Si acabas de llegar hasta aquí atraído por el motor de búsqueda del Google y vanas promesas de noches tórridas en el Caribe en compañía de rotundas jineteras, lamento informarte de que este Varadero no es el real, sino otro virtual y más interesante, ya que así es como se llama el blog de Rubén Lardín, que ha tenido a bien colgar no una sino dos entradas hablando de El otro Hollywood, una historia oral y sin censurar de la industria del cine porno, de Legs McNeil y Jennifer Osborne con Peter Pavia. La más extensa, una reseña publicada originalmente en la revista Kiss Comix, la podéis leer aquí y dice cosas como ésta:
«Efectista y audaz en la narración, inteligentísimo tanto en la historiografía como en el rapto del lector, McNeil y sus colaboradores prestan especial atención a recodos morbosos como la masacre de Wonderland, propiciada por la decadencia de John Holmes, los pormenores de la infiltración de un par de agentes del FBI en una operación encubierta que debía desentrañar conexiones mafiosas, el parricidio de los hermanos Mitchell o el trágico final de Savannah. Historias bien sabidas por cualquier cinéfago pero nunca antes tan bien contadas. […] El otro Hollywood es apéndice y al tiempo hermanastro del Moteros tranquilos, toros salvajes de Peter Biskind, y como aquel es también un tratado de antropología, un zeitgeist cinematográfico bien definido por décadas y el retrato aproximado de un país entusiasta y en pañales como los USA. Se trata, sin duda, del mejor libro de cine de los últimos tiempos amén de un auténtico pasapáginas».
La otra, un texto escrito originalmente para Cinemanía, está centrada en realidad en la figura de Marilyn Chambers y sólo menciona el libro de pasada, pero igualmente se lee que da gusto, como todo lo que escribe Lardín, así que también os la dejo aquí. ¡Gracias, Rubén!
Ayer, mientras preparaba el envío de los materiales para la imprenta, le eché un último vistazo a las pruebas de Schulz, Carlitos y Snoopy y me fijé en esta tira que me llamó particularmente la atención, por lo mucho que me recordó a la cita de Diane Arbus con la que abrí precisamente la entrada anterior:
Y si Lucy tiene claro que si hay que vivir algo, aunque sea con furia y a regañadientes, es el presente, Schroeder no se muestra menos vehemente a la hora de declarar que, si por algo merece la pena vivirlo, es por el disfrute que nos proporciona el arte (léase la música, la pintura, los tebeos o lo que sea con lo que llenes las horas); una afirmación con la que no podría estar más de acuerdo.
Y hablando de tebeos, he aquí otra tira que demuestra que, a pesar de que en sus últimos años cayera en la repetición y la nostalgia, y a pesar de que haya lectores que a día de hoy consideren a Schulz un autor un tanto rancio (quizá porque sólo han conocido esa última época), en realidad se trataba de un historietista que durante épocas resultó ultracontemporáneo, tratando en su tira todo tipo de acontecimientos relevantes para el momento de su publicación, como la carrera espacial, las revueltas en las universidades, la guerra de Vietnam o incluso la cruzada de Fredric Wertham contra los tebeos de terror:
Todo esto y más lo podréis comprobar en el libro de David Michaelis, del cual subiré la semana que viene un adelanto de veintitantas páginas en PDF para ir abriendo boca. Dejo aquí mientras tanto esta última tira que bien podría servir para ilustrar cualquier blog de tebeos cada vez que se monta uno de esos cíclicos e intensos debates como el de la semana pasada:
Diane Arbus fotografiando un concurso de belleza, por William Gedney, 1967.
«Quiero fotografiar todas las ceremonias dignas de consideración de nuestro presente porque, mientras vivimos el aquí y el ahora, tendemos a percibir únicamente aquello aleatorio, estéril e informe. Mientras lamentamos que el presente no sea como el pasado y perdemos la esperanza de que se transforme en el futuro, sus innumerables e inescrutables hábitos permanecen a la espera de un significado». Diane Arbus
Ya he mencionado aquí en alguna que otra ocasión el libro Monster Show, de David J. Skal, que traduje hace unos años para la colección Intempestivas, de Valdemar. Hoy lo vuelvo a traer a colación debido a una foto de Diane Arbus que vi hace poco en el tumblr de Monster Crazy. La foto aparece mencionada, pero no reproducida, en el libro de Skal, y hacía tiempo que tenía curiosidad por verla, ya que el capítulo dedicado a Arbus me parecía y me sigue pareciendo uno de los más sugerentes. Luego se me ha ocurrido seguir buscando otras de las instantáneas citadas y he acabado localizando varias, lo que a su vez me ha llevado a pensar en una de las grandes ventajas que va a tener el libro electrónico sobre el de papel (de las desventajas ya hablamos otro día), que va a ser precisamente el de manipular, indexar y ampliar la información al gusto de cada lector. En una versión en html manipulable de Monster Show, por ejemplo, uno podría ir añadiendo sus imágenes favoritas de Arbus para ilustrar el texto o vincular a otras webs o a la wikipedia para ampliar información (adiós a las notas a pie de página)… ¡o incluso incrustar fragmentos de las películas mencionadas sacados de Youtube! Ya me veo, en un futuro no muy lejano, a los usuarios compartiendo «sus» versiones de sus libros favoritos y a los lectores descargándose unos u otros dependiendo de lo completas e interesantes que resulten sus modificaciones y aportaciones. Mientras llega el día, aquí dejo (con unos cuantos añadidos, por supuesto) un par de fragmentos de Monster Show que hablan de la influencia ejercida sobre Diane Arbus por la película La parada de los monstruos, de Tod Browning .
Un circo en Camelot
Arbus ya había tomado algunas fotografías de gemelos y enanos, pero el descubrimiento de la película de Browning la armó de coraje. Comenzó a frecuentar uno de los últimos espectáculos de fenómenos de feria existentes en Norteamérica, el Museo Hubert de la calle 42. En carne y hueso, los monstruos eran incluso más perturbadores y atractivos que los de la película. Según [Susan] Bosworth, la reacción de Arbus ante la mujer gorda, el chico foca y el hombre de tres piernas fue un ataque de emoción visceral, acompañado de sudores fríos y palpitaciones. En un primer momento los fenómenos se mostraron distantes, pero gradualmente fueron aceptando la intensa presencia de la mujer de pelo negro y consintieron el escrutinio de su cámara. A Arbus no debió escapársele un eco del diálogo más famoso de La parada de los monstruos, que sin duda le regocijó: La aceptamos… ¡una de los nuestros!
