Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

miércoles 14 de julio de 2010

El invisible Harvey

Hace un par de días fallecía Harvey Pekar, uno de los más claros y a la vez inclasificables precursores del tebeo autobiográfico norteamericano. Nunca fue underground, aunque en parte salió del mismo caldo de cultivo que estos, recurriendo durante décadas a la autoedición como forma de abrir una nueva vía para la historieta y colaborando con autores seminales del movimiento como Robert Crumb. Nunca fue alternativo, tal y como se entendía el término en la industria del cómic de los ochenta y los noventa, ya que para entonces llevaba demasiado tiempo clamando en el desierto como para poder pasar por moderno y rompedor. Ni siquiera en su manera de hacer autobiografía se asemeja demasiado a lo que solemos asociar con el término. Durante varios lustros fue una figura constante pero en realidad marginal dentro del cómic independiente norteamericano. Al final, no fue el cómic sino el cine el que vino a recuperar cierta visibilidad para su persona, gracias a una notable película titulada como su serie de toda la vida, American Splendor, escrita y dirigida para la HBO por los documentalistas Shari Springer y Robert Pulcini. A propósito de su estreno en España en el año 2005, tuve la suerte de hacerle una entrevista a Pekar para el número 4 de la revista Travelling. Hoy la recupero aquí a modo de recuerdo.

En 1998 escribiste un guión que iba a dirigir el documentalista Chris Smith. ¿Cómo evolucionó el proyecto de American Splendor?

Cuando Chris Smith ganó en 1999 el premio al mejor documental en Sundance, su película [American Film] fue comprada por CBS/Sony, y Chris tuvo que renunciar a trabajar en American Splendor para poder dedicarse a promocionarla. Ted Hope, el productor, decidió recurrir entonces al equipo formado por Bob Pulcini y Shari Berman, que estaban un poco en su misma onda. Aunque yo había empezado a escribir un guión para Ted, ellos tenían muy claro lo que querían hacer, por lo que se encargaron de escribir el definitivo. Ted presentó el proyecto a HBO y consiguió un presupuesto de dos millones de dólares, con el que rodamos durante un mes en Cleveland. En principio HBO había pensado presentar la película como telefilm, pero la reacción fue tan positiva, sobre todo después del premio en Sundance, que no hubo problemas para conseguir un distribuidor que la estrenara en cines.

En la película comentabas que “sólo Dios sabe cómo me sentiré cuando vea esta película”.  ¿Cuál ha sido finalmente tu reacción?

Estoy muy contento, creo que es una película estupenda y pienso que el reparto y el equipo hicieron un trabajo fantástico, no pretendo atribuirme los méritos. Me encanta el modo en el que Bob y Shari han mezclado los géneros, y creo que el recurso de utilizar a varias personas para interpretar los mismos papeles es muy interesante. Me encanta la película, y me parece que les está yendo muy bien con ella. En HBO la han pasado ya muchas veces, y aún sigue habiendo demanda. No sé, puede que acabe siendo una película popular.

En uno de tus tebeos, en 1994, decías: “Si consigo llegar a los 62, podré retirarme y cobrar mi pensión. Ése es mi próximo gran objetivo”. Ahora que has conseguido cumplirlo, y con creces, ¿qué le pides al futuro?

Bueno, sí, ahora cobro mi pensión del gobierno. Sin embargo, después de 37 años cotizando a la Seguridad Social, sólo recibo un tercio de la cobertura que me habría correspondido. La culpa es de Ronald Reagan, que como podrás suponer, no es uno de mis presidentes favoritos. Tampoco lo es George Bush, por cierto. En cualquier caso, lo único que espero del futuro es seguir ganando suficiente dinero, escribiendo tebeos o artículos sobre jazz, como para poder mantener a mi familia. Ése es mi objetivo. Seguir adelante. Mientras pueda vivir en la misma casa, comer la misma comida, seguir como hasta ahora, y pagar la educación de mi hija… no pido nada más.

Otra cita sacada de uno de tus tebeos es una en la que decías: “los elogios me ayudan a sobrellevar los tiempos en los que escasea el dinero mejor de lo que el dinero me ayuda a sobrellevar los tiempos en los que escasean los elogios”. ¿Crees que por fin has alcanzado un buen equilibrio entre ambas cosas?

La verdad es que me ha abrumado la reacción ante la película y ante mis cómics, que últimamente han empezado a venderse mejor. No tengo ninguna queja. He ganado con esto más dinero del que jamás hubiera creído posible, y he recibido muchas alabanzas. Me siento muy agradecido. Es muy extraño. Después de tanto tiempo sin lograr ninguna repercusión, y ahora de repente la gente me reconoce por la calle, y me llaman por teléfono para hablar conmigo: “Acabo de ver su película en HBO y sólo quería decirle que me ha gustado mucho”. No he borrado mi número de la guia telefónica, de modo que quien quiera puede llamarme. O sea que, sí, las cosas me están yendo bien. Pero ahora tengo miedo de que todo esto se vaya a acabar de un momento a otro.

¿A qué historietistas contemporáneos sigues regularmente?

Joe Sacco es uno de mis favoritos, aparte de un buen amigo. Me parece un autor fantástico, y sus trabajos periodísticos, como Gorazde: zona protegida o El mediador, demuestran que la historieta es un medio muy versátil. De hecho, ahora estoy preparando un proyecto sobre Macedonia, inspirado un poco por el ejemplo de Joe. Tambien me gustan Daniel Clowes, Chester Brown, Chris Ware… El problema es que para los autores de ahora cada vez es más difícil publicar. Yo pensaba, viendo los avances experimentados por los cómics en los años 60 y 70, que las cosas iban a mejorar, pero no ha sido así. Para mí ha sido una gran decepción que, ahora que finalmente los cómics se han convertido en un verdadero medio de expresión que no se limita a los superhéroes o los funny animals, el público no haya respondido. No saben lo que se están perdiendo.

Más sobre Harvey Pekar en Entrecomics y Es muy de cómic.

CineCómicEntrevistas , 6 comentarios

jueves 10 de junio de 2010

James Sturm: Unplugged

«Todo parece moverse tan despacio. Qué manera tan anticuada de hacer tebeos».

Hace un par de meses tuve la suerte de traducir para Astiberri Día de mercado, la nueva novela gráfica de James Sturm, un tipo que siempre me ha parecido bastante interesante y que, nuevamente, no sólo no me defraudó sino que superó con creces mis expectativas. Lo que no sabía en aquel momento era que, al mismo tiempo que experimentaba formalmente con Día de mercado, Sturm se estaba embarcando en otro tipo de experimento, esta vez no narrativo sino vital. El objetivo: desengancharse por completo de Internet durante al menos cuatro meses y contar su experiencia a través de la revista digital Slate Magazine. Conviene aclarar que la iniciativa no es un mero golpe publicitario (aunque el propio Sturm reconoce que si esto le sirve para llamar la atención sobre Día de mercado, bienvenida sea la publicidad) ni tampoco parte de una premisa ludista. No se trata de un manifiesto contra los «males de Internet» ni una negación de todos los cambios positivos que ha traído consigo la revolución digital, sino un estudio subjetivo realizado por un individuo que decide pararse a contemplar por primera vez de manera reflexiva el modo en el que han cambiado sus hábitos en estos últimos años… y no acaba de estar seguro de que todos los cambios hayan sido para bien. Una cosa es indudable: la manera en la que trabajamos, en la que nos comunicamos, en la que nos relacionamos y me atrevería a decir que incluso en la que pensamos es muy distinta a como lo era hace tan sólo una década. Pero asumir eso como una realidad ineludible y aplaudir todo lo que haya podido aportarnos el advenimiento de la Web 2.0 y herramientas como Facebook, Twitter y demás, no debería llevarnos a obviar que todo cambio tiene consecuencias y que las consecuencias no siempre tienen por qué ser positivas. Yo por ejemplo sí me siento identificado con esa sensación que comenta Sturm de notar cada vez más a menudo como que se te está escapando el tiempo entre las manos haciendo tonterías (tonterías muy entretenidas, por supuesto; si no, no se te pasarían las horas volando) en vez de dedicarlo a algo más… no quiero decir «de provecho» que casi suena feo, pero ya nos entendemos.

