martes 9 de abril de 2013
El viernes pasado fallecía, tras una larga y esforzada pelea contra el cáncer, el que probablemente fuese, con permiso de doña Pauline Kael, el crítico de cine más conocido del mundo: Roger Ebert, sin lugar a dudas uno de nuestros héroes aquí en Cultura Impopular (¿qué otro crítico conocéis que haya escrito guiones para películas de Russ Meyer y que afirmara haber aprendido el oficio leyendo la revista Mad?). Para alguien como yo, que no cree en la crítica objetiva y que por lo general desconfía de quien dice practicarla, Ebert ha representado durante mucho tiempo uno de esos raros oasis en los que refugiarse del dogmatismo y la escasez de miras propios de aquellos que piensan que la función del crítico consiste en sentar cátedra, cuando no dictar sentencia. Al margen de que pudiera estar de acuerdo o no con sus valoraciones (y muchas veces no lo estaba), el hecho es que la lectura de los textos de Ebert me motivaba una curiosidad, unas reflexiones y un placer que no suelo hallar, por desgracia, en los de la mayoría de críticos actuales. Y no se trata, como digo, de un problema simplemente de gustos, sino de respeto. Respeto por los creadores (cuya obra hay que desentrañar e intentar comprender en sus propios términos en vez de limitarse a la simple valoración a partir de unos criterios y prejuicios establecidos de antemano) y por supuesto respeto por el lector. En resumen: no me interesa el crítico que pontifica cual baquiano convencido de que sólo hay un camino correcto, pero sí me estimula y mucho el crítico capaz de entablar un diálogo consigo mismo y con la obra (el que plantea, indaga, se debate). En mi opinión, Ebert era uno de los más destacados entre estos últimos y desde luego uno de los que más claramente ha influido en mi propia manera de ver la crítica. Vaya pues como homenaje este pequeño extracto de sus comentarios a una de mis películas fetiche, Dark City, en los que además de hacer gala de su buen ojo desarrolla una reflexión de lo más oportuna: la experiencia fílmica (y con la literaria pasa exactamente lo mismo) depende por completo del punto de encuentro al que quieran o sepan llegar el creador y el receptor de la obra en un momento y circunstancias determinadas. Mis críticas favoritas son precisamente aquellas capaces de explorar el cómo y el por qué de esa experiencia de una manera debidamente contextualizada. Pero de contextos ya seguiremos hablando en una próxima entrada. Por ahora, os dejo con Roger Ebert.
Roger Ebert con el tío Russ.
El gabinete de Sir John Soane
Sir John Soane vivió a finales del siglo XVIII y fue uno de los grandes arquitectos de su tiempo en Londres. […] Algunos de sus cuadros resultan intrigantes porque en ellos reunía varios diseños de edificios que había construido o que quería construir y los juntaba todos en un paisaje urbano imaginario, muy cerca unos de otros, casi apilados, comprimidos, porque por grande que fuera el lienzo siempre tenía más diseños que espacio. De modo que cuando vi Dark City inmediatamente pensé en Sir John Soane. Los edificios se hallan compactados con gran densidad, muy cerca unos de otros, y hay capas sobre capas, tranvías y pasos elevados, arcos que conducen a pasajes subterráneos, edificios con elementos clásicos. Y cuando uno contempla todos esos paisajes urbanos tiene recuerdos no de una ciudad real, sino de una ciudad tal como existe en la imaginación de un arquitecto. Y, ciertamente, cuanto más averiguamos acerca de la naturaleza subyacente de Dark City y cómo se ve modificada cada noche por los Ocultos, nos damos cuenta de que lo que están haciendo es una ciudad nueva a partir de ideas previas, como los arcos y los detalles arquitectónicos que pueden recombinar de diversas maneras. Por todo ello sentí que el espíritu de Sir John Soane estaba realmente presente en la película, completamente al margen de que Alex Proyas o su director artístico hubieran tenido a no algún interés en su obra. Esa no es la cuestión. Lo que importa es que ambos han explorado un mismo concepto: el del paisaje urbano imaginario e idealizado.
Perspectiva de varios diseños para edificios públicos y privados ejecutados
por John Soane entre 1780 y 1815, cuadro de Joseph Michael Gandy.
[…] El hecho de que el doctor Schreber tenga el nombre de una persona real es también interesante, pues el auténtico Schreber fue al parecer un esquizofrénico que escribió un libro en el que exploraba su condición en un momento en el que aún era poco conocida y estudiada. Y su libro pasó a ser extremadamente valioso para Freud y creo que también para Jung. En Dark City tenemos una serie de personajes que técnicamente están viviendo vidas esquizofrénicas, en el sentido de que son distintas personas dependiendo del día. Se trata de una esquizofrenia impuesta. En otras palabras: hoy puedes ser un asesino, mañana serás un revisor, al otro trabajas en un restaurante o cualquier otra cosa. […] Y resulta irónico que sea Schreber, el personaje inspirado por un hombre que tuvo problemas con la realidad y la esquizofrenia, quien inyecta las personalidades a todos los demás. Es una manera interesante de utilizar el nombre para evocar eso en cierto modo. En mi reseña original de la película también me pareció interesante que el nombre del detective fuera Bumstead. Nueve de cada diez personas asociarían el nombre con Dagwood Bumstead, pero si estás en el mundo del cine automáticamente piensas en Henry Bumstead, uno de los grandes directores artísticos de todos los tiempos. Así que la pregunta es: ¿y si nunca has oído hablar de Schreber? ¿Y si crees que Bumstead hace referencia a Dagwood? ¿Perjudica eso tu experiencia como espectador? Y yo no lo creo. Creo que cuanto más sepas, más interesante puede parecerte, pero tampoco es necesariamente fatal que lo que no sepas. Creo que se puede disfrutar de una buena película únicamente a partir de lo que sea que estés extrayendo personalmente de ella. Y para ello no es necesario captar todas las referencias. Lo único que pasa si las ves es que pueden aportarte asociaciones y pueden aportarte ideas de en qué cosas estaba pensando el director… o a lo mejor no. Porque con frecuencia, creo, uno puede aportar a una película ideas que el director ni había tenido ni había insertado deliberadamente en ella. Pero eso está bien; más de un director me ha dicho que, una vez terminada, la película deja de ser suya. Que una vez terminada, la película existe entre la pantalla y la mente del espectador. Existe en ese espacio entre medias. Y la película ya no es lo que tenía el director en la cabeza, sino lo que sea que suceda ahí dentro, en ese espacio. De modo que se trata de un verdadero encuentro de mentes. Todo lo que se ve en la pantalla es la mente del director; todo lo que llevas tú dentro es la tuya. Y ambas se juntan para crear esta película que en realidad puede que ninguno de los dos veáis exactamente del mismo modo.
Adenda: mientras preparaba esta entrada, han aparecido en Internet dos entrevistas que contienen reflexiones no sé si similares sobre el papel y la función de la crítica, pero que a mí desde luego me han parecido interesantísimas. Una es esta de Kike Infame con Alberto García, crítico y editor de cómics, y otra es esta del propio Alberto al cineasta e historietista Carlos Vermut. Dos lecturas muy recomendables en cualquier caso.
Cine • Creación
Crítica de la crítica, Dark City, John Soane, Roger Ebert Sin comentarios
viernes 5 de abril de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 4: Rápidos de reflejos (Peter Bagge)
Tres años después de que Fantagraphics empezara a publicar Love and Rockets, otros dos autores de primera fila, Peter Bagge y Daniel Clowes, se unieron a su escudería estrenando sendos y flamantes comic-books. Peter Bagge, el más veterano de ambos, había crecido leyendo Mad y viendo muchos dibujos animados de la Warner, dos influencias que decantaron inevitablemente su carrera hacia el dibujo humorístico. Sin embargo, no todos sus recuerdos de infancia son tan agradables como las carreras que se pegaba del colegio a casa para llegar a tiempo de ver completos los episodios de Looney Tunes: «Mis padres empezaron a beber mucho», explica. «Se convirtieron en unos alcohólicos. A mi padre no parecía afectarle demasiado. Llegaba a casa, se emborrachaba y se quedaba frito. Podía tener alguna que otra explosión de temperamento, pero eso era todo. Mi madre, sin embargo, bebía durante todo el día, y cuando se emborrachaba se ponía extremadamente melancólica. Tendía a sentir pena por sí misma y se convirtió en una depresiva. […] Mis padres no nos animaban a nada. Mi hermano y yo nunca nos metimos en líos del tipo de salir a cometer crímenes o vernos envueltos en peleas, pero nos convertimos en unos auténticos vagos. No sólo en la escuela, sino también en casa. Nuestra habitación era un desastre. Nunca la limpiábamos y mis padres dejaron de decirnos que lo hiciéramos, hasta que se convirtió en un lugar tan repugnante que cuando mis amigos venían a verme casi vomitaban; había comida y basura apilada por todas partes». Estas circunstancias familiares no tendrían mayor importancia de no ser porque marcaron de forma indeleble el desarrollo creativo de Bagge, convirtiéndole a la larga y en primer lugar en uno de los dibujantes más trabajadores del panorama independiente (evidentemente, conoce de primera mano los deprimentes resultados a los que puede conducir la apatía), y ofreciéndole en segundo suficientes experiencias como para reflejar sobre el papel la verdadera naturaleza de ese tan a menudo glorificado ente que responde al nombre de “familia media norteamericana”; no es de extrañar que de entre todos sus personajes siempre sobresalieran los Bradley, a la postre a los que más páginas ha dedicado.
Pese a su temprana afición por los cómics, Bagge no dio con el elemento detonante que le empujó a dedicarse profesionalmente al medio hasta que empezó a estudiar en la School of Visual Arts de Nueva York. Ese detonante fueron los tebeos underground y, más concretamente, los tebeos underground de Robert Crumb: «[Los primeros underground que compré] fueron los viejos tebeos de Crumb: Uneeda y Hytone. Hytone fue siempre mi favorito, quizá porque fue el primero. Aquella portada con aquel tipo meando en el baño sencillamente me conquistó. En realidad era muy parecido al humor escatológico de los tebeos que dibujábamos mi hermano y yo cuando éramos niños. Y por supuesto pensábamos que era hilarante. ¡Pero ver que alguien había tenido el valor de editarlo era una cosa completamente distinta! [risas] Aquel adulto completamente maduro que sabía dibujar, desperdiciando el talento que Dios le había dado dibujando a un tipo meando en el retrete. ¡Era sencillamente genial! ¡Era brillante!».
Aquella prueba palpable de que no había coto a la libertad cretiva provocó que Bagge se pusiera de inmediato a preparar historietas y que empezara a llamar a diferentes puertas en busca de alguien que quisiera publicarlas. Finalmente, consiguió contactar con John Holstrom, editor de la revista neoyorquina Punk, quien quedó encantado con su personaje Studs Kirby y le prometió un espacio en su publicación. Sin embargo, Punk cerró inesperadamente antes de que aquella promesa hubiera tenido oportunidad de cumplirse, así que Holstrom y Bagge decidieron asociarse para publicar con su propio dinero Comical Funnies, una antología que no duró demasiado debido a las discrepancias entre ambos socios: Holstrom quería introducir contenidos musicales que pudieran atraer a más lectores y Bagge se negaba a invertir su dinero en una revista en la que lo principal no fuesen las historietas. Tras el cierre de Comical Funnies, Bagge publicó donde pudo y donde le dejaron, apuntando en su currículum diversas colaboraciones en medios tan variopintos como la revista de humor Cracked o el ignoto magazine informático K-Power. Hasta que apareció Weirdo, antología que acentuó aún más la categoría de Crumb como importante punto de referencia en su vida. «Me convertí en un fan de Weirdo en cuanto lo vi», afirma Bagge. «Al principio, le envié a Crumb un montón de cosas y él las rechazó todas, pero transcurrido algún tiempo empezó a aceptarme algunas historietas. Después, me ofreció convertirme en el coordinador. […] Yo me había cansado de autopublicarme y estaba buscando un editor de verdad que me dejara sacar una antología en la que pudiéramos colaborar yo y mis colegas de Nueva York. Cuando le mencioné aquella idea a Crumb, él me dijo: “Bueno, si quieres ser coordinador, ¿por qué no coordinas Weirdo? Ahí tienes una revista que ya existe”. Y acepté hacerlo. Por qué diablos creyó Crumb que estaría a la altura de la tarea, es algo que todavía no acabo de entender, aunque [su mujer] Aline y él siguen jurando aún en la actualidad que Robert pensó mucho en aquello y que se convenció de que podría hacer un buen trabajo».
