante en tener alguna después de eso. Siempre fui demasiado tímido. Por eso empecé a dibujar mujeres en mis tebeos. Estuve haciendo dibujos de Maggie y Hopey durante años, sin saber qué hacer con ellas. Quería utilizarlas en historias, pero supongo que era demasiado perezoso. Cuando empecé a descubrir a las chicas siendo un adolescente, empecé a adorarlas, las puse encima de un pedestal. Pero no podía tocarlas. Me asustaban demasiado. Después empecé a vencer mi timidez, porque quería estar cerca de ellas; para mí eran como “visiones de la belleza”. Después pensé: bueno, puedo ser su amigo y estar cerca de ellas, y supongo que así es como empezó todo, así es como aprendí a tener amigas y con algunas de ellas llegué a hacer incluso mejores migas que con mis colegas. [Al final acabaron por bajar del pedestal], pero en ningún momento las arrojé al barro. Era más como: “Oh, uauh, están aquí, son tangibles”. Por eso me gustan tanto las mujeres, porque he aprendido a verlas más como personas que como objetos bellos».
Instalado definitivamente en el costumbrismo, Jaime pasó a estudiar la crónica diaria de unos personajes desarraigados, confusos, desorientados sentimentalmente y generacionalmente perdidos, con una sensibilidad, una capacidad de observación y una solidez argumental que desmienten categóricamente a todos aquellos que alguna vez le han considerado un estupendo dibujante pero un guionista menor. Es cierto que durante los primeros números de Love and Rockets salió perjudicado de la inevitable comparación que todos los lectores hacían entre su prosa y la de su hermano Beto (lo que compensaba la menor capacidad como ilustrador del segundo), pero nadie que haya leído historias como «Spring 1982», «Chester Square» o «Wigwam Bam» podrá dudar que Jaime ha firmado algunas de las páginas más conseguidas de la historia del medio sobre temas como el sentimiento de pérdida y la necesidad del cambio como única posibilidad de supervivencia en un mundo que va más rápido que sus personajes. Pero si notable resulta su evolución como escritor, la que experimentó como dibujante no merece otro calificativo que el de deslumbrante. Ya en el primer número de Love and Rockets demostró que tenía notables conocimientos de anatomía, y en el segundo dio todo un recital de composición, narración eficaz e imaginación visual; tres recursos por los que más de un dibujante habría dado gustoso la mano izquierda. Sin embargo, puestos a poner pegas y observando su posterior evolución, podríamos achacarle unos rayados en ocasiones excesivos que podían llegar a saturar las páginas en según que ocasiones, y unos rostros todavía poco definidos en la mayoría de sus personajes. En apenas un par de meses, Jaime había pulido por completo estos defectos y había empezado a utilizar masivamente los negros sólidos como elemento clave para dotar a sus dibujos de profundidad y relieve. Cuando empezó a publicar Las mujeres perdidas en el número 7 de la serie, se había convertido en un dibujante nuevo; para cuando terminó la aventura ya tenía un control absoluto y total de todos sus recursos y era uno de los mejores artistas de la historia del cómic norteamericano. Sin embargo, no se detuvo ahí. Jaime siguió evolucionando hasta conseguir depurar aún más su trazo, obteniendo un estilo basado en los blancos y los negros puros, y de paso introdujo en su dibujo elementos caricaturescos propios de los tebeos de humor que había leído en su infancia, todo lo cual le debe mucho a una de sus grandes influencias, Hank Ketcham, el creador de Daniel el travieso: «[Fue uno de los dibujantes de los que más aprendí]. Cuando volví a ver los trabajos de viejos autores que me habían gustado de pequeño descubrí que Hank Ketcham era el más sutil de todos ellos. Sabía cómo hacer que alguien inclinase la cabeza, que se sentara, mostrar el peso del cuerpo, todo. Es sorprendente. Podría decirse que es mi dibujante favorito de todos los tiempos».
Sin embargo, y pese a todo lo dicho, quizá el aspecto más llamativo de Jaime Hernández como creador sea su modo de trabajar (compartido hasta cierto punto por su hermano Beto), ya que desde siempre ha seguido un sistema más o menos caótico, consistente en ir dibujando las páginas según le apetezca, indistintamente de que pertenezcan al principio o al final de la historieta, y dejando muchas de ellas a medias, con algunas viñetas terminadas y otras sin empezar, lo cual no resultaría tan sorprendente de no ser porque encima nunca escribe guiones detallados, sino que va desarrollando las ideas argumentales a medida que las dibuja. Tal y como él mismo lo explica: «No trabajo a partir de guiones muy cerrados, sino a partir de escenas concretas. Siempre he dibujado lo que más me interesaba en un momento determinado. Es el modo en el que pensamos nuestro universo, el modo en el que conocemos a nuestros personajes. Es lo mismo que cuando estamos preparando una historia: “Bueno, sé que puedo saltar de aquí hasta allá, porque también sé que lo que voy a poder hacer entre medias está limitado de antemano”. A veces es el resultado de aburrirse de la página que estás haciendo. “No quiero dibujar esto ahora, y si me obligo voy a tardar mucho y voy a perder el tiempo, así que ¿por qué no salto hasta esta otra escena?”. Y en ocasiones simplemente sucede que quiero dedicarme a tal viñeta de Maggie porque va a aparecer vestida de tal manera y me apetece dibujarla. Supongo que el mejor ejemplo de esto fue aquella historiea de Mechanics de cuarenta páginas. Deberíais haberla visto cuando iba por la mitad. Era un desastre. La cuestión es que sé que necesito una página para contar una parte en concreto de la historia, pero no sé qué es lo que voy a contar. De modo que la dejo en blanco. Aún lo hago así. Gilbert sigue haciendolo así. Es como si fuera un ritmo. Sé cuántos compases voy a necesitar pero ignoro la nota en concreto que irá dentro».
Podremos seguir explorando este concepto de la creación historietística explicada mediante analogías musicales algo más adelante, cuando le toque el turno a Chris Ware, pero, mientras tanto, será mejor que regresemos a 1982, donde dejamos a Beto lidiando con la fallida y sobredimensionada Bem, un proyecto que probablemente necesitara extraer de su interior antes de poder pasar a cualquier otra cosa, aunque sólo fuese por extraerse una pequeña espina creativa que llevaba clavada desde hacía algún tiempo, ya que «cuando estaba en el instituto quería hacer el tebeo definitivo», recuerda. «No sé de donde salió aquella idea, pero recuerdo pensar en ello y decírselo a mis amigos, “Voy a hacer el tebeo definitivo”. Algo parecido a lo que hice con Sopa de gran pena, solo que Sopa de gran pena tiene substancia. Creo que iba a ser una especie de Space Opera. Quería hacer un cruce entre Lo que el viento se llevó y Planeta Prohibido. Siempre he tenido la sensación de que había algo épico en mi interior. Todavía tengo un montón de notas, pero es muy malo. En realidad, pensaba más en términos de cine, pero también sabía que no había manera de que pudiera convertirme en director. No sabía cómo podía llegar a hacer eso la gente. ¿Cómo coño pasas de ser una persona normal a dirigir La guerra de las galaxias? De modo que pensé: “Bueno, lo puedo hacer en tebeos”. Y siempre mantuve un interés por los cómics incluso en aquellos momentos en los que no seguía muy de cerca el medio».