Arbus retrató a sus modelos con una cámara Rollei de formato cuadrado y película de grano fino en blanco y negro, anhelando catalogar sin concesiones unas imágenes previamente prohibidas o deliberadamente ignoradas por la fotografía moderna. Los deformes. Los retrasados. Los sexualmente ambiguos. Los agonizantes y los fallecidos. Todo aquello que la gente deseaba ver, pero se le había enseñado que no debía hacerlo. Arbus le confesó a su mentora, Lisette Model, que deseaba fotografiar «el mal». El mal, para ella, era evidentemente un sinónimo de todo aquello que fuera tabú. Y a pesar de que pocos argumentarían que Arbus llegase a fotografiar algo genuina o destructivamente malvado, ciertamente creó para sí una imagen de «chica mala» que permaneció sin rival hasta la ascendencia de Robert Mapplethorpe en los años ochenta. También Mapplethorpe utilizaría el formato cuadrado y el blanco y negro, yuxtaponiendo una imaginería prohibida con el artificio de la naturaleza muerta clásica. Arbus evitaba las composiciones estudiadas pero tenía sus propios y reconocibles manierismos que evocaban los rostros muertos pero aparentemente vivos de los daguerrotipos y el formalismo embalsamado de los museos de cera. […]
Arbus entendió la América de Tod Browning mejor que nadie. Vio que los «monstruos» estaban por todas partes, que el conjunto de la vida moderna podía interpretarse como un circo tétrico, impulsado por sueños y terrores cotidianos de alienación, mutilación y muerte. Las familias de clase trabajadora emergían a través de la lente implacable de Arbus como habitantes de una feria existencial suburbana. Las viudas acomodadas eran primas cercanas de los travestidos de Times Square. Sorprendido en el momento adecuado, prácticamente cualquiera podía parecer retrasado. Norteamérica, al parecer, no era sino una feria de monstruos. Fue una revelación, una causa, un credo.
Al año siguiente de haber descubierto La parada de los monstruos, Arbus se topó con el Drácula de Tod Browning, no en un cine sino tatuado en el tronco de un hombre que se hacía llamar Jack Drácula. También se había hecho tatuar la palabra DRÁCULA en la parte interior del labio inferior. El monstruo de Frankenstein ocupaba un lugar preferente, justo por encima de su ombligo; cerca de él acechaba el Fantasma de la Ópera, acompañado de varios murciélagos, serpientes, hombres lobo, diablos, gules, dragones alados y pájaros de presa. En total, tenía más de trescientos tatuajes, el primero de los cuales, según dio a conocer Arbus, había sido la imagen de una bisagra de acero implantada en el pliegue interior del codo. Llevaba los nombres de BORIS KARLOFF, BELA LUGOSI y LON CHANEY permanentemente grabados en la piel. […] Pero Jack había ido un paso más allá de los aficionados de salón, sirviéndose de los monstruos como vehículo para una auténtica transformación física. Al igual que su tocayo vampiro, Jack debía evitar una prolongada exposición a la luz del sol; sus diseños, sensibles a la luz, contenían tintes permanentes que podían devenir venenosos. […]
Inevitablemente, Arbus buscó presas mayores que las que podían ofrecer los espectáculos de Times Square. Dan Talbot, director de la New Yorker Film Society, fue vagamente consciente de la presencia de Arbus en su cine durante la semana que duró la reposición de La parada de los monstruos. «Se sentía tan atraída por lo grotesco que no me sorprendió». Más tarde, Talbot actuaría como intermediario cuando Arbus quiso fotografiar a una envejecida Mae West para la revista Show. «Accedí con ciertas reservas», recordaría luego Talbot. Se había ganado la confianza de la notoriamente huidiza estrella mediante un intercambio de correspondencia desarrollado durante el transcurso de un ciclo para recuperar sus películas. A pesar de la reputación de Arbus como respetada fotógrafa de modas (sus imágenes más perturbadoras todavía no habían tenido apenas difusión) a Talbot le inquietaban sus motivos. Sus peores temores se vieron confirmados con la publicación del reportaje. Las despiadadas imágenes de Arbus (una mostraba a la estrella acurrucada en su cama junto a un mono cuyas heces, según se le hacía saber al lector en los escuetos textos de apoyo, poblaban liberalmente la blanca alfombra que cubría la estancia) habían convertido a la marchita reina del sexo en un espectral fenómeno de feria. Talbot recibió una lacerante postal de West, cuyos abogados amenazaron al editor de la revista. Pero Arbus continuó persiguiendo su nueva estética macabra con la pasión de un fanático.
A la sombra de la monstruomanía [de los años sesenta] el editor James Warren, la contrató para documentar a un grupo de lectores de su revista [Famous Monsters of Filmland]. La foto resultante, titulada Bronx, Nueva York, 1964: encuentro con los Famous Monster, no llegó a publicarse, pero fue descrita en un artículo de la revista Rolling Stone en 1974. La fotógrafa agrupó a los cinco jóvenes frente a una casa en ruinas. Sus rostros permanecían ocultos bajo horribles máscaras. Cuando la mano de uno de los chicos, nerviosa o inadvertidamente, tocó su entrepierna, la fotógrafa abrió el obturador.
Diane Arbus, la madre de los malditos, había encontrado su imagen.
· Más sobre Arbus, en este extraordinario especial de la revista Shangri-la.
· Otro artículo más breve, aquí, y un tercero profusamente ilustrado aquí.
· Puedes comprar Monster Showaquí o aquí.
Hoy ha salido a la venta en Estados Unidos Blood’s A Rover, la nueva novela de James Ellroy, con la que cierra (¡por fin!) el ciclo iniciado por América (Ediciones B, 1996) y continuado con Seis de los grandes (Ediciones B, 2001). Esta vez la exploración del lado oscuro y guarro de la historia norteamericana se centra en el lustro que va de 1968 a 1972, empezando a partir de los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy, y ya hay quien anda por ahí diciendo que es quizá lo mejor que ha escrito en su vida. Yo desde luego me muero de ganas por comprobar si es cierto. Para ir abriendo boca en lo que llega el cartero, aquí dejo el primer capítulo en PDF, una entrevista con Ellroy, una reseña y este vídeo promocional que me hace cantidad de gracia:
Ya de paso, se me ha ocurrido rescatar este texto que escribí para la revista Más Libros hace… caray, once años. Más Libros era una revista mensual gratuita en formato periódico que hicimos un grupo de buenos amigos entre 1997 y 1999 y que para mí en concreto fue toda una escuela. Gran parte de las cosas que he ido haciendo en esta última década (entre ellas ser traductor de Valdemar y montar la editorial), son consecuencia directa de aquel trabajo, el cual sigo recordando con mucho cariño. Mis textos de aquella época estaban todavía bastante verdes y viéndolos ahora hay expresiones y recursos que me provocan sonrojo (la primera frase de éste es particularmente espantosa), pero creo que al menos cumplían su función y resultaban informativos, que era de lo que se trataba. Si os gusta este ya miraré de recuperar algún otro de los menos malos cuando haya ocasión.
