Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

jueves 19 de noviembre de 2009

Días del futuro pasado

Ayer, charlando con unos amigos, salió el tema de la iniciativa de Stephen King que comentaba en mi anterior entrada (lo de subirse a la moto y hacer una gira de presentación exclusivamente por librerías pequeñas, afectadas cada día más por la política de grandes descuentos de las grandes cadenas), lo cual nos llevó a abordar durante un rato varias cuestiones acerca del mercado del libro. El caso es que la conversación hizo que me acordara de un texto muy interesante acerca del mismo tema que había leído hace meses y que luego por algún motivo u otro se me olvidó mencionar aquí. Anoche me lo volví a leer y, aunque se publicó originalmente en febrero de este año, en el nº 4 del Vol. 31 del London Review of Books, no creo que estos nueve meses hayan cambiado en un ápice su interés. El texto está centrado, lógicamente, en el mercado anglosajón, pero gran parte de lo que cuenta resulta perfectamente aplicable también al nuestro, y por otra parte creo que analiza bastante bien todo lo que se nos avecina. El autor es Colin Robinson, que ha trabado como editor para sellos como Verso Press, The New Press y Scribner, una de las editoriales más prestigiosas del conglomerado Simon & Schuster, y como siempre recomiendo su lectura completa (podéis acceder a él pinchando aquí). En cualquier caso, aquí van traducidos y comentados algunos de los párrafos a mi juicio más relevantes.

Los libros siempre han sido una mercancía de bajo beneficio y en estos últimos años los márgenes han ido reduciéndose aún más. Ahora los editores ofrecen regularmente a las tiendas un 50 o incluso un 55% de descuento sobre el precio de venta al público. El distribuidor que almacena y reparte el libro suele quedarse un 10% adicional o más en caso de que se trate de una editorial pequeña. Un 15 % va a los gastos de producción (maquetación, papel, impresión). Sumémosle a eso el 10% de royalties para el autor y al editor le queda un 10% para cubrir promoción, gastos de oficina, sueldos… y un beneficio. No es de extrañar que la llamen una profesión de caballeros.

Ese reparto de porcentajes, que yo la verdad desconocía, explica por qué en EE.UU. y Gran Bretaña hay tiendas que pueden permitirse hacer según qué descuentos que aquí nos resultarían inimaginables. En España las tiendas suelen moverse entre un 30 y un 40% dependiendo de su volumen de negocio y de con qué distribuidoras trabajen; estas últimas no suelen moverse por menos de un 20%. A eso habría que sumarle el 10% de derechos de autor y un 15% o un 20% de gastos de producción (en nuestro caso, hay que añadir la traducción, que por detrás de la impresión es el elemento más caro en la producción de un título, y el almacenaje de los libros, ya que cada vez son menos las distribuidoras que te lo hacen), con lo cual el resultado final viene a ser el mismo: que al editor le queda entre un 10 y a lo sumo un 15% del precio de portada.

Cualquier excusa es buena para colgar una foto de Marilyn leyendo.

Las cosas han empeorado debido a que el precio de venta final de los libros, al contrario que el precio de portada, no ha hecho más que caer. En 2008, según un estudio de Nielsen BookScan, el precio medio de los libros vendidos en Gran Bretaña era de solo 7.49 £, un 1,1 % más bajo que el del año anterior y el más bajo desde 2001, primer año en el que se empezó a estudiar el precio medio. Hay varios motivos para esta reducción. Todo empezó a mediados de los noventa con el abandono del Net Book Agreement. El NBA obligaba a vender los libros al precio de venta al público recomendado por el editor. Tras su desaparición, las grandes cadenas pudieron empezar a ofrecer descuentos en todos los títulos principales, arrebatándole el negocio a las tiendas pequeñas. Un Harry Potter de 608 páginas pasó a estar disponible por tan sólo cinco libras en todas las tiendas de la cadena ASDA. Al tiempo que la cuota de mercado de Waterstone’s, Amazon y los demás grandes emporios iba creciendo gracias a las ofertas del tres por dos y a sustanciales recortes en los precios, muchas librerías independientes se vieron obligadas a cerrar.