Visto el resultado con la distancia que otorga el tiempo, nadie podrá negarle a Crumb que tuvo buen ojo al darle aquella oportunidad al joven dibujante, pero lo cierto es que en su momento hubo quien tuvo sus dudas; y uno de los que con más firmeza se dedicó a manifestarlas resultó ser Ron Turner, el editor de Weirdo, que puso mil y una pegas al recién llegado. Por ello, Bagge se acercó a las oficinas de Kitchen Sink y de Fantagraphics para ver si alguna de las dos editoriales estaría interesada en hacerse cargo de la revista. «Le enseñé a Gary Groth las historietas en las que estaba trabajando en aquel entonces, y le gustaron», recuerda, «pero tenía los mismos problemas con Weirdo que Dennis Kitchen. Dijo que algunas de las cosas que estaba incluyendo Crumb en la revista eran pura mierda, y que tenía sus reservas. Pero le gustaron mis cómics, y me dijo: “¿Sabes? Si algún día quisieras tener tu propio comic-book me encantaría publicarlo”. Y yo le respondí: “Oh, vaya, gracias”. Pensaba que estaba hablando por hablar. No podía creer que fuese capaz de darme un tebeo para mí solo sencillamente porque le gustaba mi trabajo. En todo caso, cuando me trasladé a Seattle, sólo me dedicaba a coordinar Weirdo, algo que ni de lejos ocupaba todo mi tiempo. Aún seguía dibujando tebeos que no podía publicar en ningún sitio. […] Me puse otra vez en contacto con Fantagraphics y les pregunté: “¿Estábais hablando en serio cuando me propusísteis publicar mi propio comic-book?”. Y dijeron: “Sí”. De modo que respondí que muy bien. Hablamos de las condiciones y de la periodicidad. […] Para 1985 estaba coordinando Weirdo, y dibujando Neat Stuff a jornada completa». Quizá el aspecto más curioso de toda esta etapa inicial en la carrera de Bagge sea que ya desde un primer momento se presentó como un autor en posesión de un estilo único y definido, lo que propicia que sus primeros trabajos sigan siendo perfectamente reconocibles como suyos hoy en día pese a lo imperfecto de su ejecución. Es decir, los acabados eran mucho más titubeantes, se notaba una absoluta falta de firmeza en el trazo, aún no había desarrollado la trabajada técnica de rayado tan característica de los últimos números de Neat Stuff y de los ejemplares en blanco y negro de Hate, y la caricatura de los personajes era mucho menos elaborada; pero los rasgos básicos del “estilo Bagge”, como la angulación de los cuerpos, la deformación exagerada de los rostros y esa característica tan peculiar de dibujar siempre frontalmente los dos ojos de sus personajes aunque éstos se encuentren de perfil, ya estaban presentes. Por otra parte, aunque menos depurado, su sentido del humor se movía ya en las mismas coordenadas que ahora: escatología, deformación grotesca del transcurrir cotidiano y poca consideración para con sus personajes, en el fondo meros blancos para sus cáusticas observaciones.
Este último aspecto es quizá atribuible a la naturaleza fragmentada de Neat Stuff, un tebeo que aunque tenía personajes fijos estaba compuesto de historietas episódicas e independientes construidas más en torno al chiste que a un desarrollo argumental; una característica que cambió con la creación de Hate, ya que, al ser más largas y estar integradas en una continuidad, las historietas realizadas para esta serie le permitieron a Bagge dar cancha a la evolución de sus personajes, lo que contribuyó a que antes o después a éstos les acabaran por asomar algunas características en el fondo humanas y apreciables, por mucho que superficialmente siguieran siendo unos bastardos o unos anormales. El cambio de serie vino propiciado por la decisión de Bagge de darle el carpetazo a Neat Stuff con intención de iniciar una nueva aventura con más futuro comercial (al contrario que otros autores alternativos, Bagge nunca ha ocultado su desagrado por el nicho que ocupan en el mercado los cómics independientes y su intención de ganar el suficiente dinero con los tebeos como para poder vivir cómodamente). De este modo, rechazó el formato magazine que tenía su anterior colección para adoptar el del comic-book tradicional, decidió utilizar un solo personaje principal (a sabiendas de que los personajes suelen tener más tirón popular que los autores) y de entre los múltiples integrantes de Neat Stuff escogió como protagonista al hijo mayor de la familia Bradley, el veinteañero Buddy Bradley, supongo que a sabiendas de que ésa es precisamente la franja de edad en la que se mueven la mayoría de sus lectores potenciales. La jugada le salió bien y poco a poco Hate se convirtió en el superventas de Fantagraphics, lo que repercutió en los interiores del tebeo, que pasaron de ser en blanco y negro a ser en color a partir del número 16. Este cambio cosmético le costó a Bagge varias críticas provenientes del sector más integrista del planeta alternativo, que le acusó de vendido por querer trascender el mercado del tebeo independiente. Lo que muchos no tuvieron en cuenta, sin embargo, fue que Bagge aprovechó la popularidad de su tebeo para dar cancha a diversos autores desconocidos por la mayoría de sus lectores, como Rick Altergott, Dame Darcy, Ariel Bordeaux o Walt Holcombe. Mediante la inserción de historietas cortas y relatos de estos y otros autores, Bagge convirtió progresivamente Hate en una especie de antología de espíritu similar a Weirdo, y en los últimos números de la serie se dio el gustazo de publicar historietas realizadas a medias con Beto Hernández, Adrian Tomine, Robert Crumb y Alan Moore.
Aparte de todo eso, hay que reconocer también que Hate es sin duda alguna el trabajo más maduro de su autor. Además del aumento progresivo de la entidad de sus personajes, Bagge supo responder perfectamente al reto que suponía construir unas historias mucho más largas que a las que se había acostumbrado hasta entonces, y demostró que aparte de saber contar chistes también era un estupendo narrador de acontecimientos, llegando a alcanzar desarrollos bastante complejos, sobre todo a partir de que hizo que Buddy regresara a casa de sus padres, obligándole a interactuar con un reparto habitual mucho más numeroso que el de los primeros números. Quizá la serie perdió elementos cómicos y disparatados, pero ganó varios enteros en cuanto que supo ofrecer un retrato creíble, turbador y amargo de la vida al filo de la treintena, un rasgo de la serie que pasó de ser elemento paródico a convertirse en el tema principal de la misma. En realidad no creo que fuese tanto un paso tan meditado como una consecuencia lógica de la evolución de Bagge como autor y como persona: «Cuando empecé a hacer Hate estaba a punto de ser padre», dice. «Había empezado a ganar un sueldo medianamente decente y además había llegado a los treinta, de modo que pude distanciarme naturalmente de mi pasado bohemio y de renta limitada. Empecé a ser capaz de contemplar de un modo objetivo aquellos años que pasé viviendo en Nueva York y Hoboken. Y todas las cosas que me sucedieron a mí o a mis amigos se convirtieron en una enorme fuente de inspiración e ideas; una tonelada de ideas que de repente me asaltaban al unísono. No me extrañaría… aunque no tengo planes para ello, pero no me extrañaría que dentro de diez años hiciese un tebeo más o menos basado en lo que estoy experimentando ahora. No consigo imaginarme qué podría tener de interesante un comic-book basado en mi vida actual, pero hace cinco o diez años tampoco podía ver en mi vida nada que sirviera para hacer un tebeo interesante».
Mientras llega ese hipotético momento, Bagge, tras haber clausurado Hate, ha optado por matar el tiempo pasándose a Homage Comics (una filial de DC), sello para el que escribe Yeah!, un tebeo de aventuras protagonizado por un grupo de música femenino e intergaláctico que ilustra Gilbert Hernández. Su intención, imagino, es hacer un tebeo para todos los públicos, deliberadamente tontuno y ligero; sencillo de digerir y completamente intrascendente; el equivalente en tebeos a la música chicle, vamos. En ese sentido, hay que reconocer que ha cumplido con creces todos sus propósitos; ahora bien, no es en absoluto un tebeo dirigido a sus lectores habituales, lo cual me imagino que habrá decepcionado amargamente a más de uno. Nada más lejos de mi intención que juzgar a Bagge en un sentido o en otro (entre otras cosas porque me parece admirable que alguien se dedique a producir buenos tebeos para chavales de entre diez y catorce años, dado que el mercado realmente anda escaso de ellos), pero eso sí, espero que no tarde mucho en volver a realizar obras con algo más de sustancia, ya que tampoco andamos sobrados de autores capaces de proporcionárnoslas.
Cómic
Buddy Bradley, Cómic alternativo de los 90, Odio, Peter Bagge Sin comentarios
lunes 1 de abril de 2013
«La escena del crimen. Nuevas aproximaciones al género negro norteamericano» es el título del artículo con el que he colaborado en Supercómic, una antología de ensayos sobre historieta contemporánea coordinada por Santiago García y editada por Errata Naturae que hoy sale a la venta. El libro viene a sumarse a otros volúmenes de la misma editorial dedicados a explorar desde múltiples perspectivas fenómenos de la cultura popular como los videojuegos (Extra Life), las series de televisión (The Walking Dead, The Wire) o la crónica negra (Asesinato en América), y si os queréis hacer una buena idea de quiénes son sus autores y cuáles son sus contenidos, aquí podréis leer completa la introducción de Santiago, en la que además de presentar el contexto y los temas de la antología, repasa y comenta todos los artículos que la componen (en total once, más una historieta de Max con Mireia Pérez).
En lo que respecta a mi aportación en concreto, poco puedo añadir a su explícito título, al margen de que una de las recomendaciones que me hizo Santiago al encargármela fue que la escribiera pensando no tanto en un lector habitual de cómics como en un lector habitual de Es Pop; alguien interesado en la cultura popular en general y con un aprecio particular por el género negro en concreto que pudiera tener cierto interés por dar el salto y añadir unos cuantos tebeos a su dieta habitual de ficción criminal. Con ese objetivo en mente y como guiño al estupendo tebeo homónimo de Ed Brubaker, Michael Lark y Sean Philips que me sirvió de pistoletazo de salida y punto de partida para desarrollar todo el artículo, surge este «La escena del crimen», cuyos párrafos introductorios reproduzco a continuación:
Impulsado por el boom de los escritores escandinavos y reforzado por el arrollador éxito de populares series de televisión marcadas de una u otra manera por el elemento criminal, aunque sea desde perspectivas tan distintas como en Los Soprano, The Wire o Breaking Bad, el género negro parece estar viviendo un extraordinario resurgir comercial que no podía dejar de tener su eco en el mercado de la historieta. No es un fenómeno nuevo. Aunque raras veces haya asumido la preponderancia de otros géneros como la ciencia-ficción y particularmente los superhéroes, la narrativa criminal cuenta no obstante con una rica tradición en el cómic norteamericano, al menos desde el punto de vista cualitativo, con momentos particularmente álgidos como la era dorada de las tiras diarias (con aportaciones tan notables como el Dick Tracy de Chester Gould o Agente secreto X-9 de Alex Raymond y Dashiell Hammet) o durante los años cuarenta y cincuenta (su momento de mayor éxito comercial, cuando cabeceras como Crime Does Not Pay alcanzaban ventas superiores al millón de ejemplares mensuales a la vez que anticipaban el fenómeno de la ficción basada en crímenes reales que posteriormente popularizaría Dragnet en la televisión y dignificaría A sangre fría en la literatura). Ya en los noventa, autores surgidos tanto de la gran industria (Frank Miller con su Sin City) como de la más rabiosa independencia (David Lapham y su autoeditado Balas perdidas) anticiparon el regreso a la palestra del noir con mayúsculas, más allá de la parodia, los vulgarismos y los lugares comunes (el sombrero y la gabardina) que tan a menudo suelen suplir la ausencia de ideas o de un enfoque verdaderamente personal, particularmente en géneros con unos rasgos estilísticos tan marcadamente reconocibles a partir de cuatro clichés como el policiaco. Afortunadamente, lo que hace tan sólo una década podía considerarse poco menos que una presencia prácticamente anómala, parece estar afianzándose poco a poco como una nueva vía, todavía pequeña pero jugosa, para los amantes del noir. El presente texto no pretende ser ni mucho menos una guía exhaustiva del nuevo cómic de género negro, sino simplemente una serie de reflexiones acerca de algunas aproximaciones recientes al mismo, con la intención de contextualizarlas mínimamente en el actual panorama literario y audiovisual, no porque la historieta como medio carezca de sobrada entidad por sí misma, sino pensando únicamente en que, quizá, esta vía pueda resultar más transitable o familiar para aquellos aficionados al género negro en general que anden buscando una puerta de entrada al mundo de la viñeta.
