Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

sábado 8 de octubre de 2022

El fulgor de la vida cotidiana

Harvey Pekar con un ejemplar de uno de sus tebeos autoeditados.

Hace poco, revisando viejas carpetas, encontré unos ejemplares de la revista Traveling, publicación dirigida a primeros de siglo por Xavi Serra en la que colaboré brevemente. Aprovechando que hoy habría cumplido años Harvey Pekar (8 de octubre de 1939 – 12 de julio de 2010), recupero aquí esta entrevista que le hice con motivo del estreno de American Splendor para el nº 4 de la revista (marzo/abril 2005). Si no habéis visto la película, ahora es fácilmente accesible, ya que forma parte del catálogo permanente de HBO. Y si nunca habéis leído a Harvey Pekar, bien podríais empezar por este volumen que recopila sus colaboraciones con Robert Crumb y seguir por las diversas antologías que le ha publicado en nuestro país La Cúpula. Mientras tanto, aquí dejo para el archivo esta breve conversación de hace tres lustros, que empezaba con la siguiente entradilla: «A muchos podrá parecerles extraño que un hombre sumido en la mediocridad de un trabajo alienante y en el infierno cotidiano de una existencia monótona y desesperanzada escoja los tebeos como medio de alzarse por encima de todo ello. Sin embargo, eso es precisamente lo que hizo Harvey Pekar, un autor convertido ya, desde que en 1976 apareciera el primer número de su serie American Splendor, en referente inevitable para los más destacados historietistas de las generaciones posteriores. Después de más de dos décadas nadando a contracorriente, Harvey Pekar ha encontrado finalmente una insospechada reivindicación en el cine. Tanto para él como para sus lectores, la espera bien ha merecido la pena».

En 1998 escribiste un guión que iba a dirigir el documentalista Chris Smith. ¿Cómo evolucionó el proyecto de American Splendor?
Cuando Chris Smith ganó en 1999 el premio al mejor documental en Sundance, su película [American Film] fue comprada por CBS/Sony, y Chris tuvo que renunciar a trabajar en American Splendor para poder dedicarse a promocionarla. Ted Hope, el productor, decidió recurrir entonces al equipo formado por Bob Pulcini y Shari Berman, que estaban un poco en su misma onda. Aunque yo había empezado a escribir un guión para Ted, ellos tenían muy claro lo que querían hacer, por lo que se encargaron de crear el definitivo. Ted presentó el proyecto a HBO y consiguió un presupuesto de dos millones de dólares, con el que rodamos durante un mes en Cleveland. En principio HBO había pensado presentar la película como telefilme, pero la reacción fue tan positiva, sobre todo después del premio en Sundance, que no hubo problemas para conseguir un distribuidor que la estrenara en cines.

Ilustración de Robert Crumb para American Splendor.

En la película comentabas que “sólo Dios sabe cómo me sentiré cuando vea esta película”. ¿Cuál ha sido finalmente tu reacción?
Estoy muy contento, creo que es una película estupenda y pienso que el reparto y el equipo hicieron un trabajo fantástico, no pretendo atribuirme los méritos. Me encanta el modo en el que Bob y Shari han mezclado los géneros, y creo que el recurso de utilizar a varias personas para interpretar los mismos papeles es muy interesante. Me encanta la película y me parece que les está yendo muy bien con ella. En HBO la han pasado ya varias veces, y aún sigue habiendo demanda. No sé, puede que acabe siendo una película popular.

En uno de tus tebeos, en 1994, decías: “Si consigo llegar a los 62, podré retirarme y cobrar mi pensión. Ése es mi próximo gran objetivo”. Ahora que has conseguido cumplirlo, y con creces, ¿qué le pides al futuro?
Bueno, sí, ahora cobro mi pensión del gobierno. Sin embargo, después de 17 años cotizando a la Seguridad Social, sólo recibo un tercio de la cobertura que me habría correspondido. La culpa es de Ronald Reagan, que como podrás suponer, no es uno de mis presidentes favoritos. Tampoco lo es George Bush, por cierto. En cualquier caso, lo único que espero del futuro es seguir ganando suficiente dinero, escribiendo tebeos o artículos sobre jazz, como para poder mantener a mi familia. Ése es mi objetivo. Seguir adelante. Mientras pueda vivir en la misma casa, comer la misma comida, seguir como hasta ahora, y pagar la educación de mi hija… no pido más.

American Splendor, la película, con Paul Giamatti en el papel de Harvey Pekar.

Otra cita sacada de uno de tus tebeos es una en la que decías: “los elogios me ayudan a sobrellevar los tiempos en los que escasea el dinero mejor de lo el dinero me ayuda a sobrellevar los tiempos en los que escasean los elogios”. ¿Crees que por fin has alcanzado un buen equilibrio entre ambas cosas?
La verdad es que me ha abrumado la reacción ante la película y ante mis cómics, que últimamente han empezado a venderse mejor. No tengo ninguna queja. He ganado con esto más dinero del que jamás hubiera creído posible, y he recibido muchas alabanzas. Me siento muy agradecido. Es muy extraño. Después de tanto tiempo sin lograr ninguna repercusión, ahora de repente la gente me reconoce por la calle, y me llaman por teléfono para hablar conmigo: “Acabo de ver su película en HBO y sólo quería decirle que me ha gustado mucho”. No he borrado mi número de la guía telefónica, de modo que quien quiera puede llamarme. O sea que, sí, las cosas me están yendo bien. Pero ahora tengo miedo de que todo esto se vaya a acabar de un momento a otro.

¿A qué historietistas contemporáneos sigues regularmente?
Joe Sacco es uno de mis favoritos, aparte de un buen amigo. Me parece un autor fantástico, y sus trabajos periodísticos, como Gorazde: zona protegida, o El mediador, demuestran que la historieta es un medio muy versátil. De hecho, estoy preparando un proyecto sobre Macedonia, inspirado un poco por el ejemplo de Joe. También me gustan Daniel Clowes, Chester Brown, Chris Ware… El problema es que para los autores de ahora cada vez es más difícil publicar. Yo pensaba, viendo los avances experimentados por los cómics en los años 60 y 70, que las cosas iban a mejorar, pero no ha sido así. Para mí ha sido una gran decepción que, ahora que finalmente los cómics se han convertido en un verdadero medio de expresión que no se limita a los superhéroes o los funny animals, el público no haya respondido. No saben lo que se están perdiendo.

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sábado 9 de mayo de 2020

En el centenario de Saul Bass

Saul Bass en 1962. Foto de Bob Willoughby.

Ayer, 8 de mayo, se cumplieron cien años del nacimiento del diseñador, ilustrador y cineasta Saul Bass, fallecido en 1996 y sin duda uno de los artistas más reconocibles e influyentes del siglo XX. Para celebrarlo, traduzco a continuación algunos párrafos del prólogo escrito por Martin Scorsese para el libro Saul Bass. A Life in Film & Design (Laurence King Publishing, 2011), un mastodóntico y suntuoso volumen que no debería faltar en la biblioteca de ningún aficionado al diseño gráfico.

Bass por Scorsese
Saul Bass. Ya antes de conocerle en persona, antes de trabajar juntos, era una leyenda para mí. Sus diseños para títulos de crédito, logos de empresa, carteles y portadas de discos, definieron una época. En esencia, encontraron y destilaron la poesía del mundo moderno e industrializado. Nos ofrecieron una serie de imágenes cristalizadas, expresiones de quiénes éramos, dónde estábamos y cómo era el futuro que nos aguardaba. Eran imágenes con las que podían soñar. Siguen siéndolo.

Por ejemplo: veo el diseño de Saul para el álbum Frank Sinatra Conducts Tone Poems of Color y de inmediato experimento una sensación compartida del mundo tal como era en aquel momento, en 1956. Había entonces una visión de progreso, de esperanza, de un mundo nuevo y mejor. Y corría la idea de que todo podía simplificarse, aerodinamizarse, y que todos nos beneficiaríamos de ello. ¿Cómo queda ese futuro que imaginábamos en 1956 contenido en este hermoso diseño de portada? En una serie de barras rectangulares de color, en tonos que sugieren todo un abanico de sentimientos, de los más cálidos a los más fríos, de la satisfacción a la melancolía. Tiene algo que ver con la elegancia y la económica belleza del diseño y con la variedad de sensaciones que contiene. En cierto modo, describe un espacio mental compartido por todos nosotros. Hablo en presente porque los diseños de Saul, tanto los que realizó en solitario como los que creó posteriormente a medias con su esposa y compañera creativa Elaine, tienen tal elocuencia que siguen afectándonos al margen de cuándo o dónde hayamos nacido.

Mientras hojeaba la sección de este libro dedicado a los logos diseñados por Saul para distintas empresas, me ha llamado la atención esta cita: «El logo ideal es aquel que ha sido llevado hasta el límite de la abstracción y la ambigüedad, sin dejar de ser legible. Los logos suelen ser metáforas de uno u otro tipo. En cierto sentido, son una idea hecha visible». Para mí, eso encapsula el genio de Saul, porque ésa es la manera en que a menudo interpretamos la realidad: los sentimientos llevan nuestra percepción hasta los límites de la abstracción y la ambigüedad, pero el mundo que nos rodea sigue siendo de algún modo legible. Pensamientos que se hacen visibles.

