«La fuente veneciana de Nicolas Jenson ha inspirado muchas nuevas versiones muy dignas, siendo la más elegante y escurridiza la creada por la imprenta Doves hacia 1900. Doves fue fundada en Hammersmith, en el oeste de Londres, por el encuadernador Thomas Cobden-Sanderson. […] Pero Doves es célebre por otro motivo, más allá de su belleza. En 1908, Cobden-Sanderson rompió relaciones con su socio Emery Walker y la imprenta cerró. Temiendo que fuesen utilizados en trabajos de mala calidad o que con ellos se imprimiesen textos de temática indeseable, [Sanderson] se llevó todo el juego de tipos al puente de Hammersmith y lo arrojó al Támesis».
El anterior es apenas un fragmento del capítulo dedicado por Simon Garfield en su libro Es mi tipo (Taurus, 2011; traducción de Miguel Marqués) a la fuente Doves, desaparecida en el fondo del Támesis. La historia es una de las más memorables de todo el libro y ha tenido un final inesperado. Después de tres años trabajando duramente en ello, el tipógrafo Robert Green ha recreado Doves como fuente digital. Puede comprarse aquí, pero lo más interesante sin duda es el blog en el que Green va explicando todo el proceso de resurrección de la fuente. Parte I. Parte II. Parte III. Parte IV.
Aunque a veces pueda parecerlo, la obsesión de los políticos por mutilar las redes de bibliotecas no es ni mucho menos un mal endémico nuestro. Aunque hay muchas maneras de reaccionar contra dichos recortes, una de las más bonitas y creativas que he visto yo es este vídeo que nos llega desde Toronto, donde no sólo se desmontan los argumentos bananeros del político de turno para justificar los recortes sino que se señala con nombre y apellidos a, en este caso, los concejales empeñados en votar a favor de los mismos. Por lo menos que se les caiga la cara de vergüenza, si es que les queda alguna.
Pep «The Killer Dog».
«Era conocido como el asesino de gatos de Pennsylvania, un agresivo sabueso sentenciado a cadena perpetua en la penitenciaría de Eastern State por el macabro asesinato del felino del gobernador. En su retrato policial de 1924, le vemos con las orejas gachas, un número de identificación colgado alrededor del cuello y mirada claramente culpable. Según los periódicos de la época, Pep, el labrador negro, habría atacado y matado al gato de la esposa del por aquel entonces gobernador de Pennsylvania, Gifford Pinchot. Pero fue acusado falsamente. En realidad Pep era completamente inocente y su único delito fue mordisquear los cojines del sofá del porche delantero del gobernador. La historia de que había matado a un gato era completamente ficticia, inventada por un reportero que decidió tomarse más licencias poéticas de las que le correspondían». Así comienza la simpática historia de Pep, el perro asesino que no era tal y aun así se pasó más de media vida entre rejas. Casi, casi un noir canino en toda regla. Sigue en este artículo de Daniel Miller para The Daily Mail.
Un par de cubiertas de la Colección Pulga.
Hace un tiempo dediqué un post a las portadas de la Colección Pulga, editada por Germán Plaza, probablemente la colección de novela de bolsillo más popular durante los años cincuenta en España. Ojalá hubiera contado entonces con toda la información contenida en esta estupenda entrada de Josep Mengual para su blog Negritas y cursivas. Si os interesa la historia de la literatura popular, no dejéis de echarle un vistazo.
Viaje al interior de la cultura – 10/11/13
Termino con un poco de autobombo. Hace unas semanas participé en el programa Viaje al interior de la cultura, de La 2, hablando brevemente sobre Bram Stoker y Drácula. Básicamente vienen a ser las mismas ideas que a lo mejor ya leísteis en esta entrada, pero balbuceadas por un señor peludo. En cualquier caso, aquí arriba dejo el vídeo.
Si seguís el twitter o el facebook de Es Pop ya sabréis que el escritor australiano Chris Womersley es el autor de Por mal camino, tercer título de nuestra colección Pulpo negro que, como quien dice, acabamos de poner en la calle. Comparto aquí hoy un par de materiales promocionales que hemos preparado para acompañar el lanzamiento del libro. El primero es el vídeo que podéis ver sobre estas líneas, cedido generosamente por Scribe Publications, los editores de Chris en Australia (los subtítulos están integrados en YouTube; hay que activarlos en el vídeo). El segundo es esta «entrevista» creada a partir de varias conversaciones que preparamos para acompañar al dossier de prensa. ¡Buena lectura!
¿Por qué escritor?
Nunca hubo una decisión concreta de hacerme escritor. Fue más bien una especie de maldición familiar inevitable. Toda mi familia ha estado relacionada con la escritura de una manera u otra y crecí en una casa llena de libros, algo por lo que me considero extremadamente afortunado.
¿Qué tres obras —libro, cuadro, pieza de música, etc.— crees que tuvieron un mayor efecto sobre ti en el pasado, hasta el punto de influir tu desarrollo como escritor?
Recuerdo haberme sentido profundamente marcado por El bueno, el feo y el malo, de Sergio Leone, que debí de ver cuando tenía unos doce años. Cumbres borrascosas también fue una gran influencia; una historia de violencia y amor intensos. Por último, me encantaban The Velvet Underground, por su capacidad para crear música alternativamente bella y aterradora.
Empezaste escribiendo cuentos y todavía sigues haciéndolo entre novela y novela. ¿Qué es lo que más te gusta de escribir relatos breves y qué lo que más de escribir una narración larga?
Una de las mejores cosas que tiene la ficción breve es que puedes terminar una historia en menos de tres años, de modo que puedes ir obteniendo satisfacciones a la vez que dedicas tiempo a retocar las novelas. Dicho esto, también he escrito algunos cuentos que me han llevado varios años desde que los imaginé hasta que al fin conseguí terminarlos. Disfruto con la disciplina de tener que ir directo al grano cuando escribo relatos, pero no cabe duda de que en una novela uno puede examinar elementos complejos con mucha más profundidad. Como lector, disfruto realmente con la experiencia de sumergirme en una novela, y eso es lo que busco proporcionar al lector en las mías.
¿Puedes describir tu proceso de trabajo? ¿Qué es lo que te lleva hasta la silla y hace que las palabras comiencen a fluir?
Como ahora mismo dispongo de un tiempo bastante limitado, simplemente tengo que aprovechar cada momento que se me presenta. Algo que hago regularmente es buscar una pieza musical que se aproxime al tono que pretendo conseguir en la novela (o en una escena de la novela) y eso puede ponerme en marcha. Lo mejor de todo, en cualquier caso, es pegamento para el culo, disponible en todas las buenas ferreterías.
Foto: Roslyn Oades.
Por mal camino tuvo una excelente acogida crítica, lo cual debió de ser una sensación maravillosa, tratándose de tu primera novela. ¿Tuvo esta experiencia algún tipo de efecto sobre tu escritura?
Es cierto que Por mal camino recibió una atención bastante positiva, lo cual fue maravilloso, pero en realidad no cambió mi manera de trabajar a la hora de afrontar Bereft. Para mí siempre se trata de un proceso bastante azaroso. Por fortuna, Por mal camino no fue ni semejante exitazo que me dejara cohibido ni tampoco un desastre que me hiciera perder la confianza. Por supuesto, ninguna novela es fácil de escribir, ni debería serlo. En cierto modo, lo más difícil para mí a la hora de escribir una novela —o quizá cualquier tipo de ficción— es hallar la “voz” adecuada. Zadie Smith afirma pasarse meses trabajando en los primeros capítulos de sus novelas, para luego descubrir que el resto cae por su propio peso una vez ha encontrado el tono adecuado para la obra. En mi caso viene a pasar un poco lo mismo. La perseverancia es siempre la clave, creo yo. Ese empeño en enfrentarse a la página en blanco hasta que sucede algo. Ese empeño en escribir basura con la seguridad de que al final conseguirás sacar algo mínimamente aprovechable. Para mí, lo mejor de escribir una segunda novela fue saber que ya había completado el proceso antes, de modo que probablemente —posiblemente— sería capaz de repetirlo. La sospecha que me rondaba mientras escribía Por mal camino era que quizás no tuviera lo que había que tener para ser escritor. La segunda vez esa sensación se atenúa ligeramente, aunque sospecho que no es mala cosa conservar siempre esa pizca de duda, ese temor a que alguien te desvele como un fraude. Te hace seguir adelante.
Me gusta esta cita tuya que dice: “Escribes un libro, lo cual es un ejercicio bastante interior, y de repente queda expuesto al mundo y la gente responde a él de muchas maneras distintas”. ¿Cuáles han sido para ti esas maneras?
Por mal camino en particular generó una respuesta muy fuerte y muchos comentarios muy interesantes. Creo que hubo lectores que se sintieron traicionados por la manera en la que termina el libro. Pero precisamente el propósito de Por mal camino era escribir una historia bastante truculenta acerca de un grupo de personajes que en bastantes aspectos son… algo repelentes, la verdad. Son criminales encallecidos que se han dado a la fuga. Asesinos. Y lo que me interesaba era aportarles cierto grado de humanidad. Bereft es un libro más amable. En cualquier caso, me parece que no hay manera de controlar el modo en el que alguien lee tu novela. Algunos autores se preocupan mucho acerca de la manera en la que deberían ser leídos sus libros, pero yo soy más de la escuela de que, una vez editado, la gente lo aborda desde su propia perspectiva y con sus propias interpretaciones.
Tengo entendido que te gusta la novela criminal, pero no eres precisamente fan de los policíacos procedimentales. Sin embargo, cuando se editó Por mal camino, seguro que te etiquetaron como escritor de género negro.
Me frustra bastante la idea de que tenga que existir una separación entre novelas que sean percibidas como “de género” y, en consecuencia, de menor mérito literario, frente a otras más literarias que, a menudo, carecen en gran medida de narración. Me parece una división completamente falsa. Un buen libro en mi opinión es un libro que no sólo merece la pena ser leído una vez, sino varias. Y creo que muchas de las obras más interesantes que se están escribiendo actualmente están enmarcadas en lo que llamaríamos “literatura de género”. Personalmente me interesa el crimen, pero más en lo que se refiere a sus consecuencias, el modo en el que los actos de las personas les afectan y les persiguen, como le pasa al personaje de Lee en Por mal camino.
Tu trabajo ha sido comparado con autores como Edgar Allan Poe, Dickens, Beckett y Cormac McCarthy, entre otros. ¿Tú con cuál te quedarías?
Hum… Sigo sintiendo mucho aprecio por Charles Dickens. Puede pasarse de sentimental y tiene cierta tendencia a divagar un poco, pero por lo general sus personajes siempre son vívidos y divertidos y memorables. Además, sus libros siguen vendiéndose muchos años después de haber muerto, y ¿qué autor no querría eso? Que tampoco es que esté planeando morir pronto, pero…
Ya sean médicos opiómanos o sheriffs sociópatas, pareces sentir cierta atracción por los bajos fondos de la sociedad. ¿Podemos esperar más de lo mismo en tus obras futuras?
¡Ja! Es cierto, me encantan los casos perdidos. Son mucho más interesantes y más divertidos a la hora de trabajar que la gente feliz y normal. De modo que la respuesta es: sí, pueden esperar que sigan apareciendo de vez en cuando en el futuro.