Debo… responder… de inmediato…

También me da la impresión de que si paso varios días demasiado metido en Internet y en redes sociales (que suele ser principalmente cuando lanzamos un nuevo libro o cuando me levanto particularmente vago) después me cuesta más concentrarme en cosas tan habituales normalmente para mí como sentarme un par de horas a leer un libro; continuamente estoy pendiente de si suena la alarma del mail, me zumba en la cabeza un ansia como de pasar rápidamente a otra cosa, siento la tentación de leer en diagonal para acabar cuanto antes. (Esto de leer en diagonal, por cierto, me da que no es sólo cosa mía sino que cada día está más extendido; hay un ejemplo muy gracioso en los comentarios a la columna de Sturm en Slate en el que una lectora escribe: «Al autor parece habérsele escapado la evidente ironía de estar escribiendo un artículo acerca de abandonar Internet para una revista online«, a pesar de que en el texto hay una frase que dice literalmente: «No se me escapa la ironía de estar escribiendo acerca de mi desconexión de Internet en un blog»). Todo lo cual son impresiones puramente subjetivas y personales, por supuesto. No creo que la intención de Sturm (ni mucho menos la mía) sea extrapolar y generalizar. No se trata, como decía al principio, de echar de menos «los buenos tiempos», que no sólo no van a volver sino que encima ni siquiera eran tan buenos para empezar. Pero sí me parece que no está de más abrirnos a otro tipo de reflexiones acerca del modo en el que nos afecta este nuevo mundo de interconectividad creciente en el que con tanto entusiasmo nos hemos volcado. Es por eso por lo que el experimento de Sturm me parece particularmente interesante y por lo que hoy os traduzco un par de fragmentos del mismo, extraídos de las varias columnas que ya ha escrito al respecto. Si os quedáis con ganas de leerlo entero, que de verdad, merece la pena, podéis empezar por aquí.

– ¡Vamos, papá!
– Un momento que le doy al enviar…

Los últimos 10 años se me han pasado en un suspiro. En ese tiempo he tenido dos hijos, he producido varias novelas gráficas, me mudé a Vermont, me compré una casa y fundé una escuela: una academia con convalidación universitaria que ofrece un curso de dos años para historietistas. En octubre cumpliré 45 años y con la mediana edad llega la horrorosa convicción de que el tiempo que me queda en la Tierra es demasiado poco y que —biológicamente hablando, al menos— a partir de ahora todo el camino es cuesta abajo. «El tiempo pasa demasiado rápido» es uno de esos clichés que se repite continuamente, pero ahora, cuando se lo oigo decir otro padre en mitad de una charla acerca de las alegrías y los inconvenientes de la paternidad, se me antoja lo más conmovedor que he oído jamás. La cuestión que más me ha dado que pensar últimamente es si todo pasa tan rápido porque tal es la realidad de la mediana edad o si por el contrario es consecuencia del modo en el que he estado llevando mi vida. Específicamente me he empezado a preguntar si dicha sensación podría estar relacionada con todo el tiempo que paso conectado a Internet. Demasiado a menudo me siento para redactar un e-mail apresurado y antes de darme cuenta resulta que ha pasado una hora o más.
Durante estos últimos años, Internet ha pasado de ser una distracción a ser otra cosa ligeramente más siniestra. Incluso cuando estoy lejos del ordenador soy consciente de que ESTOY LEJOS DEL ORDENADOR y me pongo a idear maneras de VOLVER JUNTO AL ORDENADOR. He probado varias estrategias para limitar mi tiempo conectado: dejar el portátil en el estudio cuando vuelvo a casa, moratorias sabatinas… Pero hasta ahora nada ha funcionado de manera prolongada. Cada vez se me evaporan más horas delante de YouTube. Supuestamente una adicción no es un fracaso moral, pero la sensación que te queda es la misma.
Hace un mes empecé a pensar seriamente en desconectarme por completo de Internet durante un periodo prolongado. Sopesé los pros y los contras y ganaron los pros. Sí, quiero estar más pendiente de mis hijos cuando estoy con ellos y no sentir la necesidad constante de ir a comprobar el correo. Pero también necesito espacio para crear nuevas obras. Hace dos años obtuve una beca de la MacDowell Colony, un retiro para artistas, escritores, compositores y demás gente creativa. Aunque el edificio principal tenía conexión, en las cabañas individuales no había, y durante tres semanas pude trabajar en Día de mercado sin ningún tipo de interrupción (me dejaban la comida delante de la puerta en una cesta). Soy consciente de que no puedo replicar ese entorno tan ideal para concentrarse en mi vida diaria, pero de lo que no cabe duda es de que puedo mejorar mi situación actual.

Como parte del proyecto para la revista Slate, Sturm se ha comprometido a ilustrar los comentarios que le lleguen por correo tradicional, como el de esta chica que le escribió para decirle que prefería empezar a consumir heroína y dejarla antes que dejar de usar Internet.

Otro motivo para abandonar Internet es para darle un respiro a mis ojos. Tres operaciones de retina a principios de los noventa me dejaron con sólo un ojo operativo, en el cual llevo una lente de contacto correctora. En el transcurso del último año he tenido que cambiar de graduación en dos ocasiones. El año pasado noté una extraña mota en mi campo visual y me convencí de que tenía problemas retinales en el ojo bueno. Fui a ver a mi oftalmólogo de inmediato y resultó que no era nada serio —una pequeña abrasión que sanó con rapidez— pero me acojonó cosa mala. Quiero quedarme ciego dibujando tebeos, no leyendo blogs.
Hasta ahora uno de los beneficios de estar desconectado es que dibujo mucho más que antes. Sabía que comprometerme a escribir esta columna me obligaría a producir, pero me siento realmente estimulado tras haber comprobado la facilidad con la que el tiempo que pasaba navegando se ha convertido en tiempo dedicado al dibujo. En las dos últimas semanas ya he llenado un álbum de fotos de 40 páginas de 10×15 (los compro en las tiendas de todo a cien) con acuarelas. Es un trabajo que parece promover la paciencia (tengo que esperar literalmente a que la pintura se seque), mientras que en la Web era como un niño hiperactivo con nula capacidad de concentración.

«Compruebo mi e-mail cada pocos minutos, pero no respondo de inmediato.
No quiero que la gente crea que soy compulsiva».

A finales de marzo se editó Día de mercado. Es la primera novela gráfica que escribo y dibujo completamente solo desde 2001, así que podréis imaginar lo emocionado que estaba. A medida que se acercaba el día del lanzamiento, sin embargo, empecé a sentirme cada vez más preocupado. Hace un par de años, Donald Saaf, un fantástico ilustrador de libros infantiles, dio una charla en el Center for Cartoon Studies [la academia que dirige Sturm] y dijo algo por el estilo de que las revistas no han muerto, sino que lo que ha pasado es que ahora se llaman libros. El comentario me ha perseguido desde entonces. La industria editorial ha pasado a moverse a un ritmo tan cegador que si un libro no causa una impresión inicial, lo más probable es que sólo aguante sobre el mostrador de la tienda una fracción del tiempo que llevó crearlo. Las editoriales apenas tienen tiempo para editar todos los libros que compran, mucho menos para promocionarlos. Hay una tremenda presión sobre el autor para que se encargue de hacerlo el mismo a través de Facebook, Twitter, foros y cualquier otro tipo de recurso online. Cuando una obra es nueva, tiene más oportunidades de llamar la atención.
Sabía que si entraba en el juego, el placer que debería acompañar al lanzamiento de Día de mercado se vería seriamente disminuido. Cuando empiezo un libro soy como un poeta-guerrero armado con las más nobles de las intenciones, pero hacia el final del proceso editorial me siento como un vendedor de esos que va de puerta en puerta. Entiendo que forma parte del proceso y que debería dejar de lamentarme, porque es algo que tienen que hacer todos los autores. También me doy cuenta de que no he renunciado por completo al proceso: estoy aprovechándome de la Web al llamar la atención sobre mi libro en esta columna. Puede que algunos lectores lo consideren oportunista. A ellos sólo puedo decirles: sí, así es.
Dicho esto, tomé deliberadamente la decisión de desconectarme por completo justo a tiempo para el lanzamiento del libro. Si ahora mismo estuviera online, estaría pegado a mi portátil leyendo reseñas, oyendo cómo han quedado las entrevistas a través de podcasts y comprobando mi posición en el ranking de Amazon. Durante un mes, tal conducta parece excusable —tras haber trabajado años en una obra, es natural que uno quiera ver cómo es recibida— pero más allá de eso pasa a ser una obsesión. El orgullo del logro da paso a la vanidad. Dejé de usar Internet precisamente para evitar eso.

«Acabo de darme de baja de Facebook. ¿Para qué se me ocurrió meterme?
Había dejado atrás a todos esos ‘amigos’ por un motivo».

En la semana posterior a la publicación de mi primera columna, recibí más de 50 cartas de lectores que me describían sus propios conflictos con Internet [en su primera columna, Sturm anunciaba que como no estaba conectado no podría leer los comentarios y que si alguien quería escribirle tendría que recurrir al correo postal]. Más de tres cuartas partes de las mismas estaban escritas a mano. Una de las cosas que amo de los tebeos es que, al contrario que en un libro, el lector puede experimentar la mano del artista. Es una sensación muy personal. Muchos lectores declararon haber sentido una especie de revelación a la hora de sentarse a escribir una carta de verdad. Si hubiera leído las mismas cartas online, no me habrían resultado tan emotivas.
Todas y cada una de las cartas me mostraban su apoyo. Me han dicho que ese no es el caso en los comentarios de la columna. ¿Es porque la gente que siente simpatía se siente más motivada a escribir o sencillamente porque si a alguien no le interesa la columna para qué va a perder el tiempo en escribirme para decírmelo? Sea como sea, mi exposición a los sentimientos negativos, tanto en relación con Día de mercado como con esta columna, se ha visto muy minimizada gracias a mi desconexión. Si en algún momento vuelvo al redil y leo las respuestas a ambos, habrá pasado suficiente tiempo y tendré ya la suficiente distancia sobre mi trabajo como para ser capaz de descartar o de aceptar constructivamente las críticas. Las ventajas de un sistema de feedback más pausado no son pocas.