Saul y yo colaboramos en cuatro ocasiones. La primera fue en Uno de los nuestros. Yo tenía cierta idea de lo que quería para los títulos, pero no conseguía terminar de expresarla. Alguien me sugirió hablar con Saul y mi reacción fue: «¿Nos atrevemos?». Después de todo, hablamos del hombre que había diseñado las secuencias de créditos para Vértigo, Psicosis, Anatomía de un asesinato, Tempestad sobre Washington, Espartaco, La cuadrilla de los once y muchas otras películas que definieron para mí el cine y el hecho de ir al cine. Mis amigos y yo aprendimos a reconocer los diseños de Saul y todavía recuerdo la emoción que generaban en nosotros; al igual que las bandas sonoras de Bernard Herrmann, aportaban toda una dimensión añadida a las películas de los que formaban parte. Te metían de lleno en ellas, de manera instantánea. Porque, expresado de la manera más simple, Saul era un cineasta formidable. Veía la película en cuestión y entendía el ritmo, la estructura, el ambiente… Penetraba en el corazón de la película y hallaba su secreto. Fue lo que hizo con Vértigo y aquellas espirales infinitas: la locura en el corazón de la película, el hermoso vórtice pesadillesco que aflige a James Stewart. De la misma manera, cuando les puse Uno de los nuestros a él y a Elaine, entendieron de inmediato nuestro propósito: la velocidad, los oropeles, la sensación de una vida en vertiginoso ascenso que acaba descarrilando.

La sencillez de lo que hicieron con aquellos títulos de crédito me dejó atónito, pues únicamente podrían haber sido diseñados por alguien que tuviera un entendimiento muy depurado de lo que pretendíamos conseguir. Por otra parte, volví a acabar igualmente atónito cada una de las veces que volvimos a colaborar: por los reflejos sinuosos en la secuencia de El cabo del miedo, las flores que se abren constantemente bajo capas de encaje para La edad de la inocencia, la silueta de un hombre cayendo a los infiernos de neón en Casino. Una vez tras otra, acabé igualmente arrebatado por el asombroso trabajo de Saul y Elaine. Este libro, elaborado con cariño y diseñado con esmero, es el homenaje apropiado para un gran artista. Un gigante.

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jueves 21 de febrero de 2019

Un año de película

Fotograma de The Dirt.

Si alguien me hubiera preguntado cuando decidí lanzar una editorial qué tipo de acontecimientos predecía para el futuro, el hecho de ver estrenadas en un mismo año dos películas basadas en sendas obras de no ficción publicadas en España por Es Pop habría sido la última cosa que podría haber imaginado. Pero eso precisamente es lo que va a ocurrir este 2019, con la llegada de las adaptaciones fílmicas de Los trapos sucios y Señores del caos. ¿Qué está pasando aquí? ¿Hemos sido absorbidos por el mainstream? El caso de The Dirt, que estrenará Netflix el próximo 22 de marzo, es quizá más comprensible, en tanto que culminación de un proceso de reivindicación emocional del lado más sleazy de los años ochenta que dio comienzo, en gran parte, con la publicación del libro. Como bien recordaba Chuck Klosterman en su introducción para nuestra edición más reciente del mismo, «Los trapos sucios no sólo cambió el legado de Mötley Crüe, sino que probablemente es el libro que más impacto ha tenido en el modo en el que ahora recordamos el metal de los ochenta. Escribí Fargo Rock City entre 1998 y 1999 y me resulta difícil describirle a la gente lo impopular que era el hair metal a finales de aquella década. […] Pero entonces salió Los trapos sucios y todo cambió. De repente, la gente se empezó a emocionar de verdad recordando aquel periodo musical. Mötley Crüe fue el grupo metalero más importante de los ochenta y creo que, en determinados aspectos, vuelve a serlo ahora».

Fotograma de Lords of Chaos.

Bastante más sorprendente resulta la adaptación a la gran pantalla de un título como Señores del caos, mucho más periodístico, discursivo y complicado de destilar en una narración al uso. Si existe tal adaptación es gracias al empeño y la constancia de su director, Jonas Åkerlund, célebre realizador de vídeos musicales para todo tipo de artistas (desde Madonna hasta Metallica) y, no menos pertinente en este caso, primer batería del influyente grupo sueco Bathory. Åkerlund llevaba casi dos décadas fantaseando con la posibilidad de contar la historia de Mayhem: «Simplemente no podía dejar de pensar en ella y, con el paso de los años, me fui dando cuenta de que no era ni mucho menos el único, que había gente de todo el mundo fascinada con esta historia, obsesionada por ella y que sentía un vínculo sentimental con ella. Incluso chavales que en aquel momento ni siquiera habían nacido. Y eso fue más o menos lo que me llevó a decidirme en serio a rodarla». Dos libros, dos películas… y dos enfoques completamente distintos a juzgar por sus tráileres.

The Dirt / Los trapos sucios
Dirigida por Jeff Tremaine (Jackass: The Movie). Protagonizada por Iwan Rheon (Mick), Douglas Booth (Nikki), Machine Gun Kelly (Tommy) y Daniel Webber (Vince).
En mi cabeza siempre quedará la duda de lo que podría haber hecho con una historia como ésta Larry Charles, director de Borat y numerosos episodios de Larry David. Charles estuvo durante años asociado al proyecto y, según declaraciones propias, llegó a reescribir una versión del guión para asegurarse de que el espíritu del libro se mantenía intacto. A pesar de no ser ni mucho menos fan de la banda, Charles consideraba Los trapos sucios un libro «verdaderamente épico y fascinante. Y lo que tiene de bueno es que pinta un retrato realmente inmisericorde. [Los Mötley] dejaron a su paso muertos, heridos, tullidos, hicieron toda clase de locuras. Yo quería mostrar todo eso tal cual y creo que a la hora de la verdad hubo cierta reticencia». Ya sólo con ver el tráiler y la manera en que adopta en apenas dos minutos el típico arco de los biopics más tradicionales, resulta fácil adivinar por dónde debieron de ir las diferencias creativas que en última instancia condujeron a la salida de Charles del proyecto. Nunca sabremos si el filme resultante habría sido mejor o peor, pero lo que sí parece probable es que al menos habría ofrecido algo distinto.

Lords of Chaos / Señores del caos
Dirigida por Jonas Åkerlund (Polar). Protagonizada por Rory Culkin (Euronymous), Emory Cohen (Varg), Jack Kilmer (Dead) y Anthony De La Torre (Hellhammer).
Aunque presentada el año pasado en el circuito de festivales (pudo verse, por ejemplo, en Sundance y Sitges), será en este 2019 cuando llegue a las salas de cine comerciales y plataformas digitales esta propuesta claramente empeñada en seguir un camino opuesto al de The Dirt. Tan opuesto que probablemente irritará a ciertos fans deseosos de un enfoque más oscuro y mitificador, pero para su director ésa era precisamente la senda a evitar: «Había visto numerosos documentales y leído otros libros en los que continuamente se recalcaba la oscuridad, los incendios, el maquillaje cadavérico… Y me pareció que quizás había otra manera de contar esta historia, una que les recordase a los espectadores que estamos hablando de chavales muy jóvenes y que su historia no deja de ser bastante triste. Vamos, que me pareció que había otra perspectiva que aún no se había contado. […] Eran unos críos. Habían gozado de una buena educación, buenos padres, no eran pobres, no hubo drogas de por medio. Lo tenían todo y simplemente la cagaron a base de bien. En realidad, es una historia que ya hemos visto contadas otras veces y que sigue sucediendo a diario en todo el mundo. Una historia de críos haciendo estupideces».

Fotograma de Lords of Chaos.

Como remate a este cúmulo de casualidades que ha acabado desembocando en que dos de nuestros libros lleguen a la pantalla prácticamente al mismo tiempo, no puedo dejar de compartir el siguiente comentario de Jonas Åkerlund, extraído de una entrevista realizada por Vince Mancini para Uproxx, que he encontrado mientras preparaba esta entrada. No sólo tiene su gracia como anécdota que sirve para vincular ambas películas, sino que quizá pueda explicar también la diferencia fundamental del espíritu que las anima. La respuesta de Åkerlund es en referencia a una secuencia en la que Euronymous se burla de uno de los parches que lleva Varg Vikernes en su chaqueta: «No le he contado esto a nadie, pero en un principio lo que iba a aparecer en el plano era un parche del Dr. Feelgood de Mötley Crüe, pero uno de mis productores dijo: «Tendrás que solicitar una autorización. Se trata de un primer plano, necesitas una autorización». Y Nikki Sixx se negó. Literalmente nos dijo que «Ni hablar». Le enviamos la escena para que la viera e intenté explicarle: «Vamos, tío, no pretendemos burlarnos de vosotros. Se trata de demostrar que estos chavales eran unos sobrados y que no les gustaba prácticamente nada, particularmente el glam rock americano». Pero se negó a aceptarlo. A Nikki Sixx le preocupaba ver dañada su marca. Así que nos dijo que no. Por eso, en sustitución, pusimos un parche de Scorpions, lo cual, en realidad, no es históricamente correcto, porque los Scorpions en aquel momento no estaban considerados cutres. Si te iba el metal, los Scorpions molaban. Me sentí un poco mal. Realmente tendría que haber sido un parche de Mötley Crüe o de alguna otra banda estadounidense del momento. Ése habría sido el verdadero contraste. El black metal noruego y el glam rock de Sunset Strip. No podrían estar más lejos el uno del otro». Salvo en tu estantería —añadiría yo—, donde puedes tenerlos perfectamente juntitos.