Ese aliento épico, misterioso y coral que le hubiera gustado conseguir a Beto a juzgar por sus referencias fílmicas, debió de ser con toda probabilidad el motor que rugía tras el artefacto que fue Bem, pero el mismo autor supo ver de inmediato que no había conseguido transmitir aquellas sensaciones al papel, y en el número 2 de Love and Rockets presentó dos historietas completamente distintas: «Radio Zero» y «Music for Monsters»; la primera era un despendolado relato de misterio existencial y la segunda una aventura paródica protagonizada por sus personajes Bang e Inez. Ninguna de las dos era especialmente memorable. Parecía claro que Beto estaba necesitado de un concepto algo más sólido sobre el que enfocar su creatividad, de modo que recurrió a unas fuentes completamente alejadas del postmodernismo exhibido en aquellas primeras historias y desempolvó viejas referencias: «Sopa de gran pena ha estado conmigo desde que era un adolescente», afirma. «Aquel fue mi periodo de fanático de las películas, cuando vi todas las producidas antes de 1950 que daban en la tele. Veía cualquier cosa anterior a 1950 porque todas las películas de aquella época, fueran buenas o malas, tenían cierto romanticismo. No tenía criterio. Me gustaban todas. Después progresé hacia las de los años cincuenta y las extranjeras, y cuando veía a Sofia Loren en cintas como Ayer, hoy y mañana, o cuando vi Orfeo negro, siempre pensaba: “Con este material se podrían hacer unos tebeos estupendos”. Una especie de Gasoline Alley pero en una localización exótica, que me permitiera dibujar chicas con faldas cortas y cestas de comida sobre la cabeza. Era una fantasía de chaval».
¿Por qué, entonces, no había recuperado esa idea desde un principio? Según Beto: «Siempre me estaba diciendo a mí mismo: “Nadie va a querer ver esto. No es interesante. Nunca he visto cosas de estas en otros cómics, de modo que no va a llegar a nada. Ya no estamos en los días del underground, en los que podias hacer lo que quisieras”. Supongo que estaba realmente deprimido y que no creía que nada de lo que estaba haciendo tuviera valor alguno».
Afortunadamente, las cartas de ánimo enviadas por los primeros lectores de Love and Rockets le hicieron cambiar de opinión: «La razón por la que pasé de hacer cosas como Bem a Sopa de gran pena, fue porque las historias de Jaime estaban teniendo una respuesta bastante buena, y las mías no conseguían más que una respuesta mediocre. No fue por celos, sencillamente es que tenían razón. Señalaban cosas del trabajo de Jaime que yo decía: “espera un momento, yo también puedo hacer eso”. Estaban hablando de la relación entre Maggie y Hopey y sobre cómo Maggie parecía una persona real aunque le pasaran aquellas cosas tan raras, y yo había estado haciendo cosas como esas con Bang e Inez. Pensé: “Lo entiendo, sé que esto es mejor, y si están dispuestos a aceptarlo, estoy dispuesto a hacerlo”. Pero Jaime ya lo estaba haciendo con Maggie y Hopey, y si hubiera usado a Bang e Inez habría sido más de lo mismo. Tenía que tener algo propio que sobresaliera por sí mismo. Algo que fuera mío pero que fuese completamente diferente. De modo que todas aquellas películas de Sofía Loren y tal regresaron a mí. Me atreví a hacer Sopa de gran pena».
Sopa de gran pena es la crónica de la vida y los avatares que se suceden en el pequeño pueblo mexicano de Palomar (lo de mexicano es un suponer, porque nunca se especificó su localización real), a partir de la llegada al mismo de los dos personajes clave de la serie: Heraclio, un chaval cuya familia acaba de trasladarse allí, y Luba, una joven madre soltera que busca un sitio en el que ocultarse. Tras sentar las bases de su particular universo y presentar a algunos de sus personajes principales en el número 3 de Love and Rockets, Beto mostró las agallas de todo un veterano al saltar de inmediato unos diez años hacia el futuro para contemplar a sus creaciones bajo una nueva luz, mostrando las consecuencias de los cambios que se habían producido en sus vidas durante ese periodo de tiempo e introduciendo más personajes aún. Se podría decir que desde entonces la obra de Beto ha seguido dos caminos paralelos: uno que le ha llevado a rellenar todos los espacios en blanco que mediaban entre estas dos primeras historias (y otros anteriores aún, como la vida de Luba antes de su llegada al pueblo) y otro con el que ha proseguido la narración lineal de los sucesos acontecidos a partir del que podríamos denominar “segundo comienzo” de la serie.
Lo primero que sorprendió de aquellas primeras lecturas fue la fantástica integridad y autenticidad de aquel Palomar ficticio, la tangibilidad de sus personajes y la deliciosa humanidad que desprendían todas y cada una de sus páginas. Beto estaba creando una auténtica comedia en el sentido más tradicional de la palabra (tan humana como divina era la de Dante), y había empezado a componer un entramado de relaciones que, aunque entonces aún no lo sabíamos, iba a convertirse en un enorme cimiento sobre el que poder levantar una de las construcciones arquitectónicas más complejas vistas en la historia de la literatura (sí, he dicho literatura).
En todo caso, la complejidad puede ser un arma de doble filo que en más de una ocasión se ha vuelto contra el que la maneja. Así, Beto triunfó en su primera gran obra, Calor humano, reuniendo en un centenar de páginas a todo el reparto del que disponía entonces y creando una historia repleta de ramificaciones, vericuetos e implicaciones emocionales. Sin embargo, no se detuvo ahí y poco después acometió una nueva empresa, doblemente extensa, doblemente compleja y doblemente confusa (en cuanto que tenía más personajes y que la mayoría eran nuevos, ya que Río veneno, pues así bautizó la aventura, recogía la crónica de la vida de Luba desde su nacimiento hasta su llegada a Palomar y prescindía del reparto habitual), que tanto puede considerarse un éxito como un relativo fracaso. Un éxito porque, vaya, Beto escribe estupendamente; la historia producía congoja y entusiasmo a partes iguales, los personajes (como siempre) volvían a quedar definidos perfectamente ante el lector mediante tan sólo un par de viñetas, y la estructura de la obra, montada sobre el armazón de las tramas paralelas y la elipsis, permitía que una trama que perfectamente podría haber dado para una de esas extraordinariamente rebuscadas novelas de James Ellroy de cerca de 500 páginas de letra impresa quedara comprendida en 200 páginas de historieta.
Un relativo fracaso, porque en muchas ocasiones la narración adquiere un tono paroxístico, terriblemente acelerado y sincopado, que no hace sino confundir al lector, hasta el punto que a éste acaba por no quedarle más remedio que asistir sobrecogido a una sucesión de escenas tan cargadas de información e intensidad que pronto empieza a sentirse sobrepasado y aturullado por toda la carga sensorial que le está entrando en el cerebro. La ausencia de transiciones o de paradas reflexivas es el mayor hándicap de una obra en absoluto perfecta, pero sí completamente necesaria como demostración de que aún hay muchos límites por recalibrar en lo que a narrativa historietística se refiere.