Uno de los atractivos de ir a vivir al bosque era que tendría tiempo y
oportunidad de ver llegar la primavera… y twittear sobre ello.

· Las acuarelas de James Sturm mencionadas en el post, reunidas en flickr.
· Pensando que su desconcierto pudiera ser generacional, Sturm solicitó a varios de sus estudiantes veinteañeros que expresaran mediante viñetas su relación con Internet. Los resultados pueden leerse aquí.

CómicCreación , , 9 comentarios

lunes 1 de marzo de 2010

Un hombre llamado Parker

El Parker de Darwyn Cooke.

Los periódicos lo llaman el sindicato. Los matones y las putas lo llaman la compañía. Usted dice «La organización». Por mí como si se quieren llamar la Cruz Roja. Me van a devolver lo que es mío tanto si quieren como si no.
El cazador, de Richard Stark

El pasado viernes salió a la venta la adaptación al cómic de la novela The Hunter firmada por Darwyn Cooke, que he traducido para Astiberri. Escrita en 1962 por Donald Westlake bajo el seudónimo de Richard Stark, The Hunter fue una novela poco menos que seminal para la narrativa criminal; no en vano presentaba en sociedad a «un hijo de perra llamado Parker», un ladrón profesional de actitud implacable, caracterizado por una frialdad rayana en la psicopatía, que destacaba por su virulencia en un género ya de por sí superpoblado de personajes sañudos y asociales.

Los expeditivos métodos de Parker.

Según contaba el mismo Westlake, «En aquella época, a primeros de los 60, la industria daba por sentado que las mujeres compraban libros en tapa dura y que los hombres compraban novelas en rústica. Yo ya tenía un editor de tapa dura, Random House, que me estaba publicando un libro al año. Pero quería escribir más, así que pensé: «¿Y si me invento otro nombre con el que escribir algo diferente, pensado directamente para el mercado de novelas en rústica?». Así nació The Hunter, como un libro para hombres». Y es cierto que esta primera aventura de Parker parece en principio un compendio de todos los clichés habituales en las exitosas noveluchas de quiosco de la época: un protagonista que si no es más macho es porque se le saltarían las costuras del pecho, un elenco femenino encajado en dos arquetipos (mujeres fatales y prostitutas), una trama construida en torno a un acto de feroz individualismo y un desenlace alzado sobre una pila de cadáveres. Sin embargo, The Hunter, propulsada por la prosa tersa y cortante de Westlake* y la naturaleza esencialmente implacable de su personaje, acaba palpitando con una vida, una urgencia y una intensidad ausentes en la gran mayoría de las novelas de bolsillo para hombres propias de la época. Su impacto en varias generaciones de autores sigue resonando hoy en día en todo tipo de libros y películas (e incluso tebeos) y su éxito de ventas propició el regreso de Parker en nada menos que 23 secuelas. Tal y comentaba el propio autor, «lo más sorprendente fue que desde el principio las novelas de Stark empezaron a vender más que las de Westlake. Y funcionaron en Europa mejor que las de Westlake. Y fueron compradas para el cine antes que las de Westlake. La carrera de Stark progresaba mucho mejor que la mía y debo reconocer que empecé a cogerle algo de manía al tío».

Lee Marvin, un hombre llamado Walker.

Aunque la primera aparición de Parker en el cine vino, de la manera más desconcertante posible, encarnada en la figura de Anna Karina en Made in U.S.A., una adaptación sui géneris y no autorizada de The Jugger (la sexta novela de la serie) realizada por Jean-Luc Godard en 1966, no sería hasta un año más tarde que The Hunter saltaría a la gran pantalla con todos los honores, de la mano de John Boorman y Lee Marvin, en la justamente célebre A quemarropa, una película tan revolucionaria en varios aspectos, particularmente el extraordinario montaje y el uso del color, que si no es de estudio obligado en todas las escuelas de cine desde luego debería serlo. Sin embargo, a pesar de todos sus valores fílmicos (el modo en el que están encuadrados e iluminados casi todos los planos, las localizaciones, la dirección artística, el vestidito amarillo de Angie Dickinson) y de la impresionante presencia escénica de Lee Marvin, A quemarropa no es precisamente una buena adaptación de The Hunter, lo cual, por supuesto, no quita para que sea una excelente película. Sin embargo, hoy estamos hablando de Parker. Y debo reconocer que el Parker que me gusta a mí no es el Parker de A quemarropa. Y no lo es por un motivo esencial: porque ni Boorman ni Marvin consideraban The Hunter una buena novela, aunque sí les pareciera un buen punto de partida para contar su propia historia.

Angie Dickinson y Lee Marvin en A quemarropa.

Dicha historia es, en palabras de Boorman, una metáfora anclada en una estructura de género para recrear las experiencias juveniles de Lee Marvin y su congoja tras haber ido voluntario con 17 años a la guerra para volver irremediablemente cambiado debido al contacto directo con la violencia. Desde este punto de vista, A quemarropa convierte a Parker en un personaje esencialmente bueno, noble y enamorado (o al menos eso se desprende de los flashbacks en los que le vemos conociendo a su futura mujer y compartiendo buenos momentos con su mejor amigo), transformado en un vengador implacable por un acto de violencia. Así, su trayecto es el de un personaje que empieza la película muerto (una muerte quizá metafórica, pero posiblemente muy real) y que lentamente vuelve a la vida. Nada que ver, en cualquier caso, con el propósito original de Westlake, que afirmaba que «No quise darle al personaje ningún aspecto que pudiera hacerle simpático de cara al lector. Parker no tiene ningún lado bueno, no tiene perro, no tiene la más mínima cualidad que lo redima». Sin embargo, aunque Marvin y Boorman apreciaran el concepto de Parker como personaje, no apreciaban, como ya he dicho, el uso de las convenciones del género realizado por Westlake, por lo que se embarcaron en su propio ejercicio de revisionismo.

Lee Marvin, un personaje muerto por dentro (o del todo,
dependiendo de las interpretaciones).

Según recordaba Boorman hace un par de años en el comentario en audio para la reedición en DVD de A quemarropa, Marvin le dijo: «»Haré la película contigo con una condición», y cogió el guión y lo tiró por la ventana. Cuando Mel Gibson hizo el remake de esta película, el guión que rodó se parecía mucho al que Lee había tirado por la ventana». Marvin llegó incluso a improvisar escenas en las que optó por eliminar por completo sus diálogos, como por ejemplo aquella en la que se reencuentra con su mujer por primera vez y ella intenta explicarle por qué le traicionó. La falta de respuestas por parte de Marvin invierte el sentido de lo que de otra manera sería una escena convencional y la convierte en otra cosa, que refuerza el carácter fantasmal de su personaje (más que una alucinación experimentada mientras se desangra en Alcatraz, que es otra de las interpretaciones más extendidas de la película, se diría que el Parker de Marvin es un espectro**; apenas interactúa con otros personajes, nunca mata a nadie, sino que organiza las cosas de modo que sus enemigos encuentren su castigo a manos de agentes externos, y cuando cumple su misión acaba fundiéndose entre las sombras). Todo lo cual sirve para armar una película intrigante y abierta a mil interpretaciones, más cercana al cine de Antonioni que al de, pongamos, William Wellman, capaz de coger el elemento más característico del personaje de Westlake (un hombre cuya única identidad es su misión) y a la vez traicionarlo convirtiendo a Parker en un peón de agentes externos que sentimentaliza un pasado en el que no era un hombre violento.

Mel Gibson, un hombre llamado Porter.

Lo que me lleva a Payback, la película escrita y dirigida por Brian Helgeland e interpretada por Mel Gibson, que no es ni mucho menos un remake de A quemarropa, como apuntaba Boorman, sino una segunda versión cinematográfica de The Hunter. Helgeland, sin embargo, parece sentir un aprecio mucho más genuino por el género y por la novela original. El problema es que, aunque el proyecto nació como un ejercicio de estilo moderno, pero respetuoso, a cargo de un director empeñado en firmar “Una buena película criminal, modesta, pero cruda y seca”, Payback, tal y como se estrenó en 1999, tampoco es una adaptación demasiado fiel de la novela. El estudio consideró que la primera versión realizada por Helgeland era tan amoral y daba una imagen de Gibson tan distinta a la cultivada por el actor en sus habituales vehículos de acción que se negaron a distribuirla tal y como estaba. Helgeland se declaró incapaz de cambiar el tono de la película y finalmente sería el propio Gibson el encargado de rodar nuevas escenas que humanizaran al personaje así como todo un tercer acto completamente nuevo, que se aleja por completo tanto de la primera versión de la película como del desenlace de la novela. Otro cambio notable fue la adición de una narración en off escrita por otro guionista, Terry Hayes, que intensificaba el tono burlón del film, convirtiéndolo en otra comedia de acción macarra. Muy divertida y bastante mejor que la media, todo hay que decirlo, pero alejada del espíritu seco y violento que Helgeland quería recuperar.