Continúa en Supercómic.
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Noir, Santiago García, Supercómic Sin comentarios
viernes 29 de marzo de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 3: ¿Los padres del invento?
Ahora intentemos por un momento situarnos en 1981 e imaginar cómo se presentaba el panorama del tebeo norteamericano ante cualquier aspirante a historietista. El underground había poco menos que desaparecido del mercado; las editoriales independientes como Eclipse, First y demás, que en un principio parecía que iban a abrir una nueva vía para el medio al margen de la gran masa de tebeos de superhéroes publicados por Marvel y DC, se mostraban más interesadas en hacerles la competencia a las dos grandes en su mismo terreno que en ofrecer un material realmente alternativo; únicamente una o dos entregas de Raw habían aparecido hasta la fecha y Weirdo aún no había llegado a las tiendas, aunque estaba a punto de hacerlo. Evidentemente, no había mucho donde escoger. Para cualquier autor joven cuyo sueño no fuera llegar a dibujar superhéroes, y cuyo criterio estético no comulgara con la apuesta de Art Spiegelman, únicamente quedaba una salida: recurrir a la autoedición. Ahora bien, pese a que en la actualidad el concepto de autoedición nos pueda parecer un elemento integrante del vocabulario historietístico, lo cierto es que en aquel momento apenas representaba un sector del mercado prácticamente inexistente y en pañales. Es verdad que existían precedentes como el Cerebus de Dave Sim o ElfQuest, de Wendy y Richard Pini, pero no pasaban de ser pequeños torreznos flotando en una sopa de proporciones abisales. Los riesgos parecían (y probablemente eran) mucho más grandes que en la actualidad. Fue precisamente en este mercado, marcado por la indecisión, en el que vinieron a hacer su aparición los hermanos Hernández: Beto, Jaime y Mario.
Actitud punk: Beto, Jaime y Mario a primeros de los 80.
Los Hernández habían crecido en una casa en la que se respiraba un ambiente completamente propicio para el desarrollo de sus habilidades artísticas, y en la que siempre se les había animado a leer tebeos. Ellos, por su parte, no hacían distinciones; devoraban por igual los tomos recopilatorios de Carlitos y Snoopy que los tebeos de superhéroes de Stan Lee, Jack Kirby y Steve Ditko; las diversas series de Archie que los comix underground que compraba Mario, el mayor de ellos. Sin embargo, quizá nunca habrían llegado a dibujar tebeos de un modo profesional de no ser porque a lo largo de los años setenta se aficionaron a la música y se sumergieron de lleno en la explosión del punk: un movimiento musical caracterizado por la inmediatez, la garra y una mentalidad que impelía a cualquiera a expresarse libremente y en voz alta mediante el instrumento que se le antojara, supiera tocarlo o no. «El punk me volvió lo suficientemente gallito como para creer que podía hacer un comic-book, y que era bueno, y que estaba bien, en vez de sentirme intimidado por los dibujantes de la Marvel», recuerda Beto. «Por malos que fueran, al menos sabían dibujar edificios. Yo no podía hacerlo a menos que me los inventase, y eso me intimidaba. De modo que con el punk llevé esa anarquía musical a los tebeos» .
No fue Beto, en todo caso, el principal responsable del nacimiento de Love and Rockets, sino Mario; irónicamente, el Hernández que menos se implicó posteriormente en su realización, pero que resultó clave a la hora de empujar a sus hermanos a que se decidieran a producir material publicable. Tal como él lo explica: «Solíamos hacer nuestras historietas y de vez en cuando Jaime me dejaba entintar algunas de sus primeras aventuras de Mechanics. También Gilbert me dejaba entintar sus historias de Inez y Bang, y terminamos algunas cosas que llevamos a convenciones y con las que nadie sabía qué hacer. Durante una temporada atravesamos como una etapa de sequía y yo me descolgué un poco del tema, pero empecé a ver que Gilbert se estaba volviendo bastante bueno, más profesional. Jaime, por su parte, estaba haciendo How to Kill a… y en un año había cambiado completamente de dibujo, pasando de aquel estilo de aficionado que tenía al principio a utilizar el claroscuro. Recuerdo coger aquellas páginas y alucinar. Pensé: “Esto es completamente profesional”». «Aquello también fue una sorpresa para mí», añade Beto. «No sabía que Jaime pudiera dibujar de aquel modo. Ya no estaba en casa de nuestra madre, porque estaba viviendo con un primo nuestro. Y un día fui a verle, vi sus páginas y dije: “No tenía ni idea…”». «Aquello fue lo que acabó de decidirme», continúa Mario. «“Si esto es así de bueno, por lo menos servirá para compensar todo lo demás”, así que le dije a Gilbert: “Vamos a hacerlo”. Y Gilbert empezo a trabajar en Bem y cada vez iba puliendo más su material, así que pensé: “Vaya, esto está yendo mucho más allá de lo que yo había imaginado”. De modo que recurrí a una amiga que trabajaba en la imprenta de la universidad y allí hicimos los fotolitos del primer número. Después le pedimos prestado a nuestro hermano Ismael el dinero [para imprimirlo]».
Una vez tuvieron el tebeo en la mano, los tres hermanos no supieron muy bien qué hacer con él. Lo distribuyeron por unas cuantas tiendas de Los Ángeles y a Beto se le ocurrió enviarle un ejemplar a Gary Groth para ver si lo reseñaba en The Comics Journal: «Habíamos estado leyendo la revista, Jaime se había suscrito. Pensé: “Dios, estos tipos son los hijos de puta más cabrones del mundo, si podemos aguantar lo que digan de nosotros, será que podemos aguantar lo que nos echen”. […] Dos semanas más tarde, Gary nos escribió una carta diciendo: “Uauh, esto es genial, queremos empezar a editar nuestros propios tebeos. ¿Qué os parecería que os publicáramos?”. Durante un minuto me estuve diciendo a mí mismo: “No, aún podemos hacerlo nosotros”. Y después exclamé: “¿Qué pasa conmigo, estoy loco o qué?”».
La publicación de Love and Rockets por parte de Fantagraphics es sin duda alguna uno de los acontecimientos más importantes de la historia del tebeo norteamericano de los ochenta y un punto de referencia ineludible para los títulos alternativos de los noventa: por primera vez, unos autores desconocidos, situados al margen del underground, los superhéroes y cualquier otra casilla de referencia, podían ver publicadas sus historietas, no en una antología sino en su propio tebeo. Más aún: el talento de los Hernández, rápidamente reducidos a dos, demostró la viabilidad del proyecto. Pronto, nuevos títulos empezarían a unirse a Love and Rockets en el catálogo de Fantagraphics, y otras editoriales, como la canadiense Vortex, se animarían a repetir la experiencia de esta editorial publicando a autores como Chester Brown.
Sin embargo, hay que reconocer que poco había en aquel primer número que pudiera presagiar que Love and Rockets iba a convertirse en uno de los escasos tebeos indiscutibles de las dos últimas décadas. Beto había dedicado sus esfuerzos a desarrollar Bem, una extensa aventura épica de ciencia ficción, socarrona, coral y extrañamente trufada de escenas costumbristas, que prometía bastante pero se le iba absolutamente de las manos; Jaime, por su parte, únicamente presentó unas cuantas cápsulas protagonizadas por sus personajes básicos, Maggie Chascarrillo, Hopey Glass y Penny Century, sin que asistiéramos a ningún acontecimiento excesivamente interesante, con la única excepción de un flashback mediante el que narraba el primer encuentro entre Maggie y Hopey.
La mezcla de fantasía y costumbrismo que he mencionado como una característica sorprendente de la primera historieta de Beto, pasó de inmediato a ser la que mejor definía el trabajo de Jaime. En aquellas primeras entregas de Love and Rockets, Maggie era una mecánica prosolar (?) que arreglaba cohetes y robots mientras vivía alocadas aventuras junto a Rand Race, otro mecánico del cuál estaba enamorada. El número 2, por ejemplo, contenía una historia de cuarenta páginas en la que ambos personajes viajaban a un país inmerso en pleno proceso revolucionario para reparar una nave que había caído nada menos que sobre un enorme dinosaurio, dejándolo inmovilizado. Y aunque como narrativa de aventuras resultaba todo un éxito (divertida, amena y plagada de detalles interesantes tanto gráficos como argumentales), según Jaime «contenía todas las ideas que tenía en aquel momento. Quería meterlas todas en una sola historia, y cuando terminé con ella descubrí que me había quemado. [Los elementos fantásticos de Mechanics] se interponían en mi camino. No eran importantes. Cada vez me interesaba más contar historias creíbles, y sabía que no lo serían si detrás de todo ello había un dinosaurio o un cohete espacial. Me sigue encantando dibujar esas cosas, pero ya no son adecuadas».
Así pues, Jaime fue reduciendo los elementos fantásticos de sus historietas hasta que, tras culminar en el número once Love and Rockets la saga Las mujeres perdidas, hizo que Maggie abandonara su trabajo de mecánica y pasó a centrarse única y exclusivamente en sus relaciones con el amplio elenco de personajes que la rodeaban y a retratar la vida de Hoppers, un barrio latino de la imaginaria ciudad californiana de Huerta*, haciendo especial hincapié en un punto de vista femenino que sorprendió a propios y extraños por su autenticidad. Según Jaime, la idea de dar especial protagonismo a las mujeres en su tebeo surgió de «ir a conciertos en Los Ángeles y ver a aquellas jóvenes punkis de las que me enamoraba de inmediato. Estaban llenas de vida. No se parecían a nadie que yo conociera. Eran arrogantes, nada les importaba una mierda, eran estupendas**. [Sin embargo], estuve muchísimo tiempo sin salir con ninguna chica. Era un capullo [risas]. No tuve ni una sola cita mientras estuve en el instituto, y aún tardé bastante en tener alguna después de eso. Siempre fui demasiado tímido. Por eso empecé a dibujar mujeres en mis tebeos. Estuve haciendo dibujos de Maggie y Hopey durante años, sin saber qué hacer con ellas. Quería utilizarlas en historias, pero supongo que era demasiado perezoso. Cuando empecé a descubrir a las chicas siendo un adolescente, empecé a adorarlas, las puse encima de un pedestal. Pero no podía tocarlas. Me asustaban demasiado. Después empecé a vencer mi timidez, porque quería estar cerca de ellas; para mí eran como “visiones de la belleza”. Después pensé: bueno, puedo ser su amigo y estar cerca de ellas, y supongo que así es como empezó todo, así es como aprendí a tener amigas y con algunas de ellas llegué a hacer incluso mejores migas que con mis colegas. [Al final acabaron por bajar del pedestal], pero en ningún momento las arrojé al barro. Era más como: “Oh, uauh, están aquí, son tangibles”. Por eso me gustan tanto las mujeres, porque he aprendido a verlas más como personas que como objetos bellos».