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lunes 24 de octubre de 2016

No mires atrás


Tanto oír hablar de Dylan estos últimos días me ha recordado que tenía a medias esta entrada y que podría ser un buen momento para compartirla. Hace ya varios meses, Robert Polito, poeta, profesor de escritura en la New School de Nueva York y autor del magnífico Arte salvaje: una biografía de Jim Thompson, escribió para The Criterion Collection un pequeño ensayo sobre Don’t Look Back, el célebre documental sobre Bob Dylan dirigido por D. A. Pennebaker. Se trata de un texto muy interesante que podéis leer íntegramente en la web de Criterion (en inglés). Dejo aquí un par de párrafos traducidos a modo de aperitivo.

* * *

«Me costó mucho conseguir simplemente que la gente le echara un vistazo [a la película], de plantearse comprarla ya ni hablamos», me contó Pennebaker hace poco. «Hacer una película es como construir un coche en tu patio trasero. Lo armas, es hermoso y después… ¿qué haces con él? La idea de vender una película, una película no profesional que has hecho por tu cuenta y riesgo, es tirando a absurda. Pero en aquella época yo no lo entendía así. Era muy ingenuo. Había dos o tres distribuidores en Nueva York. Conseguí que vieran el primer rollo y cuando empezó el segundo se habían esfumado. Me di cuenta de que iba a costarme mucho conseguir que se proyectara, pero sabía que había un público para la película. Sabía que había gente que quería saber quién diablos era Dylan, igual que me lo había planteado yo».

Después, continuó Pennebaker, «un día un tipo me abordó y me dijo: «Tengo entendido que tienes una película que debería ver». Llegado aquel punto, estaba dispuesto a enseñársela a cualquiera. De modo que el tipo vino, la vio y cuando acabó, me dijo: «Es justo lo que estaba buscando; parece una película porno, pero no lo es». Era el dueño de una gran cadena de cines X con salas por todo el Oeste y creo que intentaba salirse del negocio, por su mujer o algo. Proyectó la película en el cine más grande que tenía, el Presidio en San Francisco. Puede que nunca hubiera conseguido llegar a distribuirla de no ser por aquel tío».

Mientras charlábamos sobre análogos de sus primeras películas, Pennebaker dijo haberse inspirado en los diálogos caóticos-y-contingentes y en el batiburrillo-de-voces propio de las novelas de William Gaddis, principalmente JR, para las texturas elusivas de Don’t Look Back. «La persona más cercana a lo que desde mi punto de vista estábamos haciendo era Bill Gaddis, que fue compañero mío de piso cuando me vine a vivir a Nueva York. La idea de no decir quién está hablando para que tengas que averiguarlo por tu cuenta es un poco como la de tener una película sin narración ni explicación. Todo está en lo que ves». (Lo fascinante es que en una nota para sí mismo escrita en 1956, Gaddis le otorgaba el crédito por JR a varias conversaciones con Pennebaker, entre otros).

Pero el propio Dylan, por supuesto, y las nuevas canciones que estaba componiendo en 1965 también tienen su paralelismo en la película de Pennebaker. La mezcla de crudeza y sofisticación formal, de innovación y tradición, de trabajo simultáneamente moldeado e improvisado, y la confianza en la inmediatez, el detalle y el momento para la revelación. La suspicacia de ambos hacia la definición y la interpretación. La diversión de Dylan ante los artículos neofabulistas que le dedica la prensa («»Dándole profundas caladas a su cigarrillo, fuma ochenta al día». Dios, cómo me alegro de no ser yo») y su feroz crítica a los medios ante el reportero de Time, Horace Freeland Judson, no pueden disociarse de la acometida llevada a cabo por Pennebaker contra los documentales convencionales que supone el núcleo de su cine.

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lunes 20 de enero de 2014

La metamorfosis de David Cronenberg

Imagen: TIFF.

La editorial norteamericana W. W. Norton acaba de publicar una nueva traducción al inglés de La metamorfosis, de Franz Kafka, realizada por Susan Bernofsky. La edición, además de una espectacular portada diseñada por el siempre brillante Jamie Keenan (más sobre su elaboración aquí), cuenta con un prólogo del cineasta David Cronenberg (el cual, por cierto, publicará su primera novela, Consumed, el 2 de septiembre de este año). La web de The Paris Review lo ha reproducido íntegro a modo de artículo, así que se me ha ocurrido traducir un par de fragmentos de muestra. Podéis leer el prólogo completo aquí.

Cubierta: Jamie Keenan.

El escarabajo y la mosca (fragmentos)
Hace poco me desperté una mañana para descubrir que me había convertido en un hombre de setenta años. ¿Es esto distinto a lo que le sucede a Gregor Samsa en La metamorfosis? Gregor se despierta para descubrir que se ha convertido en un coleóptero (probablemente de la familia de los escarabajos, si debemos creer a su señora de la limpieza), y ni siquiera en un espécimen particularmente robusto. Nuestras reacciones, la mía y la de Gregor, son muy parecidas. Nos sentimos confusos y aturdidos, y pensamos que se trata de una ilusión momentánea que pronto se habrá disipado, dejando que nuestras vidas continúen como hasta ahora. ¿Cuál podría ser la fuente de estas transformaciones gemelas? Ciertamente, uno ve acercarse su cumpleaños con sobrada anticipación y no debería sentirse conmocionado ni sorprendido cuando llega el momento. Y como cualquier amigo bienintencionado podría decirnos, setenta sólo es un número. ¿Hasta qué punto podría tener dicho número un verdadero impacto sobre una vida humana física y real?

En el caso de Gregor, un joven viajante de telas que pernocta en el apartamento de su familia en Praga, despertar a una extraña existencia híbrida entre humano e insecto es, por subrayar lo obvio, una sorpresa completamente inesperada, y la reacción de aquellos que le rodean (su madre, su padre, su hermana, su doncella, su cocinera) es retroceder horrorizados, tal como podría uno esperar, y ni un solo miembro de su familia se siente impelido a consolar a la criatura; por ejemplo, señalando que un escarabajo también es una criatura viva y que convertirse en uno podría resultar, para un ser humano mediocre inmerso en una vida monótona, una experiencia embriagadora y enriquecedora, así que ¿dónde está el problema? Este consuelo imaginario no puede, en cualquier caso, tener cabida dentro de la estructura del relato, ya que Gregor es capaz de entender el habla humana, pero no consigue hacerse entender cuando intenta hablar, por lo que a su familia no se le ocurre en ningún momento acercarse a él como a una criatura en posesión de una inteligencia humana. (Debe subrayarse, sin embargo, que llevados por su banalidad burguesa aceptan de algún modo que dicha criatura es, por algún motivo innombrable, su Gregor. Nunca se les ocurre que, por ejemplo, un escarabajo gigante pudiera haberse comido a Gregor; no tienen imaginación para ello y el joven rápidamente pasa a ser poco más que una molestia casera). Su transformación lo encierra por completo en sí mismo con tanta eficacia como si hubiera sufrido una parálisis total. Estas dos situaciones, la mía y la de Gregor, parecen tan diferente que uno podría preguntarse por qué me he molestado siquiera en compararlas. Pero yo argumentaría que el origen de la transformación es el mismo: ambos nos hemos visto forzados a tomar conciencia al despertar de lo que verdaderamente somos, y esa toma de conciencia es profunda e irreversible; en ambos casos, la ilusión pronto habrá demostrado ser una nueva y preceptiva realidad, y la vida no va a seguir siendo como hasta ahora. […]

Gregor se despierta de un mal sueño que nunca llega a ser descrito de manera directa por Kafka. ¿Acaso Gregor había soñado que era un insecto para luego, al despertar, descubrir que realmente lo era? «»¿Qué diantres me ha ocurrido?», pensó. No era un sueño», dice Kafka, refiriéndose a la nueva forma física de Gregor, pero no queda claro si sus pesadillas eran sueños premonitorios de insecto. En la película que coescribí y dirigí a partir del relato corto La mosca, de George Langelaan, le hacía decir a nuestro protagonista Seth Brundle, interpretado por Jeff Goldblum, en su momento de mayor agonía en el proceso de transformarse en un espantoso híbrido de mosca y humano: «Soy un insecto que soñó que era un hombre y le encantaba serlo. Pero ahora el sueño ha terminado y el insecto está despierto». Le está advirtiendo a su amante de que ahora representa un peligro para ella, de que es una criatura sin compasión ni empatía. Se ha desprendido de su humanidad igual que una ninfa de cigarra se desprende de su capullo, y lo que ha emergido ha dejado de ser humano. Brundle está sugiriendo asimismo que ser un humano, un ser con consciencia, es un sueño que no puede durar, una ilusión. También Gregor tiene dificultades a la hora de aferrarse a lo que queda de su humanidad, y a medida que su familia comienza a sentir que aquello que habita en el cuarto de Gregor ha dejado de ser Gregor, él comienza a sentir lo mismo. […]

Los relatos de transformación mágica siempre han formado parte del canon narrativo de la humanidad. Articulan esa sensación de empatía universal que sentimos por todas las formas de vida; expresan el deseo de trascendencia que también expresan todas las religiones; nos impelen a preguntarnos si la transformación en otra criatura viva podría ser prueba de la posibilidad de la reencarnación o de algún tipo de vida más allá de la muerte, por lo que constituyen, al margen de lo espantoso o lo desastroso que acontezca en la narración, un concepto religioso y optimista. Ciertamente mi Brundlemosca pasa por varios momentos de fuerza y energía frenéticas, convencido de que ha combinado los mejores componentes de humano e insecto para convertirse en un superser, negándose a considerar su evolución personal como nada que no sea una victoria incluso mientras comienza a perder partes de su cuerpo humano, que almacena cuidadosamente en un botiquín que bautiza como el Museo Brundle de Historia Natural.

