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El blog de Espop Ediciones

viernes 21 de septiembre de 2012

La primera novela del siglo XX

El 20 de abril de este año se cumplía el centenario del fallecimiento de Bram Stoker, conmemorado por la Fundación Luis Seoane de A Coruña mediante la exposición «Drácula: un monstruo sin reflejo», comisariada por Jesús Egido y complementada el pasado julio con un curso de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en el que tuve el placer de participar junto a conferenciantes como Luis Alberto de Cuenca, Javier Alcázar, José Luis Castro de Paz, Emma Cohen y Jesús Palacios. A raíz de todo aquello, Reino de Cordelia acaba de publicar un precioso volumen que reúne textos de los autores ya mencionados junto a una abundante colección de imágenes. Para celebrarlo, recupero aquí esta serie de notas que me llevé como apoyo y escaleta para la charla y que combinan algunas ideas ya expuestas en trabajos como mi edición de Drácula para Valdemar, el prólogo para el volumen Cuentos de medianoche y el artículo «El padre del vampiro» (incluido en este Drácula: un monstruo sin reflejo), junto a otras nuevas que aún ando madurando.

1. Todas las novelas, particularmente las novelas que han perdurado —eso que hemos dado en llamar clásicos—, tienen su particular mito de creación. En el caso de Drácula, de Bram Stoker, hay dos pilares básicos sobre los que se suele alzar dicho mito. Dos verdades aparentemente inmutables a juzgar por lo mucho y a menudo que se repiten. Una de ellas tiene que ver con el propio Stoker: gran maestre del horror y encarnación de la dualidad victoriana, correcto y moralista de puertas afuera, torturado en su interior por oscuras visiones de deseo que le condujeron de manera irremediable a la literatura de terror como única válvula de escape. La otra, tiene que ver con su personaje: Drácula, Vlad Tepes, el empalador; terrible figura histórica convertida en icono del horror. Ambas «verdades» son falsas.

2. Efectivamente, Stoker tenía un marcado interés por lo macabro y escribió varias novelas de terror. Es altamente dudoso, sin embargo, que le hubiera gustado pasar a la posteridad como mero asustaviejas. De hecho, sus novelas de miedo no llegan a ocupar ni siquiera el cincuenta por ciento de su producción, entre la cual podemos encontrar novelas costumbristas, aventuras marineras, relatos infantiles, denuncia social, ensayos históricos e incluso la que consideraba la obra más importante de su vida: una extensa biografía de su amigo y patrón, Henry Irving, el actor más famoso de la Inglaterra victoriana. Así pues, por mucho que habitualmente tendamos a presentarle como tal, Stoker no era ni mucho menos el Stephen King de su época. (De hecho, como sabrá cualquiera que le haya leído a fondo, ni siquiera Stephen King es «el Stephen King» de la nuestra; pero ese es otro tema).

3. Stoker nació en 1847 en Clontarf, un suburbio de Dublín. Fue consumado deportista y un entusiasta y ardiente defensor de la poesía de Walt Whitman, en cuya obra encontraría la plasmación perfecta de su ideal masculino, el de «los hijos de Adán», descritos en Hojas de Hierba como aquellos que «saben nadar, remar, montar, pelear, disparar, correr, golpear, retirarse, avanzar, resistir, defenderse a sí mismos». Una definición que encaja como un guante a la siempre animosa pandilla de cazavampiros formada por Jonathan Harker, Arthur Holmwood, Quincey Morris y el doctor Seward, guiados con mano firme por Abraham Van Helsing, un «intelectual aventurero» cuyos talentos se asemejan no poco a los atribuidos por Stoker a Whitman: «Sumamente inteligente, abierto de miras, tolerante en grado sumo; la simpatía encarnada; comprensivo con una perspicacia que parecía más que humana. ¡Un hombre entre los hombres!». Curiosamente, esta influencia no suele aparecer casi nunca en los análisis críticos de la obra de Stoker.

4. En 1878, Stoker abandonó el funcionariado para convertirse en manager de Irving, con el que había entablado amistad gracias a su labor como crítico teatral de un periódico dublinés. Siempre se le ha echado en cara a Stoker cierta torpeza retórica y es cierto que, por lo general, su literatura es desmañada, poco pulida. En realidad su producción habría que calificarla poco menos que de milagrosa. Su labor como manager de Irving incluía la administración de su compañía teatral: el Lyceum. Stoker se encargaba de llevar las cuentas, organizar las giras, supervisar todo lo que tuviera que ver con la parte más pesada del trabajo teatral. Por si eso fuera poco, hacía las veces de secretario particular de Irving, cuya correspondencia contestaba. En realidad, desde que empezó a trabajar para Irving y hasta el día de su muerte, Stoker únicamente pudo permitirse escribir, de manera frenética y acelerada, durante las vacaciones. Toda su obra se redactó en condiciones adversas, más propias de un aficionado aventajado que de un escritor profesional. Toda, con una única excepción: Drácula.