Otro de los problemas de Río veneno, aunque ya al margen de su contenido o su estructura, es la confusión a la que puede abocar el estilo de dibujo de Beto. Decía éste poco antes de acometer su realización que «Mi estilo ha evolucionado orgánicamente. Me he tomado mi tiempo para clarificar mis dibujos. No creo que ahora dibuje mejor, pero sí que lo hago de un modo más claro. Puedes dedicarle mucha menos atención al dibujo, si quieres, y seguir sabiendo lo que pasa. Antes utilizaba muchos más diálogos para reforzar el dibujo».
Esto es verdad sólo hasta cierto punto. Efectivamente, Beto ha conseguido limar asperezas, gozar de un entintado más fluido y aprender a expresar más emoción y movimiento con muchos menos elementos de los que necesitaba al principio. Lamentablemente, esta simplificación ha degenerado también en cierto amaneramiento, que provoca a menudo que muchos de los rostros parezcan el mismo, y que, por mucho que ahora narre mejor que antes, sus páginas hayan perdido algo de brillo. No es que Beto haya pasado nunca de ser un dibujante eficaz y hasta cierto punto funcional, pero sus primeras historias de Palomar poseían el encanto especial de un dibujante que es consciente de sus limitaciones y que tiene buenas ideas para solventarlas, llegando a firmar más de alguna escena brillante y sorprendentemente hermosa (siempre hablando gráficamente; narrativamente las tiene a patadas, claro), y ese encanto, a mi juicio, se ha perdido en pos de cierta funcionalidad. La mejor analogía que se me ocurre para describir la obra de Beto en conjunto es aquella tan manida de las piedras, el estanque y los círculos concentricos que se van cortando entre sí a medida que los guijarros van impactando contra el agua uno detrás de otro. Los personajes de Beto son como esos círculos: cada vez que uno interactúa con otro se añade un nuevo elemento al cuadro general, un cuadro que cada vez es más enorme debido a que esos nuevos elementos interactúan a su vez con otros que también pasan a integrarse en el caudal narrativo de Palomar; y así ad infinitum. Es por eso que toda la obra de Beto posterior a Río Veneno (que en cierto modo era un espacio cerrado dentro del gran tapiz) resulta prácticamente ilegible para todo aquel que no haya seguido la evolución de Sopa de gran pena. Hay demasiados elementos ínfimos, demasiados detalles intrascendentes al contemplarse aisladamente, que únicamente adquieren su adecuada resonancia al verse situados en su adecuado contexto. Y no deja de ser una pena que un autor de la talla de Beto parezca haber acabado encerrado entre los círculos concéntricos que él mismo ha creado.
Quizá también él lo sienta así y por eso cada vez se dedique con más frecuencia a abordar proyectos al margen del “ciclo Palomar”. Desde el cierre de Love and Rockets, únicamente su serie Luba puede considerarse parte integrante del mismo, ya que aunque en el serial «Letters from Venus», aparecido en la miniserie New Love (uno de esos proyectos en plan cajón de sastre a la Eightball en la que los autores se dedican a experimentar y a realizar historietas de diferentes temáticas y estilos), salieran personajes extraídos directamente de Palomar, la trama no tenía nada que ver con el añorado pueblito mexicano y Beto prefirió utilizar el tebeo para dar rienda suelta a sus historias más disparatadas, su sentido del humor más surrealista e incluso a algunas de sus tendencias más bizarras, como ilustrar pin-ups de santos. Aparte de eso, probó suerte con los superhéroes reinterpretando el género a su peculiar manera en Girl Crazy, y actualmente parece empeñado (¡menos mal que alguien lo está!) en aportar su pequeño granito para que el mercado del tebeo infantil no desaparezca del todo, coordinando y participando en la antología Measles e ilustrando la serie Yeah!, escrita por Peter Bagge y publicada por Homage Comics (un sub-sello de DC).
Semejante dispersión resultaría bastante sospechosa en un artista de menor calibre, pero Beto, al igual que su hermano Jaime, pertenece a esa extraña raza de artistas en los que uno se puede permitir confiar. Han hecho historia, y eso juega a veces en su contra, porque para la mayoría de los lectores que hayan llegado al medio en estos noventa a los que está dedicado este libro todo lo que sea historia probablemente les podrá sonar a agua pasada. Nada más lejos de la realidad. Casi dos décadas después de su bautismo en el árido mundo de las viñetas, los Hernández siguen siendo tan vigentes como entonces.
*Eso al menos en lo que a las historias protagonizadas por Maggie, Hopey y compañía se refiere, ya que Jaime también creó una serie intermitente de ciencia-ficción y aventuras; la protagonizada por Retro Rocky y su robot Fumble.
**«Y, estando en California, la mayoría solían ser también muy guapas», añade Beto. «Eso ayudó», admite su hermano.
Cómic
Beto Hernández, Cómic alternativo de los 90, Jaime Hernández Sin comentarios
viernes 22 de marzo de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 1: Nostálgicos y rockeros
Fue en el año 1976, cuando dos jóvenes emprendedores enamorados de los tebeos, Gary Groth y Mike Catron, decidieron crear su propia editorial: Fantagraphics. Su primer objetivo a la hora de adentrarse en tan venturosa odisea no fue otro que dotar al medio de una publicación seria y rigurosa, dedicada a analizar críticamente los tebeos desde un punto de vista formal y artístico, alejado de las veleidades onanistas del fanboy. Para ello, adquirieron la cabecera The Nostalgia Journal de manos de otro editor y siguieron publicando dicha revista conforme a sus propios criterios, que pronto les llevaron a cambiar el nombre de la misma por el de The Comics Journal, indudablemente mucho más apropiado. En 1977, el equipo directivo de la revista se vio enriquecido con la incorporación de Kim Thompson, sustituto editorial de Catron cuando éste abandonó el barco para irse a trabajar a DC Comics, segundo de a bordo de Groth desde entonces y co-editor actualmente de todo lo que publica la empresa.
Durante varios años, The Comics Journal y un magazine sobre el mundo del Rock & Roll llamado Sounds Fine fueron sus únicos productos. «En un primer momento Gary reaccionó ante la inexistencia de una buena revista sobre tebeos», recuerda Kim Thompson. «La idea de publicarlos llegó más adelante; fue una progresión natural». Efectivamente, en 1981 Fantagraphics editó su primer cómic, Los Tejanos, un drama histórico de Jack Jackson sobre la convivencia y los conflictos entre mexicanos y anglos en la Texas de entre 1835 y 1875. Un año más tarde, vio la luz su primera serie regular, Love and Rockets de los hermanos Hernández. Desde entonces, su catálogo no ha hecho más que aumentar progresivamente tanto en cantidad como en calidad, sobre todo a lo largo de esta última década.
Gary Groth y Kim Thompson. Foto: Gilbert W. Arias/Seattle Post-Intelligencer.
«Creativamente, los tebeos alternativos han alcanzado nuevas cotas», corrobora Thompson. «Sin embargo, y teniendo en cuenta que incluso un título popular y aclamado como Eightball sólo consigue vender 15.000 ejemplares a nivel mundial, comercialmente se encuentran en un punto relativamente bajo. En los setenta, durante la época de esplendor de los cómics underground, los títulos más populares, como Zap o The Freak Brothers, multiplicaban varias veces esta cantidad».