No hay nada de todo esto en La metamorfosis. El Samsaescarabajo apenas es consciente de ser un híbrido, si bien goza de aquellos pequeños placeres híbridos que es capaz de encontrar, ya sea colgar del techo o corretear entre las basuras de su cuarto (placeres de escarabajo) o escuchar la música que interpreta su hermana al violín (placer humano). Pero la familia Samsa es tanto el contexto como la prisión del Samsaescarabajo, y su sometimiento a las necesidades de su familia, tanto antes como después de su transformación, le llevan en última instancia a darse cuenta de que para ellos resultaría más conveniente que simplemente desapareciera, de hecho sería una expresión de su amor por ellos, y eso es exactamente lo que hace, dejándose morir en silencio. La corta vida del Samsaescarabajo, a pesar de su naturaleza fantástica, queda relegada al nivel de lo funcional y lo estrictamente mundano, y no consigue despertar en ninguno de los personajes del relato ni un asomo de meditación filosófica o de reflexión profunda. ¿Cómo de parecida sería entonces la historia si, en esa desdichada mañana, la familia Samsa encontrara en el cuarto de su hijo no a un joven y enérgico viajante que se encarga de mantenerles con su desprendida e interminable labor, sino a un octogenario torpe y medio ciego, incapaz de caminar sin los bastones sobre los que se apoya cual miembros insectiles; un hombre que farfulla incoherencias y que se ha manchado los pantalones y que desde las nieblas de su demencia escupe ira e induce a la culpa? ¿Y si cuando Gregor Samsa se despertase una mañana de un sueño inquieto se descubriera convertido allí, en su misma cama, en un anciano demente, incapaz y necesitado? Su familia se muestra horrorizada, pero de algún modo lo reconocen como a su Gregor, aunque transformado. Con el tiempo, sin embargo, igual que en la versión del escarabajo, deciden que ha dejado de ser su Gregor y que para ellos sería una bendición que desapareciera.

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jueves 11 de abril de 2013

Martin Scorsese: el contexto y los prejuicios

Martin Scorsese, dirigiendo Al límite.

Comentaba en la entrada anterior que, para mí, «la experiencia fílmica (y con la literaria pasa exactamente lo mismo) depende por completo del punto de encuentro al que quieran o sepan llegar el creador y el receptor de la obra en un momento y circunstancias determinadas». El principal problema que le achaco como lector a gran parte de la crítica es, por una parte, una pereza considerable a la hora de llegar a ese punto de encuentro (pretendiendo que la obra se amolde a unos preceptos establecidos de antemano en vez de aproximarse a ella con voluntad de desentrañarla en su propios términos), sumada a una clara tendencia a obviar por completo dichas circunstancias. Tampoco quiero decir con esto que sea necesario relativizarlo absolutamente todo a la hora de enjuiciar o valorar una película, una novela o cualquier otra composición artística, pero sí estoy convencido de que, igual que las obras tienen su contexto, también las críticas lo tienen y deberían como mínimo ofrecer unas cuantas pistas acerca del mismo. Personalmente, siempre me va a resultar más interesante saber cómo, por qué y desde qué preceptos reacciona determinada persona frente a una obra que una valoración simplemente «cualitativa» destinada a puntuar a partir de una escala de valores supuestamente fija. Porque en lo que a baremos culturales se refiere, fijo no hay nada. Por eso James Joyce y Picasso pasan en un par de generaciones de ser artistas denunciados por su vulgaridad a tótems «indiscutibles». Por eso William Shakespeare se pasa dos siglos siendo considerado un dramaturgo interesante pero inferior a otros de raigambre más clásica hasta que los románticos del XIX lo convierten en referente y los medios de masas del XX popularizan su obra aportándole el aura que hoy le acompaña incluso entre aquellos que nunca la han leído. Por eso autores otrora laureados y sumamente populares como Pearl S. Buck o Henry Sienkiewicz parecen haber perdido gran parte de su relevancia entre nosotros. Solemos decir que el tiempo todo lo pone en su lugar, y si bien no creo que eso sea del todo cierto, de lo que no me cabe duda es de que desde luego todo lo cambia. Volviendo al cine, que es el medio que ha motivado esta serie de entradas, quiero aprovechar para compartir un par de reflexiones de Martin Scorsese acerca de estas cuestiones, extraídas de su «Conferencia Jefferson» del pasado 1 de abril en el John F. Kennedy Center de Washington. La conferencia está disponible en YouTube y merece bastante la pena.

Scorsese al comienzo de su carrera.

La persistencia de la imagen (extracto)
Les pondré un ejemplo de por qué, cuando hablamos de preservación, debemos mirar más allá de las obras honradas, reconocidas y ensalzadas. Cuando Vértigo se estrenó en 1958, a algunas personas les gustó y a otras no, siguió el recorrido habitual por las distintas cadenas de cines y luego simplemente desapareció. Incluso antes de haberse estrenado ya había sido clasificada simplemente como «otra película del Maestro del Suspense». Y ya está, fin de la historia. Porque, parece increíble, pero en aquel momento prácticamente cada año teníamos una película nueva de Hitchcock. Era casi como una franquicia. Produjo una cantidad realmente asombrosa de trabajo durante los cincuenta. Pero la reevaluación de su obra no se produjo hasta que los críticos en Francia, que después serían los directores de la nouvelle vague, y el crítico norteamericano Andrew Sarris mejoraron nuestra visión del cine ayudándonos a comprender la idea de la autoría detrás de la cámara. Y cuando la idea del lenguaje fílmico comenzó a ser tomada en serio, lo mismo pasó con Hitchcock, pues sus películas parecen tener un sentido innato de la narrativa visual. Y cuanto más atentamente observa uno sus películas, más ricas y más emocionalmente complejas pasan a ser. Irónicamente, mientras el genio de Hitchcock comenzaba a ser reconocido, resulta que varias de sus películas más importantes eran inencontrables, no podíamos verlas ni siquiera en televisión. Resultó que el propio Hitchcock había retirado las películas de los circuitos de distribución, al parecer para poner en orden su patrimonio. Algunas personas que tenían copias privadas hacían pases reservados aquí y allá, en Nueva York y Los Ángeles. En el caso particular de Vértigo aquello sólo añadía misterio a la película. Pero cuando regresó a la circulación en 1984, junto a las otras películas que habían sido retenidas, las nuevas copias no habían sido realizadas a partir del negativo original y los colores estaban rematadamente mal. El esquema cromático de Vértigo era extremadamente inusual y aquello fue una gran decepción. Entre tanto, los negativos originales necesitaban atención urgente. Diez años más tarde, Bob Harris y Jim Katz hicieron una restauración completa para Universal. Fue un proceso muy caro. La película había sido filmada originalmente en VistaVision, un formato que ha desaparecido por completo, por lo que tuvieron que hacer la restauración en 70 milímetros, que es lo más parecido que tenemos. En aquel momento tuvieron que trabajar a partir de elementos de imagen y sonido extremadamente dañados, pero al menos se llevó a cabo esa gran restauración y ahora podemos ver la película en ese formato. A medida que han ido pasando los años, más y más personas han visto Vértigo y han comenzado a apreciar su belleza hipnótica y su extraña y obsesiva temática.

En 1952 la revista británica Sight and Sound comenzó a realizar una encuesta. Ahora la hacen una vez cada diez años y en ella solicitan a gente de la industria de todo el mundo (directores, guionistas, productores, críticos) que elabore una lista con las que a su juicio consideran las diez mejores películas de todos los tiempos. Después suman los resultados y los publican. En 1952, el puesto número uno fue para la gran película neorrealista de Vittorio de Sica Ladrón de bicicletas. Diez años más tarde, en 1962, Ciudadano Kane de Orson Welles subió a lo más alto de la lista. Permaneció ahí durante las siguientes cuatro décadas. Hasta el año pasado, 2012, cuando fue reemplazada por una película que en 1958 pasó sin pena ni gloria y que muy a punto estuvo de desaparecer para siempre: Vértigo. Así pues, lo que quiero recalcar no es únicamente que debemos preservarlo todo, sino que lo más importante de todo es que no nos podemos permitir dejarnos llevar por los patrones culturales del momento. […] Puede que creamos saber qué es lo que va a perdurar y qué es lo que no, podemos estar completamente convencidos de ello, pero lo cierto es que no lo sabemos. No podemos saberlo. Tenemos que recordar el caso de Vértigo, las placas de la Guerra Civil y la tablilla sumeria*. Y acordarnos de Moby Dick, un libro despreciada por muchos que vendió poquísimos ejemplares cuando se editó en 1849. Y gran parte de los ejemplares que no se vendieron acabaron destruidos en un incendio en un almacén. La gran novela de Herman Melville, una de las grandes obras de la literatura, no comenzó a ser reivindicada hasta los años veinte del siglo pasado.