5. Stoker dedicó nada menos que 7 años a la elaboración de Drácula. Sus primeros apuntes para la novela datan de 1870 y muestran un nivel de preparación inaudito para él. Estando de vacaciones en el pueblecito costero de Whitby, aprovechó para empaparse de la historia y el dialecto local, que luego reflejaría casi verbatim en la novela, una de cuyas secuencias más memorables, la dramática entrada en el puerto de la goleta Demeter, está inspirada directamente en el encallamiento real de una goleta rusa, la Dimitri. Las notas de Stoker incluyen bocetos de la costa de Whitby, decenas de palabras marineras y varias páginas de referencias copiadas en la biblioteca local, principalmente de obras como El libro de los hombres lobo de Sabine Baring Gould y Supersticiones transilvanas de Emily Gerard. Estos dos libros resultan particularmente importantes porque, aunque debido al cine se haya acabado identificando a Drácula con el vampiro romántico, demuestran que Stoker hizo un esfuerzo consciente por alejarse de esa imagen popularizada por Byron (el monstruo renuente y torturado de El Giaour), convirtiendo a su personaje en una especie de fuerza de la naturaleza surgida de una tierra misteriosa y primitiva. De Gerard tomó el ambiente, una Rumanía embrujada y mística. De El libro de los hombres lobo, el animalismo e incluso la descripción física del mismo conde Drácula, muy parecida a la que da Baring-Gould de los licántropos cuando se encuentran en forma humana: unicejo, dedos cortos y achaparrados, pelo en las palmas de las manos…

6. En principio Stoker pretendía titular su novela The Undead, «el no muerto». De hecho, tardó mucho en cambiar de opinión, prácticamente hasta pocas semanas antes de su publicación se seguía refiriendo a ella con dicho título. Peor aún, su vampiro respondía originalmente al sumamente aburrido nombre de conde Wampyr. Aquí es donde entra en juego un tercer libro, el árido Un informe sobre los principados de Valaquia y Moldavia, de William Wilkinson, cónsul británico en Bucarest. Por él, Stoker averigua que: «Valaquia continuó pagando tributo hasta el año 1444, cuando Ladislao, rey de Hungría, preparándose para guerrear contra los turcos, captó al voivoda Drácula para formar una alianza con él. Las tropas húngaras marcharon a través del principado y a ellos se les unieron cuatro mil valacos al mando del hijo de Drácula. Drácula, en el idioma valaco, significa Diablo. Los valacos, entonces como ahora, estaban acostumbrados a darle este nombre a cualquier persona que se hiciera notar, bien por su valor, su crueldad o su astucia».
Esta, y sólo esta, es la única referencia real y documentada al Drácula histórico conocida por Stoker. Como puede comprobarse, en ningún momento se menciona el nombre de Vlad Tepes ni su afición por los empalamientos. Así pues, ¿está el nombre de Drácula inspirado en el apodo real de Vlad el empalador? Sí. ¿Están el personaje de Drácula, su caracterización, su pasado o su comportamiento basados o inspirados en modo alguno en Vlad el empalador? Rotundamente no. La «relación», de hecho, ni siquiera salió a relucir hasta que un astuto historiador rumano llamado Radu Florescu supo captar el potencial de la misma y hacer carrera con ella. Por lo visto, la historia de que un escritor con fama de mediocre diese en el clavo por una vez en la vida tras inspirarse en un entonces ignoto personaje real parece tener más atractivo que la del autor que, por una vez en la vida, dedica siete años de trabajo a pulir su talento en bruto.

7. Un punto importante de inflexión en la creación de la novela tuvo lugar en el año 1893. Dándose cuenta de que la tarea de organizar Drácula es mucho más ambiciosa que cualquier otra cosa que haya acometido hasta entonces, Stoker decide abordarla como si fuese una de las giras del Lyceum. Coge un calendario y distribuye todos los acontecimientos de la novela día a día. Llega incluso a copiarse los horarios de los trayectos de los trenes que deberán tomar los protagonistas. A partir de entonces, la trama apenas se desvía de un esquema bien rígido. En otros aspectos, Stoker sigue dudando. Algunos personajes desaparecen, otros quedan fusionados, como Van Helsing, que acaba adoptando las características de hasta tres personajes distintos. Lo que sí parece claro, a juzgar por sus notas, es que para 1894 Stoker tiene ya clara tanto la escaleta de todo lo que va a suceder como el dramatis personae. Aun así, todavía tarda dos años más en darle forma a la novela, llegando a descartar más de cien páginas de su tramo inicial. ¿Por qué dedicó tanto trabajo Stoker a esta novela en particular? ¿Por qué no la despachó en unas cuantas semanas, tal como hizo con el resto de sus obras? ¿Sabía que tenía algo especial entre manos?