Mel Gibson y Deborah Kara Unger en Payback.

Afortunadamente, en 2006 salió a la venta en Estados Unidos Payback: Straight Up, un nuevo montaje que recupera la versión original de Helgeland, más breve, más al grano y mucho más fiel a Westlake desde el primer plano (para hacernos una idea del tipo de cambios pedidos por el estudio y de la diferencia tonal entre ambas versiones de la película, cuando Gibson, prácticamente en la secuencia de créditos, le roba a un mendigo paralítico sus limosnas, en la versión estrenada en cines el paralítico resulta no ser tal, es decir, es un farsante y por lo tanto el pecadillo de Mel no lo es tanto; en la versión original Gibson es un canalla que no sólo le roba a un verdadero paralítico y a cualquier otro que se le ponga por delante, sino que le da una paliza brutal a su ex mujer sin denotar la más mínima emoción y procede a liquidar a propios y extraños con una indiferencia que asusta). Aun así, la segunda mitad de la película dulcifica un poco a Parker, especialmente en todo lo relativo a su relación con Rosie, la prostituta que le proporciona acceso a la organización criminal de la que quiere vengarse, pero el resultado final sigue estando (a pesar de su mordacidad posmoderna y de ciertos elementos paródicos en cualquier caso bastante apropiados) más cerca de películas como La gran estafa, La huida, Los amigos de Eddie Coyle o cualquier otro gran clásico del género criminal de los setenta que de las «Armas letales» y «Conspiraciones» que parecían tener como referente los productores. Hace precisamente un par de meses se editaba por fin en España, en DVD y en Blu-Ray, un estuche bastante barato con las dos versiones de la película. Así que si sois fans del género y no habéis visto aún la versión de Helgeland de Payback, que es lo más probable, no dejéis de hacerlo si tenéis oportunidad. Personalmente, es mi adaptación favorita de la obra de Westlake y, de las tres películas aquí comentadas, es la que más me gusta con diferencia, precisamente porque me parece la más honesta consigo misma y con sus modelos.

Mel Gibson, un hombre llamado Porter.

Pero había comenzado este texto hablando de la nueva resurrección de El cazador, esta vez en formato cómic a cargo de Darwyn Cooke, el cual ha realizado la que probablemente sea la adaptación más cercana en espíritu y texto a la novela, ya que no sólo respeta la ambientación original sino también su estructura fragmentada e incluso párrafos completos de texto, algo que, por lo general, debo reconocer que suele molestarme en este tipo de adaptaciones, pues considero que las alejan del cómic para acercarlas al libro ilustrado (prefiero con mucho el camino tomado por autores como Sammy Harkham en el magnífico Pobre marinero o como Enrique Lorenzo en su versión de El médico a palos, en la que no aparece ni un solo texto de apoyo). En este caso, sin embargo, no sólo no me ha molestado sino que me ha producido auténtico placer. ¡Quién me iba a decir a mí hace unos años que tendría oportunidad de trabajar la prosa de Westlake! Entre todo lo que traduje, por cierto, estaba este breve texto reproducido en la solapa de la edición original de El cazador, en el que Donald Westlake explica someramente el origen de su personaje. De modo que, para acabar este repaso a la figura de Parker, ¿qué mejor que cederle nuevamente la palabra a su creador?

Izquierda: la portada de la primera edición de El cazador (1962).
Derecha: portada original de la quinta entrega de la serie (1965).

«La idea de la novela se me ocurrió de una manera completamente mundana: cruzando a pie el puente George Washington. Había estado haciéndole una visita a un amigo que vivía a unos cuarenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York y había cogido un autobús para regresar a la ciudad. Sin embargo, me equivoqué de número y acabé en Nueva Jersey en vez de en Nueva York (que era donde estaba mi línea de metro). De modo que decidí cruzar el puente andando, sorprendido por la fuerza del viento (ya que en el resto de la ciudad apenas soplaba una brizna) y también por lo mucho que el puente, aparentemente sólido, temblaba y se balanceaba ante sus vaivenes y el matraqueo del tráfico. Había velocidad en los coches que pasaban junto a mí, vibración en el metal bajo mis pies, tensión en toda la atmósfera.
»Una vez montado en el metro, empecé a desarrollar lentamente en mi cabeza un personaje adecuado para aquel entorno, cuya velocidad, solidez y tensión rivalizaran con las del puente. Otros personajes iban y venían, pero él rápidamente adoptó un rostro, una manera avasalladora de caminar. Lo imaginé con un aspecto similar al de Jack Palance, y me pregunté: ¿por qué está cruzando el puente a pie? No es porque se haya equivocado de autobús, sino porque está furioso. Pero no se trata de una furia acalorada; es una furia fría. Porque hay ocasiones en las que las herramientas, ya sean martillos, coches, armas o teléfonos, no sirven de nada. Hay ocasiones en las que sólo el uso de todo tu cuerpo, el tacto duro y rugoso de tus manos, puede llegar a resultar satisfactorio.
»De modo que escribí un libro sobre aquel hijo de perra llamado Parker, y a medida que la historia iba avanzando no pude evitar empezar a apreciarle, por lo bien definido que estaba. Nunca tuve que pensar demasiado en qué iba a hacerle hacer a continuación. Él siempre lo sabía. Hasta cierto punto, supongo que me gustaba Parker por todo lo que no me contaba sobre sí mismo».

El Parker de Darwyn Cooke.

* Contaba Westlake que decidió adoptar el seudónimo Stark (que en inglés quiere decir austero, sucinto, duro) para «recordarme en todo momento qué era lo que debía hacer. Toda ficción empieza por el lenguaje. Primero eliges el tipo de lenguaje que vas a usar, luego la historia y por último los personajes. Y quise que el lenguaje fuera muy sobrio y crudo y que no usara adverbios. Quería que fuera stark. Y por eso elegí ese nombre. Lo de Richard fue por Richard Widmark».
** Quizá convenga recordar que en A quemarropa, Parker pasó a llamarse Walker. Al parecer el cambio vino motivado por la negativa de Westlake a incluir el nombre del personaje en el contrato de venta de los derechos fílmicos de la novela, en parte porque sabía que las películas comprometerían la integridad de la obra, pero puede que también para evitar que otros estudios rechazaran la compra de futuras entregas de la serie sólo porque el nombre pudiera estar ya registrado por otra compañía (en Payback pasó a ser Porter). El caso es que esta obligatoriedad de cambiarle el nombre al personaje y la decisión de rebautizarlo Walker (el caminante, un nombre también muy fantasmal) contribuyó a darle más peso metafórico aún a la película.

Para seguir explorando
·  Cronología de la serie, galería de portadas, prólogos y mil cosas más en The Violent World of Parker, la web más completa sobre el personaje.
·  Entrevista con Darwyn Cooke y Ed Brubaker en The Comics Reporter.

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jueves 4 de febrero de 2010

Diez años sin Schulz

Hoy, 12 de febrero, se cumple justo el décimo aniversario del fallecimiento de Charles M. Schulz; ya sabéis, el protagonista de esa biografía sobre la que últimamente no hago más que dar la brasa. Como lo que es hablar sobre su figura y también sobre su vida ya lo están haciendo de sobra otros medios a lo largo de toda esta semana, ahí va como homenaje esta pequeña selección fotográfica acompañada de algunos textos extraídos del libro de David Michaelis y centrada principalmente en el extraordinario alcance de la influencia de los personajes de Schulz.

«Spike, el perro de los Schulz, serviría luego de modelo para Snoopy. «Era una criatura salvaje», recordaría Schulz. «No creo que nunca llegara a estar del todo domado. Era capaz de comprender un vocabulario de unas 50 palabras y le encantaba montar en el coche». [A los 14 años, Schulz] envió un dibujo de Spike a la serie sindicada Increíble pero cierto. Para presentar a Spike como un sujeto digno de la antología diaria de acontecimientos extraños creada por Ripley, Sparky lo dibujó de perfil, como un perro entrenado (para que contrastara mejor con sus hábitos reales), sentado sobre las patas traseras, alerta como un sabueso. Robert Ripley aceptó el envío de Sparky y lo publicó el 22 de febrero de 1937».