Scorsese dirigiendo a De Niro en Toro salvaje.

A veces algunas cosas suceden debido únicamente al momento. En el caso de 2001: una odisea del espacio, Kubrick dedicó mucho tiempo a trabajar en la película en Inglaterra, en secreto, gastando muchísimo dinero. […] Finalmente, en 1968, llega el pase de prensa para todos los principales críticos de Nueva York, que estaban deseando ver la película. Cinerama. Gran pantalla. Iban ya con muchos prejuicios, porque la película anterior había sido Teléfono rojo, que les había encantado, pero aquello… aquello no tenía buena pinta. Así que llegaron allí en cierto modo con una actitud de: «Demuéstrame lo que vales». De modo que están allí sentados esperando a que empiece aquello y la primera imagen es la luna alineándose mientras suena el manido Zarathustra. Y se oyeron risitas entre el público, porque justo acababa de estrenarse una película titulada Estación polar cebra que comienza exactamente igual. «¿Qué demonios es esto? Esto es igual que Estación polar cebra«. A continuación llega el amanecer del hombre. Monos. ¡Se supone que es una película sobre el espacio! Y se echaron a reír porque hacía una semana que habían visto El planeta de los simios. En ese momento la película quedó vista para sentencia. «¿Qué es esto? ¡Son tíos disfrazados de monos! ¡Esto ya lo hemos visto! ¿No puedes ser más original con todo el dinero que te has gastado?». Así que los críticos masacraron la película. En aquel contexto, había cantidad de prejuicios en contra. Como sucede con muchas otras películas.

Michael Powell y Emeric Pressburger, que hicieron en Inglaterra Las zapatillas rojas, A vida o muerte con David Niven, I Know Where I’m Going!, cinco o seis obras maestras, rodaron en 1943 una película titulada Coronel Blimp, en Technicolor. El Ministerio de Defensa les recomendó que no la hicieran, debido al tema, que trata la amistad entre un inglés y un alemán, interpretados por Roger Livesey y Anton Walbrook. Tuvieron que robar, o debería decir tomar prestado, el equipo militar para ciertas escenas porque no obtuvieron ninguna colaboración. También les dijeron: «Si hacéis esta película, si seguís adelante, al jefe no le va a gustar. A Churchill no le gusta la idea, ahora mismo no es un buen momento». […] Para mediados de los años cincuenta las cosas habían cambiado; Inglaterra había cambiado, el mundo había cambiado y las películas de Powell y Pressburger perdieron el favor del público hasta tal punto que apenas sabíamos nada de ellos, no había nada escrito al respecto de estos dos cineastas. Así que empezamos a investigarles y una de las películas clave era ésta, Coronel Blimp. Originalmente duraba dos horas y cuarenta y seis minutos, una historia épica maravillosa, pero fue reeditada múltiples veces. Yo la vi por primera vez en blanco y negro. Después la vimos por fin en color en una copia de 16 milímetros en PBS, en Nueva York; una versión de dos horas en las que habían cambiado la cronología de las tramas para eliminar todos los flashbacks. Aun así era muy interesante y muy conmovedora también. Finalmente en los años ochenta se recuperó el montaje original. Lo que sucedió fue que, tras haber restaurado Las zapatillas rojas, desde la Film Foundation fuimos al fin capaces de conseguir la financiación para restaurar Coronel Blimp, una tarea que ha llevado mucho tiempo, ya que se trata de una película de 3 horas en Technicolor, lo cual implica tres negativos, igual que Las zapatillas rojas, sólo que el proceso ha sido aún más complicado porque se trataba de una película más antigua y los negativos se hallaban incluso en peor estado. Finalmente fue reestrenada el año pasado, se editó el Blu-Ray y curiosamente ahora empiezan a escribirse artículos que consideran Coronel Blimp la mejor película británica jamás realizada.

* Scorsese hace aquí referencia a dos comentarios anteriores de su conferencia, uno acerca de cantidad de placas fotográficas de la Guerra Civil americana que se perdieron tras ser vendidas a granjeros que las usaron para levantar invernaderos con los cristales y a la pervivencia de una tablilla cuneiforme que describe una transacción comercial como ejemplo de que incluso las cosas más banales pueden acabar teniendo una importancia para el estudio futuro.

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martes 9 de abril de 2013

Un encuentro de mentes

El viernes pasado fallecía, tras una larga y esforzada pelea contra el cáncer, el que probablemente fuese, con permiso de doña Pauline Kael, el crítico de cine más conocido del mundo: Roger Ebert, sin lugar a dudas uno de nuestros héroes aquí en Cultura Impopular (¿qué otro crítico conocéis que haya escrito guiones para películas de Russ Meyer y que afirmara haber aprendido el oficio leyendo la revista Mad?). Para alguien como yo, que no cree en la crítica objetiva y que por lo general desconfía de quien dice practicarla, Ebert ha representado durante mucho tiempo uno de esos raros oasis en los que refugiarse del dogmatismo y la escasez de miras propios de aquellos que piensan que la función del crítico consiste en sentar cátedra, cuando no dictar sentencia. Al margen de que pudiera estar de acuerdo o no con sus valoraciones (y muchas veces no lo estaba), el hecho es que la lectura de los textos de Ebert me motivaba una curiosidad, unas reflexiones y un  placer que no suelo hallar, por desgracia, en los de la mayoría de críticos actuales. Y no se trata, como digo, de un problema simplemente de gustos, sino de respeto. Respeto por los creadores (cuya obra hay que desentrañar e intentar comprender en sus propios términos en vez de limitarse a la simple valoración a partir de unos criterios y prejuicios establecidos de antemano) y por supuesto respeto por el lector. En resumen: no me interesa el crítico que pontifica cual baquiano convencido de que sólo hay un camino correcto, pero sí me estimula y mucho el crítico capaz de entablar un diálogo consigo mismo y con la obra (el que plantea, indaga, se debate). En mi opinión, Ebert era uno de los más destacados entre estos últimos y desde luego uno de los que más claramente ha influido en mi propia manera de ver la crítica. Vaya pues como homenaje este pequeño extracto de sus comentarios a una de mis películas fetiche, Dark City, en los que además de hacer gala de su buen ojo desarrolla una reflexión de lo más oportuna: la experiencia fílmica (y con la literaria pasa exactamente lo mismo) depende por completo del punto de encuentro al que quieran o sepan llegar el creador y el receptor de la obra en un momento y circunstancias determinadas. Mis críticas favoritas son precisamente aquellas capaces de explorar el cómo y el por qué de esa experiencia de una manera debidamente contextualizada. Pero de contextos ya seguiremos hablando en una próxima entrada. Por ahora, os dejo con Roger Ebert.

Roger Ebert con el tío Russ.

El gabinete de Sir John Soane
Sir John Soane vivió a finales del siglo XVIII y fue uno de los grandes arquitectos de su tiempo en Londres. […] Algunos de sus cuadros resultan intrigantes porque en ellos reunía varios diseños de edificios que había construido o que quería construir y los juntaba todos en un paisaje urbano imaginario, muy cerca unos de otros, casi apilados, comprimidos, porque por grande que fuera el lienzo siempre tenía más diseños que espacio. De modo que cuando vi Dark City inmediatamente pensé en Sir John Soane. Los edificios se hallan compactados con gran densidad, muy cerca unos de otros, y hay capas sobre capas, tranvías y pasos elevados, arcos que conducen a pasajes subterráneos, edificios con elementos clásicos. Y cuando uno contempla todos esos paisajes urbanos tiene recuerdos no de una ciudad real, sino de una ciudad tal como existe en la imaginación de un arquitecto. Y, ciertamente, cuanto más averiguamos acerca de la naturaleza subyacente de Dark City y cómo se ve modificada cada noche por los Ocultos, nos damos cuenta de que lo que están haciendo es una ciudad nueva a partir de ideas previas, como los arcos y los detalles arquitectónicos que pueden recombinar de diversas maneras. Por todo ello sentí que el espíritu de Sir John Soane estaba realmente presente en la película, completamente al margen de que Alex Proyas o su director artístico hubieran tenido a no algún interés en su obra. Esa no es la cuestión. Lo que importa es que ambos han explorado un mismo concepto: el del paisaje urbano imaginario e idealizado.

Perspectiva de varios diseños para edificios públicos y privados ejecutados
por John Soane entre 1780 y 1815, cuadro de Joseph Michael Gandy.

