Andrew Garfield se pregunta cuáles son los mejores libros del año (fotograma de Boy A).
Como todos los años por estas fechas, los quioscos y la blogosfera se llenan de listas; listas con lo mejor del año, listas con lo peor, listas de la compra, listas de listados. Es un ritual que no deja de ser divertido, particularmente para esos locos que, como yo, nos pasamos el año apuntando en cuadernos, por ejemplo, todos los libros leídos, o calificando en la IMDB todas las películas vistas. Por otra parte, acaba resultando también un poco cansino, sobre todo a la que has leído dos o tres listas prácticamente idénticas en medios supuestamente distintos. ¿De verdad necesitamos otro «best of» de los libros del año para hablar de Coetzee y Llosa, entre los publicados en España, o de McCarthy y Franzen en el caso del mundo anglosajón? Bueno, es posible que sí, si lo que queremos establecer es una suerte de calificación pretendidamente impepinable, que es uno de los posibles propósitos de cualquier tipo de lista. A mí, en cualquier caso, me atrae mucho más otra función derivada de este frenesí numerador, que es la de aprovechar para descubrir qué cosas se te han escapado, aquellas a las que a lo mejor no has prestado demasiada atención no por falta de interés, sino de tiempo o por despiste. Es por eso que este año he decidido preparar mi propia lista, no con lo mejor de, ni con lo peor de, sino con una serie de obras que, por hache o por be, no han tenido la repercusión que en mi opinión se merecían. Una lista, si queréis, de marginados en las listas. Me encantaría, además, que si os apetece utilizarais los comentarios para añadir otros libros, películas o discos escasamente promocionados, vuestras recomendaciones personales, vuestros ninguneados favoritos de este 2010 que acaba esta noche Después de todo, se trata de descubrir.
De mis dos novelas favoritas entre las publicadas este año en España ya he hablado largo y tendido. Una es 1974, de David Peace (editada por Alba), la cual comenté en este medio repaso que hice a la obra de su autor (la segunda parte, por cierto, ya está al caer). La otra, The Turnaround, de George Pelecanos, ha sido publicada por Ediciones B con una portada horrenda y el incongruente título de Sin retorno, pero aun así no puedo menos que recomendarla fervientemente. Hablé de ella en su día aquí. Para no repetirme, he preferido obviarlas, pero tampoco quería dejar de mencionarlas. Y ahora sí, tras este preámbulo, ahí van mis (otros) diez libros del año.
DOS HISTORIAS TREMEBUNDAS 1. Niño A, de Jonathan Trigell (Sajalín Editores). Me da la impresión de que, de un tiempo a esta parte, tanto centrarnos en literaturas como la nórdica, la sudafricana o incluso la japonesa nos está haciendo perder un poco de vista el relevo generacional que se está dando en una «escuela» tan próxima y tradicionalmente tan bien representada en España como es la británica. En cierto modo, tampoco está mal, ya que eso nos da a las editoriales pequeñas la oportunidad de acceder a autores que de otro modo estarían permanentemente en manos de las grandes. Es lo que hicimos nosotros con Neil Cross y eso es lo que han hecho los chicos de Sajalín con la primera novela de Jonathan Trigell, Niño A, la historia de Jack, un joven de 24 años que, tras haber pasado 14 en la cárcel por haber participado en un asesinato muy del estilo del célebre caso James Bulger, queda en libertad bajo la tutela de un trabajador social para reincorporarse al mundo enmascarado tras una nueva identidad. Trigell plantea la obra mediante una serie de fogonazos, de escenas más o menos cerradas (ordenadas siguiendo un orden de títulos alfabéticos, como si fuera uno de los diccionarios de Edward Gorey) que van pintando alternativamente y a modo de mosaico el pasado de Jack junto a sus intentos por construirse una cotidianidad mientras intenta escapar del agujero negro creado por su crimen, en su vida y en la de los demás. Es una novela directa, seca y tierna a partes iguales, que además dio pie a una película excepcional, Boy A, dirigida por John Crowley y con un Andrew Garfield en estado de gracia, que por desgracia, si no me equivoco, ni siquiera llegó a estrenarse aquí (afortunadamente el DVD americano tiene subtítulos en español).