Instalado definitivamente en el costumbrismo, Jaime pasó a estudiar la crónica diaria de unos personajes desarraigados, confusos, desorientados sentimentalmente y generacionalmente perdidos, con una sensibilidad, una capacidad de observación y una solidez argumental que desmienten categóricamente a todos aquellos que alguna vez le han considerado un estupendo dibujante pero un guionista menor. Es cierto que durante los primeros números de Love and Rockets salió perjudicado de la inevitable comparación que todos los lectores hacían entre su prosa y la de su hermano Beto (lo que compensaba la menor capacidad como ilustrador del segundo), pero nadie que haya leído historias como «Spring 1982», «Chester Square» o «Wigwam Bam» podrá dudar que Jaime ha firmado algunas de las páginas más conseguidas de la historia del medio sobre temas como el sentimiento de pérdida y la necesidad del cambio como única posibilidad de supervivencia en un mundo que va más rápido que sus personajes. Pero si notable resulta su evolución como escritor, la que experimentó como dibujante no merece otro calificativo que el de deslumbrante. Ya en el primer número de Love and Rockets demostró que tenía notables conocimientos de anatomía, y en el segundo dio todo un recital de composición, narración eficaz e imaginación visual; tres recursos por los que más de un dibujante habría dado gustoso la mano izquierda. Sin embargo, puestos a poner pegas y observando su posterior evolución, podríamos achacarle unos rayados en ocasiones excesivos que podían llegar a saturar las páginas en según que ocasiones, y unos rostros todavía poco definidos en la mayoría de sus personajes. En apenas un par de meses, Jaime había pulido por completo estos defectos y había empezado a utilizar masivamente los negros sólidos como elemento clave para dotar a sus dibujos de profundidad y relieve. Cuando empezó a publicar Las mujeres perdidas en el número 7 de la serie, se había convertido en un dibujante nuevo; para cuando terminó la aventura ya tenía un control absoluto y total de todos sus recursos y era uno de los mejores artistas de la historia del cómic norteamericano. Sin embargo, no se detuvo ahí. Jaime siguió evolucionando hasta conseguir depurar aún más su trazo, obteniendo un estilo basado en los blancos y los negros puros, y de paso introdujo en su dibujo elementos caricaturescos propios de los tebeos de humor que había leído en su infancia, todo lo cual le debe mucho a una de sus grandes influencias, Hank Ketcham, el creador de Daniel el travieso: «[Fue uno de los dibujantes de los que más aprendí]. Cuando volví a ver los trabajos de viejos autores que me habían gustado de pequeño descubrí que Hank Ketcham era el más sutil de todos ellos. Sabía cómo hacer que alguien inclinase la cabeza, que se sentara, mostrar el peso del cuerpo, todo. Es sorprendente. Podría decirse que es mi dibujante favorito de todos los tiempos».
Sin embargo, y pese a todo lo dicho, quizá el aspecto más llamativo de Jaime Hernández como creador sea su modo de trabajar (compartido hasta cierto punto por su hermano Beto), ya que desde siempre ha seguido un sistema más o menos caótico, consistente en ir dibujando las páginas según le apetezca, indistintamente de que pertenezcan al principio o al final de la historieta, y dejando muchas de ellas a medias, con algunas viñetas terminadas y otras sin empezar, lo cual no resultaría tan sorprendente de no ser porque encima nunca escribe guiones detallados, sino que va desarrollando las ideas argumentales a medida que las dibuja. Tal y como él mismo lo explica: «No trabajo a partir de guiones muy cerrados, sino a partir de escenas concretas. Siempre he dibujado lo que más me interesaba en un momento determinado. Es el modo en el que pensamos nuestro universo, el modo en el que conocemos a nuestros personajes. Es lo mismo que cuando estamos preparando una historia: “Bueno, sé que puedo saltar de aquí hasta allá, porque también sé que lo que voy a poder hacer entre medias está limitado de antemano”. A veces es el resultado de aburrirse de la página que estás haciendo. “No quiero dibujar esto ahora, y si me obligo voy a tardar mucho y voy a perder el tiempo, así que ¿por qué no salto hasta esta otra escena?”. Y en ocasiones simplemente sucede que quiero dedicarme a tal viñeta de Maggie porque va a aparecer vestida de tal manera y me apetece dibujarla. Supongo que el mejor ejemplo de esto fue aquella historiea de Mechanics de cuarenta páginas. Deberíais haberla visto cuando iba por la mitad. Era un desastre. La cuestión es que sé que necesito una página para contar una parte en concreto de la historia, pero no sé qué es lo que voy a contar. De modo que la dejo en blanco. Aún lo hago así. Gilbert sigue haciendolo así. Es como si fuera un ritmo. Sé cuántos compases voy a necesitar pero ignoro la nota en concreto que irá dentro».
Podremos seguir explorando este concepto de la creación historietística explicada mediante analogías musicales algo más adelante, cuando le toque el turno a Chris Ware, pero, mientras tanto, será mejor que regresemos a 1982, donde dejamos a Beto lidiando con la fallida y sobredimensionada Bem, un proyecto que probablemente necesitara extraer de su interior antes de poder pasar a cualquier otra cosa, aunque sólo fuese por extraerse una pequeña espina creativa que llevaba clavada desde hacía algún tiempo, ya que «cuando estaba en el instituto quería hacer el tebeo definitivo», recuerda. «No sé de donde salió aquella idea, pero recuerdo pensar en ello y decírselo a mis amigos, “Voy a hacer el tebeo definitivo”. Algo parecido a lo que hice con Sopa de gran pena, solo que Sopa de gran pena tiene substancia. Creo que iba a ser una especie de Space Opera. Quería hacer un cruce entre Lo que el viento se llevó y Planeta Prohibido. Siempre he tenido la sensación de que había algo épico en mi interior. Todavía tengo un montón de notas, pero es muy malo. En realidad, pensaba más en términos de cine, pero también sabía que no había manera de que pudiera convertirme en director. No sabía cómo podía llegar a hacer eso la gente. ¿Cómo coño pasas de ser una persona normal a dirigir La guerra de las galaxias? De modo que pensé: “Bueno, lo puedo hacer en tebeos”. Y siempre mantuve un interés por los cómics incluso en aquellos momentos en los que no seguía muy de cerca el medio».
Ese aliento épico, misterioso y coral que le hubiera gustado conseguir a Beto a juzgar por sus referencias fílmicas, debió de ser con toda probabilidad el motor que rugía tras el artefacto que fue Bem, pero el mismo autor supo ver de inmediato que no había conseguido transmitir aquellas sensaciones al papel, y en el número 2 de Love and Rockets presentó dos historietas completamente distintas: «Radio Zero» y «Music for Monsters»; la primera era un despendolado relato de misterio existencial y la segunda una aventura paródica protagonizada por sus personajes Bang e Inez. Ninguna de las dos era especialmente memorable. Parecía claro que Beto estaba necesitado de un concepto algo más sólido sobre el que enfocar su creatividad, de modo que recurrió a unas fuentes completamente alejadas del postmodernismo exhibido en aquellas primeras historias y desempolvó viejas referencias: «Sopa de gran pena ha estado conmigo desde que era un adolescente», afirma. «Aquel fue mi periodo de fanático de las películas, cuando vi todas las producidas antes de 1950 que daban en la tele. Veía cualquier cosa anterior a 1950 porque todas las películas de aquella época, fueran buenas o malas, tenían cierto romanticismo. No tenía criterio. Me gustaban todas. Después progresé hacia las de los años cincuenta y las extranjeras, y cuando veía a Sofia Loren en cintas como Ayer, hoy y mañana, o cuando vi Orfeo negro, siempre pensaba: “Con este material se podrían hacer unos tebeos estupendos”. Una especie de Gasoline Alley pero en una localización exótica, que me permitiera dibujar chicas con faldas cortas y cestas de comida sobre la cabeza. Era una fantasía de chaval».
¿Por qué, entonces, no había recuperado esa idea desde un principio? Según Beto: «Siempre me estaba diciendo a mí mismo: “Nadie va a querer ver esto. No es interesante. Nunca he visto cosas de estas en otros cómics, de modo que no va a llegar a nada. Ya no estamos en los días del underground, en los que podias hacer lo que quisieras”. Supongo que estaba realmente deprimido y que no creía que nada de lo que estaba haciendo tuviera valor alguno».
Afortunadamente, las cartas de ánimo enviadas por los primeros lectores de Love and Rockets le hicieron cambiar de opinión: «La razón por la que pasé de hacer cosas como Bem a Sopa de gran pena, fue porque las historias de Jaime estaban teniendo una respuesta bastante buena, y las mías no conseguían más que una respuesta mediocre. No fue por celos, sencillamente es que tenían razón. Señalaban cosas del trabajo de Jaime que yo decía: “espera un momento, yo también puedo hacer eso”. Estaban hablando de la relación entre Maggie y Hopey y sobre cómo Maggie parecía una persona real aunque le pasaran aquellas cosas tan raras, y yo había estado haciendo cosas como esas con Bang e Inez. Pensé: “Lo entiendo, sé que esto es mejor, y si están dispuestos a aceptarlo, estoy dispuesto a hacerlo”. Pero Jaime ya lo estaba haciendo con Maggie y Hopey, y si hubiera usado a Bang e Inez habría sido más de lo mismo. Tenía que tener algo propio que sobresaliera por sí mismo. Algo que fuera mío pero que fuese completamente diferente. De modo que todas aquellas películas de Sofía Loren y tal regresaron a mí. Me atreví a hacer Sopa de gran pena».
Sopa de gran pena es la crónica de la vida y los avatares que se suceden en el pequeño pueblo mexicano de Palomar (lo de mexicano es un suponer, porque nunca se especificó su localización real), a partir de la llegada al mismo de los dos personajes clave de la serie: Heraclio, un chaval cuya familia acaba de trasladarse allí, y Luba, una joven madre soltera que busca un sitio en el que ocultarse. Tras sentar las bases de su particular universo y presentar a algunos de sus personajes principales en el número 3 de Love and Rockets, Beto mostró las agallas de todo un veterano al saltar de inmediato unos diez años hacia el futuro para contemplar a sus creaciones bajo una nueva luz, mostrando las consecuencias de los cambios que se habían producido en sus vidas durante ese periodo de tiempo e introduciendo más personajes aún. Se podría decir que desde entonces la obra de Beto ha seguido dos caminos paralelos: uno que le ha llevado a rellenar todos los espacios en blanco que mediaban entre estas dos primeras historias (y otros anteriores aún, como la vida de Luba antes de su llegada al pueblo) y otro con el que ha proseguido la narración lineal de los sucesos acontecidos a partir del que podríamos denominar “segundo comienzo” de la serie.
Lo primero que sorprendió de aquellas primeras lecturas fue la fantástica integridad y autenticidad de aquel Palomar ficticio, la tangibilidad de sus personajes y la deliciosa humanidad que desprendían todas y cada una de sus páginas. Beto estaba creando una auténtica comedia en el sentido más tradicional de la palabra (tan humana como divina era la de Dante), y había empezado a componer un entramado de relaciones que, aunque entonces aún no lo sabíamos, iba a convertirse en un enorme cimiento sobre el que poder levantar una de las construcciones arquitectónicas más complejas vistas en la historia de la literatura (sí, he dicho literatura).
En todo caso, la complejidad puede ser un arma de doble filo que en más de una ocasión se ha vuelto contra el que la maneja. Así, Beto triunfó en su primera gran obra, Calor humano, reuniendo en un centenar de páginas a todo el reparto del que disponía entonces y creando una historia repleta de ramificaciones, vericuetos e implicaciones emocionales. Sin embargo, no se detuvo ahí y poco después acometió una nueva empresa, doblemente extensa, doblemente compleja y doblemente confusa (en cuanto que tenía más personajes y que la mayoría eran nuevos, ya que Río veneno, pues así bautizó la aventura, recogía la crónica de la vida de Luba desde su nacimiento hasta su llegada a Palomar y prescindía del reparto habitual), que tanto puede considerarse un éxito como un relativo fracaso. Un éxito porque, vaya, Beto escribe estupendamente; la historia producía congoja y entusiasmo a partes iguales, los personajes (como siempre) volvían a quedar definidos perfectamente ante el lector mediante tan sólo un par de viñetas, y la estructura de la obra, montada sobre el armazón de las tramas paralelas y la elipsis, permitía que una trama que perfectamente podría haber dado para una de esas extraordinariamente rebuscadas novelas de James Ellroy de cerca de 500 páginas de letra impresa quedara comprendida en 200 páginas de historieta.
Un relativo fracaso, porque en muchas ocasiones la narración adquiere un tono paroxístico, terriblemente acelerado y sincopado, que no hace sino confundir al lector, hasta el punto que a éste acaba por no quedarle más remedio que asistir sobrecogido a una sucesión de escenas tan cargadas de información e intensidad que pronto empieza a sentirse sobrepasado y aturullado por toda la carga sensorial que le está entrando en el cerebro. La ausencia de transiciones o de paradas reflexivas es el mayor hándicap de una obra en absoluto perfecta, pero sí completamente necesaria como demostración de que aún hay muchos límites por recalibrar en lo que a narrativa historietística se refiere.