Antes del verano engarcé una serie de entradas centradas en el papel de la crítica, el peso del contexto a la hora de ejercerla y la incapacidad de ciertos plumillas para alejarse de lugares comunes y percepciones añejas. Como suele pasar casi siempre que te da fuerte por algo, de repente empecé a encontrar todo tipo de textos relacionados con el tema en los lugares más insospechados. Como, por ejemplo, en una cafetería de Sóller en cuyo revistero me topé con un cuarteado ejemplar del New Yorker con portada de Chris Ware, probablemente abandonado hacía semanas por algún turista, que incluía una crítica de la adaptación de El gran Gatsby perpetrada por Baz Luhrmann. Lo que más me interesó de la crítica no fueron los comentarios acerca de la película sino un par de pasajes de introducción en los que el autor, David Denby, hacía hincapié precisamente en el maltrato sufrido por la novela de Fitzgerald a manos de los críticos literarios de su momento y cómo en última instancia la fama y los vaivenes comerciales del libro han acabado dependiendo de muchos otros factores completamente al margen de su calidad literaria. Es algo en lo que he estado pensando bastante estos últimos días, mientras leía Karoo, la novela de Steve Tesich(uno de cuyos «ganchos comerciales» ha sido precisamente el de haber sido redescubierta a los tres lustros de su publicación original y diecisiete años después del fallecimiento de su autor), al mismo tiempo que traducía los primeros capítulos de Arte salvaje, biografía de Jim Thompson escrita por Robert Polito que editaremos el año que viene y que casualmente se abre con el siguiente párrafo: «Poco antes de su fallecimiento el 7 de abril de 1977, Jueves Santo, Jim Thompson le dejó instrucciones a su esposa, Alberta, para que conservara a buen recaudo sus novelas, manuscritos, documentos y copyrights. «Espera y verás», le prometió. «Me haré famoso unos diez años después de muerto»». Un último gesto de desafío, muy propio de Thompson, que dudo que el pobre y frágil Fitzgerald compartiera en el momento de su súbito fallecimiento debido a un ataque al corazón. Después de todo, él ya había saboreado las mieles del éxito y, como se encarga de recordarnos Denby, de poco le sirvieron en última instancia. Traduzco a continuación el par de párrafos del mencionado artículo que más llamaron mi atención:
Cuando el 10 de abril de 1925 se publicó El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald, viviendo a lo grande en Francia gracias a sus primeros éxitos, le envió un telegrama a Max Perkins, su editor en Scribners, preguntando si las perspectivas eran buenas. En su mayor parte no lo eran. El libro recibió varias críticas desdeñosas (“La obra fallida de F. Scott Fitzgerald», anunció un titular del New York World) e incluso las agradables eran condescendientes. Fitzgerald se lamentaría más tarde ante su amigo Edmund Wilson de que “de entre todas las críticas, incluso las más entusiastas, no hubo ni una sola que demostrara haber entendido de qué iba el libro». Para un escritor de la fama de Fitzgerald, las ventas fueron mediocres. Unos veinte mil ejemplares a finales de aquel año. Scribners realizó una segunda edición de tres mil ejemplares, pero eso fue todo, y cuando Fitzgerald falleció en 1940, medio olvidado a la edad de cuarenta y cuatro años, era un libro difícil de encontrar.
La historia de la deplorable caída en desgracia de Fitzgerald (ningún otro gran escritor ha fracasado de manera tan pública) está imbuida por varios matices de ironía, tanto en el fracaso como en el triunfo. Fitzgerald era un alcohólico y sin duda su salud habría declinado al margen de la carrera comercial de su obra maestra. Pero era un escritor que necesitaba del reconocimiento y el dinero tanto como del alcohol, y si Gatsby hubiera vendido bien probablemente le habría ahorrado las lacerantes confesiones públicas de fracaso que realizó durante los años treinta o, al menos, le habría mantenido lejos de Hollywood. (Consiguió escribir una fascinante novela medio inconclusa, El último magnate, fuera de lugar, pero sus talentos como guionista eran demasiado sutiles para M-G-M.). Al mismo tiempo, el fracaso inicial de Gatsby cuenta con un asombroso epílogo: actualmente su edición en rústica vende en Estados Unidos medio millón de ejemplares al año.
¡Hola, hola! ¿Queda alguien ahí? Después de seis meses de ausencia no sería de extrañar que los lectores de este blog hubieran seguido el camino del dodo (o del Google Reader) y hubieran emigrado en busca de pastos más verdes. Sea como sea, gracias por vuestra paciencia en caso de que sigáis todavía ahí pendientes y doble agradecimiento para todos los que habéis escrito en el transcurso de este último medio año preguntando por nuestra salud (física y digital). ¿Motivos para la ausencia? A lo mejor podría escudarme en el tan manido exceso de trabajo. Después de todo, es cierto que está siendo un año particularmente intenso. En junio sufrimos nuestra primera Feria del Libro de Madrid con caseta propia, compartida con Astiberri y flanqueada por vecinos de primera especial como Libros del K.O. —que trajeron cervezas— y Reino de Cordelia —que trajeron tortilla— (contado así tampoco parece un sufrimiento excesivo, ¿verdad?). De junio a septiembre anduve enfrascado en las traducciones de Señores del caos y Por mal camino, los dos nuevos títulos de Es Pop (como quien dice ya en librerías). Y entre unas cosas y otras al final también han acabado cayendo multitud de trabajos de encargo, como la traducción de tres novelas para la colección Roja & Negra de Mondadori, una para Grijalbo y varias novelas gráficas para Astiberri (entre ellas esta, de la que me siento particularmente satisfecho, y lo nuevo de Jason, Gato perdido, que saldrá en enero y me ha parecido para mear y no echar gota).
Así que… sí, muchas distracciones. Pero si quiero ser sincero, voy a tener que reconocer que la principal responsable de este largo parón ha sido simple y llanamente la inercia. No deja de sorprenderme lo fácil que resulta perder la costumbre de escribir con regularidad y lo complicado que resulta obligarte a encontrar un momento para retomarla una vez que te has habituado a refugiarte en cualquier excusa para no hacerlo. Y cuanto más tiempo pasa, peor: menos ganas acabas teniendo de volverte a empantanar en lo que no deja de ser otra «obligación» cuando podrías dedicar el tiempo perfectamente a, yo qué sé, ponerte al día con la pila de lecturas pendientes. Por eso, antes de que sea demasiado tarde y la cosa ya no tenga remedio, he decidido que ya era hora de desempolvar los manguitos, la visera y los mitones y volver a teclear con cierta regularidad. Afortunadamente, llevo varias semanas recopilando temas para no quedarme súbitamente en blanco y los dos nuevos libros de Es Pop también deberían dar para unas cuantas entradas cada uno. Aparte de eso, intentaré dejar programadas unas cuantas entregas de Cómic alternativo de los 90 para contar siempre con algo de material por adelantado y le estoy dando vueltas a una nueva sección-contenedor de cadencia semanal o quincenal con la que dar salida a contenidos breves (también conocidos como «refritos del Twitter»; lo que sea por darle un poco de vidilla al blog). Pero todo eso será a partir de la semana que viene. Por el momento os dejo con la información de dos citas inmediatas a las que no quiero dejar de emplazaros. Si os apetece, allí nos veremos.
Graf Madrid. Este fin de semana se celebra la segunda edición de la Feria del cómic de autor y la edición independiente, que tendrá lugar entre hoy y mañana en diversos puntos de Madrid. A nosotros podréis encontrarnos desde las 11.00 hasta las 21:00 del sábado 30 de diciembre en Espíritu 23 (C/ Espíritu Santo, 23), donde tendremos un stand de venta junto a todas estas otras editoriales y colectivos.
Presentación Señores del Caos. Este lunes 2 de diciembre, a las 20:00 horas, estaré en la librería The cómic Co. (C/ Divino Pastor, 17) acompañado por Miguel Porto (portadista e ilustrador del libro) y los amigos de Vidas de Papel (junto a los que hemos editado esta cuquísima carpeta de serigrafías) para presentar en sociedad Señores del caos: el sangriento auge del metal satánico, de Michael Moynihan y Didrik Søderlind.
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 8: Eros Connection
Además de para salvaguardar las siempre amenazadas arcas de la editorial, el sello Eros Comix, dedicado a la publicación de tebeos pornográficos, ha servido también como campo de pruebas para algunos autores que han acabado por incorporarse posteriormente a Fantagraphics. Ho Che Anderson, por ejemplo, se estrenó profesionalmente publicando la serie I Want to Be Your Dog en Eros, y acto seguido vio cómo su vida cambiaba a raíz de que Gary Groth, impresionado por sus habilidades, le ofreciera la realización de un proyecto que llevaba largo tiempo queriendo editar: una biografía de Martin Luther King (aunque supongo que el que Anderson fuera el único historietista de color trabajando para la casa en aquel momento también tendría algo que ver). Según el autor, «Cuando me preguntaron si estaría interesado en hacer King, necesitaba desesperadamente un trabajo, de modo que accedí a ello. Si me hubiera encontrado en la posición de tener dinero, probablemente no lo habría aceptado, aunque ahora me alegro de haberlo hecho. He llegado a apasionarme por este material. En el futuro mi trabajo continuará por esta vía, porque para mí es la única a seguir. Quiero seguir contando historias de gente de color, grandes y pequeñas, durante el resto de mi vida».
King
Efectivamente, Anderson, que hasta entonces se había mantenido un tanto al margen de cuestiones políticas, decidió convertirse en cronista de las vidas de los de su raza: «Los medios de comunicación son la fuente principal de información, y cuando apenas te ves representado en ellos, o cuando éstos te definen de un modo diferente al que tú crees ser, has de tomar cartas en el asunto… algo que, de verdad, me parece beneficioso. Creo que una de las lecciones que se pueden extraer tanto de Martin King como de Malcolm X es: “No esperes a que alguien haga algo por ti, hazlo tú”, que es un código según el cuál vivo. Es una de mis creencias más arraigadas». De este modo, Anderson no sólo se fue implicando más y más en la creación de King, sino que, a medida que fue afianzando su propia voz como creador, aprovechó además su trabajo biográfico como punto de partida para poner de relieve la escasa repercusión del movimiento antisegregacionista y la pervivencia del racismo en la sociedad norteamericana. Antes incluso de haber finalizado King, escribió y dibujó otro cómic a modo de prólogo: Mad Dogs, ambientado en Los Ángeles en abril de 1992 (pocos días después de que un jurado absolviera a los policías que habían apaleado a Rodney King) y centrado en una pareja dividida por sus opiniones acerca del modo de afrontar las injusticias sociales reservadas a los negros (escuela Luther King ella, vertiente Malcolm X él). Este debate se ha prolongado, en mayor o menor medida, en otras obras del autor (como, por ejemplo, Wise Son), pero no es en absoluto el único vórtice sobre el que giran sus historias. Precisamente, una de las mayores cualidades de Anderson es su interés por reflejar todo tipo de comportamientos y actitudes. Músicos, ladrones, libreros, mujeres abandonadas, octogenarios homicidas… cualquier personaje es bueno mientras le permita reflejar una minúscula parcela de este caótico fin de siglo, y cualquier historia sirve mientras posibilite a sus lectores el acceder a unas vidas habitualmente poco reflejadas en la cultura popular.
Young Hoods In Love.