8. Una cosa que pocas veces nos paramos a pensar cuando leemos una novela de época es cómo la visualizamos. Nuestra imagen mental está indefectiblemente contaminada por años de bombardeo mediático. Cuando un autor victoriano, por ejemplo, describe a un personaje como «alto», probablemente se esté refiriendo a una persona diez o quince centímetros más baja que aquella en la que estamos pensando nosotros. Los conceptos de belleza también han cambiado enormemente. Sin embargo, cuando un escritor decimonónico escribe sobre gente bella, nosotros la visualizamos a nuestra manera. Es decir, aportamos una información visual, sensorial, que en cierto modo nos aleja de una interpretación rigurosa de la novela.
De esta manera, es muy posible que, casi sin quererlo, hoy en día abordemos Drácula principalmente como una novela «de época». Sin embargo, para el lector del momento, lo más probable es que fuera el equivalente de Misión Imposible, una aventura en la que continuamente se están empleando los últimos avances de la tecnología, aparatos que para mucha gente seguían siendo casi de ciencia ficción: Jonathan Harker tiene una cámara portátil Kodak, inventada en 1888. Seward graba su diario mediante un fonógrafo. Continuamente se utilizan las más recientes innovaciones: lanchas motoras, rifles de repetición, máquinas de escribir portátiles. Incluso las ideas son nuevas: la transfusión sanguínea, la criminología, la liberación de la mujer. Todo apunta, en fin, a un enfrentamiento entre tecnología y modernidad contra atavismo y fuerza bruta. Este enfrentamiento se da de manera tan tangible y a tantos niveles que no es de extrañar que Drácula se haya convertido en una especie de espejo en el que reflejar todo tipo de conflictos coyunturales. Como decía antes, cuando leemos aportamos al texto, indefectiblemente, nuestro entorno, nuestra realidad, como herramienta para desentrañarlo. Así, Drácula ha sido interpretada en clave marxista en los sesenta, postfeminista en los setenta, como metáfora de la plaga en los ochenta… y lo cierto es que sirve de caja de resonancia para todo eso y más.

9. Pero este exceso de interpretaciones antropológicas, ideológicas, sexológicas o patafísicas, para las cuales, como digo, Drácula se presta muy bien gracias a esa tensión que le sirve de motor, ha dejado de lado en gran medida su estudio como obra de literatura. El consenso parece ser: Stoker, escritor por lo general mediocre, da por una vez con una buena idea, tan marcada por su inconsciente febril, por los traumas propios de su época, que crea un villano memorable fácilmente moldeable y adaptable a los traumas de cualquier otra, algo que explica en gran medida su longevidad. Y sí, todo eso es cierto en parte. Pero hay más. Aunque la novela epistolar no sea ni mucho menos un invento de Stoker, es él, siguiendo el ejemplo de La dama de blanco de Wilkie Collins, quien la lleva a su máxima expresión. Es más, la trasciende: Drácula no es tanto una novela epistolar como multidocumental. Los personajes escriben diarios, telegramas, cartas, y acumulan recortes de periódicos, informes e incluso grabaciones. Por si eso fuera poco, llegado cierto momento, se nos indica que los personajes ponen en común todos sus hallazgos, sus escritos y sus legajos, y que lo que estamos leyendo es una transcripción realizada, modificada y reordenada por ellos mismos de lo sucedido hasta entonces. Están dando su versión de los hechos y esa es la única que podremos llegar a conocer, pues Drácula ha destruido convenientemente los documentos originales, lo cual está prácticamente a un paso de la metaficción. Por otra parte, no voy a llegar tan lejos como para decir que la multiplicidad de puntos de vista narrados en primera persona sea un equivalente del monólogo interior joyceano, pero apunta en la misma dirección. Esta fragmentación y esta subjetivación narrativa, a la cual estamos hoy en día sumamente acostumbrados, es realmente novedosa y radical para su momento y resulta fundamental para que su lectura nos siga resultando hoy en día tremendamente fresca. Drácula es una novela mucho más elaborada, original y literariamente compleja de lo que se le ha querido acreditar, y como objeto de estudio sigue siendo tan fascinante hoy como entonces. En mi opinión, desde luego, no se trata ya de una novela del siglo XIX, sino una de las primeras del XX.