Otro de los problemas de Río veneno, aunque ya al margen de su contenido o su estructura, es la confusión a la que puede abocar el estilo de dibujo de Beto. Decía éste poco antes de acometer su realización que «Mi estilo ha evolucionado orgánicamente. Me he tomado mi tiempo para clarificar mis dibujos. No creo que ahora dibuje mejor, pero sí que lo hago de un modo más claro. Puedes dedicarle mucha menos atención al dibujo, si quieres, y seguir sabiendo lo que pasa. Antes utilizaba muchos más diálogos para reforzar el dibujo».
Esto es verdad sólo hasta cierto punto. Efectivamente, Beto ha conseguido limar asperezas, gozar de un entintado más fluido y aprender a expresar más emoción y movimiento con muchos menos elementos de los que necesitaba al principio. Lamentablemente, esta simplificación ha degenerado también en cierto amaneramiento, que provoca a menudo que muchos de los rostros parezcan el mismo, y que, por mucho que ahora narre mejor que antes, sus páginas hayan perdido algo de brillo. No es que Beto haya pasado nunca de ser un dibujante eficaz y hasta cierto punto funcional, pero sus primeras historias de Palomar poseían el encanto especial de un dibujante que es consciente de sus limitaciones y que tiene buenas ideas para solventarlas, llegando a firmar más de alguna escena brillante y sorprendentemente hermosa (siempre hablando gráficamente; narrativamente las tiene a patadas, claro), y ese encanto, a mi juicio, se ha perdido en pos de cierta funcionalidad. La mejor analogía que se me ocurre para describir la obra de Beto en conjunto es aquella tan manida de las piedras, el estanque y los círculos concentricos que se van cortando entre sí a medida que los guijarros van impactando contra el agua uno detrás de otro. Los personajes de Beto son como esos círculos: cada vez que uno interactúa con otro se añade un nuevo elemento al cuadro general, un cuadro que cada vez es más enorme debido a que esos nuevos elementos interactúan a su vez con otros que también pasan a integrarse en el caudal narrativo de Palomar; y así ad infinitum. Es por eso que toda la obra de Beto posterior a Río Veneno (que en cierto modo era un espacio cerrado dentro del gran tapiz) resulta prácticamente ilegible para todo aquel que no haya seguido la evolución de Sopa de gran pena. Hay demasiados elementos ínfimos, demasiados detalles intrascendentes al contemplarse aisladamente, que únicamente adquieren su adecuada resonancia al verse situados en su adecuado contexto. Y no deja de ser una pena que un autor de la talla de Beto parezca haber acabado encerrado entre los círculos concéntricos que él mismo ha creado.
Quizá también él lo sienta así y por eso cada vez se dedique con más frecuencia a abordar proyectos al margen del “ciclo Palomar”. Desde el cierre de Love and Rockets, únicamente su serie Luba puede considerarse parte integrante del mismo, ya que aunque en el serial «Letters from Venus», aparecido en la miniserie New Love (uno de esos proyectos en plan cajón de sastre a la Eightball en la que los autores se dedican a experimentar y a realizar historietas de diferentes temáticas y estilos), salieran personajes extraídos directamente de Palomar, la trama no tenía nada que ver con el añorado pueblito mexicano y Beto prefirió utilizar el tebeo para dar rienda suelta a sus historias más disparatadas, su sentido del humor más surrealista e incluso a algunas de sus tendencias más bizarras, como ilustrar pin-ups de santos. Aparte de eso, probó suerte con los superhéroes reinterpretando el género a su peculiar manera en Girl Crazy, y actualmente parece empeñado (¡menos mal que alguien lo está!) en aportar su pequeño granito para que el mercado del tebeo infantil no desaparezca del todo, coordinando y participando en la antología Measles e ilustrando la serie Yeah!, escrita por Peter Bagge y publicada por Homage Comics (un sub-sello de DC).
Semejante dispersión resultaría bastante sospechosa en un artista de menor calibre, pero Beto, al igual que su hermano Jaime, pertenece a esa extraña raza de artistas en los que uno se puede permitir confiar. Han hecho historia, y eso juega a veces en su contra, porque para la mayoría de los lectores que hayan llegado al medio en estos noventa a los que está dedicado este libro todo lo que sea historia probablemente les podrá sonar a agua pasada. Nada más lejos de la realidad. Casi dos décadas después de su bautismo en el árido mundo de las viñetas, los Hernández siguen siendo tan vigentes como entonces.
*Eso al menos en lo que a las historias protagonizadas por Maggie, Hopey y compañía se refiere, ya que Jaime también creó una serie intermitente de ciencia-ficción y aventuras; la protagonizada por Retro Rocky y su robot Fumble.
**«Y, estando en California, la mayoría solían ser también muy guapas», añade Beto. «Eso ayudó», admite su hermano.
Cómic
Beto Hernández, Cómic alternativo de los 90, Jaime Hernández Sin comentarios
viernes 22 de marzo de 2013
Capítulo II. La escudería Fantagraphics
Parte 1: Nostálgicos y rockeros
Fue en el año 1976, cuando dos jóvenes emprendedores enamorados de los tebeos, Gary Groth y Mike Catron, decidieron crear su propia editorial: Fantagraphics. Su primer objetivo a la hora de adentrarse en tan venturosa odisea no fue otro que dotar al medio de una publicación seria y rigurosa, dedicada a analizar críticamente los tebeos desde un punto de vista formal y artístico, alejado de las veleidades onanistas del fanboy. Para ello, adquirieron la cabecera The Nostalgia Journal de manos de otro editor y siguieron publicando dicha revista conforme a sus propios criterios, que pronto les llevaron a cambiar el nombre de la misma por el de The Comics Journal, indudablemente mucho más apropiado. En 1977, el equipo directivo de la revista se vio enriquecido con la incorporación de Kim Thompson, sustituto editorial de Catron cuando éste abandonó el barco para irse a trabajar a DC Comics, segundo de a bordo de Groth desde entonces y co-editor actualmente de todo lo que publica la empresa.
Durante varios años, The Comics Journal y un magazine sobre el mundo del Rock & Roll llamado Sounds Fine fueron sus únicos productos. «En un primer momento Gary reaccionó ante la inexistencia de una buena revista sobre tebeos», recuerda Kim Thompson. «La idea de publicarlos llegó más adelante; fue una progresión natural». Efectivamente, en 1981 Fantagraphics editó su primer cómic, Los Tejanos, un drama histórico de Jack Jackson sobre la convivencia y los conflictos entre mexicanos y anglos en la Texas de entre 1835 y 1875. Un año más tarde, vio la luz su primera serie regular, Love and Rockets de los hermanos Hernández. Desde entonces, su catálogo no ha hecho más que aumentar progresivamente tanto en cantidad como en calidad, sobre todo a lo largo de esta última década.
Gary Groth y Kim Thompson. Foto: Gilbert W. Arias/Seattle Post-Intelligencer.
«Creativamente, los tebeos alternativos han alcanzado nuevas cotas», corrobora Thompson. «Sin embargo, y teniendo en cuenta que incluso un título popular y aclamado como Eightball sólo consigue vender 15.000 ejemplares a nivel mundial, comercialmente se encuentran en un punto relativamente bajo. En los setenta, durante la época de esplendor de los cómics underground, los títulos más populares, como Zap o The Freak Brothers, multiplicaban varias veces esta cantidad».
Pese a todos los problemas originados por la crisis del sector, Fantagraphics sigue funcionando con los mismos criterios de siempre, aunque haya tenido que recurrir a la creación de un sello paralelo, Eros Comix, en el que publicar tebeos porno que ayuden a financiar la casa madre: «Nuestro propósito inicial era editar buenos cómics que de otro modo no hubieran visto la luz», afirma Thompson. «Eso no ha cambiado. Publicamos lo que nos gusta y lo que creemos que funcionará lo suficientemente bien como para no hacernos perder demasiado dinero. Y publicar buenos tebeos es un logro que no necesita de más justificaciones. Refuerza el medio a un nivel artístico y proporciona ánimos tanto a los autores como a otros editores al ofrecer un buen ejemplo. En última instancia, publicamos los tebeos que nos gusta leer, de modo que estamos ofreciendo un servicio a gente como nosotros».
Parte 2: The Comics Journal como órgano teórico
Una de las labores más importantes realizadas por Fantagraphics, y sin duda la más característica de la editorial, ha sido exigir para sus productos unos estándares de calidad media similares a los aplicados por la crítica a cualquier otra manifestación artística (rompiendo con la tradición de juzgar los tebeos mediante unos baremos que median entre la inconsciencia y la ignorancia), forzando así, dentro de sus posibilidades, los límites creativos del medio; o, por lo menos, intentando concienciar tanto a lectores como a autores de la necesidad de crear obras que puedan apelar «a un público que tiende a apreciar los tebeos como un medio de expresión serio, comparable al cine, el teatro o la literatura». Qué mejor modo de conseguirlo que empezar a llamar la atención del público sobre el alarmante nivel de mediocridad imperante en la industria e intentar elevar sus expectativas, fomentando su capacidad crítica de cara a formar una masa lectora más exigente y cultivada.
Eso es precisamente lo que intenta hacer The Comics Journal desde sus inicios. Y eso es precisamente lo que la convierte en una publicación tan valiosa. No se trata sólo de las cantidades ingentes de información, ni de las entrevistas, ni de los bocetitos que nos acercan al proceso creativo de los autores, sino sobre todo de ese afán crítico y diseccionador, que incluso aunque a veces se dispare y llegue a límites extremos, ha contribuido a que actualmente exista una clara diferenciación entre los tebeos de consumo (perfectos equivalentes de la hamburguesa del McDonalds o las películas en las que Bruce Willis suda la camiseta y el uniforme de astronauta) y los tebeos dotados de un valor artístico, ofreciendo de paso a los lectores las herramientas necesarias para que establezcan la división por sí mismos.
Como muy bien se encargó de expresar el autor canadiense Seth: «Creo que si la industria empeorara aún más y Fantagraphics desapareciera, la mayor pérdida sería The Comics Journal. Porque The Comics Journal es una especie de punto de vista centralizado, un lugar de reunión para los tebeos alternativos. Estoy seguro de que si en una realidad alternativa existieran los mismos autores, también tendríamos los mismos buenos títulos, pero sin un foco crítico que hable sobre ellos y haga a la gente pensar, sólo serían una serie de publicaciones sin ninguna relación entre sí. Creo que tiene mucho que ver con crear un espíritu de comunidad y de objetivos compartidos entre los autores de tebeos alternativos. Cualquier otro editor podría publicarles, pero no hay muchos que estén dispuestos a hacer el esfuerzo que supone publicar el Journal». Una opinión que Gary Groth, responsable último de la revista además de fundador de Fantagraphics, admite de inmediato: «Sin tener una agenda ideológica demasiado estricta, he intentado hacer de The Comics Journal un punto focal para promocionar cierto tipo de historieta. Intento ser lo más abierto posible (lo que probablemente no sea mucho) y se expresan muchas opiniones y puntos de vista que yo no comparto. Pero sí creo que existe una cohesión en el punto de vista global». Ese punto de vista global es la defensa de un cómic de contenido intelectual (no confundir con intelectualoide), realización rigurosa y planteamientos acordes; un cómic que, desgraciadamente, sigue escaseando más de allá del mínimo indispensable. Por eso, la pervivencia de The Comics Journal es una buena noticia en un mercado frecuentemente dominado por todo lo contrario*.
*Nota desde el presente: The Comics Journal dejó de publicarse de manera regular en noviembre de 2009.