Como dice uno de los textos promocionales de sus tebeos: «Las historias de Ho Che Anderson son realistas, irónicas y diferentes a las de culquier otro cómic producido hoy en día». Por una vez, habrá que admitir que, en ocasiones, la publicidad no miente, ya que, efectivamente, Anderson representa una voz verdaderamente única en el panorama historietístico americano. Un panorama en el que los autores de color son minoría y en el que apenas si hay alguno que se dedique a la realización de tebeos alternativos. Ahora mismo, sólo me vienen a la cabeza el propio Anderson y Kyle Baker. Y, desde luego, no es Baker el que ha decidido orientar su carrera hacia el resbaladizo terreno de la denuncia, el retrato racial y la reivindicación*. Una reivindicación que, por otra parte, sabe poner el dedo en la llaga sin resultar ofensiva. Anderson es un autor comprometido, pero no predica. Sencillamente opta por rescatar para nuestros ojos unos hechos habitualmente ignorados o ninguneados por los “medios oficiales”, y deja que extraigamos nuestras propias conclusiones. Todo lo cual le hace un autor necesario y a reivindicar, por mucho que él se muestre descontento con el medio: «Mis mejores años fueron aquellos en los que aún no había empezado a publicar, cuando estaba aprendiendo a pulir mi arte. Entonces aún me apasionaban los tebeos. Tenía historias que contar y pensaba que el de los cómics era el mejor medio para hacerlo. Aún pienso que es un medio estupendo, y aún pienso que se pueden hacer grandes cosas con ellos. Me encanta la idea de crear tu propio y pequeño mundo que opera según sus propias normas entre las páginas de un comic-book. Aún pienso que los cómics son geniales. Únicamente han dejado de ser geniales para mí, porque me interesa alcanzar un mayor número de público y me interesa tener tanto una adecuada compensación económica por mi trabajo como muestras de respeto cuando ese trabajo es bueno. No quiero pertenecer a un grupo tan insular como el de los tebos». Pese a tan vehemente (y no por ello menos válida) declaración, lo cierto es que Anderson sigue elaborando nuevos trabajos, si bien su ritmo de producción se ha ralentizado con los años hasta el punto de que en su última entrega, la serie Pop Life, ha preferido compartir responsabilidades con el dibujante Wilfred Santiago, quien se encarga de ilustrar uno de los dos seriales que componen el tebeo**.
Miles From Home.
Gráficamente, Anderson le debe mucho a dos autores en concreto: Howard Chaykin y el anteriormente mencionado Kyle Baker. Del primero ha tomado, además del gusto por las narrativas intrincadas, la tendencia a superponer unas viñetas sobre otras (especialmente las más pequeñas, centradas en detalles, sobre las compuestas de planos generales), y un trazo nevioso acompañado del abundante uso de tramas para simular la textura de ropas, cortinas y telas en general. Del segundo ha aprendido a simplificar su entintado, a darle más expresividad a sus personajes mediante el uso de elementos mínimos y a caricaturizar levemente sus rasgos. Estas dos influencias primordiales son perfectamente rastreables prácticamente a lo largo de toda su obra. Su último trabajo, sin embargo, el serial Miles From Home (incluído en Pop Life), representa un cambio considerable en su labor como dibujante. No sólo ha adoptado un esquema narrativo mucho más clásico (viñetas regulares, habitualmente nueve por página), sino que además ha cambiado los rayados, las texturas y los trazos quebrados por un acabado mucho más grueso, simple y regular. Un dibujo mucho más limpio, en definitiva, que prefiere servirse del bicolor para conseguir cualquier tipo de contraste. Lamentablemente, Anderson, sigue utilizando a menudo fotografías retocadas para simular los fondos (algo que, particularmente, me suele molestar bastante) y una rotulación mecánica que, no sé si es porque me recuerda a aquella tan horrible que tenían los tebeos de Bruguera, pero hace que mi apreciación por la estética de su obra baje varios enteros. Pegas al margen, lo cierto es que la obra de Anderson es una de las más notables de entre las firmadas por autores surgidos a lo largo de los noventa. Como lo es la de otro de los autores llegados a Fantagraphics a través de Eros Comix: el cada día más imprescindible Bob Fingerman.
WanXerox llegó hasta las páginas de El Víbora.
Fingerman, sin embargo, y a diferencia de Anderson, no era en absoluto un recién llegado al mundo del cómic cuando fue reclutado por Eros, ya que llevaba publicando regularmente sus trabajos desde 1984, primero en revistas de humor como National Lampoon y Cracked («los más venerables imitadores de Mad», según el propio autor) y más tarde en revistas porno como Screw o Penthouse Hot Talk, si bien incluso sus historietas para estas revistas tenían más de chanza que de estimulante.
Y es que Fingerman parece haber nacido para ser comediante. Su padre coleccionaba compilaciones de historietas de humoristas como Jules Feiffer, recopilatorios de las tiras de Carlitos y Snoopy y Li’l Abner, y libros con chistes de ilustradores de The New Yorker y Playboy, como Charles Addams, Gahan Wilson, Erich Sokol o el nunca suficientemente ponderado Jack Cole, todo lo cual le condujo inevitablemente a desarrollar una especial atracción por los tebeos de humor. «Creo que soy una anomalía en este campo porque crecí sintiendo aversión por los tebeos de superhéroes. Creía que eran basura», reconoce. Siendo adolescente, empezó a comprar Heavy Metal, la versión inglesa de la revista europea Métal Hurlant, y se vio de inmediato mucho más atraido por los tebeos europeos que por los americanos, aunque duda a la hora de asumir las posibles influencias que pudiera haber adquirido de éstos: «No estoy seguro, aunque sí es cierto que tiendo más hacia una sensibilidad europea. Más narración de un modo directo y menos énfasis en composiciones exhibicionistas, uno de los defectos, a mi juicio, de los tebeos americanos». Curiosamente, uno de sus primeros trabajos publicados profesionalmente fue una parodia de RanXerox, el célebre personaje de los italianos Liberatore y Tamburini, que apareció en la revista francesa L’Echo des Savannes.
Su peregrinaje por Nueva York en busca de trabajo le llevó, además de a realizar ilustraciones para publicaciones como Village Voice, Guitar World o Business Week, a conseguir un espacio fijo en la revista High Times, cuyo editor, el mismo John Holstrom al que ya hemos hecho referencia anteriormente en este capítulo, le recomendó a John Walsh, encargado del departamento de ilustración de Penthouse Hot Talk. De este modo, Fingerman entró en el mundo del porno. «Mientras atiborrara mis historias de tetas/culos/sexo, tenía carta blanca para hacer lo que me apeteciera», recuerda. «Las historietas eran a menudo demasiado autoindulgentes, pero el dinero me venía de perlas». Viendo que no se le daba mal, se decidió a contactar con Eros Comix. «Sencillamente les llamé. Había escrito varias reseñas de sus publicaciones para Screw (un sordido tabloide de Nueva York), y me animé a sacar mi propia basura. Estuvieron de acuerdo en que lo hiciera. Minimun Wage sencillamente fue una progresión siguiendo esas pautas».
White Like She.
Pese a ese modo un tanto despectivo de expresarse sobre su propio material, no hay duda de que fue a causa de obras eróticas tan notables como Skinheads in Love, que Fingerman consiguió publicar una novela gráfica en Fantagraphics, ya que sus tebeos en el campo del mainstream, aunque dignos, no revelaban en modo alguno el potencial que escondía el autor en su interior. White Like She sí lo hizo, y probablemente fue el factor determinante para el nacimiento de Minimun Wage. Partiendo de «Double Uh-Oh», una historieta corta satírica con elementos de ciencia ficción que había realizado para Heavy Metal, Fingerman elaboró una incisiva fábula moral sobre la falta de comunicación, las diferencias raciales y los diferentes modos de comportarse derivados de un tipo de educación u otra. Para cualquiera que haya leído Minumum Wage, estos elementos resultarán suficientemente familiares; sin embargo, probablemente no asociarían en absoluto a Fingerman con esta obra, debido principalmente a su estilo de dibujo.
Lo cierto es que cuando utiliza un dibujo realista, como en White Like She, Skinheads in Love o sus parodias para Cracked, Fingerman no pasa de ser un dibujante limitado. Su ojo para el detalle es el mismo y su excelente sentido del ritmo y la narración también, pero el recargado entintado del que suele hacer gala y la excesiva inmovilidad que atenaza sus composiciones no le hacen pasar de la categoría de funcional. Cuando tiende hacia la caricatura, sin embargo, aligera muchísimo las líneas, domina a la perfección la gestualidad y las expresiones faciales de sus personajes, y el conjunto es no sólo mucho más atrayente a primera vista sino también más fluído. Este segundo estilo, utilizado con anterioridad en trabajos como las historietas para High Times o el tebeo erótico Atomic Truckstop Waitress, ha florecido en todo su esplendor en Minimum Wage, el tebeo con el que Fingerman ha alcanzado una categoría de auténtico virtuoso; literalmente llega a asombrar la cantidad de detalles que puede llegar a incluir en una viñeta sin recargarla, consiguiendo, paradójicamente, el efecto de que Minimum Wage resulte mucho mas realista y creíble plásticamente que sus tebeos no-caricaturescos.
Minimum Wage (publicado en España como Salario mínimo).
Sus historias para esta serie, por otra parte, podrían entrar más o menos dentro de la categoría del género autobiográfico, ya que aunque Fingerman se esconde tras un sosías, Rob Hoffman, y mezcla acontecimientos reales con ficción, resulta evidente que estos tebeos son la crónica de su vida. Una vida de lo más interesante, por otra parte: el mundo del porno visto desde la puerta de atrás, tal y como lo ve Rob, puede llegar a ser tan apasionante como desconcertante e hilarante; las relaciones de éste con su novia Sylvia Fanucci tienen en todo momento un halo de autenticidad, y demuestran que la convivencia puede llegar a ser una gran aventura; los diálogos sencillamente no tienen desperdicio, y cualquiera que comparta el punto de vista ligeramente misántropo de Rob respecto al mundo que le rodea no podrá menos que disfrutar como un enano. Por otra parte, pocas veces habréis visto un retrato de pareja tan certero y estimulante como el que ofrecen Rob y Sylvia, pese a que cierto elemento de su vida en común haya servido de excusa para que algunos lectores, de esos que suelen olvidar que cuando se es joven se folla todo lo que se puede, hayan atacado el tebeo. Tal y como lo entiende Fingerman: «Incluir escenas de sexo sólo porque me gusta dibujarlas sería gratuito, de otro modo estaría haciendo un tebeo erótico. Una de las razones por las que hay tanto contenido sexual en Minimum Wage es para establecer un fuerte sentido de relación. Algunas relaciones pueden construirse únicamente en torno al sexo. No estoy diciendo que la de este cómic sea así, pero desde luego el sexo es una parte muy importante de ella, de modo que si empezara a dejar eso de lado, no sería un retrato honesto. […] Es un tema que ha estado muy presente en mis pensamientos últimamente. Cuando un tebeo no va muy bien (financieramente, me refiero), pasas mucho tiempo intentanto adivinar qué es lo que estás haciendo mal. Hablando con Evan Dorkin del tema, me dijo: “¿Sabes? Hay un montón de gente que se cree que estás haciendo un tebeo porno”. Eso me sorprende, porque mi opinión es que es un tebeo sobre una relación de pareja que de vez en cuando practica el sexo. Pero Evan me dijo que un montón de distribuidores ven el sexo y probablemente no ven nada más. Piensan: “Es un tebeo para adultos, no queremos distribuirlo”. Y puede que tenga razón».
Minimum Wage.
Y es que, lamentablemente, pese a su indudable calidad y al estupendo nivel medio de todos los números de Minimum Wage, la serie de Fingerman no acaba de despegar, y el nombre del autor sigue sin ser uno de los mencionados habitualmente por los aficionados al tebeo alternativo. No es de extrañar, por lo tanto, que lo primero que opine Fingerman sobre este sector del mercado sea que «se paga fatal. Por otra parte tampoco es que lea muchos títulos. Hay un par de tebeos estupendos, y el resto son mediocres o directamente malos. Muy similar al mainstream, vamos».