James Ellroy: Perros y pistolas
Nada más lejos de mi intención que desmerecer a los Cain, Goodis, MacDonald o Leonards que en este mundo han sido, pero a estas alturas parece indiscutible que los pilares fundamentales sobre los que se asienta la novela negra americana, esos autores imprescindibles para la evolución de un género que indudablemente no habría sido el mismo sin ellos, son cuatro y cuatro exclusivamente: Dashiell Hammet, Raymond Chandler, Jim Thompson y… James Ellroy.
La infancia del futuro escritor, nacido el 4 de marzo de 1948 en Los Ángeles, California, no fue fácil. A los seis años sus padres se separaron, y a los diez, su madre, Geneva Hilliker Ellroy, una enfermera alcohólica y algo promiscua, fue asesinada. Su cuerpo fue hallado el 22 de junio de 1958 cerca de una escuela local envuelto en un abrigo y escondido entre unos arbustos. El crimen quedó sin resolver y, aunque Ellroy afirma que el hecho en sí no fue traumático sino más bien liberador («El asesinato no fue una pesadilla, sino algo que transformé en algo bueno y útil desde muy pronto»), despertó en él una oscura obsesión por el crimen. James se trasladó a casa de su padre, «que era un señor encantador de unos sesenta años que se dedicaba básicamente a perseguir mujeres y a jactarse de que una vez se había tirado a Rita Hayworth cuando trabajaba como su agente artístico», y comenzó a devorar novelas policiacas. A los once años, su padre le regaló un libro con el resumen del nunca resuelto caso de la Dalia Negra —nombre con el que la prensa bautizó a la joven que había aparecido mutilada y partida en dos en un solar de Los Angeles en 1947—, catapultando su obsesión a niveles estratosféricos. El asesinato de la Dalia y el de su madre quedaron asociados en su cerebro y el objetivo de su vida se convirtió en entender el comportamiento criminal y, más concretamente, el psicosexual; en saber quién y por qué había sido capaz de hacerle aquello a otra persona.
Ellroy se convirtió en un voyeur que entraba en casas ajenas para ver la tele y robaba en los supermercados. Siendo un WASP que acudía a un instituto en el que el 99% de los alumnos eran de origen semita, y no pudiendo soportar sentirse ignorado, no se le ocurrió otra cosa para llamar la atención que ir gritando por los pasillos «Sieg Heil, matemos a los judíos», hasta que fue expulsado. Nunca terminó sus estudios.
El asesinato de la madre de Ellroy, recogido por el LA Times. Pincha para ampliar.
Cuando tenía 17 años murió su padre, dejándole por toda herencia unos cheques de la seguridad social —que cobró fraudulentamente— y un reloj. Ellroy se creyó los eslóganes e ingresó en el ejercito «para matar comunistas y follar con muchas mujeres», pero el ambiente castrense le deprimió y fingió que sufría una crisis nerviosa, correteando desnudo por el campamento para conseguir que lo echaran. Los siguientes años los pasó alternando entre vagar por la ciudad bebiendo, drogándose y aficionándose de nuevo al allanamiento de morada (principalmente para oler ropa interior femenina), mientras trabajaba de caddie en el campo de golf del prestigioso Hillcrest Country Club. Finalmente, a los 27 años, alcohólico y cocainómano, tuvo un colapso y tuvo que ser hospitalizado, diagnosticándosele síndrome cerebral post-alcohólico.
Ellroy dejó de beber gracias a múltiples sesiones en Alcohólicos Anónimos, pero durante tres años continuó drogándose para «seguir en órbita», y siguió ejerciendo de caddie hasta la publicación de su quinto libro, momento en el cual comenzó a ganar suficiente dinero y encontró «la fuerza para serenarme y dedicar mi vida a la escritura».
Aparte de por la calidad de su trabajo, sus primeros años como escritor se caracterizan por un constante esfuerzo autopromocional; Ellroy disfrutaba con su pose de chico duro, contando anécdotas de su turbulenta adolescencia y dejando en su contestador mensajes como «Soy James Ellroy, guau, guau, el perro loco de la literatura americana». Una vez más «era una manera de llamar la atención». Ahora contempla esta etapa de su vida sin ninguna condescendencia («Era un mierda patético, un ladrón idiota e incapaz que llevaba el pelo corto en el 68. ¡Ni siquiera eché un polvo durante el verano del amor!»), aunque eso no quiere decir que no la acepte, «pues es lo que me ha permitido convertirme en lo que soy: un buen escritor».
Foto: Marion Ettlinger.
Ya en sus primeros libros se nota la necesidad de Ellroy de rendir cuentas con su pasado. En Réquiem por Brown (1981), de inequívoca inspiración Chandleriana, la acción, ambientada en 1980 y narrada por un detective ex-alcohólico aficionado a la música clásica (Ellroy odia el rock y el jazz), se entremezcla la pornografía y la corrupción policial (dos de sus grandes temas) con el ambiente que se respira en el campo de golf del Hillcrest, siendo uno de los personajes principales un deleznable caddie de ese mismo club. En Clandestino (1984), el hilo conductor es la investigación del asesinato de una mujer hallada en las mismas circunstancias que Geneva Ellroy. Pese a ser novelas destacables (Clandestino, en concreto, cuenta con algunas de las escenas románticas mejor cinceladas de su carrera), quizá su mayor interés actualmente sea el de comprobar cómo Ellroy va modelando sus obsesiones a la vez que crea su estilo y sus constantes: las pulsiones sexuales de sus personajes como motivación —si no principal, indudablemente importante— de sus acciones; el empecinamiento de unos investigadores que constantemente cruzan la línea de la legalidad al implicarse personalmente en los casos (en ocasiones por pura lógica, como el promiscuo patrullero Underhill, protagonista de Clandestino, que ha de resolver el asesinato de una de sus múltiples amantes; en otras, como en La Dalia negra, por necesidad de dar algún sentido a sus desordenadas vidas investigando las de los demás o imponiéndose una meta: la resolución del caso por imposible que parezca); un tratamiento de la violencia descarnado y brutal, que irá evolucionando de una inicial contención al paroxismo desbocado de Jazz Blanco o América, pero tan aséptico que raya en el periodismo de agencia, (es decir, aunque Ellroy guste de describir las mayores brutalidades nunca se regodea en ellas, sencillamente las expone en toda su crudeza); los personajes femeninos como posibilidad de redención, pocas veces aprovechada; y, por fin, el protagonismo de Los Ángeles como escenario principal.