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martes 21 de agosto de 2012

Instrumentos de mistificación y engaño

Si hace unas semanas comentábamos por aquí no tanto la vigencia literaria de Anna Karénina (que esa se da por descontado) como la naturaleza atemporal de algunas de sus observaciones de índole política y social, hoy quiero reproducir un par de fragmentos escritos por otro ruso ilustre que me han llamado la atención precisamente por lo mismo. Los extractos pertenecen a Mis peripecias en España, un librito de memorias escrito por Lev Trotski y traducido al castellano por Andrés Nin, recuperado en una reciente y coqueta reedición por Reino de Cordelia, y demuestran una vez más que, en gran medida, todo cambia para seguir igual y que de aquellos polvos estos lodos.
El primer fragmento recoge la conversación de Trotski con un joven gaditano que se declara, ante todo, escéptico, y que resume su visión de la España de 1916 de la siguiente manera:

Trotski y su esposa, Natalia Sedova, en México con Frida Kahlo.

«España se ha quedado atrás en todo. Estamos en completa decadencia. Hemos dominado el mundo. Ahora somos un Estado de tercer orden. No hay industria. Ignorancia horrible. Nuestros estudiantes no aprenden. Nadie hace nada. Si los ayuntamientos gastan algún dinero, lo emplean en plazas de toros; pero no en puertos y escuelas. En Andalucía hay un 90 por 100 de analfabetos. Tenemos un proverbio que dice: «Pasar más hambre que un maestro de escuela». […] Lo peor de todo es que no tenemos fe en nuestra propia salvación. No creemos en idea alguna. Nosotros, los españoles, somos escépticos. Todos los partidos, uno a uno, nos han engañado. Dinero. No hay ideas: todo se hace por el dinero. Toda nuestra política está basada en esto. ¿Las elecciones? A base de pesetas. ¿La prensa? En nuestro país nadie cree en la prensa. Hay buenos periodistas, que saben: pero los honrados, los que creen, esos no cuentan para nada. Todo el mundo se halla convencido de que la prensa, como la política, está basada en esto (movimiento de dedos como para contar dinero). El trabajo científico se lleva a cabo de cualquier manera. Los estudiantes declaran huelgas todos los años, por fútiles motivos, con el objeto de acelerar la temporada de vacaciones. La reivindicación más importante es la relacionada con el cambio de las obras de texto. La lucha en torno a esta cuestión caracteriza mucho el estado de nuestras universidades. Un catedrático neófito prepara inmediatamente «sus» libros de texto; es decir, de diez muy malos, prepara un undécimo completamente inservible, cuya adquisición es obligatoria para los estudiantes. Ninguno de los profesores se preocupa de que su obra sea de utilidad a todo el país. Trátase, simplemente, de un impuesto sobre la ciencia y el saber. ¿Quién es nuestro héroe nacional? Juan Belmonte, un torero».

Trotski con Diego Rivera y André Breton.

La charla del gaditano, unida a unas cuantas lecturas de volúmenes de historia consultados en la biblioteca para matar el tiempo mientras espera a ser expulsado del país, conduce a Trotski a la siguiente reflexión: «En suma, el embuste y la maldad de los gobernantes presentan rasgos bastante uniformes. Aunque solamente considerásemos el papel de Inglaterra en la guerra de sucesión o el de la Monarquía española —y de la burguesía liberal también— en la lucha contra Napoleón, diríase que teníamos ejemplos clásicos que deberían enseñar a los pueblos a no dejarse guiar por una credulidad ingenua. A pesar de que estos latrocinios, engaños, violaciones y traiciones están gastados de puro usados y han sido puestos al descubierto, se repiten, sin embargo, cada vez en mayores proporciones. Los pueblos sacan muy pocas enseñanzas de la Historia, por el simple hecho de que la ignoran. Llega a ellos —si, en general, llega— en forma de leyendas escolares, que desfiguran los hechos, fiestas religiosas y nacionales y embustes de la prensa oficial. Los hechos históricos que deberían ilustrar a los pueblos se convierten en instrumento de mistificación y engaño. Mientras tanto, la Historia se va haciendo empíricamente. Al contrario de lo que ocurre con la técnica, en este terreno no existe una fuerte acumulación de experiencias. […] Estos quince años de historia política de España —1809-1823— están llenos de enseñanzas. Mas los pueblos, y especialmente España, aprenden muy lentamente y necesitan que el pasado se repita de tiempo en tiempo. En cualquier caso, todo el pasado palidece ante el presente».

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David Peace
Popsy