Precisamente una de las características que diferencian a Fingerman de muchos de sus colegas es un perfecto conocimiento de ambos sectores del mercado (ha trabajado para Dark Horse, Vertigo y Paradox en multitud de ocasiones) y un pragmatismo a prueba de bomba que le convierten en un agudo comentarista del medio, pese a que se prodigue poco en sus opiniones. Y para muestra, un botón: «Muchos aficionados al cómic alternativo echan pestes de Marvel, echan pestes de DC y echan pestes de Image, pero lo que no tienen en cuenta es que es el mainstream el que aguanta la escena alternativa. Si la mayoría de las tiendas no se ganaran su buen dinero con los tebeos a color, esta gente no tendría un sitio para colocar sus productos. La cuestión es que, para que una industria sea saludable, ha de haber diversidad. Y ésa es la cosa que más me desagrada y más me cabrea, el hecho de que en una economía completamente achacosa encima se ataque la variedad […]. A este paso los cómics van a seguir el mismo camino que la poesía. Se van a convertir en una parte muy limitada y especializada del sector editorial. No creo que vayan a desaparecer por completo. Siempre va a haber un porcentaje de gente que disfrute del medio. Pero los cómics que sobrevivan serán los más pequeños; los que ofrezcan mayor énfasis en la calidad, en voces individuales».
* Evidentemente, esto no implica en modo alguno un desprecio hacia Baker, al que considero un historietista de primera fila. Cada uno es libre de aplicar su trabajo al campo que más satisfacciones le produzca, pero no deja de ser destacable la escasez de autores negros dispuestos a defender una postura claramente política. No existe, por ejemplo, un movimiento comparable al de las historietistas feministas de principios de los setenta.
** Curiosamente, el primer trabajo relevante de Santiago, The Thorn Garden, también ha sido editado por Eros Comix.
Una de las manías más extendidas y que más me irrita de la crítica en general, pero sobre todo de la literaria, es su tendencia a caer en lo que yo llamo el delirio de negación. El auténtico delirio de negación es una afección psicológica descubierta por el neurólogo francés Jules Cotard, que consiste básicamente en la creencia de que uno está muerto, real o figuradamente. Según la descripción que ofrece Wikipedia: «los pacientes llegan a creer que sus órganos internos han paralizado toda función, que sus intestinos no funcionan, que su corazón no late e incluso que se están pudriendo». El delirio de negación del crítico no llega tan lejos, pero tiene algún que otro punto en común. Convencido de que las obras que reseña deben amoldarse a unos preceptos preconcebidos e inamovibles que conforman el supuesto canon del buen gusto, de lo verdaderamente literario, el crítico tradicional procede a «matar» aquellas partes del conjunto que amenazan con desequilibrar sus ajustados parámetros. Básicamente, niega la realidad para amoldar las obras a sus criterios, en vez de amoldar sus criterios a la realidad de las obras. Veamos un ejemplo reciente que es el que ha motivado esta entrada.
Hace un par de semanas, el crítico del New York Times Dwight Gardner publicaba un extenso e interesante artículo sobre el escritor británico John le Carré, con motivo de la próxima publicación de su nueva novela, Una verdad delicada. El texto es informativo, ameno y altamente elogioso con la obra de le Carré, pero por algún motivo parece sentir continuamente la necesidad de excusarse por ello, intentando desvincular las obras que ensalza del género de raigambre popular al que se adscriben, cuando no negando por completo su relación con el mismo. En palabras de Gardner: «Lectores como yo, alérgicos en la mayoría de los casos a las historias de espías y la narrativa de género, llevamos tiempo sintiéndonos atraídos por la obra de le Carré gracias al ingenio y la mordacidad que consigue insertar en un hiriente comedimiento. Sus primeros libros ilustraban, tal como él mismo describió en una ocasión sus novelas de Smiley, «una especie de Comédie humaine de la guerra fría, contada en términos de espionaje». En sus títulos menores, la prosa de le Carré puede ralear peligrosamente, pero en sus mejores momentos, se cuenta entre los mejores escritores vivos. Hay un motivo para que Philip Roth haya calificado Un espía perfecto, la obra de ficción autobiográfica publicada por le Carré en 1986, como «la mejor novela inglesa desde la guerra». The Times le otorgó el puesto 22 en una lista de los 50 mejores escritores posteriores a 1945. Sus libros hablan menos de espionaje que de las fragilidades y deseos humanos; hablan de cómo todos somos, a nuestra manera, espías. El legendario editor Robert Gottlieb, que trabajó en muchas de las novelas de le Carré mientras estaba en Alfred A. Knopf en los años setenta y ochenta, se rió cuando le mencioné que algunos todavía lo consideraban un plumífero de género. «Es un escritor brillante para el que los espías simplemente son materia prima», dijo Gottlieb. «Llamarle escritor de novelas de espías es como llamar a Joseph Conrad escritor de novelas marineras o a Jane Austen escritora de comedias domésticas». Gottlieb añadió: «¿Quiénes son esos idiotas que piensan lo contrario?»».
Las elegantes portadas de Matt Taylor para le Carré en Penguin.
Es decir, que para estos señores y todos aquellos que piensan como ellos, no existe una división entre novelas de espías buenas y malas, superficiales o complejas, pedestres o perspicaces. No, para este tipo de críticos la única división posible es la que separa las novelas de espías (terribles todas ellas) de la buena literatura en la que «los espías simplemente son materia prima», como si por esquilar al gato fuese éste a dejar de maullar. Son los mismos que cuando tienen que defender una novela negra argumentan que en realidad se trata de una oscura parábola social (cosa que puede ser cierta, pero no por ello invalida su «negrura») y los mismos que utilizan términos como «alegoría swiftiana» o «metáfora tecnológica» para no tener que decir «ciencia-ficción». Sin embargo, el qué se cuenta y el cómo se cuenta van inextricablemente unidos, hasta tal punto que puede llegarse a dar la ironía de que aquello que el crítico pretende negar para preservar su aura de seriedad (en este caso la adscripción de le Carré a las novelas de espionaje) sea precisamente una de las principales bondades de la obra. En el mismo texto anteriormente citado, por ejemplo, Gardner explica: «Una de las mejores cosas en las novelas de le Carré es que, desde el principio, han bullido con el recóndito y rico lenguaje del espionaje, un campo que tiene una jerga distinta a la de cualquier otro. En muchos casos, el propio le Carrá ha inventado dicha jerga. Términos de sus novelas (por ejemplo «trampa de miel», para indicar el uso del sexo como reclamo para incitar a un objetivo) han sido adoptados por los profesionales. Probablemente también pueda reclamar la autoría de «topo». Los editores del Oxford English Dictionary, dice él, le escribieron una vez para preguntar si había originado el uso de dicha palabra como sinónimo para agente encubierto a largo plazo. Le Carré no estaba seguro. Pero el único uso histórico de la misma conocido resultó ser uno con el que no parece probable que estuviera familiarizado; aparece en un poco conocido volumen de Francis Bacon sobre el rey Enrique VII publicado en el siglo XVII».
Así pues, si debemos hacer caso del artículo enlazado, nos encontramos con una serie de novelas protagonizadas por espías, que narran con inusitada perspicacia los quehaceres del espía y recogen con admirable exactitud la jerga del espía; sin embargo, sólo un idiota podría considerarlas novelas de espionaje. Ajá. El caso es que, por absurdo que pueda parecernos este claro ejemplo del delirio de negación, me temo que a ningún lector habitual de suplementos culturales le resultará novedoso. Lo novedoso sería, por desgracia, justo lo contrario. Lo novedoso sería que en vez de intentar escindir las obras de los géneros en los que solemos englobarlas como manera de afirmar su grandeza se asumiera su pertenencia a los mismos con naturalidad, juzgando sus valores literarios sin juzgar sus adscripciones. No pretendo ni mucho menos hacer con esto una defensa a ultranza de los géneros; un bodrio es un bodrio al margen del envoltorio. Pero sí agradecería una crítica menos acomplejada y más proclive a analizar y explicar qué es lo que hace que un autor sea verdaderamente literario, original, complejo o singular, antes que una que siga empeñada en mantener prejuicios elitistas y líneas divisorias mal trazadas. Por variar un poco.
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 7: Polos opuestos
De todos los autores llegados a Fantagraphics en los noventa, hay dos que destacan con particular fuerza debido a sus peculiaridades. Por una parte, Richard Sala es uno de los poquísimos autores alternativos que ha sabido jugar con los clichés de algunos de los géneros más trillados, como el de terror o el thriller, sin llegar a caer directamente en ellos; es decir, sin llegar a utilizarlos como marco de sus reflexiones sino, muy al contrario, utilizando sus indagaciones personales como marco en el que introducir algunas de sus convenciones genéricas favoritas. Además, hace gala de un dibujo expresionista, vital e intencionadamente imperfecto. Chris Ware por su parte, construye historias intensas y complejas sin recurrir en lo más mínimo a esquemas preconcebidos, narra con premeditada frialdad unos sucesos cotidianos que convierte en terribles y, al dibujar, hace gala de un perfeccionismo que llega a rozar lo enfermizo. Son dos modos completamente diferentes de entender los tebeos que han eclosionado prácticamente al unisono.
Richard Sala vivió los primeros años de su infancia en Chicago, y se crió visitando una y otra vez los museos de la ciudad, ya que le encantaban las momias, los esqueletos de los dinosaurios y, en general, todo lo que tuviera un aspecto viejo y misterioso. No creo que fuese casual a esta afición el que su padre fuera restaurador y coleccionista de antiguedades, y que tuviera la casa siempre llena de relojes y de fonógrafos. Otra cosa que, lamentablemente, también tenía, era bastante mal genio. Según recuerda Sala, «Mi padre tenía un temperamento horrible. Tenía ataques irracionales de rabia en los que no sabías por qué se había enfadado, sencillamente se volvía loco, destrozaba cosas y nos aterrorizaba a nosotros, los chavales. Ahora veo, mirando hacia atrás, que todo mi interés por la irracionalidad de la violencia proviene de mi infancia».
En 1966 la familia Sala se trasladó a Arizona, a causa de una afección de asma sufrida por el futuro dibujante. Pero todo lo que pudo tener de positivo el cambio para su salud, lo tuvo de negativo para su timidez, ya que el nuevo ambiente contribuyó a hacerle más introvertido; no le gustaba el entorno, ni el calor, ni el estilo de vida. «Cuando nos trasladamos a Arizona», explica, «siempre hacía sol y mucho calor, y yo era mucho más pálido que todos los demás niños del vecindario. Todos eran sanotes y rubios y practicaban algún deporte. El principal ejercicio que hacía yo era correr de un sombra a otra. […] Nunca me adapté. Creo que ahí reside el origen de mi mentalidad outsider. Poco después, cuando fui al instituto, descubrí a Kafka, y sus historias realmente me llegaron a un nivel personal. Entendía perfectamente ese sentimiento de estar en un lugar en el que eres diferente a todos los demás».
Aunque había leído y coleccionado tebeos de pequeño, con la llegada de la adolescencia Sala se olvidó del tema, salvo por las tiras de prensa de Dick Tracy, que siguió recortando y guardando religiosamente. No es de extrañar, por tanto, que defienda a Chester Gould como una de sus tres mayores influencias, junto a las novelas de género negro y las primitivas películas de terror. Tuvo que llegar Raw para que Sala volviera a interesarse por el medio y, de hecho, su primer tebeo está directamente inspirado por la vertiente más artística y experimental de la antología de Spiegelman, como lo demuestra a la perfección una de las historietas recogidas en él, The Invisible Hands, una narración improvisada y nada lineal surgida directamente del inconsciente.