2. La guerra es bella, de James Neugass (papel de liar). Personalmente, no comparto ese hartazgo que parece manifestar cantidad de gente con todo aquello que tenga que ver con la guerra civil. Para mí se trata, al igual que la Segunda Guerra Mundial para los norteamericanos, de un momento fundacional y decisivo no sólo para la historiografía sino, precisamente, para la creación de un terreno mitológico dentro de lo narrativo. Vamos, que no me cansa. Y me alegra ver que hay otros editores que tampoco se cansan y que se lanzan a editar libros como este. Aunque el subtítulo, «diario de un brigadista americano en la guerra civil española», ya indica bien claro de qué va el tema, también se queda corto. La guerra es bella es la peripecia, contada día a día, de un conductor de ambulancias de la Brigada Lincoln. Como tal, no tiene ninguna voluntad de ser objetiva ni de analizar el conflicto desde un punto de vista distanciado. Y eso es precisamente lo interesante y absorbente de este libro, que es profundamente personal. Si algo le preocupa a Neugass no es desde luego registrar históricamente los hechos de tal o cual batalla, sino dejar constancia de sensaciones, de experiencias: el frío, la expectación ante el ataque, el ingenio a la hora de preparar las comidas, el comercio con cigarrillos, los chascarrillos en las literas, el día que se aprende el modo correcto de cavar trincheras. Y el modo en el que uno se va implicando en un conflicto, al margen de ideologías, sólo por inevitable compañerismo hacia la gente que esquiva balas a tu lado, algo que llevará a este en principio tímido conductor de ambulancias a acabar exclamando: «Sé que la idea de llevarte por delante unos cuantos enemigos cuando la palmas es infantil y propia de mahometanos, pero si la palmo, y también si no, confío en que pronto podré decir que todo el dinero que los antifascistas americanos invirtieron para enviarme aquí les ha sido devuelto con todo su peso en sangre». Si eres de los que disfruta con series como Hermanos de sangre o The Pacific, no lo dudes. Hazte con él.
DOS RECUPERACIONES PERTINENTES 3. Dog Soldiers, de Robert Stone (Libros del Silencio). Aunque contábamos ya con traducciones de otras novelas suyas, como Banderas al amanecer, Una galería de espejos y La puerta de Damasco, resultaba increíble que todavía nadie hubiera editado aquí precisamente su título más mítico, el que le convirtió en un autor de referencia para varias generaciones de escritores (desde DeLillo y Ellroy hasta otros a priori alejados de su universo como Franzen y Stephen King) y en un verdadero punto de inflexión entre la «generación perdida», el movimiento beat y la novela norteamericana contemporánea, con tintes de nuevo periodismo. Ahí es nada. Pero si semejante pedigrí puede llegar a echar un poco para atrás (por aquello de que parece imposible estar a la altura de tanta «titulitis»), basta enfrascarse en las primeras páginas de la novela para olvidarse de todo y dejarse absorber por las desquiciadas desventuras de Ray Hicks, un ex-marine recién regresado de Vietnam que, metido a traficante de heroína, recorre una California de pesadilla, convertida en poco menos que un nuevo Infierno de Dante (ilustrado por Crumb en vez de por Doré) en el que el verano del amor y la contracultura ha dado paso a un permanente invierno del mal rollo. Espeluznante por momentos, más divertida de lo que uno podría imaginar en un principio y tan adictiva como la heroína de Hicks, Dog Soldiers es una de esas novelas que no desmerecen su fama.
