Hombres de empresa
Was Superman A Spy? es el título del libro en el que Brian Cronin ha reunido lo mejor de su colección de anécdotas relacionadas con la industria del tebeo norteamericano publicadas originalmente en su blog Comics Should Be Good. Entre ellas hay de todo, y aunque la mayoría no pasan de chascarrillos simpáticos (¡Martin Landau empezó su carrera como dibujante de historietas!) también hay varias revelaciones sorprendentes y llamativas (entre mis favoritas está la de que Joe Simon y Jack Kirby recibieran amenazas de grupos neonazis por su portada para el primer número de Captain America, llegando a recibir una llamada del alcalde de Nueva York, Fiorello LaGuardia, prometiéndoles protección y animándolos a seguir con su labor). Como siempre en este tipo de libros, el interés de cada anécdota depende un poco de lo que ya sepa o desconozca el lector de antemano (el capítulo dedicado a la creación de Batman y el Joker, por ejemplo, resulta muy pobre después de haber leído la serie de artículos publicados en Entrecomics este pasado agosto) y de lo poco o mucho que le interesen a uno los personajes protagonistas. En mi caso, debo reconocer que si compré el libro fue principalmente porque me encanta la portada de Mickey Duzyj, la cual podréis disfrutar en todo su esplendor en esta entrada de FaceOut Books.
Pero si hoy traigo a colación el libro de Cronin es porque una de las anécdotas que recoge es el modo en el que DC Comics se pasó por el forro, a primeros de los setenta, el trabajo de Jack Kirby en la serie Jimmy Olsen al pedirle a otros artistas que redibujaran los rostros de Superman, considerando que los de Kirby no se adecuaban a la imagen establecida del personaje. De las grandes empresas uno ya sabe que poco respeto puede esperar hacia los creadores, esos extraños seres de exigencias incomprensibles para cualquier ejecutivo que se precie. Lo que nunca dejará de llamarme la atención, sin embargo, es esa mentalidad de «hombre de empresa» que llegan a tener algunos trabajadores o artistas dispuestos a hacer lo que sea por «la casa» y que tienden a justificar cualquier tipo de tropelía (creativa o administrativa) en nombre de un supuesto «bien común» que, en realidad, a ellos, que en la vida van a dejar de ser curritos completamente prescindibles, ni les va ni les viene (seguro que en todas las oficinas hay por lo menos uno; al menos así ha sido en todas en las que yo he trabajado). Debo reconocer que es un esquema mental que me fascina a la vez que me repele. En el caso que nos ocupa, el encargado de redibujar los Supermanes de Kirby de manera más habitual era Al Plastino, un veterano artista vinculado durante décadas a DC y conocido también por encargarse de la tira Ferd’nand, creada por Henning Mikkelsen. He intentado hacerme infructuosamente con una entrevista con Plastino aparecida en el número 59 de la revista Alter Ego (si alguien la tiene que me avise) para ver si comenta algo al respecto, porque realmente me gustaría saber qué es lo que se le pasaba por la cabeza al realizar su mercenaria labor: ¿se sentiría obligado a ello? ¿Consideraba que le estaba haciendo un favor a la empresa o acaso tuvo miedo a negarse por si luego sufría represalias? ¿Le parecería normal que, siendo DC la propietaria de los derechos del personaje, tuviera la potestad de enmendarle la plana a Kirby? ¿Valoraría en lo más mínimo el trabajo de éste y el suyo propio o lo consideraría simplemente un oficio indigno de pretensiones artísticas y le parecería lógico que estuviera sujeto a este tipo de intervenciones? Lo más parecido a una explicación que he podido encontrar es una breve respuesta incluida en una entrevista aparecida en el libro The Legion Companion, de Glen Cadigan, en el que cree recordar que fue Carmine Infantino quien le hizo el encargo y que si aceptó fue porque Infantino, al contrario que otros editores de DC, le caía bien: «Soy el tipo de persona que, si alguien me trata como a un ser humano, y no como a un deshecho, haré lo que sea por él».
Todo esto me ha llamado particularmente la atención estos días porque, justo mientras leía Was Superman A Spy?, andaba enfrascado en la corrección de la traducción de Schulz, Carlitos y Snoopy. Una biografía, el libro de David Michaelis que Es Pop Ediciones pondrá a la venta en un par de meses y del cual quiero adelantaros este pequeño fragmento. En seguida veréis por qué.