Tras aquel primer trabajo, y durante el transcurso de los años ochenta, Sala se hizo un hueco en la mayor parte de los títulos antológicos de la época, labrándose cierto nombre gracias a sus historias de horror y misterio, caracterizadas por un sentido del humor ligeramente perverso y enfocado principalmente sobre tópicos en apariencia de lo más inocentes. «Me gusta coger cosas que son consideradas felices en nuestra cultura, como los cumpleaños o las bodas, volverlas de dentro a afuera y divertirme con lo que hay bajo la superficie», admite. «Es una especie de “cualidad David Lynch”. Cuando se estrenó Terciopelo azul todo el mundo se atropellaba diciendo: “Oh, está viendo cosas bajo la superficie de algo que es muy dulce”. Nuestra cultura, y especialmente los críticos, tiene muchos problemas con cualquiera que pueda ver lo enigmático de la vida cotidiana. Durante mucho tiempo, cuando alguien reflejaba algo enigmático o extraño, su palabra fue kafkiano. Después, durante una temporada, fue linchyano, y algo más tarde Tim Burtonesco. Bueno, en Europa tienes a Buñuel, a Cocteau, a Polanski, a Bergman… y este tipo de cosas se exploran constantemente. Tal y como están las cosas en América, es realmente sorprendente que la gente pueda llegar a ver más allá de la superficie. “¡Oh, hay algo más detrás de esto!”. Sí, claro que hay algo más. En eso es en lo que estoy interesado, en lo que hay más allá de la superficie». Una búsqueda que el autor ha convertido en doble al dirigirla no sólo hacia lo que le rodea sino también hacia su propio interior: «Las historias reunidas en Hypnotic Tales son yo explorando mi subconsciente. Escribí The Chuckling Whatsit como un thriller, pero acabó revelándome más sobre mí de lo que en un principio había sospechado que haría. Los símbolos pueden ser percibidos por cualquier lector atento, y los artistas han de dejar que ese tipo de cosas surgan de su inconsciente. Un lector no tiene por qué apreciarlas para disfrutar del tebeo. Todo lo que digo es que la historia es más rica si puede ser leída en más de un nivel».
La carrera de Sala dio un considerable salto hacia adelante cuando en 1995 empezó a seriar en la antología Zero Zero la segunda de las obras recién mencionadas, dando por primera vez muestras de ser capaz de manejar una narración compleja y extensa, ya que hasta el momento únicamente había realizado historietas cortas. A lo largo de 17 entregas desarrolladas en casi dos años, The Chuckling Whatsit fue creciendo en intensidad, misterio e interés, a la vez que el estilo de Sala sufría un cambio considerable por primera vez en su carrera. Ya desde sus inicios como historietista, y al parecer también en sus cuadros figurativos, a juzgar por lo poco que hemos visto, Sala había exhibido un dibujo rudimentario y geométrico, caracterizado por un entintado muy ligero y un trazo deliberadamente titubeante y rugoso. «En mi corazón, me siento expresionista», explica Sala, «y eso me separa de la mayoría de los otros dibujantes de tebeos. Realmente no me interesa la perspectiva. Realmente no me interesan las proporciones. Lo que me interesan son los estados psicológicos y la atmósfera». Y aunque eso siga siendo cierto en la actualidad, no menos cierta resulta la afirmación de que a partir de The Chuckling Whatsit el aspecto estético de los tebeos de Sala mejoró notablemente. Otorgando más firmeza y grosor a su trazo, y ampliando considerablemente las masas de negro para reforzar el contraste de sus páginas, el dibujante consiguió reproducir con mucha más exactitud sensaciones de volumen y distancia, abandonando el cariz eminentemente plano de sus anteriores trabajos. Por otra parte, esa nueva seguridad de su trazo se reflejó también en un abandono parcial del marcado carácter geométrico de sus personajes, que pasaron a redondear sus contornos; especialmente los femeninos, únicos reductos de belleza en una obra caracterizada por lo grotesco.
Estas nuevas características de su arte, algo titubeantes y aún en desarrollo en The Chuckling Whatsit, se encuentran ya completamente afianzadas en las historietas que realiza Sala regularmente para su propio comic-book, Evil Eye, un divertido compendio de barbarie, misterio, horror, autoanálisis y cultura popular. Es Sala, ¿qué más se puede decir? Tal y como él mismo explica: «Hubo una reseña sobre mi trabajo en la que un tipo dijo: “Ya basta de asesinos misteriosos y sociedades secretas”. Eso es como decir: “Me gustaría más Carlitos y Snoopy si no salieran niños”. Quiero decir, eso es lo que hago».
Quien sin embargo no suele hacer casi nunca lo que se espera de él es Chris Ware, un autor que quizá a lo único a lo que nos ha acostumbrado hasta ahora es a esperar nuevas sorpresas.
Ware creció siendo hijo único y sin haber conocido nunca a su padre. Dado que su madre pasaba gran parte del día trabajando fuera de casa, pasó la mayor parte de su infancia en compañía de su abuela o leyendo tebeos y sentado frente a la caja tonta. «Cuando era pequeño adoraba la televisión», admite. «El peor castigo que se me podía inflingir era dejarme sin ver la tele. La tenía encendida constantemente. Veía todos los programas que un friki delgaducho y pálido como yo podría haber disfrutado, como Star Trek y Batman. De hecho, estaba tan estúpidamente obsesionado con estos programas que grababa los diálogos en un cassette y después me sentaba ante la máquina de escribir con la oreja pegada al altavoz para intentar escribir los guiones. De todos modos, probablemente no era una conducta del todo inusual para un chaval que lo único que quería era quedarse en casa y fantasear sobre ser un superhéroe o volar al espacio. No fue hasta que llegué a la universidad que fui capaz de apartarme de la tele. No me llevó mucho tiempo llegar a la conclusión de que “¿Tío, qué estaba haciendo? He perdido la mitad de mi vida”. […] Una vez empecé a dibujar tebeos regularmente, también me di cuenta de que la televisión era una mala influencia formal, al menos en el sentido que estructura las imágenes y que parece tener su propio ritmo narrativo. Muchos de los primeros cómics que intenté realizar resultaban muy derivativos de los recursos narrativos de la televisión».
Ware se aficionó al dibujo copiando las ilustraciones de los viejos tebeos de Supermán y Archie, y viendo trabajar durante horas a un dibujante del periódico Omaha World Herald que vivía en su misma calle. Se decidió a estudiar Bellas Artes y nada más llegar a la universidad de Texas, situada en Austin, empezó a publicar historietas en el periódico universitario The Daily Texan. Para cualquiera que vea ahora aquellas primeras páginas de Ware, sus historietas protagonizadas por Floyd Farland, ciudadano del futuro, resultarán toda una sorpresa. No sólo no tienen nada que ver con sus temas habituales (aparte de estar ambientada en el futuro, la serie era una fábula distópica sobre una sociedad totalitaria y respondía a la influencia de Blade Runner), sino que además estaban ilustradas en un estilo diametralmente opuesto a aquél por el que le conocemos en la actualidad: intentando conseguir una apariencia casual en vez de trabajada, recurriendo a unos trazos gruesos y deliberadamente toscos que más parecían de brocha que de pincel y empleando enormes masas de negro para otorgarles a sus páginas un aspecto de fotografía en negativo. Actualmente reniega de este trabajo y normalmente no quiere ni hablar de él.
El cambio radical que experimentó su estilo y su temario en los siguientes proyectos que desarrolló para The Daily Texan, es buena muestra de la diversidad y la capacidad creativa de Ware. Fue entonces cuando empezó a experimentar con técnicas narrativas basadas en los dibujos animados, cuando dibujó sus historietas más caricaturescas, como las protagonizadas por el Señor Patata, y cuando inició con Rocket Sam y Big Tex toda una genealogía de personajes caracterizados por su soledad, su sentimiento de desamparo y un absoluto patetismo en el que su creador se cebaba sin piedad.
Si para las historietas pertenecientes al primer grupo combinó un minimalismo expresionista (del que se sirvió para dotar de vida al gato Sparky y a Quimby el ratón) con un extraordinario sentido del diseño centrado en la composición de las páginas y en una detallada representación de los fondos (habitualmente dotados de una textura de transparencia, supongo que para acentuar el aroma a animación*); y en las del segundo tipo optó por un trazo mucho más suelto y fluido, similar al que emplea en sus apuntes del natural; en las páginas protagonizadas por Big Tex y Rocket Sam encontramos ya al Ware puntillista y quirúrgico, que entinta con una precisión tan absoluta que a veces parece mecánica y que adopta una atmósfera de entreguerras. Este último estilo llegó a su culminación con la creación de Jimmy Corrigan, y es el que más comúnmente ha acabado por asociarse con el autor. Jimmy Corrigan ostenta además el honor de haber sido el personaje más utilizado por Ware y el depositario de sus mejores historias hasta la fecha. Unas historias que enlazan directamente con las de Rocket Sam en su exploración de la soledad y la tristeza, y con las de Big Tex en su cruda representación de las relaciones paterno-filiales, o el abandono de las mismas.
Para entender mejor esta hidra de dos cabezas, la sensación de despecho que puede causar crecer sin padre o el dolor provocado por vivir con uno que no sólo no aprecia a su hijo sino que además lo rechaza, hay que recurrir a la solitaria infancia del autor: «Es curioso. Supongo que sí, [que haber crecido sin ver a mi padre se trata de uno de los aspectos más dolorosos de mi vida]. Pero en la mayoría de los casos, cuando pienso en ello, en realidad me muestro bastante despectivo con todo el tema, porque nunca he conocido al tipo, de modo que ¿hasta qué punto puede afectarme emocionalmente? Para mí se trata de una cuestión más interesante desde un punto de vista metafísico, en el sentido de que ahí está esa persona que es responsable de mi existencia y que ha desaparecido. Es algo curioso. No sé. Parece ser un problema común de mi generación. La mayoría de mis amigos tienen padres divorciados, y en varios casos tampoco conocieron a sus padres. No sé si es que la de nuestros padres fue una generación en particular que creía en eso de: “Hey, tío, quiero vivir mi vida”. A mí me parece más una falta de responsabilidad, supongo».
Dolor y desprecio, dos elementos que encontramos a partes iguales en su obra. Por una parte, el dolor ante la incomprensión de la agresión paterna cuando el padre está presente (caso de Big Tex o del abuelo de Jimmy Corrigan); por otra, el desprecio ante el reencuentro con el padre ausente (caso del mismísimo Jimmy Corrigan, que llega a fantasear con abrir en canal a su recién recuperado progenitor). En los tebeos de Ware los padres son siempre el elemento discordante en la vida de sus protagonistas, aquellos que les desestabilizan y les condenan a una vida de soledad y miseria espiritual tanto con su ausencia como con su presencia; algo que el autor llega en ocasiones a sublimar mediante la aparición de Supermán, a veces como poderosa representación de la inexistente figura paterna (generalmente igual de cruel y ajena a los intereses del niño) y en otras como el misterioso enmascarado que suple la ausencia del padre y toma su lugar junto a la madre. La única diferencia, probablemente, es que tanto las historietas de Big Tex como las de Rocket Sam se caracterizan por ser eminentemente humorísticas (de un humor cruelmente refinado y saturnal, pero humor al fin y al cabo), y seguir el esquema de gag breve, mientras que las protagonizadas por Jimmy Corrigan hacen mucho más hincapié en el elemento dramático. Ahora bien, ese elemento dramático no queda expresado mediante los recursos clásicos del lloro y el pataleo (más adecuados para el dramón que para el drama, creo yo, pero parece que la cultura popular tiende a diluirlo todo), sino que, más bien al contrario, se refleja en una completa y terrible apatía y un estado de permanente incredulidad por parte de los personajes, y en una (aparente) ausencia de implicación emocional por parte del autor en lo que está narrando, lo que lleva a que las situaciónes adquieran un cariz mucho más tenso y a que las emociones soterradas de Jimmy Corrigan ataquen al lector con una intensidad insoportable. De este modo, Ware se ha convertido en el equivalente artístico de un experto en la fecundación in vitro, pues ha sido el primer autor capaz de conseguir que bajo una atmósfera fría, clínica, aséptica y despersonalizada brote el tumulto de la vida, la rabia y los sentimientos**.