Cómic
Cómic alternativo de los 90, Fantagraphics, The Comics Journal Sin comentarios
viernes 15 de marzo de 2013
CAPÍTULO I
Segunda parte: Del tebeo como una de las bellas artes
Situémonos en 1980. Aunque en Europa hacía ya algunos añitos que en según que círculos intelectuales igual se alababa la técnica de Hergé o la ruptura de los esquemas tradicionales efectuada por Crepax, que el grafismo de Moebius o la capacidad evocadora de Hugo Pratt (e incluso podía estar mejor visto meterse en el cuarto de baño con un tebeo de Manara que con una revistucha), en Estados Unidos seguía faltando, en general, una conciencia del tebeo como arte. Cierto, Maurice Horn ya había publicado varios y estupendos libros y The Comics Journal llevaba cuatro años peleando por una crítica rigurosa que analizara el medio con la misma seriedad que pudieran aplicar Cahiers du Cinéma al cine o el suplemento literario de The New York Times a los libros. Aun así, esa idea más o menos extendida de que el tebeo pudiera ser una de las bellas artes seguía sin existir (y cuando digo extendida, me refiero a extendida entre la profesión; fuera de ella ha seguido sin estarlo hasta nuestros días, evidentemente). Todo cambió con la publicación aquel mismo año del primer número de Raw, una antología editada a medias entre Art Spiegelman y su mujer, Françoise Mouly, con origen en Arcade, revista creada en 1975 por el mismo Spiegelman junto a Bill Griffith. En principio la idea de ambos era la de sacar un sólo número que les permitiese materializar su concepto ideal de revista de tebeos, esperando que algún otro editor pudiese seguir sus pasos. Para ello seleccionaron algunas muestras de material europeo de su agrado y las alternaron con historietas de autores norteamericanos entregados a una exploración artística y experimental, tanto gráfica como narrativa, del medio. Unieron ambas vertientes en un formato tabloide inédito hasta entonces (casi reproducía las páginas al mismo tamaño que habían sido dibujadas o pintadas) y aplicaron unos criterios precisos y preciosistas tanto al diseño como a la producción. Era sin duda la apuesta más clara realizada en Norteamérica a favor de un producto de qualité que no renunciase a los experimentos formales. Al respecto, Spiegelman declara que sabía que iba a publicar «cosas que otras personas iban a encontrar muy pretenciosas. Pero en ocasiones es incluso necesario para un artista el arriesgarse a caer en la pretenciosidad, porque si no lo haces te estás cortando el paso a nuevas áreas de expresión sólo por miedo a pensar que alguien pueda creer que eres un capullo intelectual».
Art Spiegelman.
Además de conseguir unas buenas ventas en las escuelas de arte, Raw se convirtió casi de inmediato en una referencia tan decisiva dentro del panorama historietístico norteamericano que su continuidad se hizo obligatoria. «Tras haber finalizado el primer número, nos vimos más o menos empujados al segundo por los autores que querían participar en él», recuerda Spiegelman. Tardi, Swaarte, Muñoz y Sampayo y Martí por parte de los europeos, y Gary Panter, Drew Friedman, Ben Katchor, Charles Burns y el mismo Spiegelman a cuenta de los locales, fueron algunos de los más destacados. Los primeros números de Raw, sin embargo, parecían estar tan orientados hacia el futuro del cómic, tan enfocados hacia una nueva concepción de la historieta, que obviaban deliberadamente su pasado más cercano. La recién estrenada “alta cultura” del tebeo parecía rechazar al underground, con el mismo desprecio que el que en España se dedicaban entre sí los más descerebrados defensores de la línea clara y la línea chunga.
Al igual que sucedió aquí, los límites se fueron difuminando a medida que los autores fueron madurando y Raw abrió sus puertas a algunos ilustres veteranos. Charles Burns lo recuerda así: «Al principio Art dijo que no quería ningún historietista underground en su revista. Era como si sólo quisiera mirar hacia delante, hacia el futuro del cómic y las artes gráficas y, del modo en el que yo lo veo, en aquel momento existía la percepción de que los tebeos underground y hippies eran algo del pasado, era como volver la vista atrás. Lo que pasó después es que la gente se dio cuenta de que no importaba que aquella gente, Robert Crumb, Kim Deitch, Justin Green y muchos otros… hubieran formado parte del underground, porque continuaban realizando unos cómics estupendos». Y, efectivamente, así era. Sin embargo, tras una década, la de los setenta, en la que la principal sensación había sido la de naufragio (autores que dejaban de publicar, cerebros quemados por las drogas, Robert Crumb acosado por Hacienda…), el underground parecía haber quedado atrás. Muy atrás. Tanto, que casi no merecía la pena ni reflexionar sobre su indudable aportación al medio.
Primeros números de Raw y Weirdo.
Afortunadamente, en 1981 nació Weirdo. Una vez más, Robert Crumb daba el do de pecho creando y coordinando una antología que bien podría haber pasado por la versión gamberra de Raw. Dedicada principalmente al humor bruto y escabroso, destilando feísmo e incluso mal gusto a veces (esas horribles fotonovelas cutres), Weirdo cumplió a la perfección su papel de nuevo revulsivo para el medio. Abriendo sus puertas a gran cantidad de autores (muchos de ellos mediocres, todo hay que decirlo) que de otro modo no hubieran conseguido publicar más allá de los fanzines, Crumb consiguió renovar el panorama historietístico de principios de los ochenta, ofreciendo no una alternativa a Raw (aunque, como siempre, hubo integristas que así lo entendieron, y decidieron militar en un bando o en el otro; en el de los arties o en el de los cutres) y sí un estupendo complemento. Pronto, las diferencias empezaron a diluirse. Spiegelman, por ejemplo, empezó a publicar en Raw trabajos de autores habituales de Weirdo, como Kaz, Kim Deitch (que le brindó algunas de sus mejores páginas), o incluso el mismísimo Crumb (La maldición vudú de Jelly Roll Morton). Este último, por su parte, tras revelar al mundo los talentos de gente como Peter Bagge, Dori Seda. Dennis Worden o Drew Friedman, abadonó las tareas de coordinación en manos de Bagge y de su mujer, Aline Kominsky, quienes se aseguraron de que Weirdo siguiera evolucionando gracias a las aportaciones de Carol Lay, Jim Woodring, Julie Doucet o Carol Taylor, a la vez que recuperaban a grandes nombres del underground, como S. Clay Wison o Spain Rodríguez.
Robert Crumb visto por Charles Burns.
De Raw aparecieron 6 números entre 1980 y 1986, seguidos de otros tres en formato libro, editados por Penguin entre 1989 y 1991. Weirdo, por su parte, alcanzó la nada desdeñable cifra de 28 números, antes de desaparecer definitivamente en 1993. La influencia de ambas publicaciones ha sido decisiva para la educación de todos aquellos autores que maduraron a lo largo de los ochenta, y cuyo trabajo ha florecido en los noventa; es decir, precisamente los que a nosotros nos interesan. Aquellos que fueron lo suficientemente inteligentes como para beber de ambos cántaros a la vez, demostrando interés tanto por los logros artísticos de unos como por el desparpajo y la frescura de otros; aquellos capaces de tomar lo mejor de cada escuela, han acabado por despuntar como los autores más brillantes de su generación. Alguien como Joe Matt, por ejemplo, es indudablemente uno de los más destacados hijos espirituales de Crumb. Sin embargo, su preocupación por el diseño de sus tebeos, por la experimentación narrativa como único sustento de algunas de sus historietas y por el aspecto acabado y fluido de sus ilustraciones, delata de inmediato su asumida condición de artista. Alguien como Chris Ware, sin embargo, recurre a menudo a la brutalidad, la barrabasada e incluso a la escatología, pese a que su Acme Novelty Library sea el mayor paradigma de tebeo artístico de los noventa. ¿Cómo entender semejante actitud sin el referente del underground? El tebeo alternativo de los noventa se ha caracterizado, afortunadamente, por la variedad como constante; por la existencia de un melting pot o mestizaje referencial, que es sin duda el que ha llevado a que esta década sea, creativamente hablando, la más rica de la historia del comic-book norteamericano. Y eso, sin duda, es algo que tenemos que agradecerle a todos estos precursores. Ahora, entremos en materia.
Continuará.
Cómic
Art Spiegelman, Cómic alternativo de los 90, Robert Crumb Sin comentarios
viernes 8 de marzo de 2013
CAPÍTULO I
Primera parte: Antecedentes
Si tuviéramos que elegir un momento concreto que nos sirviera para fechar el nacimiento del tebeo alternativo norteamericano tal y como hoy lo entendemos, lo más lógico sería que nos inclinásemos por la aparición en 1982 del primer número del Love & Rockets de los hermanos Hernández. No obstante, como ya sabrán los lectores más avezados, todo nacimiento implica también un largo período de gestación previo; un origen específico y palpable que nos obliga a remontarnos a los inicios de la década de los años sesenta, una época caracterizada por la monolítica centralización del mercado del comic-book norteamericano.
Nadie hubiera podido prever, una década antes, que la enorme variedad de tebeos reinante en los quioscos fuera a desaparecer consumida en una llamarada de estupidez e histeria amparada nada menos que por el gobierno y la psiquiatría. Pero en 1954, el Dr. Fredric Wertham, un respetado profesional de cierta notoriedad pública, autor de libros como El cerebro como órgano: su estudio post-mortem y su interpretación o Leyenda oscura: un estudio sobre el asesinato, fundador en 1946 de la clínica Lafargue de Harlem, en la que se daba tratamiento psiquiátrico a los jóvenes con problemas, y especialista en psicología criminal, publicó su estudio The Seduction of the Innocent, en el que arremetía contra los tebeos, acusando a sus violentos contenidos de ser, en parte, responsables de fomentar la delincuencia juvenil. ¿Acaso es de extrañar que, en un país completamente soliviantado por la histeria anticomunista y dominado por el deseo de encontrar chivos expiatorios mediante los que expurgar los males de su sociedad, tal y como el senador McCarthy había expurgado Hollywood con su infame Caza de brujas, semejante afirmación se abriera paso hasta llegar al Comité del Senado de los Estados Unidos para la Delincuencia Juvenil? Ciertamente no.
El principal afectado por esta crisis fue Bill Gaines, propietario de EC Comics y editor de, entre otros muchos, tebeos como Tales from the Crypt y The Vault of Horror (de terror) o Crime Suspenstories (crimen), señalados directamente por Wertham como violentos y dañinos. Pero el pánico acabó por extenderse por toda la industria, y aunque el Comité llegó a la conclusión de que no había relación alguna entre los comic-books y la delincuencia juvenil, los mayores editores y los distribuidores se pusieron de acuerdo para crear un férreo sistema de autocensura que prohibiese la representación gráfica de crímenes, deformaciones físicas, relaciones prematrimoniales o adulterio, seres de ultratumba, drogas, injusticias sociales y, en definitiva, cualquier otra cosa que pudiera atentar contra la Gran Moral Americana y el pastel de manzana; había nacido el Comics Code. Todo tebeo que no llevara su sello de aprobación estaba condenado a que ningún distribuidor aceptara llevarlo hasta las tiendas. Evidentemente, ninguno de los tebeos de la EC (excepto Mad, que era de humor) pudo conseguir el sello, de modo que tuvieron que cerrar.
Quema de tebeos en 1954.
Para principios de la década de los sesenta, un lector de cómics ya sólo podía elegir entre dedicar su atención a unos superhéroes rebajados hasta el absurdo, a los tebeos de monstruos del espacio exterior o al eterno Archie. Otros géneros, como el romántico o el western, habían prácticamente desaparecido (¿cómo haces un western entretenido sin tiroteos y cómo le vendes un tebeo a una delicada jovencita cuando sus ultraprotectores padres creen tener todas las razones para desconfiar del medio?). El único modo de garantizarse una mínima libertad creativa, por tanto, fue recurrir a los fanzines, cuya edición vivió un auténtico auge durante la primera mitad de los sesenta. Aunque los títulos surgían como setas, bastará que centremos nuestra atención en tan sólo uno de ellos: Wild, cuyo número uno apareció publicado en 1961. Wild estaba editado por Don Dohler y Mark Tarka, dos jóvenes ociosos que, sin saberlo, acababan de crear el que puede ser considerado el más claro precursor de las revistas underground que iban a florecer a lo largo de la década. Aunque el grueso de los nueve números que aparecieron entre aquel año y el siguiente estuvo dedicado a textos del más variado pelaje, Wild también amparó los primeros trabajos de unos adolescentes Jay Lynch y Skip Williamson, famosos algunos años más tarde gracias a su posición como abanderados del underground, así como los de un imberbe Art Spiegelman, futuro premio Pulitzer por Maus. Dohler, por su parte, realizó su pequeña contribución al movimiento creando a Projunior, el primer y más manoseado héroe del underground, cuyo mito crecería al ser retomado a lo largo de la década por los más diversos autores (entre ellos Robert Crumb, quien incluso le añadió una novia, la cálida Honeybunch Kaminsky). La existencia de un foro de expresión adecuado para sus talentos, dotó a aquellos jóvenes autores de la confianza suficiente como para lanzarse a la creación de sus propios fanzines: Spiegelman realizó Blasé, Lynch y Williamson cimentaron su amistad colaborando en Smudge y Williamson en solitario se erigió como el principal responsable de Squire. Más o menos por aquellas mismas fechas, otro grupo de dibujantes, en este caso unidos por su origen texano, empezaba también a organizarse y a adquirir conciencia de colectivo; el formado por Gilbert Shelton, Foolbert Sturgeon y Jaxon*. Este último autor fue precisamente el firmante del primer comic-book underground tenido como tal; es decir, impreso en rotativa y distribuido de forma más o menos convencional. Se llamó God Nose y apareció en 1963, si bien el autor reconoció haberse inspirado en un minicómic anterior, Adventures of Jesus, creado y mimeografiado por su amigo Foolbert.