Diseños de Chip Kidd y fotografías del no menos brillante Thomas Allen para la reedición más reciente de la trilogía de Lloyd Hopkins.
Clandestino tiene además otros alicientes, como es presentar por primera vez al corrupto Dudley Smith, uno de sus personajes más celebrados, y situarse temporalmente en 1951: el alma del escritor está, por definición propia, arraigada en los cincuenta, y va a ser en esta década dónde sitúe sus novelas más memorables.
Sus tres siguientes libros, sin embargo (Sangre en la luna, A causa de la noche y La colina de los suicidas; ojo con el orden, porque en la edición española la tercera aparece erróneamente anunciada como la segunda), desarrollan sus tramas en el primer lustro de los ochenta, y juntas conforman la trilogía del sargento Lloyd Hopkins. En ellas, Ellroy acaba de curtirse como escritor, consiguiendo una envolvente sensación de misterio y tensión de la primera a la última página. En todo caso, la trilogía, admite el autor, está compuesta de historias lineales y relativamente sencillas. El mismo Hopkins queda lejos en la memoria de Ellroy: «Lloyd Hopkins es un buen personaje, pero ya no siento mucho apego por él. Era grosero y muy nervioso, como yo en aquel momento». Sangre en la luna, además de adaptarse al cine como Cop, con la ley o sin ella (dirigida por James B. Harris, protagonizada por James Woods y Lesley Ann Warren, y desdeñada por el escritor, que prefiere cosas como Retorno al pasado, El padrino o Uno de los nuestros) se erige en máximo exponente de otra de las grandes obsesiones de Ellroy: la dualidad. En casi todas sus novelas hay dos personajes que, en mayor o menor medida, recorren caminos paralelos, habitualmente bordeando un abismo al que uno de los dos habrá de caer: sea el alcoholismo terminal (el protagonista de Réquiem por Brown consigue dejar de beber; su mejor amigo muere de cirrosis), la obsesión sexual (tanto Hopkins como el psicópata al que persigue sufren un trauma sexual y viven de acuerdo a unas mismas pautas, sólo que uno es policía y el otro asesina mujeres) o la corrupción.
Foto: Ted Thai / Life.
En 1987, un Ellroy lo suficientemente fogueado se decide a reconstruir en La Dalia Negra el asesinato que durante tantos años le había obsesionado. Para completar su catársis, lo escribe en primera persona y, a partir de los hechos reales, crea un personaje, un policía, que comparte su obsesión y le permite no sólo resolver el misterio sino vengar a la infortunada. Relato vigoroso, complejo y visceral, es el primer libro de madurez completa de su autor y el inicio de una soberana colección ambientada en los cincuenta y bautizada como El cuarteto de Los Angeles, fascinantes relatos todos ellos de intrincada madeja, incontables vueltas de tuerca y considerable volumen, que se erigen en un auténtico estudio de la condición humana, tanto más aterrador cuanto cercano y creíble. Sin embargo, antes de finalizar la segunda entrega, Ellroy escribió Killer on the Road, la autobiografía en primera persona de un asesino en serie, inédita en castellano [se publicó finalmente el año pasado con el título El asesino de la carretera] y la única novela que dice haber escrito por dinero.
En 1988 llegó El gran desierto. Con la caza de brujas como telón de fondo, Ellroy inaugura su estructura de a tres (es decir, tres protagonistas que siguen tres líneas de investigación diferentes que se entrecruzan para acabar coincidiendo) y difumina la raya de separación entre los policías corruptos y los no corruptos, que son los que no se detendrán ante nada, ni siquiera ante la ley, para conseguir sus objetivos, que por muy razonables que sean no justifican tamañas orgías de violencia como las que provocan. En el mismo sentido giran L.A. Confidencial y Jazz blanco, sólo que en esta última Ellroy cambia de estilo hacia una prosa mucho más sincopada, desnuda y seca (en consonancia con sus argumentos, progresivamente más salvajes). Añadir, si acaso, que en Jazz blanco continúa el enfrentamiento entre Ed Exley y Dudley Smith iniciado en L.A. Confidencial, ya que, a diferencia de lo que pasa en su por lo demás estupenda adaptación fílmica, Smith no moría en la novela.
En 1993 apareció Dick Contino’s Blues [publicado este mismo año en España como Noches en Hollywood], una recopilación de cuentos en la que, pese a encontrarse alguna que otra joya, el nivel no pasa de aceptable y se demuestra de forma palpable que Ellroy rinde mejor en las distancias largas. Su siguiente paso fue América, elegida mejor novela de 1995 por la revista Time.
Más diseños de Chip Kidd para las ediciones norteamericanas de Ellroy.
Cansado de escribir sobre Los Ángeles, el autor decidió ampliar su campo de acción y lo hizo radiografiando el comportamiento de los servicios secretos de EEUU durante la era Kennedy. Corrupción total, violencia a escala global y tres personajes en los que ya no queda ni un ápice de otro sentimiento que no sea la ambición, marcan las pautas que en teoría seguirán también las dos próximas novelas de una trilogía que el autor ha titulado Underworld USA, en la que piensa desvelar la historia oculta de Norteamérica de 1958 a 1973. Hay que aclarar que, desde El gran desierto, Ellroy utiliza personajes reales de forma constante (lo que hace que sus textos tengan que ser revisados continuamente por los abogados de su editor, por si se pasa) y que no se compromete utilizando datos históricos que no hayan sido comprobados con anterioridad. Disfruta haciéndose cargo de las historias humanas dentro de la Historia con mayúsculas y busca mostrar el mundo secreto que se oculta bajo el ambiente de aparente placidez que dominó la década de los 50.