Portada original de La felicidad es un cachorrito y de otro producto derivado
de portada similar, El evangelio según Peanuts.

«Los libreros nunca habían vendido un volumen en tapa dura similar al presentado por Determined Productions (a su vez una voz nueva y bastante diferente dentro del mundo editorial) en noviembre de 1962, apenas semanas después de que Estados Unidos y la Unión Soviética hubieran llegado al borde de la guerra termonuclear. Happiness Is a Warm Puppy demostró ser rápidamente el más elusivo sueño de los editores: un éxito para todas las edades, alcanzando la lista de los libros más vendidos de la nación el 2 de diciembre y permaneciendo en ella durante cuarenta y tres semanas. Acabaría siendo el quinto libro más vendido de 1962 y el primero ente los títulos de no ficción en 1963. Todo lo que desconcertaba a los libreros (el extraño formato; el tema único, explorado con sinceridad infantil a través de infinitas variaciones; las páginas coloreadas y sin numerar sobre las que irrumpían Linus, Lucy, Charlie Brown y Snoopy, no como personajes de una tira sino como arquetipos de libro ilustrado), fue lo que lo convirtió en un «producto de regalo» (un nuevo término para el mercado) que la gente se obsequiaba mutuamente para conmemorar las ocasiones más personales».

Un participante en la marcha contra la pobreza de 1968 en Washington.

«Un artículo de portada de Time en 1967 había citado a los personajes de Schulz como «favoritos de los hippies» y situaba a Schulz en su Shangri-La de Coffee Lane como el admirado vecino de la Comuna Morningstar. En 1968, seis años después de la edición de Happiness Is a Warm Puppy, John Lennon contestaría con una canción en el Album blanco de los Beatles, “Happiness Is a Warm Gun” [La felicidad es un arma caliente], y dos años después de que Schulz escribiera la escena de A Charlie Brown Christmas en la que Linus decide que el desgraciado arbolito de Charlie Brown «no es un mal árbol, lo único que necesita es un poco de amor», los Beatles pasaron a martillar el mismo mensaje por todo el mundo: «Lo único que necesitas es amor». El léxico de Peanuts se filtró permeando la cultura de arriba abajo y de abajo arriba. Cuando la Southern Christian Leadership Conference llevó la que popularmente se conoció como Campaña de los Pobres hasta Washington D.C. para solicitarle al Congreso un proyecto de ley de 30.000 millones de dólares en contra de la pobreza en mayo de 1968, las pancartas que inundaron The Mall salían prácticamente de la mesa de dibujo de Schulz: «La felicidad es… Una casa seca… Sin ratas ni cucarachas… Mucha comida buena»».

A la izquierda, Terenci Moix con una sudadera de «Snoopy for President». Snoopy fue adoptado por votantes reales como candidato independiente durante las elecciones presidenciales de 1968 y 1972, incitando en California una ley para ilegalizar la inclusión del nombre de personajes de ficción en las papeletas. A la derecha, Brooke Shields con un Snoopy gigante. Pincha para ampliar.

«Siguiendo el espíritu de la época, Connie Boucher vendió Peanuts como si fuera una causa para los consumidores, presentando a Schulz como el improbable nombre de referencia para todos aquellos «menores de treinta» y mayores de nueve, mientras Jim Young le daba a los libros y productos un aspecto que estaba al menos media cabeza por delante de otros avatares de la cultura pop no menos potentes, como los Beatles. Cuatro años antes de que los cuatro de Liverpool revolucionaran la industria del disco imprimiendo las letras de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band sobre un fondo de rojo chino en la contracubierta del álbum, de modo que las palabras casi parecieran vibrar, Boucher y Young electrizaron los ojos del consumidor con diseños y esquemas que, como informaría John Mack Carter, «han tomado virtualmente Carnaby Street». Antes de 1965, cuando Determined presentó la Sudadera Peanuts en las librerías Brentano’s, a nadie se le había ocurrido ofrecerle sudaderas a los compradores de libros. Las sudaderas eran prendas deportivas para mantenerse caliente antes o después de salir al campo de juego».

Un Convair B-58 Snoopy.

«Ya en 1959, dos bombarderos supersónicos Convair B-58, designados Snoopy-1 y Snoopy-2, habían tomado los cielos con su sosias pintado «en su pose más supersónica» en los morros. A mediados de los sesenta, escuadrones enteros de pilotos de cazas F-100 entraban en combate en trajes de vuelo decorados con parches del As del Aire en forma de diamante; y unos directivos de la NASA escogieron a Snoopy como símbolo de un nuevo programa de seguridad e inyección de moral».

Thomas P. Stafford saluda a Snoopy momentos antes de emprender la misión Apolo 10.

«[En mayo de 1969], los capitanes Eugene A. Cernan y John W. Young, de la marina de Estados Unidos, y el comandante Thomas P. Stafford, del ejército del aire, llevaron a cabo la misión de reconocimiento Apolo 10 en un módulo de mando llamado Charlie Brown, y descendieron en el módulo lunar Snoopy a una distancia de casi ocho millas náuticas y media del Mar de la Tranquilidad, en un ensayo final para el alunizaje del Apolo 11, que marcaría un antes y un después en la historia en julio de aquel mismo año. Para los astronautas, Snoopy era más que una mascota; como «único perro con experiencia de piloto», les sirvió de guía y guardián. De camino a la luna, a 206.000 kilómetros de la Tierra, Cernan mostró un dibujo de Snoopy, con sus gafas, su casco y su bufanda, frente a la cámara de televisión en color que llevaban a bordo para retransmitir a la Tierra. «Siempre imaginé a Snoopy con su viejo casco de aviador de la Primera Guerra Mundial, sus anteojos y su bufanda plateada, y creo que en aquellos tiempos nosotros mismos nos veíamos así en parte», recordaría Cernan. NASA estimó que más de mil millones de espectadores de todo el mundo vieron a Snoopy en aquel momento».

El viejo maestro en 1999, cinco meses antes de morir, en una de sus últimas fotografías.

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lunes 1 de febrero de 2010

Bill Watterson: 15 años después

Bill Watterson fotografiado en 1986.

El 31 de diciembre de este año, se cumplirán 15 años desde la publicación de la última tira de Calvin y Hobbes. Escalofriante lo rápido que ha pasado el tiempo, ¿verdad? Casi tan escalofriante como pensar que Bill Watterson, su creador, llevaba casi veinte años sin dar una entrevista. ¿Llevaba? Sí, en pretérito. Veinte años llevaba sin dar ninguna entrevista a un diario hasta que hoy ha aparecido una publicada en The Cleveland Plain Dealer (qué magnífico nombre para un periódico, por cierto). Es tan cortita que por una vez me he desmelenado y la he traducido entera. También hay que reconocer que las preguntas son un tanto chorras, pero en fin… ¡menos da una piedra! La entrevista viene firmada por John Campanelli y podéis leerla en su idioma original aquí. Y ya que estamos, aprovecho para dejar nuevamente este enlace al dossier de prensa de Schulz, Carlitos y Snoopy, la biografía escrita por David Michaelis, que incluye una crítica de la misma escrita por Bill Watterson para The Wall Street Journal, por si alguien tiene interés en echarle un vistazo.

The Cleveland Plain Dealer: Con casi 15 años de distancia y reflexión, ¿qué cree que tenía Calvin y Hobbes que sirvió para capturar no sólo la atención de los lectores sino también sus corazones?
Bill Watterson: La única parte que comprendo es la referente a la creación de la tira. Lo que los lectores extraen de ella es cosa suya. Una vez publicada, los lectores aportan sus experiencias personales y la obra adquiere viva propia. Cada uno responde de manera diferente a diferentes elementos. Yo sólo intentaba escribir con sinceridad e intentaba crear un pequeño mundo que resultara divertido observar, de modo que la gente dedicara tiempo a leer la tira. Esa era toda mi preocupación. Mezclas unos cuantos ingredientes y muy de vez en cuando la química actúa. No soy capaz de explicar por qué la serie tuvo el éxito que tuvo y tampoco creo que pudiera volver a duplicarlo jamás. Han de darse muchas circunstancias a la vez.
TCPD: ¿Qué piensa del legado que dejó su tira?
BW: Bueno, no es un tema que me quite el sueño. Son los lectores los que han de decidir si la obra tiene sentido y relevancia para ellos, y puedo vivir con cualquier conclusión a la que lleguen. Una vez más, mi parte en todo esto terminaba mayormente en el momento en el que la tinta se secaba.
TCPD: Los lectores se hicieron amigos de sus personajes, de modo que, comprensiblemente, lamentaron (y todavía hoy siguen lamentando) que la serie llegara a su fin. ¿Qué les diría?

De propina, esta página dedicada a rarezas de Bill Watterson
en la que he encontrado este autorretrato.