Pese a todos los problemas originados por la crisis del sector, Fantagraphics sigue funcionando con los mismos criterios de siempre, aunque haya tenido que recurrir a la creación de un sello paralelo, Eros Comix, en el que publicar tebeos porno que ayuden a financiar la casa madre: «Nuestro propósito inicial era editar buenos cómics que de otro modo no hubieran visto la luz», afirma Thompson. «Eso no ha cambiado. Publicamos lo que nos gusta y lo que creemos que funcionará lo suficientemente bien como para no hacernos perder demasiado dinero. Y publicar buenos tebeos es un logro que no necesita de más justificaciones. Refuerza el medio a un nivel artístico y proporciona ánimos tanto a los autores como a otros editores al ofrecer un buen ejemplo. En última instancia, publicamos los tebeos que nos gusta leer, de modo que estamos ofreciendo un servicio a gente como nosotros».
Parte 2: The Comics Journal como órgano teórico
Una de las labores más importantes realizadas por Fantagraphics, y sin duda la más característica de la editorial, ha sido exigir para sus productos unos estándares de calidad media similares a los aplicados por la crítica a cualquier otra manifestación artística (rompiendo con la tradición de juzgar los tebeos mediante unos baremos que median entre la inconsciencia y la ignorancia), forzando así, dentro de sus posibilidades, los límites creativos del medio; o, por lo menos, intentando concienciar tanto a lectores como a autores de la necesidad de crear obras que puedan apelar «a un público que tiende a apreciar los tebeos como un medio de expresión serio, comparable al cine, el teatro o la literatura». Qué mejor modo de conseguirlo que empezar a llamar la atención del público sobre el alarmante nivel de mediocridad imperante en la industria e intentar elevar sus expectativas, fomentando su capacidad crítica de cara a formar una masa lectora más exigente y cultivada.
Eso es precisamente lo que intenta hacer The Comics Journal desde sus inicios. Y eso es precisamente lo que la convierte en una publicación tan valiosa. No se trata sólo de las cantidades ingentes de información, ni de las entrevistas, ni de los bocetitos que nos acercan al proceso creativo de los autores, sino sobre todo de ese afán crítico y diseccionador, que incluso aunque a veces se dispare y llegue a límites extremos, ha contribuido a que actualmente exista una clara diferenciación entre los tebeos de consumo (perfectos equivalentes de la hamburguesa del McDonalds o las películas en las que Bruce Willis suda la camiseta y el uniforme de astronauta) y los tebeos dotados de un valor artístico, ofreciendo de paso a los lectores las herramientas necesarias para que establezcan la división por sí mismos.
Como muy bien se encargó de expresar el autor canadiense Seth: «Creo que si la industria empeorara aún más y Fantagraphics desapareciera, la mayor pérdida sería The Comics Journal. Porque The Comics Journal es una especie de punto de vista centralizado, un lugar de reunión para los tebeos alternativos. Estoy seguro de que si en una realidad alternativa existieran los mismos autores, también tendríamos los mismos buenos títulos, pero sin un foco crítico que hable sobre ellos y haga a la gente pensar, sólo serían una serie de publicaciones sin ninguna relación entre sí. Creo que tiene mucho que ver con crear un espíritu de comunidad y de objetivos compartidos entre los autores de tebeos alternativos. Cualquier otro editor podría publicarles, pero no hay muchos que estén dispuestos a hacer el esfuerzo que supone publicar el Journal». Una opinión que Gary Groth, responsable último de la revista además de fundador de Fantagraphics, admite de inmediato: «Sin tener una agenda ideológica demasiado estricta, he intentado hacer de The Comics Journal un punto focal para promocionar cierto tipo de historieta. Intento ser lo más abierto posible (lo que probablemente no sea mucho) y se expresan muchas opiniones y puntos de vista que yo no comparto. Pero sí creo que existe una cohesión en el punto de vista global». Ese punto de vista global es la defensa de un cómic de contenido intelectual (no confundir con intelectualoide), realización rigurosa y planteamientos acordes; un cómic que, desgraciadamente, sigue escaseando más de allá del mínimo indispensable. Por eso, la pervivencia de The Comics Journal es una buena noticia en un mercado frecuentemente dominado por todo lo contrario*.
*Nota desde el presente: The Comics Journal dejó de publicarse de manera regular en noviembre de 2009.
Cómic
Cómic alternativo de los 90, Fantagraphics, The Comics Journal Sin comentarios
viernes 15 de marzo de 2013
CAPÍTULO I
Segunda parte: Del tebeo como una de las bellas artes
Situémonos en 1980. Aunque en Europa hacía ya algunos añitos que en según que círculos intelectuales igual se alababa la técnica de Hergé o la ruptura de los esquemas tradicionales efectuada por Crepax, que el grafismo de Moebius o la capacidad evocadora de Hugo Pratt (e incluso podía estar mejor visto meterse en el cuarto de baño con un tebeo de Manara que con una revistucha), en Estados Unidos seguía faltando, en general, una conciencia del tebeo como arte. Cierto, Maurice Horn ya había publicado varios y estupendos libros y The Comics Journal llevaba cuatro años peleando por una crítica rigurosa que analizara el medio con la misma seriedad que pudieran aplicar Cahiers du Cinéma al cine o el suplemento literario de The New York Times a los libros. Aun así, esa idea más o menos extendida de que el tebeo pudiera ser una de las bellas artes seguía sin existir (y cuando digo extendida, me refiero a extendida entre la profesión; fuera de ella ha seguido sin estarlo hasta nuestros días, evidentemente). Todo cambió con la publicación aquel mismo año del primer número de Raw, una antología editada a medias entre Art Spiegelman y su mujer, Françoise Mouly, con origen en Arcade, revista creada en 1975 por el mismo Spiegelman junto a Bill Griffith. En principio la idea de ambos era la de sacar un sólo número que les permitiese materializar su concepto ideal de revista de tebeos, esperando que algún otro editor pudiese seguir sus pasos. Para ello seleccionaron algunas muestras de material europeo de su agrado y las alternaron con historietas de autores norteamericanos entregados a una exploración artística y experimental, tanto gráfica como narrativa, del medio. Unieron ambas vertientes en un formato tabloide inédito hasta entonces (casi reproducía las páginas al mismo tamaño que habían sido dibujadas o pintadas) y aplicaron unos criterios precisos y preciosistas tanto al diseño como a la producción. Era sin duda la apuesta más clara realizada en Norteamérica a favor de un producto de qualité que no renunciase a los experimentos formales. Al respecto, Spiegelman declara que sabía que iba a publicar «cosas que otras personas iban a encontrar muy pretenciosas. Pero en ocasiones es incluso necesario para un artista el arriesgarse a caer en la pretenciosidad, porque si no lo haces te estás cortando el paso a nuevas áreas de expresión sólo por miedo a pensar que alguien pueda creer que eres un capullo intelectual».
Art Spiegelman.
