El rey de las moscas
El próximo 19 de septiembre se cumplirá el centenario del nacimiento del escritor británico William Golding (fallecido en 1993), motivo por el cual la editorial Faber & Faber lanzará al mercado una nueva edición de su obra más famosa, El señor de las moscas, con un nuevo prólogo escrito por Stephen King. La semana pasada, el periódico británico The Telegraph publicó una versión editada de dicho prólogo a modo de adelanto. Aquí van un par de fragmentos traducidos al castellano:
Crecí en una pequeña comunidad rural al norte de Nueva Inglaterra, donde la mayoría de las carreteras eran de tierra, había más vacas que personas y la escuela era una única habitación calentada por una estufa de leña. Los chicos que se portaban mal no se quedaban castigados en el aula tras las clases: debían salir a cortar maderos para la estufa o rociar con cal los retretes.
Por supuesto no había biblioteca, pero en la desierta casa parroquial a un cuarto de milla de la casa en la que crecimos mi hermano David y yo, había una habitación llena con pilas de libros mohosos, muchos de ellos del grosor de guías telefónicas. Un gran porcentaje de ellos eran libros de aventuras para chicos. David y yo éramos lectores voraces, un hábito que habíamos heredado de nuestra madre, y nos abalanzamos sobre aquel botín como un par de muertos de hambre sobre un plato de pollo.
Con el tiempo —más o menos para cuando John Kennedy fue elegido presidente, creo— acabamos por sentir que algo fallaba. Las historias eran emocionantes, pero algo no terminaba de encajar. En parte puede que fuese porque la mayor parte de ellas estaban ambientadas en los años veinte y treinta, décadas antes de que mi hermano y yo hubiéramos nacido, pero ese no era el motivo principal. Simplemente aquellos libros tenían algo erróneo. Los niños no eran niños.
No había biblioteca, pero a primeros de los sesenta la biblioteca vino a nosotros. Una vez al mes, una pesada furgoneta verde aparcaba frente a nuestra diminuta escuela. Un rótulo de grandes letras doradas anunciaba en uno de sus costados: Libromóvil del Estado de Maine. La conductora-bibliotecaria era una señora fornida a la que le gustaban los niños casi tanto como los libros, y siempre estaba dispuesta a hacer recomendaciones. Un día, después de haberme pasado 20 minutos sacando novelas de las estanterías en la sección reservada para los Jóvenes Lectores y volviéndolos a dejar, me preguntó qué tipo de libro estaba buscando.
Pensé en ello, después hice una pregunta —quizás por accidente, quizás como resultado de una intervención divina— que abrió la puerta del resto de mi vida: «¿Tiene alguna historia que cuente cómo son los niños en realidad?».
Ella se lo pensó un momento, después fue a la sección del Libromóvil señalada Ficción para Adultos y extrajo un delgado volumen en tapa dura. «Prueba esto, Stevie», me dijo. «Y si alguien te pregunta, diles que lo encontraste tú solo. O si no podría meterme en líos».
Imaginad mi sorpresa (conmoción sería una descripción más adecuada) cuando, medio siglo después de aquella visita al Libromóvil aparcado en el polvoriento patio de la escuela metodista, descargué una versión en audio de El señor de las moscas y oí a William Golding articular, en la encantadoramente informal introducción a su brillante lectura, exactamente aquello que me había turbado entonces: «Un día estaba sentado a un lado de la chimenea y mi esposa estaba sentada al otro, cuando de repente le dije: «¿No sería buena idea escribir una historia sobre unos muchachos en una isla, mostrando cómo se comportarían realmente; como muchachos, y no como los pequeños santos que suelen ser habitualmente en los libros para niños?». Y ella dijo: «¡Qué buena idea! ¡Escríbela tú!». De modo que eso hice».