[…] El hecho de que el doctor Schreber tenga el nombre de una persona real es también interesante, pues el auténtico Schreber fue al parecer un esquizofrénico que escribió un libro en el que exploraba su condición en un momento en el que aún era poco conocida y estudiada. Y su libro pasó a ser extremadamente valioso para Freud y creo que también para Jung. En Dark City tenemos una serie de personajes que técnicamente están viviendo vidas esquizofrénicas, en el sentido de que son distintas personas dependiendo del día. Se trata de una esquizofrenia impuesta. En otras palabras: hoy puedes ser un asesino, mañana serás un revisor, al otro trabajas en un restaurante o cualquier otra cosa. […] Y resulta irónico que sea Schreber, el personaje inspirado por un hombre que tuvo problemas con la realidad y la esquizofrenia, quien inyecta las personalidades a todos los demás. Es una manera interesante de utilizar el nombre para evocar eso en cierto modo. En mi reseña original de la película también me pareció interesante que el nombre del detective fuera Bumstead. Nueve de cada diez personas asociarían el nombre con Dagwood Bumstead, pero si estás en el mundo del cine automáticamente piensas en Henry Bumstead, uno de los grandes directores artísticos de todos los tiempos. Así que la pregunta es: ¿y si nunca has oído hablar de Schreber? ¿Y si crees que Bumstead hace referencia a Dagwood? ¿Perjudica eso tu experiencia como espectador? Y yo no lo creo. Creo que cuanto más sepas, más interesante puede parecerte, pero tampoco es necesariamente fatal que lo que no sepas. Creo que se puede disfrutar de una buena película únicamente a partir de lo que sea que estés extrayendo personalmente de ella. Y para ello no es necesario captar todas las referencias. Lo único que pasa si las ves es que pueden aportarte asociaciones y pueden aportarte ideas de en qué cosas estaba pensando el director… o a lo mejor no. Porque con frecuencia, creo, uno puede aportar a una película ideas que el director ni había tenido ni había insertado deliberadamente en ella. Pero eso está bien; más de un director me ha dicho que, una vez terminada, la película deja de ser suya. Que una vez terminada, la película existe entre la pantalla y la mente del espectador. Existe en ese espacio entre medias. Y la película ya no es lo que tenía el director en la cabeza, sino lo que sea que suceda ahí dentro, en ese espacio. De modo que se trata de un verdadero encuentro de mentes. Todo lo que se ve en la pantalla es la mente del director; todo lo que llevas tú dentro es la tuya. Y ambas se juntan para crear esta película que en realidad puede que ninguno de los dos veáis exactamente del mismo modo.

Adenda: mientras preparaba esta entrada, han aparecido en Internet dos entrevistas que contienen reflexiones no sé si similares sobre el papel y la función de la crítica, pero que a mí desde luego me han parecido interesantísimas. Una es esta de Kike Infame con Alberto García, crítico y editor de cómics, y otra es esta del propio Alberto al cineasta e historietista Carlos Vermut. Dos lecturas muy recomendables en cualquier caso.

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martes 29 de enero de 2013

Los timadores: Westlake vs. Thompson

Hace poco, buscando referencias para otro trabajo del que próximamente hablaré por aquí, me encontré de casualidad con esta entrevista con Donald Westlake, realizada en 1997 por Jesse Sublett para el periódico The Austin Chronicle. En ella, el creador de Parker habla, entre otras cosas, de su labor como guionista de Los timadores, la excelente película de Stephen Frears basada en la novela homónima de Jim Thompson que en 1990 le supuso una nominación al Oscar al mejor guión adaptado (desgraciadamente fue el año de Bailando con lobos y Westlake se volvió a casa, muy injustamente en mi opinión, sin la dorada estatuilla). Como para este año tengo pensado incluir bastantes contenidos relacionados con Jim Thompson en el blog, el hallazgo me ha parecido un buen augurio y aquí lo traigo, convenientemente traducido.

TAC: ¿Experimentó alguna sensación extraña al colarse en la cabeza de Jim Thompson mientras escribía Los timadores?

DW: Sí, he estado a ambos lados de la barrera, he sido el novelista al que otro adapta y he sido el adaptador que adapta la novela de otro, así que he estado a ambos lados. Mi sensación es que la tarea del guionista es transmitir las mismas sensaciones que el autor original, aquello que pretendiese conseguir éste al plasmarlas sobre el papel. Sus puntos de vista sobre el mundo, sus actitudes, su enfoque, sus intenciones. Nunca podrás incluirlo todo tal cual, puede que consigas respetar parte de los diálogos, puede que puedas respetar algunas escenas, pero es un medio distinto. En el caso de Thompson, se trata del escritor más nihilista nacido en Norteamérica. Como dijo no recuerdo quién, todas sus novelas terminan cuando sus personajes van al infierno. Quiero decir, que simplemente van al infierno. El equipo que hizo Los timadores era maravilloso, incluido el diseñador de producción, Dennis Gassner. Él y Stephen Frears decidieron que al principio de la película no aparecería el rojo, hasta tal punto que en una de las primeras secuencias, un diálogo en Los Ángeles entre John Cusack y un policía, se ve de fondo un aparcamiento que ocupa unas dos manzanas. Y alguien se percató de que había un coche rojo como a manzana y media de distancia. Así que fueron corriendo con una lona para taparlo. Porque querían ir introduciendo el rojo paulatinamente hasta llegar al final de la película, cuando Anjelica Huston se monta en el ascensor con un vestido rojo-rojísimo, iluminada por una potente luz blanca, metida en una caja negra, y Stephen dijo que ese era su descenso a los infiernos.
De modo que intentamos hacer a nuestro modo lo mismo que hizo Thompson al suyo. La cuestión es que Thompson se veía obligado a escribir muy rápido a cambio de muy poco dinero; él sabía que era capaz de hacerlo mejor. Pero no podía hacer nada al respecto, salvo seguir produciendo a macha martillo, y eso es algo que se puede ver en sus libros, particularmente si haces como tuve que hacer yo y analizar el funcionamiento de la trama. Entonces te das cuenta de que, oh, debería haber introducido este elemento en la página 30, pero no se le ocurrió hasta que iba por la 50 y ni de coña piensa volver atrás para reescribir la página 30, así que lo introduce en la 50. Pero yo puedo cogerlo y volver a colocarlo allí donde debería estar. De modo que siempre digo que lo que hice fue darle a Jim Thompson la revisión que él nunca tuvo tiempo de hacer por sí mismo.

Donald Westlake según Darwyn Cooke.

TAC: Eso está muy bien. He discutido con individuos que le ponen pegas a lo que ellos consideran errores técnicos en su prosa, y yo siempre les digo que están meando fuera de tiesto. Un libro de Thompson es algo que se vive como una experiencia. No puedes juzgar su obra según los cánones convencionales.

DW: Sí. Tenía mucho talento y muchísima convicción, en el sentido de que estamos hablando de un tipo que quiere contar historias en las que todo el mundo acaba yendo al infierno, pero debe hacerlo en términos lo suficientemente comerciales para que le permitan pagar el alquiler. Es como si tuviera un vendaval de cola que lo estuviera empujando a toda velocidad hacia delante y se ve obligado a hacer lo que pueda teniendo en cuenta las circunstancias. Dejarse llevar por él es algo a la vez emocionante y aterrador. Fue un trabajo de lo más interesante, la verdad. Y luego la viuda y las hijas de Thompson vinieron a la fiesta de después del estreno en Los Ángeles y todas son altísimas, todas pasan del metro ochenta… ¡y todas eran idénticas a Anjelica en la película! Y yo no hacía más que pensar: oh, Dios mío; oh, Jesús.

TAC: ¿Le suena de algo Paddy Mitchell, el ladrón de bancos?

DW: No, no creo haber oído hablar de él.

TAC: Hay un buen artículo sobre él en el especial moda de otoño de GQ, el que tiene a Sean Penn en la portada. Hasta hace poco, Paddy era un ladrón de bancos de mucho éxito y, al igual que Parker, se hizo la cirugía estética para ocultar su identidad. Ahora que lo han detenido, en vez de decir que lamenta sus crímenes y que debía encontrarse bajo alguna influencia perversa o algo, dice: «Ni hablar. ¡Pero si me lo estaba pasando bomba!».

DW: Conozco a un tipo llamado Al Nussbaum, la última vez que tuve algún contacto con él estaba en San Francisco, y no estoy seguro de si habrá muerto o seguirá con vida. Estaba condenado a perpetua en San Quintín por atracar un banco debido a que su socio mató a un guarda durante el robo y por lo tanto a él también lo declararon culpable de asesinato. Se hizo escritor estando en la cárcel. Era muy agudo y muy divertido y siempre decía: «No me reformé, simplemente perdí el valor. Pero todavía me parece una manera sensata de ganar dinero. Si quieres dinero, tiene que ser sensato ir allí donde tienen y obligarles a que te den algo».

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miércoles 16 de mayo de 2012

Cinco para el ring

Luna de casino no es una novela sobre boxeo, pero sí es una novela sobre oportunidades perdidas, sueños rotos y cantos de sirena; sobre caminos equivocados y los extremos a los que podemos llegar para intentar enderezarlos. Resulta de lo más apropiado por tanto que, aunque como decía, no sea una novela sobre boxeo, Luna de casino culmine en una explosiva velada pugilística que sirve tanto de telón de fondo como de catalizador para la resolución de todas las tramas urdidas con mano firme y prosa afilada por Peter Blauner. Y es que, al margen de que su utilidad sea metafórica o literal, el boxeo tiene algo, a medio camino entre lo mítico y lo mundano, entre lo brutal y lo poético, que funciona de maravilla a la hora de aplicarlo a la ficción. Esto es algo que han tenido muy claro autores tan dispares como London, Cortázar, Schulberg o Mailer. Pero hoy no quiero hablar tanto de literatura como aprovechar el lanzamiento de Luna de casino como excusa para enumerar mis cinco películas sobre boxeo favoritas. Allá van.