Además de conseguir unas buenas ventas en las escuelas de arte, Raw se convirtió casi de inmediato en una referencia tan decisiva dentro del panorama historietístico norteamericano que su continuidad se hizo obligatoria. «Tras haber finalizado el primer número, nos vimos más o menos empujados al segundo por los autores que querían participar en él», recuerda Spiegelman. Tardi, Swaarte, Muñoz y Sampayo y Martí por parte de los europeos, y Gary Panter, Drew Friedman, Ben Katchor, Charles Burns y el mismo Spiegelman a cuenta de los locales, fueron algunos de los más destacados. Los primeros números de Raw, sin embargo, parecían estar tan orientados hacia el futuro del cómic, tan enfocados hacia una nueva concepción de la historieta, que obviaban deliberadamente su pasado más cercano. La recién estrenada “alta cultura” del tebeo parecía rechazar al underground, con el mismo desprecio que el que en España se dedicaban entre sí los más descerebrados defensores de la línea clara y la línea chunga.
Al igual que sucedió aquí, los límites se fueron difuminando a medida que los autores fueron madurando y Raw abrió sus puertas a algunos ilustres veteranos. Charles Burns lo recuerda así: «Al principio Art dijo que no quería ningún historietista underground en su revista. Era como si sólo quisiera mirar hacia delante, hacia el futuro del cómic y las artes gráficas y, del modo en el que yo lo veo, en aquel momento existía la percepción de que los tebeos underground y hippies eran algo del pasado, era como volver la vista atrás. Lo que pasó después es que la gente se dio cuenta de que no importaba que aquella gente, Robert Crumb, Kim Deitch, Justin Green y muchos otros… hubieran formado parte del underground, porque continuaban realizando unos cómics estupendos». Y, efectivamente, así era. Sin embargo, tras una década, la de los setenta, en la que la principal sensación había sido la de naufragio (autores que dejaban de publicar, cerebros quemados por las drogas, Robert Crumb acosado por Hacienda…), el underground parecía haber quedado atrás. Muy atrás. Tanto, que casi no merecía la pena ni reflexionar sobre su indudable aportación al medio.
Primeros números de Raw y Weirdo.
Afortunadamente, en 1981 nació Weirdo. Una vez más, Robert Crumb daba el do de pecho creando y coordinando una antología que bien podría haber pasado por la versión gamberra de Raw. Dedicada principalmente al humor bruto y escabroso, destilando feísmo e incluso mal gusto a veces (esas horribles fotonovelas cutres), Weirdo cumplió a la perfección su papel de nuevo revulsivo para el medio. Abriendo sus puertas a gran cantidad de autores (muchos de ellos mediocres, todo hay que decirlo) que de otro modo no hubieran conseguido publicar más allá de los fanzines, Crumb consiguió renovar el panorama historietístico de principios de los ochenta, ofreciendo no una alternativa a Raw (aunque, como siempre, hubo integristas que así lo entendieron, y decidieron militar en un bando o en el otro; en el de los arties o en el de los cutres) y sí un estupendo complemento. Pronto, las diferencias empezaron a diluirse. Spiegelman, por ejemplo, empezó a publicar en Raw trabajos de autores habituales de Weirdo, como Kaz, Kim Deitch (que le brindó algunas de sus mejores páginas), o incluso el mismísimo Crumb (La maldición vudú de Jelly Roll Morton). Este último, por su parte, tras revelar al mundo los talentos de gente como Peter Bagge, Dori Seda. Dennis Worden o Drew Friedman, abadonó las tareas de coordinación en manos de Bagge y de su mujer, Aline Kominsky, quienes se aseguraron de que Weirdo siguiera evolucionando gracias a las aportaciones de Carol Lay, Jim Woodring, Julie Doucet o Carol Taylor, a la vez que recuperaban a grandes nombres del underground, como S. Clay Wison o Spain Rodríguez.
Robert Crumb visto por Charles Burns.
De Raw aparecieron 6 números entre 1980 y 1986, seguidos de otros tres en formato libro, editados por Penguin entre 1989 y 1991. Weirdo, por su parte, alcanzó la nada desdeñable cifra de 28 números, antes de desaparecer definitivamente en 1993. La influencia de ambas publicaciones ha sido decisiva para la educación de todos aquellos autores que maduraron a lo largo de los ochenta, y cuyo trabajo ha florecido en los noventa; es decir, precisamente los que a nosotros nos interesan. Aquellos que fueron lo suficientemente inteligentes como para beber de ambos cántaros a la vez, demostrando interés tanto por los logros artísticos de unos como por el desparpajo y la frescura de otros; aquellos capaces de tomar lo mejor de cada escuela, han acabado por despuntar como los autores más brillantes de su generación. Alguien como Joe Matt, por ejemplo, es indudablemente uno de los más destacados hijos espirituales de Crumb. Sin embargo, su preocupación por el diseño de sus tebeos, por la experimentación narrativa como único sustento de algunas de sus historietas y por el aspecto acabado y fluido de sus ilustraciones, delata de inmediato su asumida condición de artista. Alguien como Chris Ware, sin embargo, recurre a menudo a la brutalidad, la barrabasada e incluso a la escatología, pese a que su Acme Novelty Library sea el mayor paradigma de tebeo artístico de los noventa. ¿Cómo entender semejante actitud sin el referente del underground? El tebeo alternativo de los noventa se ha caracterizado, afortunadamente, por la variedad como constante; por la existencia de un melting pot o mestizaje referencial, que es sin duda el que ha llevado a que esta década sea, creativamente hablando, la más rica de la historia del comic-book norteamericano. Y eso, sin duda, es algo que tenemos que agradecerle a todos estos precursores. Ahora, entremos en materia.
Continuará.
Cómic
Art Spiegelman, Cómic alternativo de los 90, Robert Crumb Sin comentarios
viernes 8 de marzo de 2013
CAPÍTULO I
Primera parte: Antecedentes
Si tuviéramos que elegir un momento concreto que nos sirviera para fechar el nacimiento del tebeo alternativo norteamericano tal y como hoy lo entendemos, lo más lógico sería que nos inclinásemos por la aparición en 1982 del primer número del Love & Rockets de los hermanos Hernández. No obstante, como ya sabrán los lectores más avezados, todo nacimiento implica también un largo período de gestación previo; un origen específico y palpable que nos obliga a remontarnos a los inicios de la década de los años sesenta, una época caracterizada por la monolítica centralización del mercado del comic-book norteamericano.
Nadie hubiera podido prever, una década antes, que la enorme variedad de tebeos reinante en los quioscos fuera a desaparecer consumida en una llamarada de estupidez e histeria amparada nada menos que por el gobierno y la psiquiatría. Pero en 1954, el Dr. Fredric Wertham, un respetado profesional de cierta notoriedad pública, autor de libros como El cerebro como órgano: su estudio post-mortem y su interpretación o Leyenda oscura: un estudio sobre el asesinato, fundador en 1946 de la clínica Lafargue de Harlem, en la que se daba tratamiento psiquiátrico a los jóvenes con problemas, y especialista en psicología criminal, publicó su estudio The Seduction of the Innocent, en el que arremetía contra los tebeos, acusando a sus violentos contenidos de ser, en parte, responsables de fomentar la delincuencia juvenil. ¿Acaso es de extrañar que, en un país completamente soliviantado por la histeria anticomunista y dominado por el deseo de encontrar chivos expiatorios mediante los que expurgar los males de su sociedad, tal y como el senador McCarthy había expurgado Hollywood con su infame Caza de brujas, semejante afirmación se abriera paso hasta llegar al Comité del Senado de los Estados Unidos para la Delincuencia Juvenil? Ciertamente no.