Sin embargo, antes de pasar al segundo volumen, Seis de los grandes, Ellroy escribió Mis rincones oscuros, una fascinante obra en la que conjuga biografía, especulación e investigación, y en la que, 38 años después, intenta resolver el asesinato de su propia madre, no a través de subterfugios de ficción como La Dalia Negra, sino directamente con la ayuda de un detective privado. Un viaje una vez más a las alcantarillas de L.A. pero también una inmersión en el alma de un hombre.
Un alma, insiste él, no demasiado torturada. Actualmente Ellroy disfruta de una vida tranquila con su segunda esposa y su bull-terrier en un barrio residencial muy tranquilo y muy limpio, republicano, rico y con mayoría blanca («Cuando los vecinos sacan a pasear a los perros incluso puedes acariciarlos»). Escucha música clásica y ve combates de boxeo en la tele, se declara básicamente conservador y dice que prefiere pecar por exceso de autoridad que de escasez: «Después de la vida que me ha tocado vivir le tengo miedo al desorden». Quién lo diría.
Publicado originalmente en Más Libros nº 3. Mayo 1998.
Una de las ilusiones de algunos de los practicantes tempranos de este cine, gente como Damiano o Harry Reems, era que el pornográfico se convirtiese en un género con la misma dignidad que cualquier otro, que fuese aceptado como lo eran el melodrama o el musical y que en producciones del Hollywood convencional llegasen a verse escenas de sexo explícito igual que se ven bailes o escenas violentas.
Como sabemos, esto nunca sucedió. Hollywood llegó a defender al cine pornográfico ante los varios ataques legales que recibió, pero no aceptó las nuevas imágenes y sus posibilidades. Es en esa «traición» del cine convencional a aquel otro que conquistó una parcela de lo visible hasta entonces prohibida donde puede cifrarse en verdad el nacimiento de un «otro Hollywood», de una producción cinematográfica volcada exclusivamente en la satisfacción del deseo de ver ciertas imágenes por parte de un público entregado, una industria con sus propios equipos técnicos, sus propias distribuidoras, su propio star system.
El otro Hollywood reseñado por Rubén García López en Kane 3.
Sigue leyendo aquí.
«Los primeros actores y actrices llevaban vidas bastante pornográficas, todos se tiraban a todos. Hacerlo con una cámara no era para tanto y estaban contentos por cobrar 100 dólares al día», bromea Legs McNeil sobre los años de experimentación vital y sexual que acompañaron a la explosión del género. Como hippies se retratan a sí mismas en el libro Nina Hartley, Marilyn Chambers, la todoterreno Georgina Spelvin y el semental pionero Eric Edwards. Dos décadas después, los malogrados hermanos Mitchell, directores de otro de los primeros clásicos, Detrás de la puerta verde (1972), todavía prestaban su propio teatro a actos contra la guerra del Golfo. El otro Hollywood muestra a esta gente yendo de fiesta con representantes de la mafia que, en efecto, controló el negocio hasta la llegada de las grandes compañías en los noventa. Para McNeil, esto sólo es otra muestra de la ambivalencia humana. «Por eso prefiero que el lector juzgue por sí mismo, que se haga la pregunta de hasta dónde sería capaz de llegar en esas circunstancias». Preguntado por cuáles eran sus objetivos cuando empezó a definir el proyecto, McNeil habla de su necesidad de sacar a la luz una historia nunca contada.
Entrevista de Diego Sanz Paratcha con Legs McNeil, coautor de El otro Hollywood, una historia oral y sin censurar de la industria del cine porno, ayer en el diario Público. Pincha aquí para ver un PDF con la entrevista completa.
La portada de Was Superman A Spy? Vía FaceOut Books.
Was Superman A Spy? es el título del libro en el que Brian Cronin ha reunido lo mejor de su colección de anécdotas relacionadas con la industria del tebeo norteamericano publicadas originalmente en su blog Comics Should Be Good. Entre ellas hay de todo, y aunque la mayoría no pasan de chascarrillos simpáticos (¡Martin Landau empezó su carrera como dibujante de historietas!) también hay varias revelaciones sorprendentes y llamativas (entre mis favoritas está la de que Joe Simon y Jack Kirby recibieran amenazas de grupos neonazis por su portada para el primer número de Captain America, llegando a recibir una llamada del alcalde de Nueva York, Fiorello LaGuardia, prometiéndoles protección y animándolos a seguir con su labor). Como siempre en este tipo de libros, el interés de cada anécdota depende un poco de lo que ya sepa o desconozca el lector de antemano (el capítulo dedicado a la creación de Batman y el Joker, por ejemplo, resulta muy pobre después de haber leído la serie de artículos publicados en Entrecomics este pasado agosto) y de lo poco o mucho que le interesen a uno los personajes protagonistas. En mi caso, debo reconocer que si compré el libro fue principalmente porque me encanta la portada de Mickey Duzyj, la cual podréis disfrutar en todo su esplendor en esta entrada de FaceOut Books.
El «descarado» Superman de Jack Kirby.
Pero si hoy traigo a colación el libro de Cronin es porque una de las anécdotas que recoge es el modo en el que DC Comics se pasó por el forro, a primeros de los setenta, el trabajo de Jack Kirby en la serie Jimmy Olsen al pedirle a otros artistas que redibujaran los rostros de Superman, considerando que los de Kirby no se adecuaban a la imagen establecida del personaje. De las grandes empresas uno ya sabe que poco respeto puede esperar hacia los creadores, esos extraños seres de exigencias incomprensibles para cualquier ejecutivo que se precie. Lo que nunca dejará de llamarme la atención, sin embargo, es esa mentalidad de «hombre de empresa» que llegan a tener algunos trabajadores o artistas dispuestos a hacer lo que sea por «la casa» y que tienden a justificar cualquier tipo de tropelía (creativa o administrativa) en nombre de un supuesto «bien común» que, en realidad, a ellos, que en la vida van a dejar de ser curritos completamente prescindibles, ni les va ni les viene (seguro que en todas las oficinas hay por lo menos uno; al menos así ha sido en todas en las que yo he trabajado). Debo reconocer que es un esquema mental que me fascina a la vez que me repele. En el caso que nos ocupa, el encargado de redibujar los Supermanes de Kirby de manera más habitual era Al Plastino, un veterano artista vinculado durante décadas a DC y conocido también por encargarse de la tira Ferd’nand, creada por Henning Mikkelsen. He intentado hacerme infructuosamente con una entrevista con Plastino aparecida en el número 59 de la revista Alter Ego (si alguien la tiene que me avise) para ver si comenta algo al respecto, porque realmente me gustaría saber qué es lo que se le pasaba por la cabeza al realizar su mercenaria labor: ¿se sentiría obligado a ello? ¿Consideraba que le estaba haciendo un favor a la empresa o acaso tuvo miedo a negarse por si luego sufría represalias? ¿Le parecería normal que, siendo DC la propietaria de los derechos del personaje, tuviera la potestad de enmendarle la plana a Kirby? ¿Valoraría en lo más mínimo el trabajo de éste y el suyo propio o lo consideraría simplemente un oficio indigno de pretensiones artísticas y le parecería lógico que estuviera sujeto a este tipo de intervenciones? Lo más parecido a una explicación que he podido encontrar es una breve respuesta incluida en una entrevista aparecida en el libro The Legion Companion, de Glen Cadigan, en el que cree recordar que fue Carmine Infantino quien le hizo el encargo y que si aceptó fue porque Infantino, al contrario que otros editores de DC, le caía bien: «Soy el tipo de persona que, si alguien me trata como a un ser humano, y no como a un deshecho, haré lo que sea por él».