Golding unió su punto de vista nada sentimentalizado de la infancia a una historia de aventuras y suspense creciente. Para el muchacho de 12 años que era yo, la idea de vagar libremente por una isla tropical deshabitada, sin supervisión paterna alguna, resultaba en un principio liberadora, casi celestial. Para cuando desaparece el joven con la marca de nacimiento en el rostro (el primero que plantea la posibilidad de que haya una bestia en la isla), mi sensación de liberación había empezado a quedar teñida de desasosiego. Y para cuando llegué al momento en el que el enfermo —y quizás visionario— Simon se enfrenta a la cabeza de cerdo cercenada y cubierta de moscas clavada sobre un palo, ya estaba aterrorizado.
Era, hasta donde me llega la memoria, mi primer libro con manos; manos fuertes que surgían de las páginas para atenazarme la garganta. El primer libro que me dijo: “Esto no es sólo entretenimiento; es vida o muerte”.
El señor de las moscas no se parecía en nada a los libros para chicos de la casa parroquial; de hecho, hizo que todos quedaran obsoletos. En ellos, los Hardy Boys podían ser atados por los villanos, pero uno sabía perfectamente que acabarían por liberarse. Dave Dawson podía verse atacado por un Messerschmitt alemán, pero uno sabía perfectamente que conseguiría escapar.
Sin embargo, cuando sólo me quedaban 70 páginas para terminar El señor de las moscas, comprendí no sólo que algunos de los muchachos podrían morir, sino que varios de ellos iban a hacerlo. Era inevitable. Sólo esperaba que Ralph, con el cual me identificaba de un modo tan apasionado que empecé a experimentar sudores fríos mientras iba pasando las páginas, no fuese uno de ellos. No hacía falta que ningún profesor me explicara que Ralph encarnaba los valores de la civilización y que la asunción de Jack del salvajismo y el sacrificio representaban la facilidad con la cual dichos valores podían ser barridos; resultaba evidente incluso para un niño. Especialmente para un niño que había presenciado (y participado en) muchos actos de agresión escolar.
Para mí, El señor de las moscas siempre ha representado para qué están las novelas; qué las hace indispensables. ¿Deberíamos esperar vernos entretenidos mientras leemos una historia? Por supuesto. Un acto de la imaginación que no entretiene es ciertamente un acto más bien pobre. Pero debería haber algo más. Una novela bien escrita borra los límites entre el escritor y el lector, para que puedan unirse. Cuando eso sucede, la novela pasa a ser parte de tu vida; el menú principal, no el postre. Una buena novela interrumpe la vida del lector, le hace llegar tarde a las citas, saltarse las comidas, olvidarse de pasear al perro. En las mejores novelas, la imaginación del escritor pasa a ser la realidad del lector. Resplandece, incandescente y furiosa. Llevo desarrollando estas ideas durante la mayor parte de mi vida como escritor, y no han faltado quienes me han criticado por ello. La más potente de estas críticas afirma que si la novela se sustenta únicamente en la emoción y la imaginación, no hay lugar para el análisis, y la discusión de la obra pasa a ser irrelevante.
Estoy de acuerdo en que «Me ha encantado» es la peor manera de comenzar un análisis serio de una novela, pero estoy dispuesto a defender que sigue siendo el corazón palpitante de la ficción. «Me ha encantado» es lo que todo lector desea poder decir cuando cierra un libro, ¿o no? ¿Y no es exactamente ese el tipo de experiencia que la mayoría de escritores quieren ofrecer?
Una reacción visceral y emocional ante una novela tampoco tiene por qué excluir un análisis. Yo me acabé la primera mitad de El señor de las moscas en una tarde, con los ojos como platos, el corazón palpitante, incapaz de pensar, sólo de respirar profundamente. Pero llevo reflexionando acerca del libro desde entonces, más de cincuenta años. Mi regla básica como escritor y lector —formulada en gran medida gracias a El señor de las moscas— es: primero siéntelo, piensa en ello más tarde. Analiza todo lo que quieras, pero primero sumérgete en la experiencia.
A lo que sigo regresando una y otra vez es a Golding diciendo: «¿No sería buena idea escribir una historia sobre unos muchachos mostrando cómo se comportarían realmente?». Fue una buena idea. Una muy buena idea que produjo una muy buena novela, todavía hoy igual de emocionante, relevante y provocadora que cuando Golding la publicó en 1954.
Stephen King