El principal afectado por esta crisis fue Bill Gaines, propietario de EC Comics y editor de, entre otros muchos, tebeos como Tales from the Crypt y The Vault of Horror (de terror) o Crime Suspenstories (crimen), señalados directamente por Wertham como violentos y dañinos. Pero el pánico acabó por extenderse por toda la industria, y aunque el Comité llegó a la conclusión de que no había relación alguna entre los comic-books y la delincuencia juvenil, los mayores editores y los distribuidores se pusieron de acuerdo para crear un férreo sistema de autocensura que prohibiese la representación gráfica de crímenes, deformaciones físicas, relaciones prematrimoniales o adulterio, seres de ultratumba, drogas, injusticias sociales y, en definitiva, cualquier otra cosa que pudiera atentar contra la Gran Moral Americana y el pastel de manzana; había nacido el Comics Code. Todo tebeo que no llevara su sello de aprobación estaba condenado a que ningún distribuidor aceptara llevarlo hasta las tiendas. Evidentemente, ninguno de los tebeos de la EC (excepto Mad, que era de humor) pudo conseguir el sello, de modo que tuvieron que cerrar.
Quema de tebeos en 1954.
Para principios de la década de los sesenta, un lector de cómics ya sólo podía elegir entre dedicar su atención a unos superhéroes rebajados hasta el absurdo, a los tebeos de monstruos del espacio exterior o al eterno Archie. Otros géneros, como el romántico o el western, habían prácticamente desaparecido (¿cómo haces un western entretenido sin tiroteos y cómo le vendes un tebeo a una delicada jovencita cuando sus ultraprotectores padres creen tener todas las razones para desconfiar del medio?). El único modo de garantizarse una mínima libertad creativa, por tanto, fue recurrir a los fanzines, cuya edición vivió un auténtico auge durante la primera mitad de los sesenta. Aunque los títulos surgían como setas, bastará que centremos nuestra atención en tan sólo uno de ellos: Wild, cuyo número uno apareció publicado en 1961. Wild estaba editado por Don Dohler y Mark Tarka, dos jóvenes ociosos que, sin saberlo, acababan de crear el que puede ser considerado el más claro precursor de las revistas underground que iban a florecer a lo largo de la década. Aunque el grueso de los nueve números que aparecieron entre aquel año y el siguiente estuvo dedicado a textos del más variado pelaje, Wild también amparó los primeros trabajos de unos adolescentes Jay Lynch y Skip Williamson, famosos algunos años más tarde gracias a su posición como abanderados del underground, así como los de un imberbe Art Spiegelman, futuro premio Pulitzer por Maus. Dohler, por su parte, realizó su pequeña contribución al movimiento creando a Projunior, el primer y más manoseado héroe del underground, cuyo mito crecería al ser retomado a lo largo de la década por los más diversos autores (entre ellos Robert Crumb, quien incluso le añadió una novia, la cálida Honeybunch Kaminsky). La existencia de un foro de expresión adecuado para sus talentos, dotó a aquellos jóvenes autores de la confianza suficiente como para lanzarse a la creación de sus propios fanzines: Spiegelman realizó Blasé, Lynch y Williamson cimentaron su amistad colaborando en Smudge y Williamson en solitario se erigió como el principal responsable de Squire. Más o menos por aquellas mismas fechas, otro grupo de dibujantes, en este caso unidos por su origen texano, empezaba también a organizarse y a adquirir conciencia de colectivo; el formado por Gilbert Shelton, Foolbert Sturgeon y Jaxon*. Este último autor fue precisamente el firmante del primer comic-book underground tenido como tal; es decir, impreso en rotativa y distribuido de forma más o menos convencional. Se llamó God Nose y apareció en 1963, si bien el autor reconoció haberse inspirado en un minicómic anterior, Adventures of Jesus, creado y mimeografiado por su amigo Foolbert.
Portada de Wild e historieta de Projunior realizada por Robert Crumb.
Es cierto que en el fondo estos pequeños acontecimientos no pasaban de ser tiros al aire, y que si alguna importancia tienen es la que a posteriori les hayamos querido dar. Pero no por ello resulta menos innegable que algo estaba cambiando en el ambiente. No es casualidad, por ejemplo, que Harvey Kurtzman (padre putativo de la gran mayoría de dibujantes underground debido a su labor como guionista y creador de Mad) abriera en 1965 las puertas de Help, la revista que dirigía para el grupo Warren, a autores como Robert Crumb, Skip Williamson, Jay Lynch o Gilbert Shelton (algo que también se apresuraron a hacer las primeras revistas underground profesionales, como Yarrowstalks o The Village East Other). Tampoco resulta del todo comprensible, sin tener en cuenta el contexto, que autores ya establecidos y afianzados en la industria se animaran de repente a lanzarse al campo de la autoedición, como hizo Wally Wood en 1966 al crear Witzend, una antología completamente independiente en la que profesionales como Steve Ditko, Al Williamson o él mismo publicaron sus proyectos más personales, a la vez que brindaban la oportunidad de hacer lo propio a jóvenes como Vaughn Bodé o, de nuevo, Spiegelman.
Apenas un año más tarde, Jay Lynch y Skip Williamson aunaron sus esfuerzos para crear el magazine The Chicago Mirror, una revista que, aunque seguía los parámetros de otras publicaciones underground del momento (intercalar páginas de cómic entre los artículos), había ido aumentando progresivamente la cantidad de historietas incluidas en cada número durante sus tres primeras entregas. La intención de Lynch y Williamson era llegar a dedicar por lo menos el 50 % de la publicación al cómic (si bien no se planteaban pasar de allí por parecerles demasiado arriesgado). Sin embargo, un acontecimiento que iba a sacudir el medio hasta sus cimientos les hizo cambiar de idea: en marzo de 1968 empezó a distribuirse el número uno de Zap, un comic-book de humor íntegramente realizado por Robert Crumb.
Jay Lynch recuerda: «[Cuando salió el primer número de Zap] pensamos que Crumb realmente tenía huevos por atreverse a publicar aquello, pero no estábamos convencidos de que fuera a vender, porque los hippies eran muy snobs en lo que a consumir drogas se refería, y se tomaban todo el asunto muy en serio. Parecía faltarles el sentido del humor. Entonces Skip y yo decidimos que si el hippismo se estaba convirtiendo en aquello, podía irse a la mierda. De modo que reunimos todas las historietas que teníamos [ya preparadas para The Chicago Mirror], hicimos algunas más, y publicamos un comic book llamado Bijou Funnies».
También Gilbert Shelton se lanzó al campo de los comic-books en 1968. Y aunque su Feds’n’Heads Comics estaba compuesto principalmente de reediciones de material ya publicado, la coincidencia en el tiempo de estos tres títulos puso definitivamente en marcha todo un movimiento.
Números uno de Zap Comix y Bijou Funnies.