El Net Book Agreement era el equivalente británico a nuestra ley del precio fijo. Una ley con la que, como sabréis, no pocos están empeñados en acabar. Y visto desde el punto de vista del lector, es comprensible que en principio a uno le pueda parecer buena idea pasar a un modelo de mercado competitivo que brinde más opciones y en el que poder adquirir un producto por el menor importe posible. Sin embargo las consecuencias podrían acabar siendo terriblemente perniciosas: las tiendas pequeñas que no puedan competir con los grandes centros se irán a pique, lo cual, además de costar puestos de trabajo, hará que se reduzcan los puntos de venta. Con el mercado en manos de unas pocas cadenas, será sólo cuestión de tiempo que empiecen a caer también todas las editoriales que no entren dentro de sus esquemas de venta o que no acepten sus condiciones (y conviene recordar aquí que cada vez que una de estas empresas ofrece un 5% de descuento en los libros que vende no lo hace renunciando generosamente a ese porcentaje de sus beneficios, sino que obliga al editor a cederlos por narices si quiere que sus libros estén a la venta en sus centros), por lo cual el tipo de publicaciones que van a poder llegar a un gran público también se reducirá. ¿El resultado? Que cada vez habrá más libros, más parecidos, en manos de menos editores. No sólo el mercado británico es un ejemplo paradigmático de esta situación, el norteamericano también ha vivido una evolución parecida bastante nefasta para la pequeña y mediana empresa:

¿Una librería del futuro? No, un almacén en bancarrota que regaló todas sus existencias.

Aunque en Estados Unidos no existía el Net Book Agreement, las librerías independientes estaban protegidas hasta cierto punto por la Robinson Patman Act de 1936, una ley antimonopolio que impide a los productores vender con mayor descuento a sus grandes clientes. Según la legislación, un libro debe venderse al mismo precio sin importar el número de ejemplares que se vayan a comprar. A nadie le sorprenderá que Barnes & Noble y Borders estuvieran empeñadas en conseguir rebajas en el precio a cambio de comprar en masa. Finalmente lo consiguieron sorteando astutamente la ley, exigiendo a los editores que les pagaran dinero en concepto de representación a cambio de grandes compras. A pesar de que los libreros independientes argumentan que el resultado acaba siendo el mismo, este sistema no está considerado legalmente un descuento; más bien es un pago a cambio de que tus libros reciban un lugar de exhibición privilegiado en la tienda. Como consecuencia, los escaparates de las grandes librerías de hoy en día son en realidad franjas inmobiliarias, en las que los editores alquilan pequeños solares de 15×20 cm. en los que colocar sus libros durante un par de semanas con la esperanza de que encuentren un comprador.
Una visita a la franquicia de una cadena de librerías resulta a día de hoy una experiencia a menudo deprimente. Los fondos editoriales y la atención especializada de hace tan solo unos años está dando paso cada vez más a unas áreas de exposición que más bien parecen rastrillos, con sus pilas de ofertas amontonadas de cualquier manera y su desconcertante yuxtaposición de títulos. Promocionar exageradamente los libros basándose en su precio reducido nunca va a ayudar a incrementar su valor en la percepción del público. Esto hace que me acuerde de un chiste de Tom Tomorrow en el que un cliente le dice al vendedor: «Busco un libro en torno a los 10 dólares». Para afianzar su inestable posición, las cadenas están dejando de acumular fondo y prescindiendo (es decir, dejando de pedir) de una gama cada vez mayor de nuevos títulos, incluso de las principales editoriales. Esto está acentuando un rasgo ya muy marcado en el negocio, la práctica desaparición de los gastos de promoción en todos los libros salvo en los grandes fenómenos.

Una reflexión de Mauro aplicable a toda la industria editorial.