Todo esto me ha llamado particularmente la atención estos días porque, justo mientras leía Was Superman A Spy?, andaba enfrascado en la corrección de la traducción de Schulz, Carlitos y Snoopy. Una biografía, el libro de David Michaelis que Es Pop Ediciones pondrá a la venta en un par de meses y del cual quiero adelantaros este pequeño fragmento. En seguida veréis por qué.
Schulz tenía motivos de sobra para sospechar del sindicato. Según su viejo acuerdo cuatro veces renovado, cuya última iteración databa de 1959, United Feature Syndicate era la propietaria única del copyright y de todas las marcas registradas relacionadas con la tira. Sin embargo, en octubre de 1974, Schulz decidió que, después de veinticinco años, quería que tanto el copyright como todas las marcas regitradas de Peanuts quedaran exclusivamente a su nombre. También quería derecho de aprobación sobre todas las futuras licencias y control editorial absoluto sobre la serie.
El presidente de UFS, William C. Payette, y los abogados de E. W. Scripps manifestaron su desacuerdo. En un principio, Payette, un tipo alto y de carácter autoritario que consideraba a los historietistas poco menos que niños malcriados, se negó en redondo a tener en cuenta las nuevas exigencias de Schulz, incapaz de comprender qué motivos podía tener Sparky para estar molesto cuando estaba cobrando más que cualquier otro autor en la historia del medio. «Sí, pero eso es porque me lo gano, porque trabajo más», replicó Schulz.
Frustrado, Payette envió a su socio, George Downing, a razonar con el «avaricioso» historietista.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Sparky.
—Pues cincuenta y siete —respondió Downing.
—Mire, llevo toda la vida siendo avasallado por gente como usted. «Lo que tienes que hacer es esto, esto otro no lo puedes hacer». Bueno, pues se acabó. A partir de ahora, seré yo mismo quien controle las licencias y quien decida. No quiero más dinero, lo único que quiero es tener el control para que no sigan ustedes echando a perder la licencia. Quiero ser el único propietario. Estoy cansado de que vendan cuchillas de afeitar de Charlie Brown en Alemania sin decírmelo. Quiero poder hacer lo que me dé la gana. De modo que o me dan lo que quiero, exactamente como yo lo quiero, o lo dejo.
En 1977, tras haber alcanzado un punto muerto en las negociaciones, Payette llegó a un acuerdo secreto con el veterano dibujante Alfred J. Plastino para que realizara varios meses de tiras diarias y dominicales de Peanuts en previsión del día en el que Schulz se negara a firmar la renovación de su contrato. Plastino descubrió que dibujar Peanuts le gustaba tanto o más que dibujar superhéroes, y justo «estaba empezando a disfrutarlo» cuando Schulz y el sindicato llegaron finalmente a un acuerdo y el experimento quedó cancelado. Aunque Payette ya no seguía necesitando las tiras de emergencia, guardó el trabajo de Plastino en una gran caja fuerte en las oficinas de UFS en Park Avenue, donde debía permanecer supuestamente en secreto; en cualquier caso, los rumores de su existencia circularon durante años, a medio camino entre la confidencia y la leyenda urbana. Cuando al fin una de las editoras de Sparky se topó con las tiras de Plastino, quedó horrorizada ante su escasa calidad, describiéndolas más adelante como «espantosas, directamente de tercera fila».
Cuando Sparky supo de la traición de Payette, varios años más tarde, de boca de una editora del sindicato, fingió tomarse todo el asunto con filosofía, comentando: «resulta un poco decepcionante que alguien piense que hacer esto es tan fácil», y que no podía creer «que Bill Payette hubiera sido tan tonto», precisamente el mismo adjetivo que le aplicaba a los maestros de St. Paul [su ciudad natal] que no habían sabido apreciar su auténtico valor.
El delicado humor del Peanuts de Al Plastino.
Schulz estaba en una posición inigualable para renegociar su contrato y recuperar el control y el copyright sobre su creación, pero aun así hizo falta un cambio de guardia en United Feature, y que William Payette fuera sustituido por otro presidente más comprensivo y consciente de que (en este caso al menos) el autor era tan importante como los personajes, para que pudiera conseguirlo. Y de esta manera, afortunadamente, en este caso prevaleció la cordura. De otro modo, Plastino habría tenido el dudoso honor de redibujar no sólo a uno sino a dos de los tres artistas más influyentes de la historia del cómic norteamericano. ¿La moraleja? Guárdese el lector de los hombres de empresa, que nunca sabe uno por dónde le van a salir.
Otra muestra del Peanuts de Plastino. ¡Hasta la firma es un derivado de la de Schulz!