5. MÁS DURA SERÁ LA CAÍDA
The Harder They Fall · Mark Robson · 1956
Basada en la fabulosa novela homónima de Budd Schulberg (publicada en España hace años por Alba), Más dura será la caída está inspirada en la carrera del gigante italiano Primo Carnera, si bien no se trata ni mucho menos de un «biopic» al uso. Además de camuflar a Carnera tras el personaje de Toro Moreno, la historia no sigue tanto al boxeador como a un periodista en horas bajas que acepta el trabajo de agente de prensa de un promotor poco fiable dispuesto a forrarse convirtiendo a Moreno en un fenómeno. Más centrada en los tejemanejes del negocio que en el deporte en sí (ver la conversación del minuto 32), Más dura será la caída contiene la última interpretación de un terminal pero en cualquier caso excelente Humphrey Bogart y un guión continuamente salpimentado por perlas como «Tus puñetazos no conseguirían cascar ni un huevo». 100 % noir en el gimnasio.

4. EL ÍDOLO DE BARRO
Champion · Mark Robson · 1949
El nunca lo suficientemente ponderado Mark Robson repite como director en esta arquetípica historia de ascenso y caída de un noble bruto con talento para la violencia corrompido por el éxito, cuyos ecos resuenan con fuerza tanto en Rocky como en Toro salvaje. Robson está particularmente inspirado (ver el flashback inicial inmediatamente posterior a la escena de créditos o el montaje musical de Midge Kelly entrenando, secuencia que crearía un patrón repetido posteriormente hasta la saciedad) y Kirk Douglas ofrece una de las más memorables interpretaciones de su personaje favorito: el adorable sabandija capaz de mascar diálogos impronunciables hoy en día como: «Vas a ser una muchachita buena… porque de lo contrario te enviaré al hospital durante mucho, mucho tiempo». Puro nervio.

3. ALI
Ali · Michael Mann · 2001
A pesar de la tibia recepción obtenida en el momento de su estreno, Ali es una película fantástica (particularmente en su Director’s Cut editado directamente en DVD) que va mucho más allá de la vida del hombre anteriormente conocido como Cassius Clay para pintar un fresco ágil y vibrante de la cultura negra norteamericana de los años sesenta. La extraordinaria secuencia inicial, que intercala diversas escenas del pasado y presente de Alí al compás de un concierto de Sam Cooke, marca perfectamente el tono del resto de la película: montaje exigente, abundancia de información presentada de una manera poco complaciente, impresionante reconstrucción del ambiente (que es algo que va más allá de la mera recreación de la época) y actores en estado de gracia ofreciendo algunas de las mejores interpretaciones de su carrera. Recuerdo que a mucha gente le molestó particularmente la secuencia de tres minutos de Ali corriendo por Kinshasa, otra escena que resume a la perfección la voluntad del director por crear momentos interiores no verbalizados que acaban expresando más sobre la personalidad del personaje de lo que podría haberlo hecho cualquier discurso al uso. La inmersión en el ambiente que consiguen crear Mann y su director de fotografía Emmanuel Lubezki es tal que por mí podría haber seguido corriendo otros diez minutos; me hubiera seguido pareciendo igual de fascinante.

2. TORO SALVAJE
Raging Bull · Martin Scorsese · 1980
¿Qué se puede decir a estas alturas de una película tan citada como Toro Salvaje? Agresiva, frenética e inmisericorde, consigue que uno acabe sintiéndose igual de vapuleado que si hubiera compartido unos asaltos con el mismísimo Jake LaMotta y éste le hubiera utilizado para fregar la lona del ring. Para algunos, es excesiva. Para otros, entre los que me cuento, en eso reside precisamente parte de su brillantez. El resto, que no es poco, puede resumirse en el maravilloso blanco y negro de Michael Chapman, la brillantez de Thelma Schoonmaker a la hora de montar todo el filme, pero particularmente los combates, las interpretaciones uniformemente entregadas de todo el reparto, el ajustado guión de Paul Schrader y, cómo no, el intermedio de Cavalleria Rusticana. Pura magia.

1. COMBATE TRUCADO
The Set-Up · Robert Wise · 1949
Robert Wise, que también dirigiría en 1956 la notable Marcado por el odio, con Paul Newman en el papel de Rocky Graziano, hizo su primera incursión en el ring con esta espléndida, exuberante y para su momento enormemente innovadora película que narra, en tiempo real, una noche de combates en un pequeño pabellón de provincias. Hasta allí llega Bill «Stoker» Thompson, un boxeador maduro y en declive que lucha por aferrarse a unas migajas de dignidad, convencido de que todavía le quedan energías para ganar un último asalto. En apenas 73 minutos de puro magro, sin un solo gramo de grasa, Combate trucado plasma con asombrosa plasticidad el paisaje y sobre todo el paisanaje que puebla la noche pugilística con tal visceralidad que uno acaba compartiendo los nervios y sudores de la gran mayoría de sus personajes. El gran Robert Ryan, célebre sobre todo por sus papeles de turbio (cuando no de tarado) en innumerables clásicos del género negro, ofrece en este caso una de sus mejores interpretaciones encarnando con maravillosa y expresiva contención toda la vulnerabilidad y simpleza de Thompson. En resumen: un pequeño clásico que a falta de romperte la cara te rompe el corazón.

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domingo 25 de diciembre de 2011

Cuando Werner encontró a Cormac

Haciendo limpieza de fin de año acabo de darme cuenta de que tenía en borrador desde el mes de abril esta curiosa conversación entre Werner Herzog y Cormac McCarthy para el programa radiofónico Science Friday, al que acudieron acompañados por el físico Lawrence M. Krauss. La tesis de este último es que tanto la ciencia como el arte realizan la misma pregunta fundamental: ¿quiénes somos y cuál es nuestro sitio en el universo? Y para ahondar en tal cuestión nada mejor que escucharse entero el podcast que recoge la charla entre estos dos titanes de la cultura contemporánea. A continuación transcribo y traduzco algunos de los puntos álgidos.

Cormac McCarthy.

Lawrence Krauss: Para mí es evidente que tanto la ciencia como el arte plantean las mismas preguntas. Lo mejor que hace la ciencia es obligarnos a replantearnos nuestro lugar en el cosmos. De dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos. Y esas son las mismas preguntas que aborda el arte, la literatura, la música. Cada vez que lees un libro maravilloso o ves una película estupenda, sales con una perspectiva distinta sobre ti mismo. Y demasiado a menudo me parece que olvidamos ese aspecto cultural de la ciencia.

Cormac McCarthy: A mí siempre me ha interesado la ciencia, particularmente la física. Mi hermano y yo solíamos acudir a las presentaciones que se realizaban en el Instituto para las Ciencias de Santa Fe. Me parece que es algo que ayuda, poder hablar de cosas factuales, en las que hay un acuerdo. Resulta difícil llegar a algún acuerdo en las artes. Cada vez que hay que dar un premio, por ejemplo, es realmente complicado llegar a un consenso sobre quién debería recibirlo. En literatura y en las artes visuales resulta francamente difícil. Pero si hablamos de una teoría física, mira tú, o es cierta o no lo es. Organizas un experimento, le dices a los demás lo que estás buscando y si lo encuentran está ahí y si no, no. Eso me gusta.

Lawrence Krauss: Me resulta fascinante oírte decir eso, porque supongo que, como seres humanos, nos encanta imaginar no sólo el mundo tal como es, sino el mundo como podría ser, la esperanza de mundos mejores. Y eso está muy bien, es importante, pero esa moneda tiene dos caras. Una es que tenemos que aceptar que el mundo en el que vivimos es lo que es, y si la gente reconociese que el mundo es como es, tanto si nos gusta como si no, creo que el modo en el que se comportan las personas cambiaría notablemente. Pero al mismo tiempo, creo que debemos reconocer también que en ocasiones el universo real es más fascinante de lo que podemos imaginar, y puede servir de acicate a nuestra imaginación, no sólo como científicos sino, sospecho, como artistas. Es otro buen motivo para mantenerse al día con algunas de las cosas fantásticas que están sucediendo en el mundo.

Werner Herzog (izquierda) durante el rodaje de La cueva de los sueños olvidados.

Werner Herzog: En mi caso, por ejemplo, una película como Fitzcarraldo, para la cual tuvimos que trasladar un enorme barco a través de una montaña en la jungla amazónica, tuvo su origen en Bretaña, en la costa noroccidental de Francia, donde uno encuentra dólmenes y menhires neolíticos, enormes construcciones de piedra erigidas por millares en hileras paralelas. Y estaba allí sentado intentando pensar cómo lo habría hecho yo si hubiera sido una persona del neolítico, sin maquinaria moderna, y se me acabó ocurriendo un método que en esencia fue el que utilicé para mover el barco por la montaña. Me había enfadado mucho porque un pseudocientífico había postulado que aquellas piedras eran tan pesadas que sólo antiguos astronautas de otros planetas podrían haberlas levantado, y pensé: «Menuda idiotez». Me irritó tanto que tuve que ponerme a idear un método. Y eso es lo que en última instancia me llevó a trasladar un barco por la selva.