Otra cosa es que esa vida, o al menos la de sus personajes, sea una mierda. «Creo que la gente suele actuar con malicia y depredación», dice Ware con objeto de aclarar su punto de vista a este respecto. «Y no creo que sea pesimista intentar ser consciente de ese hecho o intentar recordarlo. En realidad, me parece sano. El modo en el que un montón de libros y los medios populares como la televisión y las películas representan las relaciones parece seguir un ideal, bien implícito o bien representado, de que la gente siempre es feliz, y que se quieren y se sonríen los unos a los otros todo el tiempo. Quizá sea un pesimista, pero simplemente no me lo creo. No puedo ni imaginármelo. ¿Acaso lo cree la gente? Yo quiero presentar las cosas tal y como las veo, con tan poco idealismo y barniz cultural como me sea posible. Creo que es la única manera de crear algo que tenga algo de valor para el resto de la gente cuando tú hayas muerto».
No sé si al paso que va la industria del cómic norteamericano quedará alguien que sepa apreciar ese valor para cuando le haya llegado la hora a Ware, pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que ese propósito manifestado por el autor es ya una realidad. Al igual que Dan Clowes, Ware es uno de esos autores a los que hasta ahora no hemos visto sino mejorar día a día. Los últimos números de su Acme Novelty library están a años luz de los primeros, y son de los pocos tebeos capaces de alcanzar tal intensidad como para llegar a causar auténtico dolor en el lector. Uno de sus secretos para conseguirlo, a mi parecer, es el saber dotar a sus historias de un ritmo completamente particular e imposible de imitar, que Ware atribuye al hecho de seguir un proceso de creación semejante al musical: «En 1988, cuando empecé a dibujar tebeos sin palabras y decidí utilizar únicamente dibujos, lo que estaba intentando era llegar a comprender la música inaudible que puede tener un cómic. Si lees cualquier tebeo sin palabras, verás que aún serás capaz de “oír” algo en tu cabeza. En realidad no es nada parecido a la música. Ni siquiera son tonos, sino sólo una sucesión de ritmos insonoros. Tuve la noción de que estos “sonidos” eran probablemente la raíz del poder real de los tebeos; esa especie de patrón visual que podría ser reinterpretado y percibido como un ritmo por la mente. […] Creo que un error que cometen muchos dibujantes jóvenes es que no prestan atención al ritmo interno de sus historietas. Cuando dibujo un tebeo, lo leo quizá unas doscientas veces mientras lo estoy escribiendo. Empiezo arriba del todo de la página y la leo una y otra vez hasta que me aseguro de que todo armoniza tan bien como soy capaz de conseguir que lo haga. Es un proceso completamente intuitivo y en absoluto intelectual. Si no se lee bien, o el ritmo no parece natural, o da la impresión de que los personajes están actuando en vez de interactuar, es cuando cambio las cosas. […] He ralentizado deliberadamente el ritmo de mis tebeos. Estoy trabajando de una manera teatral en la que generalmente presento más información en los dibujos que en el texto, como en la secuencia en la que Jimmy y su padre conversan en el restaurante, y espero estar indicando emociones ocultas a través de las expresiones del rostro del padre. Realmente no hay otro modo de conseguir eso salvo haciendo que el movimiento progrese a un ritmo mucho más lento. Pero, principalmente, quiero que el lector tenga una sensación de un fluir del tiempo que sea completamente natural».
Esa lentitud, ese transcurrir natural de la narración, es sin duda una de las grandes bazas de Acme Novelty Library. Si a eso le añadimos todo lo anteriormente dicho al respecto de la intensidad emocional, y un alucinante sentido del diseño que ha llevado a Ware a cambiar una y otra vez el aspecto visual de su colección, utilizando diferentes grosores, formatos y tendencias para todos y cada uno de los números que ha realizado, quizá lleguemos a comprender por qué después de un tiempo relativamente corto como profesional, este autor se ha convertido ya en todo un referente ineludible para sus coetáneos. Los que vengan detrás que arreen.
* Dada el gusto por el juego formal y referencial de Chris Ware, perfectamente ejemplificado en sus “historietas animadas”, no sería de extrañar que el ratón Quimby estuviese bautizado en honor de Fred Quimby, legendario director de los mejores dibujos animados de Tom y Jerry.
** Sobre la frialdad o no frialdad de su obra, Ware ha expresado que «Me fastidia cuando leo una entrevista con otro autor en la que éste menciona que mi material le parece frío. Siempre pienso: “Dios, intento con todas mis fuerzas introducir tanta emoción y sentimientos como me resulta posible”. He pensado en ello y supongo que deben de estar respondiendo a lo que comúnmente se llama “estilo” más que a lo que realmente está pasando en la historia».
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 6: Un mundo en sí mismo
«Me obsesioné con la muerte siendo aún muy niño. Tenía cuatro años. Recuerdo el instante en el que comprendí lo que era la muerte… por lo menos que significaba que mi vida iba a terminar, y que no había nada que ni yo ni nadie pudiera hacer. Desde aquel día y hasta ahora, la muerte es lo primero en lo que pienso cada vez que me levanto y lo último en lo que pienso antes de acostarme. Todos los días igual. Ahora he aprendido a vivir con mi ansiedad y únicamente muy de vez en cuando me veo profundamente alterado debido a la idea de la muerte. Pero en aquellos días acostumbraba a tumbarme en la cama pensando sobre ello hasta que vomitaba. Durante una temporada, estuve convencido de que mis padres me iban a matar. Por ninguna razón en especial. Tenía muchísimo miedo todo el tiempo, y el mundo no tenía ningún sentido para mí. Yacía en mi cama y me preguntaba cuándo iban a entrar para hacerlo. Aquello duró meses hasta que supuse que no iban a hacerlo y dejé de preocuparme. Pero el temor ante la muerte persistió. Era un chico obsesionado. Pasé mucho tiempo buscando pistas. Buscaba detrás de las cosas, a su alrededor, en su interior… estaba buscando todo el tiempo».
Éstas son algunas de las frases con las que define su infancia Jim Woodring, uno de los autores más sorprendentes y desconcertantes del tebeo alternativo norteamericano. No estaría de más añadir que su madre era toxicóloga y que a menudo era requerida por el juez de instrucción de la zona para hacerles la autopsia a los perros muertos por si tenían la rabia, proceso que ella describía luego en todo detalle a su hijo. Su padre, por su parte, era un inventor aficionado que utilizó su ingenio para construir en lo alto de su casa un faro programado para que se encendiera y les revelara, de estar tomando algo en el vecindario, que el pequeño Jim se agitaba inquieto en su cama. A tenor de lo que el mismo Woodring explica, las ocasiones debieron de ser numerosas, ya que «cuando era niño tenía alucinaciones. Veía apariciones. Me tumbaba en la cama y veía enormes y silenciosas caras que flotaban dando vueltas junto a los pies de mi cama. Caras muy caricaturescas. Caras gigantes, horribles, sonrientes, con las líneas marcadas y la boca abierta, gritándome en silencio, moviendo la boca con rapidez».
Todo esto viene a cuento de que los tebeos de Woodring no son sino el resultado directo de estas experiencias: las visiones son su principal fuente de inspiración y la búsqueda de los misterios ocultos tras un universo caótico y sorprendente casi su único tema. En todo caso, no fueron sólo las visiones las que le impulsaron a ello; hubo otro elemento mucho más mundano que también se demostró decisivo en el desarrollo de su particular noción de la realidad: «La primera droga que tomé fue el LSD, cuando aún era un chaval completamente reprimido. Era perfectamente inocente, alguien me dio una dosis realmente fuerte de LSD, y tuve una horrible experiencia que me cambió la vida y que básicamente me demostró que la realidad no era en absoluto tan real. Quiero decir, sabía cuánto LSD había en aquella astilla, y la verdad es que no era mucho; la mayoría era tiza y veneno para ratas y pólvora, o lo que fuera que le pusieran en aquellos días. Y me di cuenta de que aquella mota de polvo había bastado para borrar el mundo frente a mis ojos del mismo modo que borras las acuarelas con una esponja húmeda». Esta revelación, sin embargo, no llevó a Woodring a volcarse de inmediato en una expresión artística que le permitiera desarrollar creativamente las nuevas percepciones a las que estaba sujeto (como sí le pasó, por ejemplo, a Robert Crumb), sino que únicamente contribuyó a aumentar una angustia existencial ya de por sí bastante intensa debido a su pánico ante la muerte, que le abocó a un temprano alcoholismo. «La primera vez que bebí algo con alcohol, que por cierto fue una cerveza, supe que lo que quería hacer durante el resto de mi vida era seguir bebiendo», afirma. «De modo que empecé a emborracharme siempre que me era posible. Mi vida era caótica. No me preocupaba el futuro. Sólo me emborrachaba constantemente y tomaba drogas y me dedicaba a pasármelo bien. Tiemblo cada vez que recuerdo aquellos días, porque estaba fuera de control. Alienaba constantemente a mis amigos comportándome como un gilipollas».
Al mismo tiempo que se alcoholizaba, Woodring empezó a trabajar de basurero, algo que hizo desde los 19 hasta los 27 años, momento en el que cambió de empleo para entrar a formar parte de la plantilla de un estudio de animación. Había dibujado toda su vida y tenía buena mano, pero su única toma de contacto con el medio historietístico hasta aquel momento había sido su etapa de lector de tebeos underground a finales de los setenta, por lo que cuando empezó a trabajar en el estudio y conoció a Gil Kane y a Jack Kirby, que también estaban allí, no tuvo ni idea de quiénes eran. Aparte de para conocer a dos de los más grandes dibujantes del mainstream norteamericano, los años que pasó en el estudio de animación le sirvieron también a Woodring para afinar sus recursos artísticos. Por ejemplo, «Hacer storyboards me ha ayudado hasta cierto punto a controlar la composición de mis tebeos. Aún intento seguir algunas pautas de la narración cinematográfica. Cuando dibujo siempre marco una línea de cámara sobre la que no me permito cruzar, intento manipular el tiempo del mismo modo [que si estuviera filmando] e igualmente intento usar tomas establecidas. Sí, aprendí un montón, ha sido útil».
Trabajar junto a Gil Kane tuvo también otra ventaja insospechada, ya que éste era un buen amigo de Gary Groth y le habló de la labor de Woodring. Poco después, el primer número de su serie Jim aparecía publicado por Fantagraphics.
Ya desde aquel primer número, Woodring destacó como una voz única en el panorama historietístico norteamericano. La mitad de las historietas eran nuevas, y la otra mitad provenían de una especie de diario dibujado que el autor había ido desarrollando para relajarse de las tensiones que le producía su trabajo en el estudio de animación; un diario que no era sino un perfecto reflejo impreso de esa búsqueda que mencionaba al inicio de este parágrafo. Woodring se suele utilizar a sí mismo como personaje principal y, en teoría, su trabajo se origina en las experiencias de su vida diaria; sin embargo, ésta se expresa en sus tebeos a través de historias de ficción ambientadas en un mundo turbador y fantástico en el que cualquier cosa puede suceder, desde la aparición de ángeles en forma de peonza metafísica hasta salvajes escenas de tortura más allá de lo terreno. El mundo de Jim es un espacio a medio camino entre el sueño y la vigilia, en el que Woodring filtra su vida a través del incógnito y de las visiones que le asaltaban de niño, para, por utilizar su analogía, pasar la esponja por encima de la acuarela y revelar una realidad escurridiza que podría, o no, agazaparse tras los sucesos cotidianos.