Apenas tres meses después de que hubiera salido el número uno, una nueva entrega de Zap, convertido ahora en antología, vino a reforzar el ambiente de euforia comiquera. Según Crumb, «[Rick Griffin y Victor Moscoso] hacían pósters psicodélicos en los que jugaban con motivos historietísticos y habían estado hablando de hacer un tebeo. Supongo que vieron el Zap nº 1 y se dijeron: “Bueno, podemos subirnos a este tren”. Contactaron conmigo y expresaron su interés por hacer cómics psicodélicos. Al mismo tiempo S. Clay Wilson llegó de Kansas también con la intención de dibujar historietas enloquecidas. Así que juntar todos aquellos intereses me pareció de lo más natural». A los autores ya mencionados, se les unieron posteriormente los no menos notables Shelton, Spain Rodríguez y Robert Williams, quienes terminaron de convertir a Zap en la joya de la corona de los tebeos underground.
Muy pronto, los títulos de los comic-books realizados en solitario o en colaboración se multiplicaron por decenas, dando lugar a una auténtica edad de oro del tebeo alternativo. Así mismo, las repercusiones del underground no tardaron en dejarse notar en la esfera del mainstream. Por una parte, autores como Gil Kane, que en 1968 se lanzó a la realización de las novelas gráficas Blackmark y His Name is Savage, vieron que existía la posibilidad de expresarse más allá de los límites impuestos por Marvel o DC. Por otra, los más avispados de entre los aficionados a los tebeos se dieron cuenta de que la edición no era algo que estuviese reservado únicamente a las grandes casas, lo que provocó que a lo largo de los setenta se sucedieran experiencias como la de Star Reach o la de Eclipse Comics, una iniciativa de los hermanos Jan y Dean Mullaney, que nació de su interés por publicar la novela gráfica Sabre, de Don McGregor y Paul Gulacy, cosa que hicieron en 1978. Eclipse se logró establecer más allá de su inicialmente prevista temporalidad y se convirtió en editorial dando a luz a Eclipse Magazine, una antología en la que autores de superhéroes como Steve Englehart y Marshall Rogers se dieron la mano con autores provenientes del underground, como Trina Robbins o Harvey Pekar. Acababa de nacer la primera editorial independiente dispuesta a hacerle la competencia al mainstream en su propio terreno; y su estela habría de ser seguida por muchas otras, como First, Comico o Dark Horse.
No menos importante para la evolución de una industria menos centralizada fue la aparición en diciembre de 1977 del primer número del Cerebus de Dave Sim, uno de los tebeos más importantes de la década debido a la repercusión que tuvo la firme y militante defensa de la autoedición manifestada por su autor. Aunque sin llegar a ser completamente alternativo por contenidos (nació como una parodia de Conan el bárbaro), Cerebus consiguió demostrar la viabilidad de un proyecto en el que el autor del tebeo ejerciera así mismo de empresario, manteniendo un riguroso control sobre todas las etapas de su creación**. Han pasado más de dos décadas y Cerebus se sigue publicando regularmente***.
El movimiento underground había demostrado que era posible crear una historieta al margen de la gran industria y de sus férreos códigos, tanto autocensores como económicos. Es más: había dotado al medio de una libertad creativa total. La supresión de los temas tabú y los enfoques imposibles es, a mi juicio, su contribución más admirable y su legado más persistente. Pero aunque los actuales autores de tebeos alternativos sean sin duda herederos de esa libertad creativa, no es menos cierto que también beben de otras fuentes no menos nutritivas.
Continuará.
* Aunque aún no había creado a los Freak Brothers que le darían la fama, Shelton llevaba desde 1959 produciendo tiras de Wonder Warthog (Super Serdo) para el periódico The Texas Ranger. Foolbert Sturgeon era el seudónimo de Frank Stack, futuro contribuyente de antologías como Blab! e ilustrador de obras como Our Cancer Year, de Harvey Pekar. A su vez, Jaxon era el seudónimo de Jack Jackson, quien algunos años más tarde, y ya con su nombre, firmó excelentes dramas históricos como Los Tejanos o Lost Cause (ambos en Fantagraphics).
** Paradójicamente, aunque los tebeos underground habían representado una alternativa mucho más radical que la de Cerebus, sus autores habían preferido ponerse en manos de editores como Last Gasp o Print Mint. Una excepción notable fue la de Gilbert Shelton, que se asoció con dos amigos para crear Rip Off Press. Como además de publicar sus trabajos este sello ha albergado también los de muchos otros autores, Shelton tampoco habría practicado el tipo de autoedición defendida por Sim, que básicamente se refiere a editar únicamente el material de uno mismo.
*** Nota desde el presente: Cerebus finalizó su andadura en marzo de 2004.
Cómic
Cómic alternativo de los 90, Gilbert Shelton, Robert Crumb Sin comentarios
viernes 1 de marzo de 2013
Allá por abril del año 2000 (dentro de nada hará… glups, trece años) publiqué con La Factoría de Ideas un libro titulado Cómic alternativo de los 90, la herencia del underground. Aunque es un trabajo que hoy contemplo con cierto sonrojo, debido principalmente a ciertos dejes todavía un tanto fanzineros y a un inapropiado tono de colegueo que asoma en los momentos más inoportunos, me parece que todavía se sostiene desde el punto de vista de la información en él contenida, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de las obras comentadas en el libro (como el Frank de Jim Woodring o el Alec de Eddie Campbell) no empezaron a ser editadas en castellano hasta hace relativamente poco. También contiene declaraciones realizadas ex profeso (gracias a una entonces novedosa y exasperantemente lenta conexión a Internet) por autores y editores como Jessica Abel, Ed Brubaker, Charles Burns, Eddie Campbell, Evan Dorkin, Debbie Dreschler, Bob Fingerman, Jason Lutes, Chris Oliveros, Eric Reynolds, Joe Sacco, Wilfred Santiago y Kim Thompson.
Por todo ello, e inspirado por el ejemplo de Santiago García, que lleva algún tiempo recuperando por entregas su libro La noche del murciélago para el mundo digital, me ha parecido pertinente, además de una buena manera de darle algo de vida a este entumecido blog, ir subiendo aquí cada viernes un pedacito de Cómic alternativo de los 90. Sólo un par de apuntes antes de comenzar. A excepción de la introducción, que he abreviado notablemente, iré subiendo el texto sin retoques, tal como apareció publicado en su día. En cualquier caso, el libro incluía también como complemento pequeños apuntes biográficos de cada uno de los autores citados, así como una guía de lectura de sus obras publicadas en castellano, dos cosas de las cuales voy a prescindir por considerarlas anacrónicas y excesivamente coyunturales. También he eliminado gran parte de las notas a pie de página, sustituyéndolas por enlaces que suplirán de manera más cómoda la función explicativa. Por último, indicar que el título original de la obra era Cómic alternativo norteamericano de los 90 (en el interior incluso me lamentaba de no tener espacio para hablar del «tebeo de autor en general, sin concretar ni geográfica ni temporalmente»). En algún momento del proceso la denominación de origen se acabó cayendo de la portada (magníficamente ilustrada por José Luis Ágreda), pero conviene tenerla en mente; ni es un tratado sobre el cómic alternativo en general ni nunca pretendió ser otra cosa que una visión panorámica de una parte muy concreta de un medio mucho más amplio, rico y complejo. Dicho lo cual, espero que disfrutéis de la lectura aunque sólo sea una fracción de lo mucho que disfruté yo escribiendo el libro. Os espero todos los viernes.