Portada de Wild e historieta de Projunior realizada por Robert Crumb.
Es cierto que en el fondo estos pequeños acontecimientos no pasaban de ser tiros al aire, y que si alguna importancia tienen es la que a posteriori les hayamos querido dar. Pero no por ello resulta menos innegable que algo estaba cambiando en el ambiente. No es casualidad, por ejemplo, que Harvey Kurtzman (padre putativo de la gran mayoría de dibujantes underground debido a su labor como guionista y creador de Mad) abriera en 1965 las puertas de Help, la revista que dirigía para el grupo Warren, a autores como Robert Crumb, Skip Williamson, Jay Lynch o Gilbert Shelton (algo que también se apresuraron a hacer las primeras revistas underground profesionales, como Yarrowstalks o The Village East Other). Tampoco resulta del todo comprensible, sin tener en cuenta el contexto, que autores ya establecidos y afianzados en la industria se animaran de repente a lanzarse al campo de la autoedición, como hizo Wally Wood en 1966 al crear Witzend, una antología completamente independiente en la que profesionales como Steve Ditko, Al Williamson o él mismo publicaron sus proyectos más personales, a la vez que brindaban la oportunidad de hacer lo propio a jóvenes como Vaughn Bodé o, de nuevo, Spiegelman.
Apenas un año más tarde, Jay Lynch y Skip Williamson aunaron sus esfuerzos para crear el magazine The Chicago Mirror, una revista que, aunque seguía los parámetros de otras publicaciones underground del momento (intercalar páginas de cómic entre los artículos), había ido aumentando progresivamente la cantidad de historietas incluidas en cada número durante sus tres primeras entregas. La intención de Lynch y Williamson era llegar a dedicar por lo menos el 50 % de la publicación al cómic (si bien no se planteaban pasar de allí por parecerles demasiado arriesgado). Sin embargo, un acontecimiento que iba a sacudir el medio hasta sus cimientos les hizo cambiar de idea: en marzo de 1968 empezó a distribuirse el número uno de Zap, un comic-book de humor íntegramente realizado por Robert Crumb.
Jay Lynch recuerda: «[Cuando salió el primer número de Zap] pensamos que Crumb realmente tenía huevos por atreverse a publicar aquello, pero no estábamos convencidos de que fuera a vender, porque los hippies eran muy snobs en lo que a consumir drogas se refería, y se tomaban todo el asunto muy en serio. Parecía faltarles el sentido del humor. Entonces Skip y yo decidimos que si el hippismo se estaba convirtiendo en aquello, podía irse a la mierda. De modo que reunimos todas las historietas que teníamos [ya preparadas para The Chicago Mirror], hicimos algunas más, y publicamos un comic book llamado Bijou Funnies».
También Gilbert Shelton se lanzó al campo de los comic-books en 1968. Y aunque su Feds’n’Heads Comics estaba compuesto principalmente de reediciones de material ya publicado, la coincidencia en el tiempo de estos tres títulos puso definitivamente en marcha todo un movimiento.
Números uno de Zap Comix y Bijou Funnies.
Apenas tres meses después de que hubiera salido el número uno, una nueva entrega de Zap, convertido ahora en antología, vino a reforzar el ambiente de euforia comiquera. Según Crumb, «[Rick Griffin y Victor Moscoso] hacían pósters psicodélicos en los que jugaban con motivos historietísticos y habían estado hablando de hacer un tebeo. Supongo que vieron el Zap nº 1 y se dijeron: “Bueno, podemos subirnos a este tren”. Contactaron conmigo y expresaron su interés por hacer cómics psicodélicos. Al mismo tiempo S. Clay Wilson llegó de Kansas también con la intención de dibujar historietas enloquecidas. Así que juntar todos aquellos intereses me pareció de lo más natural». A los autores ya mencionados, se les unieron posteriormente los no menos notables Shelton, Spain Rodríguez y Robert Williams, quienes terminaron de convertir a Zap en la joya de la corona de los tebeos underground.
Muy pronto, los títulos de los comic-books realizados en solitario o en colaboración se multiplicaron por decenas, dando lugar a una auténtica edad de oro del tebeo alternativo. Así mismo, las repercusiones del underground no tardaron en dejarse notar en la esfera del mainstream. Por una parte, autores como Gil Kane, que en 1968 se lanzó a la realización de las novelas gráficas Blackmark y His Name is Savage, vieron que existía la posibilidad de expresarse más allá de los límites impuestos por Marvel o DC. Por otra, los más avispados de entre los aficionados a los tebeos se dieron cuenta de que la edición no era algo que estuviese reservado únicamente a las grandes casas, lo que provocó que a lo largo de los setenta se sucedieran experiencias como la de Star Reach o la de Eclipse Comics, una iniciativa de los hermanos Jan y Dean Mullaney, que nació de su interés por publicar la novela gráfica Sabre, de Don McGregor y Paul Gulacy, cosa que hicieron en 1978. Eclipse se logró establecer más allá de su inicialmente prevista temporalidad y se convirtió en editorial dando a luz a Eclipse Magazine, una antología en la que autores de superhéroes como Steve Englehart y Marshall Rogers se dieron la mano con autores provenientes del underground, como Trina Robbins o Harvey Pekar. Acababa de nacer la primera editorial independiente dispuesta a hacerle la competencia al mainstream en su propio terreno; y su estela habría de ser seguida por muchas otras, como First, Comico o Dark Horse.
No menos importante para la evolución de una industria menos centralizada fue la aparición en diciembre de 1977 del primer número del Cerebus de Dave Sim, uno de los tebeos más importantes de la década debido a la repercusión que tuvo la firme y militante defensa de la autoedición manifestada por su autor. Aunque sin llegar a ser completamente alternativo por contenidos (nació como una parodia de Conan el bárbaro), Cerebus consiguió demostrar la viabilidad de un proyecto en el que el autor del tebeo ejerciera así mismo de empresario, manteniendo un riguroso control sobre todas las etapas de su creación**. Han pasado más de dos décadas y Cerebus se sigue publicando regularmente***.
El movimiento underground había demostrado que era posible crear una historieta al margen de la gran industria y de sus férreos códigos, tanto autocensores como económicos. Es más: había dotado al medio de una libertad creativa total. La supresión de los temas tabú y los enfoques imposibles es, a mi juicio, su contribución más admirable y su legado más persistente. Pero aunque los actuales autores de tebeos alternativos sean sin duda herederos de esa libertad creativa, no es menos cierto que también beben de otras fuentes no menos nutritivas.
Continuará.
* Aunque aún no había creado a los Freak Brothers que le darían la fama, Shelton llevaba desde 1959 produciendo tiras de Wonder Warthog (Super Serdo) para el periódico The Texas Ranger. Foolbert Sturgeon era el seudónimo de Frank Stack, futuro contribuyente de antologías como Blab! e ilustrador de obras como Our Cancer Year, de Harvey Pekar. A su vez, Jaxon era el seudónimo de Jack Jackson, quien algunos años más tarde, y ya con su nombre, firmó excelentes dramas históricos como Los Tejanos o Lost Cause (ambos en Fantagraphics).
** Paradójicamente, aunque los tebeos underground habían representado una alternativa mucho más radical que la de Cerebus, sus autores habían preferido ponerse en manos de editores como Last Gasp o Print Mint. Una excepción notable fue la de Gilbert Shelton, que se asoció con dos amigos para crear Rip Off Press. Como además de publicar sus trabajos este sello ha albergado también los de muchos otros autores, Shelton tampoco habría practicado el tipo de autoedición defendida por Sim, que básicamente se refiere a editar únicamente el material de uno mismo.
*** Nota desde el presente: Cerebus finalizó su andadura en marzo de 2004.
Cómic
Cómic alternativo de los 90, Gilbert Shelton, Robert Crumb Sin comentarios
viernes 1 de marzo de 2013
Allá por abril del año 2000 (dentro de nada hará… glups, trece años) publiqué con La Factoría de Ideas un libro titulado Cómic alternativo de los 90, la herencia del underground. Aunque es un trabajo que hoy contemplo con cierto sonrojo, debido principalmente a ciertos dejes todavía un tanto fanzineros y a un inapropiado tono de colegueo que asoma en los momentos más inoportunos, me parece que todavía se sostiene desde el punto de vista de la información en él contenida, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de las obras comentadas en el libro (como el Frank de Jim Woodring o el Alec de Eddie Campbell) no empezaron a ser editadas en castellano hasta hace relativamente poco. También contiene declaraciones realizadas ex profeso (gracias a una entonces novedosa y exasperantemente lenta conexión a Internet) por autores y editores como Jessica Abel, Ed Brubaker, Charles Burns, Eddie Campbell, Evan Dorkin, Debbie Dreschler, Bob Fingerman, Jason Lutes, Chris Oliveros, Eric Reynolds, Joe Sacco, Wilfred Santiago y Kim Thompson.
Por todo ello, e inspirado por el ejemplo de Santiago García, que lleva algún tiempo recuperando por entregas su libro La noche del murciélago para el mundo digital, me ha parecido pertinente, además de una buena manera de darle algo de vida a este entumecido blog, ir subiendo aquí cada viernes un pedacito de Cómic alternativo de los 90. Sólo un par de apuntes antes de comenzar. A excepción de la introducción, que he abreviado notablemente, iré subiendo el texto sin retoques, tal como apareció publicado en su día. En cualquier caso, el libro incluía también como complemento pequeños apuntes biográficos de cada uno de los autores citados, así como una guía de lectura de sus obras publicadas en castellano, dos cosas de las cuales voy a prescindir por considerarlas anacrónicas y excesivamente coyunturales. También he eliminado gran parte de las notas a pie de página, sustituyéndolas por enlaces que suplirán de manera más cómoda la función explicativa. Por último, indicar que el título original de la obra era Cómic alternativo norteamericano de los 90 (en el interior incluso me lamentaba de no tener espacio para hablar del «tebeo de autor en general, sin concretar ni geográfica ni temporalmente»). En algún momento del proceso la denominación de origen se acabó cayendo de la portada (magníficamente ilustrada por José Luis Ágreda), pero conviene tenerla en mente; ni es un tratado sobre el cómic alternativo en general ni nunca pretendió ser otra cosa que una visión panorámica de una parte muy concreta de un medio mucho más amplio, rico y complejo. Dicho lo cual, espero que disfrutéis de la lectura aunque sólo sea una fracción de lo mucho que disfruté yo escribiendo el libro. Os espero todos los viernes.
Boceto y portada definitiva del libro, de Ágreda. Por algún motivo al editor no le gustaba que el personaje anduviera descalzo y le pidió a José Luis que le añadiese unas zapatillas. Pincha para ampliar.
Introducción
Éste no es un libro dedicado exclusivamente a los autores surgidos a lo largo de los noventa, sino más bien a los autores de los noventa. Es decir, a los que han publicado regularmente durante la última década, a mi juicio la más rica en la historia del comic-book norteamericano, teniendo en cuenta que hemos podido disfrutar simultáneamente de la obra de nada menos que cuatro generaciones de autores: los pioneros del underground aún en activo (Robert Crumb, Kim Deitch, Bill Griffith), los impulsores del alternativo (Hernández, Brown, Bagge), los primeros que se aprestaron a seguir sus pasos (Seth, Joe Matt, Julie Doucet) y los novísimos autores que han crecido leyendo a todos los anteriores (Adrian Tomine, Jason Lutes, Ed Brubaker). Sin embargo, cuando hablamos de cómic «alternativo», ¿a qué nos estamos refiriendo exactamente? Lee Marrs, la creadora de Pudge, opinaba en el libro Comic Book Rebels que «lo que hicieron un montón de talentos que trabajaban para el mercado mayoritario* cuando se vieron libres de restricciones fue seguir haciendo las mismas historias que habían hecho con anterioridad, sólo que las chicas no llevaban ropa. ¡Uauh, vaya un adelanto!», exclamaba con toda la razón del mundo. Y es que, efectivamente, los primeros autores en salir del mainstream en busca de una mayor libertad creativa fueron individuos de enorme e indiscutible talento, cuya lucha por conseguir trabajar de un modo independiente merece todo el respeto del mundo. Pero que no nos ciegue la admiración: hay que reconocer que dicha independencia no sólo no les liberó de otro tipo de ataduras, las genéricas, sino que además únicamente se vio reflejada, dependiendo del caso, en unas mayores dosis de erotismo, violencia, o seudo-misticismo político en sus tebeos. Es decir, que ser independiente no le hace a uno alternativo: Wally Wood siguió haciendo ciencia-ficción, Steve Ditko continuó pariendo superhéroes y Gil Kane se pasó al hardboiled. Más de lo mismo, vaya.