Locutor: Cormac, cuando hablas con científicos, ¿hacen que te sientas pesimista u optimista?

Cormac McCarthy: Algunos de mis amigos probablemente te dirían que es difícil volverme más pesimista. Pero… no sé. Soy pesimista acerca de muchas cosas, pero no creo que deba uno vivir agobiado por ello. El hecho de que mi punto de vista sobre el futuro sea tan lúgubre es en realidad reconfortante, porque así lo más probable es que me equivoque.

Werner Herzog: Yo creo que Cormac no se equivoca, porque resulta bastante evidente que el ser humano como especie desaparecerá en un periodo bastante breve. Cuando digo breve me refiero a dos mil o tres mil años, quizá treinta mil años, quizá trescientos mil, pero no mucho más, porque somos mucho más vulnerables que otras especies, a pesar de poseer cierto grado de inteligencia. No me pone nervioso el hecho de que relativamente pronto tendremos un planeta que no contiene seres humanos.

Lawrence M. Krauss.

Lawrence Krauss: Es curioso que digas eso porque, como científico, oscilo entre ambas posturas. Hay días en los que sí imagino un futuro tan crudo como el de La carretera, porque la humanidad como conjunto no ha demostrado demasiada inteligencia a la hora de apreciar el modo en el que su comportamiento afecta globalmente al planeta. Al mismo tiempo, estoy de acuerdo con Werner, pero no estoy tan seguro de que vayamos a desaparecer porque nos destruyamos nosotros mismos. Podríamos desaparecer por otras causas.

Werner Herzog: Yo tampoco estaba pensando en la autodestrucción. Podría pasar, por supuesto. Pero hay muchos otros sucesos imaginables que podrían aniquilarnos de manera instantánea.

Lawrence Krauss: Sin duda. Eso puede que sea inevitable. Nos gusta imaginar que somos el pináculo de la evolución, pero yo lo dudo. De hecho me parece bastante evidente que, a largo plazo, los ordenadores, si seguimos desarrollándolos como especie, acabarán por adquirir conciencia y probablemente serán muy superiores a nosotros, por lo que la biología deberá de alguna manera adaptarse a ellos. Las películas siempre muestran a los ordenadores como los malos, pero no sé por qué debería ser el caso. Si adquieren conciencia no tendrían por qué ser peores que nosotros. Mi amigo Frank Wilczek siempre se pregunta si abordarían la física del mismo modo. Así que puede que desaparezcamos como especie simplemente por pasar a ser irrelevantes. Pero estoy de acuerdo con Werner y con Cormac, creo que no deberíamos deprimirnos porque el ser humano vaya a desaparecer, deberíamos estar encantados de estar aquí ahora mismo. No veo propósito alguno en el universo, pero eso no me deprime, simplemente significa que deberíamos aprovechar al máximo nuestro breve momento bajo el sol.

Werner Herzog: Nuestro lugar en el universo es éste de aquí. Es lo que tenemos y nada más. El resto es hostil. No podemos huir de nuestro planeta. Los demás planetas del sistema solar no son atrayentes. Y la siguiente estrella está a sólo cuatro años y medio luz, pero a nuestra velocidad máxima tardaríamos 110.000 años en llegar hasta allí. Cientos y cientos de generaciones que no sabrían ni adónde se dirigen. Durante el viaje habría incesto y locura y asesinatos. Y no podemos disolvernos en partículas de luz como en Star Trek y transportarnos a donde sea. Nuestro sitio es éste, éste es nuestro lugar, así que más nos vale cuidarlo. En ocasiones, por supuesto, uno se siente a disgusto. Es como lo que me pasó a mí trabajando en la selva: tras muchas penurias llegué a la conclusión de que, sí, muy a mi pesar, amo la selva.

Werner Herzog: «Amo la selva a mi pesar».

Cormac McCarthy: Si analizas los clásicos de la literatura, están construidos en torno a la idea de la tragedia. Uno no aprende demasiado de las cosas buenas que le van sucediendo. Pero la tragedia está en el centro de la experiencia humana y es a lo que tenemos que enfrentarnos, es lo que hace que la vida sea difícil y es de lo que queremos aprender, es aquello a lo que queremos saber cómo enfrentarnos, porque es inevitable, no hay nada que podamos hacer para prevenirlo. Así que, ¿cómo te enfrentas a ello? Y toda la literatura clásica habla de cosas que le suceden a individuos que habrían preferido no experimentarlas.

Locutor: Werner, tu nueva película, La cueva de los sueños olvidados, muestra el triunfo de la experiencia humana.

Werner Herzog: Sí que lo hace, porque hay que imaginar que hace 73.000 o 74.000 años se produjo una gigantesca explosión volcánica en Sumatra que casi aniquiló por completo a toda la raza humana. Se dio lo que llamamos el efecto «cuello de botella», todavía discutido entre científicos, pero al parecer el número de seres humanos quedó por debajo de los 10.000, se habla incluso de sólo 2.000. Empezaron a recuperarse y después vino, por supuesto, la edad de hielo. Hay que imaginarse hace 35.000 años casi toda Europa cubierta de hielo, los Alpes bajo 3.000 metros de hielo. Un mundo completamente distinto, habitado por rinocerontes peludos, mamuts, leones en el sur de Francia. Y de repente estas pinturas [las de Chauvet-Pont-d’arc] nos muestran que de ahí es de donde venimos. Que ahí empezó nuestro espíritu, nuestra naturaleza, nuestra alma de hombre moderno.

Cormac McCarthy: Para mí lo más interesante de las cuevas es la longevidad de esta escuela artística. Las más antiguas que conocemos son las de Chauvet y son de hace 32.000 años. Y si miramos las del periodo magdaleniense, que son de hace 11.000 años, han transcurrido 20.000 años y las pinturas son prácticamente iguales. El uso de la perspectiva, el estilo, sus constantes; para mostrar por ejemplo que la pierna de un animal no está delante sino detrás la desconectan del cuerpo. Todas estas cosas persistieron, y si miramos las pinturas de Chauvet son en realidad iguales, la misma escuela de pensamiento, la misma escuela artística, el mismo tipo de obra. Eso me resulta asombroso, que haya podido existir una escuela artística que se haya mantenido durante 20.000 años. Nunca he oído a nadie hablar sobre eso y estaría enormemente interesado en saber lo que piensan las personas que lo han estudiado. Evidentemente ahí hay una cultura. Los artefactos surgen de una cultura, tiene que haber una cultura antes. Y obviamente ahí hay una cultura muy fuerte y muy rica que se mantuvo durante miles y miles de años. De hecho, cuando llegamos al periodo de las primeras ciudades, como Çatal Höyük, lo primero que encontramos son pinturas de toros en las paredes. ¡Y no son tan buenas! El arte había entrado ya en declive (risas). La otra cosa de la que no parece hablarse mucho es que uno no entraba en la cueva y se ponía a pintar sin más. Había que aprender a hacerlo antes. De modo que evidentemente debían practicar antes, probablemente al aire libre. Porque cuando entraban en la cueva para pintar en la pared, mira tú, eran pintores bastante buenos. Nadie ha encontrado restos de una obra pintada por ineptos.

Pintura de un oso hallada en Chauvet.

Werner Herzog: Lo fascinante de las pinturas en la cueva de Chauvet es que parece como si todo un mundo hubiera sido articulado y casi inventado, los animales son realistas y a la vez parecen una invención, fruto de la fantasía. Y ahora quisiera hablar un poco de Cormac, porque lo mismo pasa en su obra, él también inventa paisajes enteros. Inventa los caballos, al describirlos de un modo que nunca habíamos oído con anterioridad. Cormac inventa todo un paisaje desconocido para nosotros, aunque ya pareciera existir en, pongamos, la obra de Faulkner y su profundo Sur, o en el modo en el que Conrad describe el Congo y la jungla y los misterios. Su literatura no carece de precedentes, tiene el mismo calibre que hemos visto en, por ejemplo, las dos últimas páginas de Moby Dick. Melville. Lo hemos visto en lo mejor de Faulkner, en lo mejor de mi escritor favorito del siglo XX, el autor de Tifón y El negro del Narciso, Joseph Conrad, cuyo lenguaje materno ni siquiera era el inglés. Y qué gran estilista. Pero durante décadas no habíamos visto literatura con un lenguaje y un estilo equiparable al tuyo. Punto.

Cormac McCarthy: Vaya, eres muy generoso. No sé. Esta mañana estaba pensando que debería releer Spotted Horses, el relato de Faulkner, porque se me ocurre que lo que tiene de absorbente ese relato es su pura exuberancia y exageración. Esos caballos locos y salvajes que han escapado del corral y corren campo a través, y uno de ellos cruza un puente y se encuentra con un carro que viene de frente y creo que Faulkner lo describe apartándose «y trepando a un árbol como una ardilla». (Risas) Bueno no parece demasiado factible, pero resulta francamente evocador.

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