Es una de esas ideas tan de cajón y tan sumamente brillantes que extraña que a nadie se le hubiera ocurrido con anterioridad. Más sorprendente aún resulta que finalmente haya visto la luz del día en las páginas de la revista Maxim, por mucho que haya sido de una manera breve y modesta, tan solo seis páginas. El artículo, firmado por Sean T. Collins e ilustrado por John Romita Jr., aparece en el número de septiembre de la edición norteamericana (con Milla Jovovich en la portada) y efectúa un rápido recorrido por la historia de Marvel, entrelazando las declaraciones de un puñado de autores vinculados a la editorial. Como dice Legs McNeil, coautor de dos de mis historias orales favoritas (Por favor mátame y, por supuesto, El otro Hollywood; la tercera, por si alguien se lo pregunta, es Edie, la historia de Edie Sedgwick y la Factoría Warhol recopilada por Jean Stein y George Plimpton), a la hora de preparar una historia oral uno necesita dos cosas: limitarse a un periodo cerrado y contar con un núcleo de personas que hayan estado metidas en el meollo de tal manera que se conozcan bien unas a otras. Ahora que se cumplen los setenta años de existencia de «la casa de las ideas», ¿qué mejor homenaje para todos aquellos hombres y mujeres que la levantaron que un libro contando la historia con sus propias palabras? Evidentemente, la propia Marvel jamás podría publicar algo parecido, porque a la que los autores empiecen a hablar con sinceridad quedaría muy mal parada (como cualquier otra gran empresa, por otra parte). Pero sería sin duda un libro fascinante y, como las mejores historias orales, un buen retrato no sólo de una editorial en concreto sino de un oficio, de un momento en la historia; una radiografía cultural, en resumen, verdaderamente interesante. Algo que también deberíamos hacer aquí en España, ya fuera centrado en la escuela Bruguera o, quizá, en los años de la transición, vinculando el cómic a su entorno como un elemento más del engranaje social, como algo vivo que resuena en el colectivo y que se retroalimenta del mismo. Lógicamente, sería un currazo, un proyecto casi demencial teniendo en cuenta las condiciones de nuestro mercado (McNeil tardó siete años en completar El Otro Hollywood, con la ayuda de dos colaboradores), pero hay que pensar que cada día que pasa es un día más que nos acercamos a la imposibilidad total de abordarlo. En el caso de Marvel, podemos ir leyendo al menos este pequeño «avance» que da buena idea de lo que podría dar de sí el tema. Éste es el enlace a The Amazing! Incredible! Uncanny Oral History of Marvel Comics tal y como aparece en la web de Maxim, y a continuación os dejo traducidos un par de fragmentos de los que más me han llamado la atención.
LOS SESENTA Jim Steranko (autor, Nick Furia, agente de SHIELD): Marvel estaba en una dimensión diferente a la de DC. La una tenía una ideología atrevida; la otra era pragmática y elitista. Una era embriagante; la otra, agotadora. Gary Groth (editor de The Comics Journal): Kirby dibujaba edificios y piedras y calles que parecían reales, mientras que los mismos paisajes en DC parecían hechos de contrachapado. Sus escenas de peleas eran sucias y brutales, la gente parecía estar machacándose a golpes de verdad. Chris Claremont (guionista, X-Men): La teoría de DC era que su publico tenía un ciclo de tres años. El concepto revolucionario de Stan fue: ¿por qué no seguir avanzando más allá? John Romita Jr. (dibujante, X-Men, Daredevil): Mi padre trabajaba para DC y me traía tebeos de Superman. Me resultaban infantiles hasta a mí… ¡que era un niño! Pero entonces empezó a trabajar en Daredevil, y me explicaba: «Es ciego». Y yo: «¿Es ciego? ¡Lo tienen rodeado! ¿Cómo va a escapar de esta?». Me quedé enganchado. Walt Simonson (autor, Thor): Estaba en la universidad y escribí a Marvel solicitándoles un ejemplar de Journey Into Mystery #122. Un día me llegó una carta con el tebeo y una tarjeta que decía: «No podíamos fallarte. Que disfrutes del cómic… de parte de Stan y la pandilla». Me quedé turulato. Herb Trimpe (dibujante, The Incredible Hulk): Las oficinas eran un sitio relajado, ni tarjetas, ni identificativos, ni cerraduras… Cualquiera podía entrar tranquilamente. A veces se acercaban fans y si uno no estaba demasiado ocupado les hacía una visita guiada. Stan Lee: Al cabo de un tiempo Jack [Kirby] y Steve [Ditko] pasaron a crear los argumentos. Puede que yo estuviera escribiendo una historia de La Patrulla X para Jack cuando Steve decía: «Necesito la siguiente historia de Spider-Man». No podía tenerle parado sin hacer nada, de modo que le decía: «Steve, no tengo el guión, pero qué te parece si presentamos un villano llamado El Buitre, que haga esto y lo de más allá, y luego Spidey le vence de tal manera. Dibújalo como quieras». Jack y Steve tenían una imaginación portentosa, yo me limitaba a hacer que todo encajara luego con los diálogos. Les adoraba. Lo sentí mucho cuando dejaron la empresa. “Sentirlo mucho” es quedarse corto. Sinceramente, no sé seguro qué demonios pasó para que Jack lo dejara. Yo era el rostro de la compañía y supongo que debió pensar: «Jo, estamos haciendo todo esto juntos y a él le dan mucho más crédito». Con Steve, una vez más, sólo puedo suponer, nunca me dijo por qué se marchó. Se lo pregunté una vez y me contestó: «¡Deberías saberlo!». Roy Thomas (guionista, Conan): Al cabo de un par de años en DC, Jack quería regresar, pero sabía que había quemado un par de puentes. Stan no estaba demasiado contento con el personaje de Funky Flashman, que Jack había creado para DC basándose en él. Jack decía: «Sólo era una broma». No era sólo una broma.
LOS OCHENTA Jim Shooter (editor jefe, 1978-1987: Cuando yo me hice cargo, aquello era un desastre. Marv Wolfman (editor jefe, 1975-1976): Jim echó a perder las cosas para un montón de gente, y muchos nos fuimos después de aquello. Walt Simonson: Pero la muerte de Fénix fue lo que catapultó a La Patrulla X a la estratosfera. Jim Shooter: Todo el mundo ha leído que fui yo quien exigió que mataran a Fénix. Nadie ha leído cómo un par de meses más tarde Claremont le compró un avión a su madre con todo el dinero que había ganado. Cuando editaba los guiones de Chris, tenía que decirle cosas como: «No puedes sacar al profesor disfrazado de travestido aficionado al bondage». La editora se lo decía a Chris y él se cabreaba cantidad. Tom DeFalco (editor jefe, 1987–1994): Shooter conseguía que los trenes salieran a tiempo. Tuvo muchas buenas ideas y reunió un equipo tremendo. Jim Shooter: Inventamos el mega-crossover, metimos a todos los buenos y a todos los malos en una misma serie. Decían: «Los fans treintañeros lo odian». ¿Y a mí qué? Lo importante son los críos. A día de hoy todavía hay gente que me culpa por todo tipo de cosas. El problema con Kirby… ¿Acaso era yo quien decidía? Era la junta de directivos, los abogados, inversores. Gary Groth: Recuerdo un momento particularmente grotesco en una conferencia a favor de Kirby en San Diego, durante la cual Shooter se lió a gritos con la esposa de Kirby, Roz. Fue increíble. Tom Brevoort (editor ejecutivo, 2007–presente): En Marvel había cantidad de enemigos irreconciliables que se cruzaban de acera para no tener que coincidir en la calle, que en lo único en lo que se mostraban de acuerdo era en su opinión sobre Jim. Produjo algunos buenos tebeos, pero lo que se decía era que estaba volviendo loco a todo el mundo. Jim Shooter: La junta directiva sacó la empresa a la bolsa y luego intentó venderla de inmediato. A mí me pareció que lo que pretendían era estafar a los accionistas. Tuvieron que librarse de mí. Pero tuvimos una miniedad de oro.