BW: No es tan difícil de comprender como la gente intenta que parezca. Al cabo de diez años, había contado prácticamente todo lo que me había planteado contar. Siempre es mejor dejar la fiesta en el momento álgido. Si me hubiera dejado llevar por la popularidad de la tira y me hubiera seguido repitiendo durante otros cinco, diez o veinte años, la gente que ahora «lamenta» la desaparición de Calvin y Hobbes estaría exigiendo mi cabeza y maldiciendo a los periódicos por publicar tiras viejas y tediosas como la mía en vez de buscar nuevos talentos. Y yo estaría de acuerdo con ellos. Creo que parte del motivo por el que Calvin y Hobbes sigue encontrando un público hoy en día es porque elegí no apurarlo hasta las heces. Nunca he lamentado dejarlo cuando lo hice.
TCPD: Su obra tocó a tanta gente que muchos fans sienten una conexión con usted, como si le conocieran. Quieren más obras suyas, más Calvin, otra serie, lo que sea. Sus fans lo consideran realmente como a una estrella del rock. Debido a su aversión a la vida pública, ¿cómo se enfrenta usted a esa situación? ¿Y cómo lleva pensar que seguirá siendo así durante el resto de su vida?
BW: Ah, la vida del historietista… ¡Cómo echo de menos las groupies, las drogas y las habitaciones de hotel destrozadas! Pero desde mis días de «estrella del rock», la atención del público ha disminuido un montón. En términos de cultura popular, los noventa transcurrieron hace eones. Hay momentos ocasionales de extrañeza, pero por lo general llevo una vida tranquila y hago lo que puedo por ignorar el resto. Me siento orgulloso de la tira, enormemente agradecido por su éxito y sinceramente halagado de que la gente siga leyéndola, pero escribí Calvin y Hobbes cuando tenía treinta años, y desde entonces ha llovido mucho. Una obra de arte puede quedar congelada en el tiempo, pero yo sigo avanzando a trompicones por los años igual que todo el mundo. Creo que los fans más serios lo entienden y están dispuestos a dejarme espacio para seguir con mi vida.
TCPD: Ahora que el servicio postal de Estados Unidos va a lanzar unos sellos con la imagen de Calvin, ¿cuánto tiempo piensa esperar antes de enviar una carta con uno de ellos?
BW: Pienso montar de inmediato en mi carro tirado por caballos y enviar un cheque para pagar mi subscripción al periódico.
TCPD: ¿Cómo quiere que la gente recuerde a aquel niño de seis años y a su tigre?
BW: Yo voto por «Calvin y Hobbes, Octava Maravilla del Mundo».

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miércoles 27 de enero de 2010

Maestros del humor macabro: Addams


Ya, ya sé que últimamente tengo el blog abandonadísimo, pero de verdad que tengo un buen motivo para ello. Bueno, en realidad son dos, pero como aún faltan un par de semanas para que pueda empezar a hablaros de ellos, he decidido aprovechar la reciente edición de dos traducciones que hice hace algún tiempo para Valdemar para recuperar dos textos que, me parece, se complementan bastante bien el uno al otro. El primero, que es el que os traigo hoy, es el prólogo que escribí para el volumen La Familia Addams y otras viñetas de humor negro, publicado originalmente en diciembre de 2004 en el número 66 de la colección Avatares y reeditado ahora en bolsillo en el nº 284 de la colección El Club Diógenes. Allá va.

Charles Addams en plena faena. Foto: George Silk/LIFE, octubre de 1948.

La familia y uno más: el humor de Charles Addams
Cuando Charles Addams falleció en 1988, William Shawn, editor de The New Yorker entre 1951 y 1987 (además de hombre nada dado a la hipérbole, según aquellos que le conocieron), escribió un tributo al difunto en el que destacaba, por encima de todas, la siguiente frase: «The New Yorker no estuvo completa hasta que Addams empezó a publicar en ella». Un elogio sin duda merecido, pero no por ello menos colosal, teniendo en cuenta que dicha publicación llevaba casi una década recogiendo en sus páginas la obra de varios de los más influyentes y revolucionarios ilustradores de la historia del humor gráfico estadounidense antes de que Addams se sumara a sus filas. The New Yorker, semanario de vocación sofisticada, metropolitana y humorística, fundado por Harold Ross en 1925, se había caracterizado ya desde su primer número por la abundancia y la calidad de sus propuestas gráficas, entre las que podríamos destacar la exuberancia diletante de Peter Arno, con sus enérgicos pincelazos y su uso de la mancha, la libertad de trazo de los cinéticos y siempre expresivos garabatos de James Thurber o la línea segura, geométrica e inmaculada de George Price. Guiados por la firme mano conductora de Ross, los artistas del New Yorker (sin olvidar a los numerosos «idea-men» contratados para surtirles de gags) contribuyeron a fundar un nuevo estilo de humor más dinámico e ingenioso que crearía escuela, basado en un recurso hasta entonces poco o mal explotado: el «one-liner», o viñeta acompañada de una única línea de texto.

Charles Addams haciendo el ganso. Foto: George Silk/LIFE, octubre de 1948.

Como bien explicaba M. Thomas Inge en su artículo «The New Yorker Cartoon and Modern Graphic Humor», aparecido en la revista Studies in American Humor*, «los chistes con una única línea de texto ya habían aparecido en prácticamente todas las primeras revistas de humor, tanto europeas como americanas, pero no con una voluntad tan sistemática de desarrollar todo su potencial cómico. Para que el one-liner funcionara a la perfección, el autor debía establecer claramente qué personaje era el que estaba hablando. De modo que, o bien el dibujo debía resaltar algún gesto verbal evidente por parte del personaje adecuado, o el texto debía sugerir en sí mismo, y sin dejar lugar a dudas, quién lo estaba pronunciando, dos principios cuya aplicación distinguiría inmediatamente las viñetas pobremente ejecutadas de las realmente trabajadas».
Otro rasgo definitorio del one-liner, sin duda el más difícil de aplicar, y en el que reside todo su potencial cómico, es el de la simultaneidad. Tanto el dibujo como el texto deben funcionar simultáneamente a un mismo nivel, de modo que la conjunción de ambos produzca un efecto que ninguno de los dos habría tenido por sí solo. Es más, en el caso de los auténticos maestros del one-liner, suele ocurrir que ni el dibujo ni el texto tienen el más mínimo sentido por sí solos, y es al leerlos conjuntamente cuando, como por arte de magia, aparece la risa conjurada de una aparente nada. «Este último aspecto», concluye Inge, «hizo a la mayoría de las revistas de humor contemporáneas de The New Yorker anticuadas e irrelevantes». Charles Addams, qué duda cabe, fue uno de los principales artífices de esta revolución.

La cara amable de Charles Addams. Foto: George Silk/LIFE, octubre de 1948.

Addams nació el 7 de enero de 1912 en Westfield, Nueva Jersey, hijo de un arquitecto naval. Empezó a dibujar, como muchos otros, copiando sus tiras de prensa favoritas, Skippy y Krazy Kat, y todavía adolescente ganó un primer premio en el concurso de una revista con el dibujo de un «boy scout» calzado con botas de goma rescatando a un trabajador atrapado bajo un poste eléctrico. Bajo el dibujo aparecía la frase: «Ve preparado». No es de extrañar, pues, que con el tiempo Addams acabara siendo uno de los grandes maestros del one-liner. ¡Prácticamente lo llevaba en la sangre!
En el instituto de Westfield, fue director artístico de la revista estudiantil Weather Vane, para la que dibujó numerosos cartoons. Sin embargo, estudiar no era lo suyo. Tras graduarse en 1929, asistió un año a la Universidad Colgate, para después trasladarse a la de Pennsylvania. Finalmente, decidió intentar convertir su afición en carrera matriculándose en la Grand Central School of Art de Nueva York, localizada curiosamente a apenas dos manzanas de las oficinas del New Yorker, pero su estancia tampoco superó el año. Para entonces la revista neoyorquina se había convertido, en poco más de un lustro, en la nueva Meca de los ilustradores, de modo que resultaba prácticamente inevitable que Addams empezara a enviar muestras de su trabajo. Por fin, en 1932, consiguió venderles su primera colaboración, una pequeña ilustración de un limpiacristales para acompañar una de las secciones de texto de la revista. Los dos siguientes años fueron un intenso periodo de aprendizaje, marcado por sus cada vez más habituales colaboraciones con la cabecera de Harold Ross, hasta que finalmente, en 1935, Addams se animó a abandonar su trabajo fijo en la revista de crónicas detectivescas y policiales True Detective (en la que se dedicaba a retocar fotos de cadáveres para hacerlas menos desagradables) para dedicarse única y exclusivamente a dibujar, pasando así a formar parte de la plantilla habitual de colaboradores del New Yorker. De hecho, fue el mismo Ross quien animó a Addams a profundizar en su obsesión por lo macabro y a reutilizar en diversas ocasiones a una serie de personajillos de siniestra apariencia que, con el tiempo, acabarían formando una familia que, un par de décadas más tarde, ganaría fama catódica con el mismo nombre de su creador: la Familia Addams.