Esto, evidentemente, no le sorprenderá a nadie que haya entrado recientemente en cualquier centro del Corte Inglés o de FNAC. Un número de títulos cada vez más reducido ocupa grandes extensiones de pared y de escaparate mientras que todos los demás acaban mal amontonados durante un par de meses y al cabo de un periodo cada vez más breve desaparecen de la tienda, momento en el cual el comprador se ve obligado a «encargarlos» (con unos plazos de entrega incomprensibles a día de hoy) o sencillamente a gastarse el dinero en otra cosa. ¿El resultado? Que ya no sólo son las tiendas las que desatienden el fondo, sino que también cada vez más editoriales, al no encontrarle salida, prescinden también de él para centrarse únicamente en la novedad.

Las estadísticas muestran que la producción de nuevos títulos en Estados Unidos está llegando al medio millón anual. Al mismo tiempo, una encuesta reciente revelaba que uno de cada cuatro norteamericanos no leyó un solo libro el año pasado. La industria del libro le ha dado la espalda al lector con criterio. La propia literatura ha sido víctima de este cambio. Si cualquiera puede publicar y el número de lectores con sentido crítico está disminuyendo, ¿acaso es de extrañar que no sean escritores sino estrellas del pop, cocineros y deportistas los que han pasado a dominar cada vez más las listas de los más vendidos? Quizá el problema esté relacionado con el modo en el que se transmiten las palabras. La gente juega sola a los bolos, compra a través de Internet, abandona los cines en favor de los deuvedés y chatea electrónicamente en vez de ir al bar. En una sociedad cada vez más ensimismada, parece que importa más ser oído que escuchar, ser visto antes que observar, ser leído antes que leer.

Stephen King con su burra. Otra muestra evidente de que
no se me ocurría cómo ilustrar esta entrada.

Siempre que se utilizan expresiones como «lectores con criterio» a uno parece que se le encienden las luces de alarma. Después de todo, ¿de qué tipo de criterio estamos hablando? Pero en cualquier caso parece innegable que la industria del libro tiene dos tipos básicos de cliente, el que lee mucho y con un gusto cultivado a partir de centenares de horas invertidas en su afición, y el que lee ocasionalmente porque se deja llevar por los fenómenos mediáticos de la temporada. En mi opinión ambos mercados deben convivir; tan estúpido sería prescindir de los grandes fenómenos que son los que aportan ocasionales inyecciones millonarias a la industria como desatender a ese otro mercado más reducido y exigente que en vez de tres o cuatro libros al año consume entre treinta y cincuenta o más. El problema es que, y en esto Robinson tiene toda la razón, la balanza está cada vez más desequilibrada y tiende a lo primero desatendiendo cada vez más lo segundo. En este aspecto, yo diría que sus previsiones para el futuro cercano ya se han cumplido. Como decía antes, basta pasearse un rato por cualquier gran superficie y también por muchas librerías pequeñas para darse cuenta de ello:

Todo esto no quiere decir que el libro esté condenado. Pero es evidente que las editoriales tendrán que cambiar el modo en el que llevan su negocio. Un sistema que requiere el transporte de vastas cantidades de papel hasta las librerías y luego de regreso a los almacenes de la editorial para convertir todas las devoluciones en pulpa es insostenible tanto desde el punto de vista comercial como desde el ecológico. Una industria que se gasta todo el dinero en descuentos y apenas nada en encontrar un público está empezando la casa por el tejado. Siguiendo las órdenes de sus contables, las grandes editoriales intensificarán su concentración en los grandes fenómenos. Las librerías dejarán de tener una biblioteca de fondo para acabar convertidas en meros expositores de bestsellers y de los premios de la temporada. Cada vez más gente leerá los mismos pocos libros. El futuro de gran parte de la industria quedará dominado por la distribución electrónica, el marketing en Internet dirigido a sectores de público cada vez más especializados y la lectura a través de aparatos electrónicos y sistemas como la impresión por demanda. Pero este modelo no sólo ofrece desafíos sino también oportunidades. Papeles como el del editor y el publicista, individuos capaces de guiar al lector potencial a través de la cacofonía del ruido de fondo hasta las palabras que quieren leer, pasarán a ser cada vez más importantes.

¡Ejem!

Entresijos de la industria , 4 comentarios

Este es mi papel, por fin lo encontré: no hay nada escrito. No hay nada escrito.
«Emparedado». Extremoduro
Popsy