Boceto y portada definitiva del libro, de Ágreda. Por algún motivo al editor no le gustaba que el personaje anduviera descalzo y le pidió a José Luis que le añadiese unas zapatillas. Pincha para ampliar.
Introducción
Éste no es un libro dedicado exclusivamente a los autores surgidos a lo largo de los noventa, sino más bien a los autores de los noventa. Es decir, a los que han publicado regularmente durante la última década, a mi juicio la más rica en la historia del comic-book norteamericano, teniendo en cuenta que hemos podido disfrutar simultáneamente de la obra de nada menos que cuatro generaciones de autores: los pioneros del underground aún en activo (Robert Crumb, Kim Deitch, Bill Griffith), los impulsores del alternativo (Hernández, Brown, Bagge), los primeros que se aprestaron a seguir sus pasos (Seth, Joe Matt, Julie Doucet) y los novísimos autores que han crecido leyendo a todos los anteriores (Adrian Tomine, Jason Lutes, Ed Brubaker). Sin embargo, cuando hablamos de cómic «alternativo», ¿a qué nos estamos refiriendo exactamente? Lee Marrs, la creadora de Pudge, opinaba en el libro Comic Book Rebels que «lo que hicieron un montón de talentos que trabajaban para el mercado mayoritario* cuando se vieron libres de restricciones fue seguir haciendo las mismas historias que habían hecho con anterioridad, sólo que las chicas no llevaban ropa. ¡Uauh, vaya un adelanto!», exclamaba con toda la razón del mundo. Y es que, efectivamente, los primeros autores en salir del mainstream en busca de una mayor libertad creativa fueron individuos de enorme e indiscutible talento, cuya lucha por conseguir trabajar de un modo independiente merece todo el respeto del mundo. Pero que no nos ciegue la admiración: hay que reconocer que dicha independencia no sólo no les liberó de otro tipo de ataduras, las genéricas, sino que además únicamente se vio reflejada, dependiendo del caso, en unas mayores dosis de erotismo, violencia, o seudo-misticismo político en sus tebeos. Es decir, que ser independiente no le hace a uno alternativo: Wally Wood siguió haciendo ciencia-ficción, Steve Ditko continuó pariendo superhéroes y Gil Kane se pasó al hardboiled. Más de lo mismo, vaya.
Richard Sala.
En cualquier caso, como bien explica Richard Sala, «una fórmula es sencillamente un modo de encauzar el proceso creativo. Si tienes talento y estás interesado en escribir, ya tienes el impulso necesario. Lo único que necesitas es una estructura. Hallar una fórmula es algo genial». Es decir, seguir o rechazar unas pautas genéricas no es una cuestión de talento, sino de elección. Por ello tenemos estupendos tebeos de género, terribles cómics alternativos y viceversa, porque lo que realmente importa son los autores que hay detrás de esas obras, no la adopción o el rechazo de unos esquemas determinados.
Sin embargo, disfrutar de las pautas establecidas y los lugares comunes que proporcionan las obras de género (o sus inteligentes transgresiones en manos de los autores más capaces) no debería impedirnos ver que también hay algo más allá. Algo que empieza justo donde termina el género y donde empieza la indagación personal. Entramos, pues, en el terreno de lo alternativo. Un terreno que, en el campo del cómic, para mí equivale a los tebeos de autor, entendiendo éstos como obras realizadas al margen de las directrices comerciales y genéricas. Sinceramente, no puedo imaginar una aplicación más rigurosa del término «alternativo». Si un autor realiza una obra de cara a un rendimiento comercial ya está coartando los principios creativos de la misma en pos de un interés (que luego, una vez finalizada, ésta sea aceptada y tenga una buena rentabilidad, es otra cosa). Por la misma regla de tres, un autor que ciñe su obra a unos cánones genéricos, no hace sino constreñirla, para bien y para mal, a unos límites ya establecidos, por mucho que éstos sean maleables. ¿Desde cuándo seguir un camino ya transitado se considera alternativo?
Aunque es cierto que a veces los límites son algo difusos y se hacen difíciles de expresar, no deberían existir dudas respecto a la obra reciente de creadores como Frank Miller o Mike Mignola. ¿Independientes? Sí. ¿Alternativos? No, porque en realidad siguen haciendo tebeos de superhéroes, aunque ahora lleven gabardina en lugar de esquijama o luchen contra horrores lovecraftianos en vez de contra la Hermandad de Mutantes Diabólicos de Magneto. Del mismo modo, tampoco me atrevería a calificar de alternativos a tebeos tan notables como Bone, La Tierra de Nod o Balas Perdidas, ya que igualmente se asientan en exceso sobre unas bases prediseñadas: el relato fantástico iniciático, la ciencia-ficción y los superhéroes, o el thriller a lo Jim Thompson.
Portada de Wally Wood para Witzend.
Evidentemente, cada uno de los autores de dichos tebeos utiliza los géneros como caja de resonancia para indagaciones personales o reflexiones sobre el colectivo (particularmente, Balas Perdidas me parece uno de los mejores análisis de la otra cara del sueño americano realizado en los noventa), sin embargo, creo que en los casos mencionados la estructura genérica todavía está por encima de cualquier otra consideración y que sigue siendo el armazón sobre el que se asienta todo lo demás. En ese sentido, creo que todos los autores incluídos en este libro persiguen lo mismo: contar sus historias sin ningún tipo de injerencia, al margen de imperativos comerciales. Ni más ni menos. Espero haber explicado lo suficientemente bien el proceso mental que me ha llevado a incluir a unos y a excluir a otros, para que, aunque haya quien no esté de acuerdo con alguno de los autores seleccionados, pueda al menos comprender por qué ha llegado hasta aquí. Las únicas ausencias para las que no tengo más excusa que la falta de espacio son las de los autores que han preferido dedicar sus esfuerzos a la prensa en vez de a la industria del comic-book. Es indudable que historietistas como Lynda Barry, Matt Groening, Bill Griffith, Kaz o Ben Katchor han firmado algunos de los mejores tebeos de las dos últimas décadas y han tenido una fuerte influencia sobre varios de los creadores aquí reunidos. Mi exceso de verborrea ha conducido a que cada uno de los capítulos de este libro fuese algo más largo de lo previsto, obligándome a excluir el que iba a ser uno de los apéndices: Alternativos en la prensa. Dado que es un tema sobre el que apenas existe bibliografía en nuestro país, prometo solventar algún día esta deuda terminando de escribirlo**.
Continuará.
* Evidentemente, se refiere a la labor de autores como Wally Wood, Steve Ditko o Gil Kane, quienes a finales de los sesenta y principios de los setenta intentaron expresarse artísticamente fuera de las grandes compañías, a través de sus propias publicaciones, como el Witzend de Wood, o acudiendo a empresas ajenas a la industría del cómic (Kane publicó una novela gráfica con Bantam).
** Nota desde el presente: nunca llegué a hacerlo. En el dudoso caso de que alguien lo hubiese estado esperando, vayan desde aquí mis más sinceras disculpas.
Cómic • Libros
Cómic alternativo de los 90, José Luis Ágreda 4 comentarios