El primer cartoon de la Familia Addams apareció el 6 de agosto de 1938. En él sólo aparecen Morticia y una primitiva y barbada versión de Lurch, su frankensteiniano criado**. Posteriormente, irían apareciendo nuevos personajes como Gómez, el marido de Morticia, sus hijos, Miércoles y Pugsley, o el tío Fétido. Curiosamente, y a pesar de su popularidad, los Addams no fueron ni mucho menos tema recurrente para su creador. De hecho, de sus más de 1.300 chistes para The New Yorker, no llegan a la treintena los protagonizados por la deliciosamente siniestra familia.
Sin embargo, a principios de los años sesenta, David Levy, un avispado productor de televisión, le propuso a Addams crear una comedia de situación basada en sus personajes. Lo único que tuvo que hacer el dibujante fue ponerles nombre –del que hasta entonces habían carecido– y otorgarles ciertos patrones de comportamiento para que los actores pudieran desarrollarlos. El 18 de septiembre de 1964, la cadena ABC estrenó el primer episodio de The Addams Family. La serie permaneció en antena dos años, hasta 1966. En todo caso, no sería éste el fin de sus aventuras catódicas. En los primeros años setenta, la productora de dibujos animados Hanna-Barbera utilizó a la familia Addams como personajes invitados en un episodio de su popular serie Scooby Doo. Esta aparición fue tan bien recibida por los espectadores que motivó la creación de una serie propia, en la que, en un despliegue de imaginación, la familia recorría América… en una furgoneta encantada. La cadena NBC fue la encargada de emitir esta serie del 8 de septiembre de 1973 al 30 de agosto de 1975. Como curiosidad, añadir que una jovencísima Jodie Foster se encargó de ponerle la voz al personaje de Pugsley, acompañada en el reparto de otro antiguo niño prodigio, Jackie Coogan (el famoso «Chico» de Charles Chaplin), quien le ponía la voz al tío Fétido, papel que ya había interpretado en la serie de imagen real. Posteriormente, la Familia Addams viviría otras dos reencarnaciones televisivas en una nueva serie de animación emitida de 1992 a 1995 y en otra de imagen real producida en 1998 y titulada The New Addams Family, que tan sólo aguantó un año en antena, pero si a algo debe su popularidad masiva es, sin duda, a las dos multimillonarias películas dirigidas por Barry Sonnenfeld en 1991 y 1993: La Familia Addams y La Familia Addams: la tradición continúa.


En cualquier caso, la familia Addams no volvió a aparecer en las páginas de la revista que la había visto nacer. Ésa fue precisamente una de las condiciones impuestas por el entonces editor William Shawn para autorizar la realización de la serie de televisión. Evidentemente, para entonces Addams podría haber trabajado en cualquier otra revista de su elección, pero para él no había otra como The New Yorker (de hecho, salvo alguna ilustración ocasional para Colliers y T.V. Guide, prácticamente toda su obra está circunscrita a las páginas del semanario neoyorquino). Finalmente, en 1987, Bob Gottlieb sustituyó a Shawn como editor al frente de la revista, e intentó convencer a Addams de que recuperara a la familia, pero para entonces éste ya había perdido el gusto por su propia creación, devaluada a manos de las grandes corporaciones.
Sin embargo, y por sorprendente que parezca, el cartoon más popular de todos los realizados por Charles Addams, el más veces citado y reimpreso, no tiene absolutamente nada que ver con su famosa familia. Se trata, muy al contrario, de un particular retrato sin palabras de dos esquiadores, gloriosamente absurdo y publicado originalmente el 13 de enero de 1940, cuya comicidad reside en un detalle tan abstracto que motivó que acabara siendo incorporado al test Binet de habilidades mentales. Un prestigioso estudio alemán terminó por afirmar que el humor de dicha ilustración resultaba ininteligible para cualquiera por debajo de la edad de 15 años, y todavía hoy una institución mental de Nebraska lo utiliza para determinar la edad mental de sus pacientes.


Cuando Boris Karloff escribió la introducción para la primera recopilación de ilustraciones de Addams, Drawn & Quartered, aparecida en 1942, indicó: «Tiene la extraordinaria facultad de hacer que lo normal parezca idiota al verse confrontado con lo anormal». Por su parte, Lee Lorentz, autor del excelente ensayo The Art of the New Yorker 1925-1995, piensa que la obra de Addams afirma el «triunfo de la determinación sobre el sentido común». Personalmente, creo que la mejor definición del humor de Charles Addams, de su constante fascinación por los aspectos más macabros de la existencia, de su desarmador ingenio a la hora de retratar jocosamente la muerte y la desgracia, de su constante horadar en el sustrato perverso que anida bajo la engañosa superficie de todas las cosas, está en su propia obra, concretamente en el chiste de ese cerdo que le dice a otro: «ciertamente tienes un sentido del humor de lo más peculiar», al verle bromear con su más que probable infausto destino.


Efectivamente, a ojos del lector casual, puede que Charles Addams aparezca como un tipo peculiar. Simpático, pero obsesionado con todo lo morboso. El lector atento, sin embargo, descubrirá a un artista dispuesto a reírse imperturbable a la cara de cualquier horror, dispuesto a levantar la sábana que cubre el cadáver en la mesa de la morgue, no con temor ni falsa condescendencia, sino con una resignada sonrisa de complicidad y sabiduría.
Cuando le preguntaron a Charles Addams cómo quería ser recordado, dijo: «por haber dejado constancia de mi época». No cabe duda de que lo consiguió. Y no sólo de una época, la suya, sino de una condición, la nuestra, de un modo mucho más incisivo y, qué duda cabe, entretenido, que muchos otros autores hoy considerados clásicos sin haber hecho tantos méritos para merecerlo.

Izquierda, la familia Addams recibe calurosamente a los cantantes de villancicos. Derecha, una posible fuente de inspiración para la mansión de los Addams. Foto: George Silk/LIFE, octubre
de 1948. Pincha para ampliar.


Notas
* Studies in American Humor. Volumen 3, # 1. Primavera 1984.
** El mismísimo Boris Karloff afirmó: «Espero que nadie me acuse de inmerecida vanidad si le doy las gracias públicamente al señor Addams por haberme inmortalizado en el personaje del mayordomo».

Más ejemplos del humor de Charles Addams en Entrecomics y en El jergón de Long John Silver.

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lunes 30 de noviembre de 2009

Tebeos y Txangurros

Como anunciaba en la anterior entrada, este fin de semana me desplacé al Salón del Cómic de Getxo para hacer allí la presentación del nuevo libro de Es Pop Ediciones, Schulz, Carlitos y Snoopy: una biografía. Me siento muy afortunado de haber podido coincidir en esta edición del Salón con Manel Fontdevila, Santiago García y Pepo Pérez, los cuales, a pesar de tener comprometidas ya otras mesas redondas y numerosas sesiones de firmas, se dejaron reclutar también para oficiar como «padrinos» del libro de David Michaelis en su primera puesta de largo (y digo primera porque no será la única). Gracias desde aquí a los tres por haberme arropado con su presencia y gracias también, cómo no, a aquellos amigos, seguidores o simplemente curiosos que se pasaron a escucharnos; espero que la charla les resultara tan amena e interesante como me lo resultó a mí oírle a Manel hablar de la implantación de Carlitos y Snoopy entre la progresía catalana de los setenta, a Pepo intentar definir el elusivo tono entre reflexivo y melancólico de la serie, y a Santiago explicar el modo en el que Peanuts cambió para siempre los modelos de explotación económica de la cultura popular (ahí es nada).

Respecto al Salón en sí, poco puedo añadir a lo ya comentado por Pepo y por Santiago en sus respectivas crónicas. Reincidir si acaso en el agradecimiento general a todo el equipo y en particular a su director, Borja Crespo, por una organización realmente impecable y por un fin de semana de lo más agradable cargado de buenos momentos tanto dentro como fuera del Salón. Entre los más destacados, sin duda, la visita al Guggenheim para ver la impresionante exposición dedicada a la obra de Frank Lloyd Wright (daban ganas de agarrar cualquiera de las maquetas y salir corriendo), que seguirá en Bilbao hasta el próximo 14 de febrero. No menos impresionante me pareció el Puente de Vizcaya, una preciosa obra de ingeniería, diseñada por Martín Alberto de Palacio en 1893, que todavía hoy sigue uniendo Getxo con Portugalete y que bien merece una visita. Y por si eso fuera poco, el domingo, a la hora de comer y justo cuando salíamos de presentar el libro de Michaelis, descubrimos la existencia de la gaseosa Schuss. ¿Un buen presagio? ¡Eso espero yo!


Schuss & Schulz. Foto: Mireia Pérez.

Más fotos de la presentación, autores, sesiones de firmas, Getxo y el Guggenheim en este set de flickr.