Schulz tenía motivos de sobra para sospechar del sindicato. Según su viejo acuerdo cuatro veces renovado, cuya última iteración databa de 1959, United Feature Syndicate era la propietaria única del copyright y de todas las marcas registradas relacionadas con la tira. Sin embargo, en octubre de 1974, Schulz decidió que, después de veinticinco años, quería que tanto el copyright como todas las marcas regitradas de Peanuts quedaran exclusivamente a su nombre. También quería derecho de aprobación sobre todas las futuras licencias y control editorial absoluto sobre la serie.
El presidente de UFS, William C. Payette, y los abogados de E. W. Scripps manifestaron su desacuerdo. En un principio, Payette, un tipo alto y de carácter autoritario que consideraba a los historietistas poco menos que niños malcriados, se negó en redondo a tener en cuenta las nuevas exigencias de Schulz, incapaz de comprender qué motivos podía tener Sparky para estar molesto cuando estaba cobrando más que cualquier otro autor en la historia del medio. «Sí, pero eso es porque me lo gano, porque trabajo más», replicó Schulz.
Frustrado, Payette envió a su socio, George Downing, a razonar con el «avaricioso» historietista.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Sparky.
—Pues cincuenta y siete —respondió Downing.
—Mire, llevo toda la vida siendo avasallado por gente como usted. «Lo que tienes que hacer es esto, esto otro no lo puedes hacer». Bueno, pues se acabó. A partir de ahora, seré yo mismo quien controle las licencias y quien decida. No quiero más dinero, lo único que quiero es tener el control para que no sigan ustedes echando a perder la licencia. Quiero ser el único propietario. Estoy cansado de que vendan cuchillas de afeitar de Charlie Brown en Alemania sin decírmelo. Quiero poder hacer lo que me dé la gana. De modo que o me dan lo que quiero, exactamente como yo lo quiero, o lo dejo.
En 1977, tras haber alcanzado un punto muerto en las negociaciones, Payette llegó a un acuerdo secreto con el veterano dibujante Alfred J. Plastino para que realizara varios meses de tiras diarias y dominicales de Peanuts en previsión del día en el que Schulz se negara a firmar la renovación de su contrato. Plastino descubrió que dibujar Peanuts le gustaba tanto o más que dibujar superhéroes, y justo «estaba empezando a disfrutarlo» cuando Schulz y el sindicato llegaron finalmente a un acuerdo y el experimento quedó cancelado. Aunque Payette ya no seguía necesitando las tiras de emergencia, guardó el trabajo de Plastino en una gran caja fuerte en las oficinas de UFS en Park Avenue, donde debía permanecer supuestamente en secreto; en cualquier caso, los rumores de su existencia circularon durante años, a medio camino entre la confidencia y la leyenda urbana. Cuando al fin una de las editoras de Sparky se topó con las tiras de Plastino, quedó horrorizada ante su escasa calidad, describiéndolas más adelante como «espantosas, directamente de tercera fila».
Cuando Sparky supo de la traición de Payette, varios años más tarde, de boca de una editora del sindicato, fingió tomarse todo el asunto con filosofía, comentando: «resulta un poco decepcionante que alguien piense que hacer esto es tan fácil», y que no podía creer «que Bill Payette hubiera sido tan tonto», precisamente el mismo adjetivo que le aplicaba a los maestros de St. Paul [su ciudad natal] que no habían sabido apreciar su auténtico valor.
Schulz estaba en una posición inigualable para renegociar su contrato y recuperar el control y el copyright sobre su creación, pero aun así hizo falta un cambio de guardia en United Feature, y que William Payette fuera sustituido por otro presidente más comprensivo y consciente de que (en este caso al menos) el autor era tan importante como los personajes, para que pudiera conseguirlo. Y de esta manera, afortunadamente, en este caso prevaleció la cordura. De otro modo, Plastino habría tenido el dudoso honor de redibujar no sólo a uno sino a dos de los tres artistas más influyentes de la historia del cómic norteamericano. ¿La moraleja? Guárdese el lector de los hombres de empresa, que nunca sabe uno por dónde le van a salir.