Richard Sala.
En cualquier caso, como bien explica Richard Sala, «una fórmula es sencillamente un modo de encauzar el proceso creativo. Si tienes talento y estás interesado en escribir, ya tienes el impulso necesario. Lo único que necesitas es una estructura. Hallar una fórmula es algo genial». Es decir, seguir o rechazar unas pautas genéricas no es una cuestión de talento, sino de elección. Por ello tenemos estupendos tebeos de género, terribles cómics alternativos y viceversa, porque lo que realmente importa son los autores que hay detrás de esas obras, no la adopción o el rechazo de unos esquemas determinados.
Sin embargo, disfrutar de las pautas establecidas y los lugares comunes que proporcionan las obras de género (o sus inteligentes transgresiones en manos de los autores más capaces) no debería impedirnos ver que también hay algo más allá. Algo que empieza justo donde termina el género y donde empieza la indagación personal. Entramos, pues, en el terreno de lo alternativo. Un terreno que, en el campo del cómic, para mí equivale a los tebeos de autor, entendiendo éstos como obras realizadas al margen de las directrices comerciales y genéricas. Sinceramente, no puedo imaginar una aplicación más rigurosa del término «alternativo». Si un autor realiza una obra de cara a un rendimiento comercial ya está coartando los principios creativos de la misma en pos de un interés (que luego, una vez finalizada, ésta sea aceptada y tenga una buena rentabilidad, es otra cosa). Por la misma regla de tres, un autor que ciñe su obra a unos cánones genéricos, no hace sino constreñirla, para bien y para mal, a unos límites ya establecidos, por mucho que éstos sean maleables. ¿Desde cuándo seguir un camino ya transitado se considera alternativo?
Aunque es cierto que a veces los límites son algo difusos y se hacen difíciles de expresar, no deberían existir dudas respecto a la obra reciente de creadores como Frank Miller o Mike Mignola. ¿Independientes? Sí. ¿Alternativos? No, porque en realidad siguen haciendo tebeos de superhéroes, aunque ahora lleven gabardina en lugar de esquijama o luchen contra horrores lovecraftianos en vez de contra la Hermandad de Mutantes Diabólicos de Magneto. Del mismo modo, tampoco me atrevería a calificar de alternativos a tebeos tan notables como Bone, La Tierra de Nod o Balas Perdidas, ya que igualmente se asientan en exceso sobre unas bases prediseñadas: el relato fantástico iniciático, la ciencia-ficción y los superhéroes, o el thriller a lo Jim Thompson.
Portada de Wally Wood para Witzend.
Evidentemente, cada uno de los autores de dichos tebeos utiliza los géneros como caja de resonancia para indagaciones personales o reflexiones sobre el colectivo (particularmente, Balas Perdidas me parece uno de los mejores análisis de la otra cara del sueño americano realizado en los noventa), sin embargo, creo que en los casos mencionados la estructura genérica todavía está por encima de cualquier otra consideración y que sigue siendo el armazón sobre el que se asienta todo lo demás. En ese sentido, creo que todos los autores incluídos en este libro persiguen lo mismo: contar sus historias sin ningún tipo de injerencia, al margen de imperativos comerciales. Ni más ni menos. Espero haber explicado lo suficientemente bien el proceso mental que me ha llevado a incluir a unos y a excluir a otros, para que, aunque haya quien no esté de acuerdo con alguno de los autores seleccionados, pueda al menos comprender por qué ha llegado hasta aquí. Las únicas ausencias para las que no tengo más excusa que la falta de espacio son las de los autores que han preferido dedicar sus esfuerzos a la prensa en vez de a la industria del comic-book. Es indudable que historietistas como Lynda Barry, Matt Groening, Bill Griffith, Kaz o Ben Katchor han firmado algunos de los mejores tebeos de las dos últimas décadas y han tenido una fuerte influencia sobre varios de los creadores aquí reunidos. Mi exceso de verborrea ha conducido a que cada uno de los capítulos de este libro fuese algo más largo de lo previsto, obligándome a excluir el que iba a ser uno de los apéndices: Alternativos en la prensa. Dado que es un tema sobre el que apenas existe bibliografía en nuestro país, prometo solventar algún día esta deuda terminando de escribirlo**.
Continuará.
* Evidentemente, se refiere a la labor de autores como Wally Wood, Steve Ditko o Gil Kane, quienes a finales de los sesenta y principios de los setenta intentaron expresarse artísticamente fuera de las grandes compañías, a través de sus propias publicaciones, como el Witzend de Wood, o acudiendo a empresas ajenas a la industría del cómic (Kane publicó una novela gráfica con Bantam).
** Nota desde el presente: nunca llegué a hacerlo. En el dudoso caso de que alguien lo hubiese estado esperando, vayan desde aquí mis más sinceras disculpas.
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martes 29 de enero de 2013
Hace poco, buscando referencias para otro trabajo del que próximamente hablaré por aquí, me encontré de casualidad con esta entrevista con Donald Westlake, realizada en 1997 por Jesse Sublett para el periódico The Austin Chronicle. En ella, el creador de Parker habla, entre otras cosas, de su labor como guionista de Los timadores, la excelente película de Stephen Frears basada en la novela homónima de Jim Thompson que en 1990 le supuso una nominación al Oscar al mejor guión adaptado (desgraciadamente fue el año de Bailando con lobos y Westlake se volvió a casa, muy injustamente en mi opinión, sin la dorada estatuilla). Como para este año tengo pensado incluir bastantes contenidos relacionados con Jim Thompson en el blog, el hallazgo me ha parecido un buen augurio y aquí lo traigo, convenientemente traducido.
TAC: ¿Experimentó alguna sensación extraña al colarse en la cabeza de Jim Thompson mientras escribía Los timadores?
DW: Sí, he estado a ambos lados de la barrera, he sido el novelista al que otro adapta y he sido el adaptador que adapta la novela de otro, así que he estado a ambos lados. Mi sensación es que la tarea del guionista es transmitir las mismas sensaciones que el autor original, aquello que pretendiese conseguir éste al plasmarlas sobre el papel. Sus puntos de vista sobre el mundo, sus actitudes, su enfoque, sus intenciones. Nunca podrás incluirlo todo tal cual, puede que consigas respetar parte de los diálogos, puede que puedas respetar algunas escenas, pero es un medio distinto. En el caso de Thompson, se trata del escritor más nihilista nacido en Norteamérica. Como dijo no recuerdo quién, todas sus novelas terminan cuando sus personajes van al infierno. Quiero decir, que simplemente van al infierno. El equipo que hizo Los timadores era maravilloso, incluido el diseñador de producción, Dennis Gassner. Él y Stephen Frears decidieron que al principio de la película no aparecería el rojo, hasta tal punto que en una de las primeras secuencias, un diálogo en Los Ángeles entre John Cusack y un policía, se ve de fondo un aparcamiento que ocupa unas dos manzanas. Y alguien se percató de que había un coche rojo como a manzana y media de distancia. Así que fueron corriendo con una lona para taparlo. Porque querían ir introduciendo el rojo paulatinamente hasta llegar al final de la película, cuando Anjelica Huston se monta en el ascensor con un vestido rojo-rojísimo, iluminada por una potente luz blanca, metida en una caja negra, y Stephen dijo que ese era su descenso a los infiernos.
De modo que intentamos hacer a nuestro modo lo mismo que hizo Thompson al suyo. La cuestión es que Thompson se veía obligado a escribir muy rápido a cambio de muy poco dinero; él sabía que era capaz de hacerlo mejor. Pero no podía hacer nada al respecto, salvo seguir produciendo a macha martillo, y eso es algo que se puede ver en sus libros, particularmente si haces como tuve que hacer yo y analizar el funcionamiento de la trama. Entonces te das cuenta de que, oh, debería haber introducido este elemento en la página 30, pero no se le ocurrió hasta que iba por la 50 y ni de coña piensa volver atrás para reescribir la página 30, así que lo introduce en la 50. Pero yo puedo cogerlo y volver a colocarlo allí donde debería estar. De modo que siempre digo que lo que hice fue darle a Jim Thompson la revisión que él nunca tuvo tiempo de hacer por sí mismo.
Donald Westlake según Darwyn Cooke.
TAC: Eso está muy bien. He discutido con individuos que le ponen pegas a lo que ellos consideran errores técnicos en su prosa, y yo siempre les digo que están meando fuera de tiesto. Un libro de Thompson es algo que se vive como una experiencia. No puedes juzgar su obra según los cánones convencionales.
DW: Sí. Tenía mucho talento y muchísima convicción, en el sentido de que estamos hablando de un tipo que quiere contar historias en las que todo el mundo acaba yendo al infierno, pero debe hacerlo en términos lo suficientemente comerciales para que le permitan pagar el alquiler. Es como si tuviera un vendaval de cola que lo estuviera empujando a toda velocidad hacia delante y se ve obligado a hacer lo que pueda teniendo en cuenta las circunstancias. Dejarse llevar por él es algo a la vez emocionante y aterrador. Fue un trabajo de lo más interesante, la verdad. Y luego la viuda y las hijas de Thompson vinieron a la fiesta de después del estreno en Los Ángeles y todas son altísimas, todas pasan del metro ochenta… ¡y todas eran idénticas a Anjelica en la película! Y yo no hacía más que pensar: oh, Dios mío; oh, Jesús.
TAC: ¿Le suena de algo Paddy Mitchell, el ladrón de bancos?
DW: No, no creo haber oído hablar de él.
TAC: Hay un buen artículo sobre él en el especial moda de otoño de GQ, el que tiene a Sean Penn en la portada. Hasta hace poco, Paddy era un ladrón de bancos de mucho éxito y, al igual que Parker, se hizo la cirugía estética para ocultar su identidad. Ahora que lo han detenido, en vez de decir que lamenta sus crímenes y que debía encontrarse bajo alguna influencia perversa o algo, dice: «Ni hablar. ¡Pero si me lo estaba pasando bomba!».
DW: Conozco a un tipo llamado Al Nussbaum, la última vez que tuve algún contacto con él estaba en San Francisco, y no estoy seguro de si habrá muerto o seguirá con vida. Estaba condenado a perpetua en San Quintín por atracar un banco debido a que su socio mató a un guarda durante el robo y por lo tanto a él también lo declararon culpable de asesinato. Se hizo escritor estando en la cárcel. Era muy agudo y muy divertido y siempre decía: «No me reformé, simplemente perdí el valor. Pero todavía me parece una manera sensata de ganar dinero. Si quieres dinero, tiene que ser sensato ir allí donde tienen y obligarles a que te den algo».
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Donald Westlake, Jim Thompson, Parker Sin comentarios
viernes 4 de enero de 2013
Hace unos días, limpiando el ordenador, encontré una carpeta con varias ilustraciones realizadas por Kano para Capturado, la novela de Neil Cross que publicamos hace un par de años, que no llegué a incluir en su día en la extensa entrada dedicado a la creación de la portada de dicho libro. Vista mi manifiesta incapacidad para actualizar mínimamente el blog de un tiempo a esta parte, me acojo al recurso del vago y aquí las dejo como recordatorio. Si acabáis de descubrir a Cross gracias a Luther: el origen y os habéis quedado con ganas de leer más cosas de este autor, que sepáis que aquí tenéis otra novela hecha a vuestra medida. Para conocer mejor el contexto en el que fueron realizadas las ilustraciones, os emplazo a recuperar la entrada original.
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Capturado, Kano, Luther: el origen, Neil Cross 2 comentarios