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lunes 23 de noviembre de 2009

Extraterrestres ilustrados

Mireia Pérez, que fue la ganadora de las dos entradas para el festival Extraterrestres Baleàrics 09 que sorteamos la semana pasada, no sólo ha cumplido el requisito de escribirse una pequeña crónica con sus impresiones sobre el evento sino que, yendo muchísimo más allá del deber… ¡se la ha dibujado! Aquí arriba podéis ver una de las viñetas. Si queréis leer la historieta entera no tenéis nada más que entrar en su tumblr. Desde luego, con lectoras así da gusto. ¡Muchas gracias, Mireia!

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viernes 2 de octubre de 2009

Las portadas de Más Libros

Izquierda, Javier Olivares. Derecha, Luis Bustos. Pincha para ampliar.


Un par de vosotros me habéis escrito en privado para preguntar si aún se pueden encontrar ejemplares de la revista Más Libros, la cual mencioné por aquí hace unos días. La respuesta es que no. Más Libros era una revista gratuita que se repartía por las librerías de todo Madrid y nunca la hicimos pensando en que pudiera tener algún interés más allá del mes para el que estaba pensada, por lo que si alguna vez nos sobraba algún paquete de más, solía ir al reciclaje. La verdad es que ahora lo pienso y me da pena no haberlos guardado, porque aunque la mayor parte de los textos estuvieran dedicados a la novedad pura y dura, también había secciones como «Leíamos ayer», que firmaba Santiago García, dedicada a la recuperación de clásicos atemporales, tan legibles hoy como hace diez años, y varios de los dossieres que acabamos preparando creo que todavía aguantan una lectura.

Izquierda, Max. Derecha, Javier Olivares. Pincha para ampliar.


En cualquier caso, si por algo lo lamento, es por la cantidad de ilustraciones bonitas con las que nos ayudaron a engalanar la revista amigos como Santiago Sequeiros, José Luis Ágreda, Eduardo Alvarado o Juanjo Sáez, los cuales a buen seguro habrán ganado desde entonces cantidad de fans a los que les gustaría hacerse con alguna de ellas. Mención aparte merece el infatigable Javier Olivares, que nos ayudó cantidad desde el principio, aportando ilustraciones prácticamente a todos los números, ventilándose tres de las diez portadas y, no menos importante, hablando bien de nosotros y ayudándonos a conseguir contribuciones de amigos suyos como Max, Víctor Aparicio o Joaquín López Cruces, a los que dudo mucho que de otro modo hubiéramos podido acceder.

Izquierda, Víctor Aparicio. Derecha, Joaquín López Cruces. Pincha para ampliar.


Más Libros fue una idea (a mi parecer genial) de David Muñoz, el cual nos reclutó a su hermana Esther, a Eduardo Salazar y a mí para que formáramos parte de la redacción. Prácticamente todos teníamos, además, un seudónimo (la única vez en mi vida que he utilizado uno), para que pareciera que éramos muchos más y que aquello era una empresa grande. Luis Bustos se encargaba del diseño, de la maqueta, de la dirección artística, de ilustrar lo que hiciera falta y de no recuerdo cuántas cosas más. La verdad es que, como decía el otro día, no se me ocurre una escuela mejor para alguien como yo, que para entonces estaba ya completamente aburrido de la carrera. El ritmo frenético al que trabajábamos, reseñando del orden de veinte libros por cabeza en cada número, entrevistando a un mínimo de dos o tres autores y escribiendo una columna de crítica cada mes (eso cuando no te tocaba encargarte del dossier central, que nos íbamos rotando), me ayudó a espabilarme y a mejorar como redactor a marchas forzadas. Por otra parte, sólo con ver a Luis trabajando todos los días, aprendí prácticamente más de diseño y de manejar el Quark en un año que en los diez que han transcurrido desde entonces (además, me prestó mis dos primeros libros de Jim Thompson, Texas y El cuchillo en la mirada, algo que nunca podré agradecerle lo suficiente). Aparte del núcleo central, en cada número contábamos además con la colaboración desinteresada de cantidad de amigos que nos ayudaron a que aquello tuviera un aspecto lo más profesional posible.

Izquierda, Luis Bustos. Derecha, Javi Rodríguez. Pincha para ampliar.


Estuvimos haciendo la revista dos años, entre desarrollarla, prepararla y luego el tiempo que estuvo en la calle. En total sacamos diez números, de los cuales me ha parecido interesante recuperar como poco las portadas. Todavía hoy me siguen pareciendo todas cojonudas, cantidad de llamativas y realmente modernas para tratarse de una publicación literaria. Además, teniendo en cuenta que el formato era de 28 x 43 cm. podéis imaginaros lo que llamaban la atención en las tiendas. Dicho esto, los escaneados no son los mejores del mundo; Más Libros estaba editada en papel de periódico «guarripé», y por mucho que lo he intentado no hay Photoshop en el mundo que arregle la impresión barata con la que trabajábamos.

Izquierda, Javier Olivares. Derecha, Darío Adanti. Pincha para ampliar.


Como decía al principio, la idea era dar una imagen de novedad e inmediatez ya desde el mismo formato, todo lo contrario a la típica revista seriota, formal (por no decir rancia) y de papel satinado. Lo nuestro era la información y un punto de vista más abierto sobre el mundo de la literatura, y sinceramente creo que al final conseguimos desarrollar una publicación realmente atípica e interesante. Aún estoy convencido de que si hubiéramos podido aguantar un poco más o hubiéramos contado con un mínimo apoyo financiero de algún inversor (ya que la pagábamos nosotros de nuestro propio bolsillo) la cosa habría acabado despegando. De hecho, que yo recuerde nunca llegamos a perder dinero, ya que cada número conseguía al menos financiar la imprenta del siguiente, aunque nunca llegara a dar lo suficiente como para que ninguno de nosotros pudiera cobrar un sueldo. El problema fue que, entre tanto, además de hacer la revista, todos tuvimos que seguir echando horas en otros curros para ganar algo con lo que mantenernos, y al final, tras año y medio con la revista en la calle, el agotamiento pudo con nosotros. En cualquier caso, ahí quedó la experiencia, que por mi parte al menos se cuenta entre una de las más satisfactorias de mi vida, y aquí quedan las portadas. Al final más que una entrada veo que lo que me ha quedado es un panegírico, pero como decía Robert Crumb en aquella historieta suya en la que daba gracias por todo lo bueno que le había pasado en la vida, de vez en cuando hay que pararse a reflexionar sobre las cosas positivas que nos van sucediendo y, sí, agradecerle su apoyo y su ayuda a todas esas personas que nos vamos encontrando por el camino a las que no siempre se lo hemos reconocido tan a menudo como debiéramos. Por eso, a todos mis compañeros en Más Libros y a todos aquellos que nos ayudaron a aguantar lo que aguantamos, desde aquí, gracias. ¡Gracias!

Dos ilustraciones de Javier Olivares para el nº 6 de Mas Libros, dedicado
al terror. A la izquierda, Jekyll y Hyde. A la derecha, Drácula.

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martes 29 de septiembre de 2009

El presente me pone de los nervios

Ayer, mientras preparaba el envío de los materiales para la imprenta, le eché un último vistazo a las pruebas de Schulz, Carlitos y Snoopy y me fijé en esta tira que me llamó particularmente la atención, por lo mucho que me recordó a la cita de Diane Arbus con la que abrí precisamente la entrada anterior:

Y si Lucy tiene claro que si hay que vivir algo, aunque sea con furia y a regañadientes, es el presente, Schroeder no se muestra menos vehemente a la hora de declarar que, si por algo merece la pena vivirlo, es por el disfrute que nos proporciona el arte (léase la música, la pintura, los tebeos o lo que sea con lo que llenes las horas); una afirmación con la que no podría estar más de acuerdo.

Y hablando de tebeos, he aquí otra tira que demuestra que, a pesar de que en sus últimos años cayera en la repetición y la nostalgia, y a pesar de que haya lectores que a día de hoy consideren a Schulz un autor un tanto rancio (quizá porque sólo han conocido esa última época), en realidad se trataba de un historietista que durante épocas resultó ultracontemporáneo, tratando en su tira todo tipo de acontecimientos relevantes para el momento de su publicación, como la carrera espacial, las revueltas en las universidades, la guerra de Vietnam o incluso la cruzada de Fredric Wertham contra los tebeos de terror:

Todo esto y más lo podréis comprobar en el libro de David Michaelis, del cual subiré la semana que viene un adelanto de veintitantas páginas en PDF para ir abriendo boca. Dejo aquí mientras tanto esta última tira que bien podría servir para ilustrar cualquier blog de tebeos cada vez que se monta uno de esos cíclicos e intensos debates como el de la semana pasada:

CómicLibros , Sin comentarios

La mayor parte del tiempo se es más feliz con lo convencional que con
lo inesperado, porque con la libertad no se sabe muy bien qué hacer.
Moebius
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