Más radical aún resulta su otra creación importante, Frank, un extraño animal antropomórfico que, tras protagonizar historietas cortas en títulos como Jim o Tantalizing Stories, acabó por conseguir su propia serie también en Fantagraphics. En ella, además de elevar hasta el grado sumo el aspecto irreal de sus historietas, y de explorar de una forma mucho más directa e intensa el complejo mundo de las apariencias (Frank consiste prácticamente en un único argumento que se repite una y otra vez —varían los desarrollos— y que se podría resumir como el enfrentamiento con algo que no es lo que parece), Woodring ha decidido asumir el riesgo de realizar tebeos sin palabras, dejando bien patente tanto su práctica en el campo de la animación como sus aplicaciones al campo de la narración historietística, pues le basta con el sabio uso de los encuadres y sus secuencias para conseguir imprimir diferentes ritmos de lectura y ralentizar o acelerar a su antojo la inquieta mirada del lector. Por otra parte, es comprensible que haya una gran mayoría de personas que se nieguen a comprarse un tebeo en el que apenas hay una palabra que llevarse a la boca*; decidir si la intensidad emocional de las historietas de Woodring puede llegar a compensarles o no la brevedad de su disfrute, ya no es labor mía decidirlo. De lo que no puede haber duda es del placer estético producido por sus páginas. Bien sea en su vertiente más cartoon (Frank) o bien en la realista (Jim), el estilo de dibujo de Woodring es un prodigio de sencillez completamente trabajada. Sus trazos, aunque gruesos y firmes, nunca llegan a abigarrar la página debido a una siempre estudiada composición y a un curioso estilo de rayado realizado mediante pinceladas compactas y espaciadas que en ningún caso saturan la vista. Su creatividad e ingenio a la hora de crear el aspecto visual de los múltiples personajes y entes que pueblan sus tebeos, y el aspecto siempre limpio y trabajado de su entintado, no hacen sino reforzar el atractivo visual de su obra.
* Nota desde el presente: un comentario muy coyuntural (pero real y oído en las tiendas) de un momento en el que Frank se editaba como comic-book de grapa de 24 páginas con un precio de portada de 3’95 $. Hay que reconocer que, incluso para los fans, sabía a poco. Nada que ver con su actual y mucho más satisfactoria publicación en volúmenes.
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 5: Rápidos de reflejos (Daniel Clowes)
Uno de los que más ha hecho últimamemente para cubrir ese hueco del mercado ha sido sin duda Dan Clowes, el otro dibujante que obtuvo su propio comic-book de manos de Fantagraphics en 1985 y uno de los autores más personales e inclasificables del actual panorama historietístico. Él lo atribuye a que de pequeño fue «un chaval increíblemente tímido, un verdadero desplazado. Era incapaz de relacionarme con los demás chicos y sentirme cómodo. De modo que me retiraba a mi mundo de fantasía, lo que implicaba dibujar mucho. Pienso que así es como un montón de dibujantes underground llegan a ser lo que son. No pueden encontrar gente que les soporte y con la que salir por ahí, de modo que se sientan a dibujar y crean sus pequeños mundos de fantasía».
Ese “pequeño mundo” de Clowes hundía sus raíces principalmente en los libros de su abuelo y en los tebeos de superhéroes de su hermano, quien además de ser diez años mayor que él se había convertido en todo «un yonqui de los medios», tal y como le define el dibujante, pues no sólo se compraba todos los tebeos de Marvel y DC, sino también revistas como Famous Monsters of Filmland, Hot Rod, Playboy, etc. De este modo, el joven Clowes se acostumbró a asimilar grandes cantidades de información visual en dos dimensiones antes incluso de aprender a leer; empezó a dibujar con tan sólo cinco años y entró en contacto con el mundo del underground a una tempranísima edad (también gracias a su hermano, claro): «Recuerdo leerlos con ocho años y que aparecía el término mamada. Y recuerdo haber pensado: “¿Qué coño será una mamada?”».
Sin embargo, su verdadero bautismo en las pilas del underground, ya con suficiente conocimiento como para apreciar sus cualidades, no le llegó hasta la adolescencia, y no fue su hermano (que ya se había marchado de casa), sino otro insospechado pariente, el responsable de proporcionárselo: «Había estado pasando unos días con mi tía», recuerda, «y poco después de marcharme me llegó a casa un paquete con una nota que decía: “Te dejaste esto en casa”. Y yo sabía que no me había dejado ningún cómic allí. Eran números de Zap y de Super Serdo, y cosas por el estilo. Supongo que algún otro adolescente se los tuvo que dejar allí y ella me los envió sin mirarlos. Fue el mejor día de mi vida. Todavía conservo algunos».
Aquel baño de tebeos, en todo caso, no consiguió atraer a Clowes hacia el medio, aunque sí hacia el dibujo, ya que quería dedicarse profesionalmente a la ilustración. Fue el encuentro con algunos ejemplares de la revista Mad, mientras estudiaba en Nueva York, lo que le hizo cambiar de idea; a partir de aquel momento, su nuevo objetivo en la vida se convirtió en ser dibujante del célebre magazine humorístico y hacer portadas para Time, «como Mort Drucker».
Sin embargo, por mucho que buscó, no consiguió encontrar trabajo alguno en todo Nueva York; ni como historietista ni como ilustrador. Por puro aburrimiento, y ya que no tenía nada mejor que hacer, Clowes empezó a dibujar las primeras historias de su personaje Lloyd Llewelyn, trufándolas, en respuesta a la pátina de “alta cultura” exhibida por el Raw de Art Spiegelman (antología que dejó de leer porque le parecía excesivamente pretenciosa), de clichés de hardboiled barato, marcianos de serie Z y demás elementos kitsch de la era atómica. Ya para empezar, el nombre de Lloyd Llewelyn era un homenaje a los tebeos de Superman que había leído en su infancia, pues seguía (y exacerbaba) la curiosa tradición de bautizar a los personajes con nombres y apellidos que empezaran con “L” (como Lex Luthor, Lois Lane, Lana Lang, Lori Lemaris, etc.).
Clowes envió la única historieta de Lloyd que había acabado a diversos editores y recibió una respuesta de Fantagraphics, en la que no sólo se le informó de que su trabajo había sido aceptado, sino que además se le propuso crear su propio comic-book para esta editorial. De este modo, Clowes llegó al mercado del tebeo alternativo con Lloyd Llewelyn debajo del brazo; y convirtió su cómic en un campo de pruebas a la vez que en un proceso de aprendizaje. Su estilo, caracterizado ya en aquel entonces por cierta frialdad clínica y por ese aire a los ilustradores de los cincuenta, que tan a menudo se ha asociado con él y que en los últimos tiempos ha dejado en parte de lado*, adolecía de cierta y fría rigidez, además de mostrar un curioso parentesco con la línea clara francobelga. En cuanto a sus historietas, hay que tener en cuenta que el primer número de la colección contuvo el primer trabajo de más de cinco páginas que hacía Clowes en su vida. La mayoría, a qué negarlo, no iban más allá del compendio de situaciones comunes de la serie B, empastadas en busca del efecto acumulativo y filtradas por un matiz postmoderno, lo que las convertía en productos hasta cierto punto divertidos, pero ciertamente algo vacuos.
El mismo Clowes se dio cuenta de que Llewelyn se había convertido en un peso que en cierto modo le impedía seguir experimentando y progresando como artista, ya que se veía constreñido por las bases que había sentado al principio de la serie y que le obligaban a mantener tanto la estructura y las reglas con las que había jugado hasta entonces como una coherencia estética que no le interesaba seguir perpetuando. Por ello, cortó la serie y, tras un hiato que aprovechó para casarse y comprarse un apartamento, conceptualizó Eightball, un comic-book a modo de llave universal que le permitiera reproducir cualquier tipo de historia que le apeteciera contar y dibujar en diferentes estilos al mismo tiempo. Su idea fue poner a su disposición una antología como Weirdo o Mad, pero que estuviera realizada por un solo autor. «Lloyd tenía que seguir cierta narrativa lineal», explica. «[Lo había creado así porque] siempre me había gustado que los tebeos fuesen historias cortas que pudieran leerse rápidamente y entretener. Pero entonces empecé a querer hacer algo con más substancia. De modo que cuando tuve la oportunidad de hacer Eightball, me puse a dibujar el material en el que llevaba años pensando, aprovechando que ahora tenía la energía y la confianza suficiente como para hacerlo. También el hecho de saber que no iba a vender y que nadie iba a verlo, me proporcionó la sensación de que podía hacer lo que quisiera».
Aquella sensación se manifestó de inmediato ante los ojos de los asombrados lectores, que pudieron ver cómo Clowes era capaz de combinar historietas cortas y autoconclusivas con seriales extensos, psicodramas con salvajes parodias y delirios oníricos con reflexiones existenciales, dando de paso sobradas muestras de ser uno de los dibujantes más versátiles y talentosos del medio al saltar con facilidad del realismo a la caricatura, y de los espacios en blanco y las estilizadas líneas de Lloyd Llewellyn (al que recuperó para protagonizar algunas historias breves en los primeros números de Eightball) a las abundantes tramas y la rotundidad de trazo de Como un guante de seda forjado en hierro.
Ése es, precisamente, el título del serial que apareció entre los números 1 y 10 de la serie, y que ejemplifica a la perfección el método de trabajo seguido originariamente por Clowes, ya que el inicio de la historia estaba basado en un sueño, a partir del cual fue improvisando toda la línea argumental sin tener ni siquiera una mínima idea de hacia dónde se dirigía. Según el autor, «intento buscar en mi subconsciente qué clase de ideas me excitan, me preocupan, me asustan o me afectan emocionalmente. Intento descubrir cuáles son las cosas que me hacen reaccionar y después hurgo en ellas».
Aunque no cabe duda de que esa motivación se halla en mayor o menor medida detrás de toda su obra, no la encontraremos aplicada en un estado más puro que como en Como un guante de seda forjado en hierro, ya que en ocasiones resulta evidente que lo que le interesa a Clowes es la búsqueda, más incluso que el argumento que está manejando. La historia se beneficia de esta doble faceta de improvisación e indagación, provocando en el lector un continuo sentimiento de asombro y adquiriendo una cualidad irreal que contribuye sobremanera a contagiar esa sensación de desasosiego que sienten tanto su protagonista como, aparentemente, su autor. Sin embargo, Clowes acabó hinchando demasiado el argumento y buscando excesivas vueltas de tuerca a la trama, de modo que ésta acabó acusando la falta de una estructura clara y perdiendo parte de su espíritu inquietante.
En todo caso, Clowes es uno de los pocos autores de los que realmente se puede decir con toda autoridad que mejora a cada nuevo número que produce. En la siguiente historia larga seriada en Eightball, Ghost World, fue perfectamente capaz de conciliar el grado de improvisación que dice necesitar para no aburrirse mientras crea una obra larga, con una contención episódica de los hechos que al final dotó de mayor resonancia y cohesión al conjunto final, sin perder esa maravillosa espontaneidad que sólo los proyectos a medio soñar tienen aún. Con su última obra, David Boring, ha ido un paso más allá al prescindir de las historias cortas que habían venido ocupando regularmente más de la mitad de cada número de Eigthball, en busca del espacio necesario para desarrollar una historia mucho más larga y elaborada, a la vez que más desconcertante e inquietante que todas las que había realizado con anterioridad; pese a estar narrada con un naturalismo y una relajación que nada tienen ya en común con aquellos exabruptos iniciales mediante los que solía intentar enganchar la atención del lector. No sólo se ha convertido Clowes en un narrador mucho más sutil, sino también en un dibujante realmente excelente. Pese a la variedad exhibida por sus primeros Eightballs, el autor parecía no poder escapar de su atracción por lo grotesco ni de ese agarrotamiento que sus gruesas y recargadas pinceladas otorgaban a sus personajes. En la actualidad, sin embargo, es capaz de reproducir ese estilo a su gusto, sin que eso le impida alternarlo con uno mucho mas preciosista, perfectamente fluido y rematado por unos acabados tan exigentes como los del mismísimo Charles Burns. Al margen de eso, las técnicas utilizadas por Clowes son realmente abrumadoras: bicolor, tramas, rayados, paletas de grises… Rotula a mano todos sus tebeos, sirviéndose de gran variedad de estilos, y diseña todos y cada uno de los números de Eightball de un modo diferente, desde la cabecera y la página del correo hasta los anuncios de material atrasado. Únicamente Chris Ware puede ponerse a su altura en lo que a trabajo de diseño se refiere; ni siquiera él alcanza esa altura de “artista total” y más allá de toda comprensión que posee actualmente Daniel Clowes**.