LOS NOVENTA Todd McFarlane (autor, Spider-Man): Aquello sí que fueron buenos tiempos, en serio. La buena vida. Tom Brevoort: Todo el mundo tenía cuentas para gastos. Las fiestas navideñas pasaron a ser completamente decadentes, el hotel en la Grand Central Station, enormes esculturas de hielo de Spider-Man, DJs locos en una sala de control como la del Profesor X. Fue un espectáculo de un exceso demencial. Chris Claremont: Hubo un cambio de régimen, un cambio de actitudes. Ciertas personas pensaban que La Patrulla X necesitaba renovarse. No soy la persona indicada a quien preguntarle. Jim Lee (dibujante, X-Men): Chris Claremont tenía un punto de vista diferente al de los ejecutivos respecto al futuro de La Patrulla X. Ganó la empresa. Aprendí que lo único que haces es alquilar durante una temporada el uso de unos personajes que no son tuyos… a pesar de que seas tú el que les das vida literalmente un mes tras otro. Todd McFarlane: Batí un récord de ventas y de repente pasaron a pensar que mis historias eran demasiado siniestras. Y yo: «¡Pero si estoy vendiendo más tebeos que cualquier otro autor en Norteamérica! ¿A qué viene esta conversación?”. Joe Quesada (editor jefe, 2000–presente): Marvel era el sitio al que ibas a ganar dinero. Pero si querías que te tratasen como a un artista y un ser humano, no trabajabas con ellos. Tom DeFalco: Marvel tenía un genio que decidió que si teníamos 120 títulos y los reducíamos a la mitad, los 60 restantes venderían el doble. Me reí en su cara. Bill Jemas (director ejecutivo, 2000–2004): Los tebeos de Marvel eran prácticamente ininteligibles. Cada nueva historia estaba relacionada con 40 años de continuidad. Resultaba tan difícil aprenderse todo aquello que era prácticamente imposible venderles tebeos a los críos. Tom Brevoort: La empresa de [Ron] Perelman [propietario de Revlon que compró Marvel en 1989] utilizó las acciones de Marvel para comprarlo todo [jugueteras, distribuidoras, fábricas de cromos]. Cuando el mercado entró en crisis, de repente aparecieron un montón de deudas que no tenían nada que ver con Marvel. Tom DeFalco: Como sólo aumentamos un 7% y no alcanzamos un incremento de dobles dígitos, que era lo habitual, me despidieron. Un año más tarde estaban en bancarrota. Tom Brevoort: Las oficinas quedaron vacías, como una ciudad fantasma. Dirigieron aquello con mucha arrogancia y cortedad de miras. Pero creo que Perelman personalmente salió de aquello con un capital de 800 millones de dólares, así que para él fue una cortedad de miras de lo más provechosa. Stan Lee: ¿Cuál es la parte «que te corresponde»? Todo el mundo piensa que merece más de lo que ha recibido. Len Wein (guionista, cocreador de Lobezno): No he visto ni un centavo por parte de Marvel, ni siquiera tengo un crédito en la película de Lobezno. Hugh Jackman es un tipo adorable, y en el estreno le dijo al público que le debía su carrera a mí y me sacó saludar. Fue muy gratificante y agradable. Habría preferido un cheque.
Foto de Seka con dedicatoria para «Pat Salamone». Pincha sobre la imagen para verla entera.
Esta última semana, el siempre interesante Blog Ausente ha dedicado varias entradas a El otro Hollywood, una historia oral y sin censurar de la industria del cine porno. De las diversas cosas que comenta, me quedo sin lugar a dudas con esta:
«Lo mejor, además de la agilidad de lectura que procura Legs McNeil (que hace que un libro de 600 y pico páginas se consuma casi como un bolsilibro), es la perspectiva mayormente amoral que aporta. Todo narrador toma partido y nunca es imparcial, y así es también en su labor de montador de un rompecabezas de entrevistas, pero McNeil consigue que sean los protagonistas quienes narren historias a menudo trágicas (en un submundo que si bien se distingue por su capacidad de picar carne, no lo hace más que el Hollywood que le sirve de reverso en el título) pero también de amores imposibles y de personas que exploran su sexualidad exhibicionista con alegría y se muestran orgullosas de su profesión, sin excluir una emoción aparentemente tan distante como podría ser la ternura».
Podéis leer los demás comentarios aparecidos en El blog Ausente pinchando aquí, aquí y aquí. También hace unos días aparecía esta breve reseña en el blog Sexorama, de Sandra Uve.
Y aprovecho de paso para colgar la entrevista con Legs McNeil aparecida en el suplemento Neo del diario Levante a primeros de mes, realizada por Eduardo Guillot. Es la misma que ya publiqué aquí pero más extensa. Página 1 – Página 2
El guionista Jack Cunningham se enfrenta a la página en blanco. Foto: Paul Dorsey / Life. 1937.
«¿Sabéis quiénes sufren del bloqueo del escritor? Los que no escriben. Les parece que sufrir para crear Arte les convierte en tíos interesantes y románticos. Se aseguran de que todo el mundo sepa lo tortuoso que es el proceso, de tal modo que cuando por fin producen algo no sea juzgado por sus méritos sino por la angustia emocional que ha entrañado su creación. Los escritores escriben. Los farsantes se quejan de lo difícil que es. […] Uno de los principales motivos por los que procrastinamos es para darnos a nosotros mismos una excusa en caso de que el resultado sea terrible: «Sé que no es genial, pero es que lo escribí en tres días». Hazlo mal cuanto antes y luego dedica el tiempo a arreglarlo». John August. Más en esta interesante entrada de su blog.
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Cultura Impopular está escrito por Óscar Palmer. Puedes contactar con él por correo electrónico.