* A este respecto, Clowes afirma que «Había un sentido del diseño que nos abandonó a mediados de los sesenta para no volver nunca más. Siempre me he sentido atraído por eso, aunque ahora me atrae algo menos, e intento darle a mi arte una apariencia más casera».
** Nota desde el presente: cabe recordar de vez en cuando que los textos pertenecientes a esta serie fueron escritos a finales de 1999, cuando Ware ni siquiera había rematado todavía su primer gran tebeo, Jimmy Corrigan. Hoy en día dudo que me arriesgara a repetir esta misma afirmación con tal ligereza.
Comentaba en la entrada anterior que, para mí, «la experiencia fílmica (y con la literaria pasa exactamente lo mismo) depende por completo del punto de encuentro al que quieran o sepan llegar el creador y el receptor de la obra en un momento y circunstancias determinadas». El principal problema que le achaco como lector a gran parte de la crítica es, por una parte, una pereza considerable a la hora de llegar a ese punto de encuentro (pretendiendo que la obra se amolde a unos preceptos establecidos de antemano en vez de aproximarse a ella con voluntad de desentrañarla en su propios términos), sumada a una clara tendencia a obviar por completo dichas circunstancias. Tampoco quiero decir con esto que sea necesario relativizarlo absolutamente todo a la hora de enjuiciar o valorar una película, una novela o cualquier otra composición artística, pero sí estoy convencido de que, igual que las obras tienen su contexto, también las críticas lo tienen y deberían como mínimo ofrecer unas cuantas pistas acerca del mismo. Personalmente, siempre me va a resultar más interesante saber cómo, por qué y desde qué preceptos reacciona determinada persona frente a una obra que una valoración simplemente «cualitativa» destinada a puntuar a partir de una escala de valores supuestamente fija. Porque en lo que a baremos culturales se refiere, fijo no hay nada. Por eso James Joyce y Picasso pasan en un par de generaciones de ser artistas denunciados por su vulgaridad a tótems «indiscutibles». Por eso William Shakespeare se pasa dos siglos siendo considerado un dramaturgo interesante pero inferior a otros de raigambre más clásica hasta que los románticos del XIX lo convierten en referente y los medios de masas del XX popularizan su obra aportándole el aura que hoy le acompaña incluso entre aquellos que nunca la han leído. Por eso autores otrora laureados y sumamente populares como Pearl S. Buck o Henry Sienkiewicz parecen haber perdido gran parte de su relevancia entre nosotros. Solemos decir que el tiempo todo lo pone en su lugar, y si bien no creo que eso sea del todo cierto, de lo que no me cabe duda es de que desde luego todo lo cambia. Volviendo al cine, que es el medio que ha motivado esta serie de entradas, quiero aprovechar para compartir un par de reflexiones de Martin Scorsese acerca de estas cuestiones, extraídas de su «Conferencia Jefferson» del pasado 1 de abril en el John F. Kennedy Center de Washington. La conferencia está disponible en YouTube y merece bastante la pena.
Scorsese al comienzo de su carrera.
La persistencia de la imagen (extracto)
Les pondré un ejemplo de por qué, cuando hablamos de preservación, debemos mirar más allá de las obras honradas, reconocidas y ensalzadas. Cuando Vértigo se estrenó en 1958, a algunas personas les gustó y a otras no, siguió el recorrido habitual por las distintas cadenas de cines y luego simplemente desapareció. Incluso antes de haberse estrenado ya había sido clasificada simplemente como «otra película del Maestro del Suspense». Y ya está, fin de la historia. Porque, parece increíble, pero en aquel momento prácticamente cada año teníamos una película nueva de Hitchcock. Era casi como una franquicia. Produjo una cantidad realmente asombrosa de trabajo durante los cincuenta. Pero la reevaluación de su obra no se produjo hasta que los críticos en Francia, que después serían los directores de la nouvelle vague, y el crítico norteamericano Andrew Sarris mejoraron nuestra visión del cine ayudándonos a comprender la idea de la autoría detrás de la cámara. Y cuando la idea del lenguaje fílmico comenzó a ser tomada en serio, lo mismo pasó con Hitchcock, pues sus películas parecen tener un sentido innato de la narrativa visual. Y cuanto más atentamente observa uno sus películas, más ricas y más emocionalmente complejas pasan a ser. Irónicamente, mientras el genio de Hitchcock comenzaba a ser reconocido, resulta que varias de sus películas más importantes eran inencontrables, no podíamos verlas ni siquiera en televisión. Resultó que el propio Hitchcock había retirado las películas de los circuitos de distribución, al parecer para poner en orden su patrimonio. Algunas personas que tenían copias privadas hacían pases reservados aquí y allá, en Nueva York y Los Ángeles. En el caso particular de Vértigo aquello sólo añadía misterio a la película. Pero cuando regresó a la circulación en 1984, junto a las otras películas que habían sido retenidas, las nuevas copias no habían sido realizadas a partir del negativo original y los colores estaban rematadamente mal. El esquema cromático de Vértigo era extremadamente inusual y aquello fue una gran decepción. Entre tanto, los negativos originales necesitaban atención urgente. Diez años más tarde, Bob Harris y Jim Katz hicieron una restauración completa para Universal. Fue un proceso muy caro. La película había sido filmada originalmente en VistaVision, un formato que ha desaparecido por completo, por lo que tuvieron que hacer la restauración en 70 milímetros, que es lo más parecido que tenemos. En aquel momento tuvieron que trabajar a partir de elementos de imagen y sonido extremadamente dañados, pero al menos se llevó a cabo esa gran restauración y ahora podemos ver la película en ese formato. A medida que han ido pasando los años, más y más personas han visto Vértigo y han comenzado a apreciar su belleza hipnótica y su extraña y obsesiva temática.
En 1952 la revista británica Sight and Sound comenzó a realizar una encuesta. Ahora la hacen una vez cada diez años y en ella solicitan a gente de la industria de todo el mundo (directores, guionistas, productores, críticos) que elabore una lista con las que a su juicio consideran las diez mejores películas de todos los tiempos. Después suman los resultados y los publican. En 1952, el puesto número uno fue para la gran película neorrealista de Vittorio de Sica Ladrón de bicicletas. Diez años más tarde, en 1962, Ciudadano Kane de Orson Welles subió a lo más alto de la lista. Permaneció ahí durante las siguientes cuatro décadas. Hasta el año pasado, 2012, cuando fue reemplazada por una película que en 1958 pasó sin pena ni gloria y que muy a punto estuvo de desaparecer para siempre: Vértigo. Así pues, lo que quiero recalcar no es únicamente que debemos preservarlo todo, sino que lo más importante de todo es que no nos podemos permitir dejarnos llevar por los patrones culturales del momento. […] Puede que creamos saber qué es lo que va a perdurar y qué es lo que no, podemos estar completamente convencidos de ello, pero lo cierto es que no lo sabemos. No podemos saberlo. Tenemos que recordar el caso de Vértigo, las placas de la Guerra Civil y la tablilla sumeria*. Y acordarnos de Moby Dick, un libro despreciada por muchos que vendió poquísimos ejemplares cuando se editó en 1849. Y gran parte de los ejemplares que no se vendieron acabaron destruidos en un incendio en un almacén. La gran novela de Herman Melville, una de las grandes obras de la literatura, no comenzó a ser reivindicada hasta los años veinte del siglo pasado.
Scorsese dirigiendo a De Niro en Toro salvaje.
A veces algunas cosas suceden debido únicamente al momento. En el caso de 2001: una odisea del espacio, Kubrick dedicó mucho tiempo a trabajar en la película en Inglaterra, en secreto, gastando muchísimo dinero. […] Finalmente, en 1968, llega el pase de prensa para todos los principales críticos de Nueva York, que estaban deseando ver la película. Cinerama. Gran pantalla. Iban ya con muchos prejuicios, porque la película anterior había sido Teléfono rojo, que les había encantado, pero aquello… aquello no tenía buena pinta. Así que llegaron allí en cierto modo con una actitud de: «Demuéstrame lo que vales». De modo que están allí sentados esperando a que empiece aquello y la primera imagen es la luna alineándose mientras suena el manido Zarathustra. Y se oyeron risitas entre el público, porque justo acababa de estrenarse una película titulada Estación polar cebra que comienza exactamente igual. «¿Qué demonios es esto? Esto es igual que Estación polar cebra«. A continuación llega el amanecer del hombre. Monos. ¡Se supone que es una película sobre el espacio! Y se echaron a reír porque hacía una semana que habían visto El planeta de los simios. En ese momento la película quedó vista para sentencia. «¿Qué es esto? ¡Son tíos disfrazados de monos! ¡Esto ya lo hemos visto! ¿No puedes ser más original con todo el dinero que te has gastado?». Así que los críticos masacraron la película. En aquel contexto, había cantidad de prejuicios en contra. Como sucede con muchas otras películas.
Michael Powell y Emeric Pressburger, que hicieron en Inglaterra Las zapatillas rojas, A vida o muerte con David Niven, I Know Where I’m Going!, cinco o seis obras maestras, rodaron en 1943 una película titulada Coronel Blimp, en Technicolor. El Ministerio de Defensa les recomendó que no la hicieran, debido al tema, que trata la amistad entre un inglés y un alemán, interpretados por Roger Livesey y Anton Walbrook. Tuvieron que robar, o debería decir tomar prestado, el equipo militar para ciertas escenas porque no obtuvieron ninguna colaboración. También les dijeron: «Si hacéis esta película, si seguís adelante, al jefe no le va a gustar. A Churchill no le gusta la idea, ahora mismo no es un buen momento». […] Para mediados de los años cincuenta las cosas habían cambiado; Inglaterra había cambiado, el mundo había cambiado y las películas de Powell y Pressburger perdieron el favor del público hasta tal punto que apenas sabíamos nada de ellos, no había nada escrito al respecto de estos dos cineastas. Así que empezamos a investigarles y una de las películas clave era ésta, Coronel Blimp. Originalmente duraba dos horas y cuarenta y seis minutos, una historia épica maravillosa, pero fue reeditada múltiples veces. Yo la vi por primera vez en blanco y negro. Después la vimos por fin en color en una copia de 16 milímetros en PBS, en Nueva York; una versión de dos horas en las que habían cambiado la cronología de las tramas para eliminar todos los flashbacks. Aun así era muy interesante y muy conmovedora también. Finalmente en los años ochenta se recuperó el montaje original. Lo que sucedió fue que, tras haber restaurado Las zapatillas rojas, desde la Film Foundation fuimos al fin capaces de conseguir la financiación para restaurar Coronel Blimp, una tarea que ha llevado mucho tiempo, ya que se trata de una película de 3 horas en Technicolor, lo cual implica tres negativos, igual que Las zapatillas rojas, sólo que el proceso ha sido aún más complicado porque se trataba de una película más antigua y los negativos se hallaban incluso en peor estado. Finalmente fue reestrenada el año pasado, se editó el Blu-Ray y curiosamente ahora empiezan a escribirse artículos que consideran Coronel Blimp la mejor película británica jamás realizada.
* Scorsese hace aquí referencia a dos comentarios anteriores de su conferencia, uno acerca de cantidad de placas fotográficas de la Guerra Civil americana que se perdieron tras ser vendidas a granjeros que las usaron para levantar invernaderos con los cristales y a la pervivencia de una tablilla cuneiforme que describe una transacción comercial como ejemplo de que incluso las cosas más banales pueden acabar teniendo una importancia para el estudio futuro.
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Cultura Impopular está escrito por Óscar Palmer. Puedes contactar con él por correo electrónico.