4. Plinio. Todos los cuentos, de Francisco García Pavón (Rey Lear). Recuerdo las novelas de García Pavón como una constante de siempre en casa de mis padres, motivo por el cual nunca me arrimé a ellas, no porque no me resultaran atractivas (de hecho siempre me molaron bastante las portadas) sino porque pensaba que ya habría momentos de sobra para leerlas. Vamos, que prefería, mientras pudiera, seguir comprando libros nuevos de autores nuevos, suponiendo que ya acabaría hincándoles el diente a las de Pavón en algún que otro momento de hambruna literaria. Al final me fui de casa sin haberlas leído nunca y sin saber lo que me estaba perdiendo. Afortunadamente, en este último par de años parece que se está dando una recuperación constante de todos los casos detectivescos del sin par Plinio, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, siempre tan presto a seguir una nueva pista como a compartir unos vinos y unos pitos en la bodega que se tercie. Y a mí, ahora sí, me tienen completamente enganchado. Al interés intrínseco que puedan tener cada uno de los misterios a los que se tiene que enfrentar Plinio, se le une siempre un retrato magistral de la vida y las costumbres de una pequeña ciudad de provincias y un dominio del castellano absolutamente abrumador, brillante, juguetón y por momentos hasta hipnótico. Más allá de un simple trasvase de modelos literarios propios de otras latitudes, lo que hizo Pavón con estas novelas fue crear poco menos que un género propio: el de la investigación rural en un entorno puramente chanante. Si todavía no conoces a Plinio, tanto la recopilación de Casos celebres reunidos en un solo libro hace un par de años por Destino como este volumen de cuentos rescatados hace unos meses por Rey Lear son buenos puntos de partida.
DOS LIBROS QUE ME HUBIERA GUSTADO EDITAR 5. Homicidio, de David Simon (Principal de los libros). Antes de The Wire estuvo The Corner. Y antes de The Corner estuvo Homicidio, vida en las calles, otra magnífica serie a medio camino entre la televisión tradicional (pongamos Canción triste de Hill Street o Policías de Nueva York) y lo que estaba por venir. Producida por Barry Levinson, filmada en plan semidocumental en las calles de Baltimore y protagonizada por un reparto estelar que incluía a Ned Beatty, John Polito, Yaphet Kotto, Andre Braugher y Melissa Leo, la serie estaba basada, efectivamente, en este libro, y le sirvió a Simon para dar el salto del mundo del periodismo al de la producción televisiva: es decir, que gracias a Homicidio tenemos hoy en día The Wire, Generation Kill y Treme, lo cual ya de por sí sería motivo suficiente para comprarlo. Pero es que al margen de eso se trata de una lectura fascinante. David Simon aprovechó los contactos ganados durante una década como periodista de sucesos para acompañar, durante todo un año, a los detectives de homicidios del turno de noche de Baltimore. Ese año es el que recoge en este texto, una mirada inusualmente clara y directa a la labor policial, con todas sus glorias y miserias. Cuando digo que me hubiera gustado editar este libro, lo digo completamente en serio. Y de no habérsenos adelantado los chicos de Principal de los libros lo habríamos hecho no tardando mucho. Y no se me ocurre mejor recomendación que esa, no tanto porque crea que somos una editorial con un buen gusto acojonante sino porque demuestra que estábamos dispuestos a gastarnos una pasta para traer este libro a España. A ti te va a salir mucho más barato disfrutarlo, así que yo que tú no desaprovecharía la oportunidad.
6. Éramos unos niños, de Patti Smith (Lumen). Éste, sin embargo, digo que me hubiera gustado editarlo, pero realmente no sé si me hubiera atrevido, así que me parece afortunado que lo haya hecho otro para al menos poder disfrutarlo. También es el que más reparo me da recomendar alegremente, porque igual que a mí me ha resultado tierno y por momentos lírico, entiendo perfectamente que a otro pueda resultarle ingenuo e incluso ñoño por los mismos motivos. En cualquier caso, estas historias de sufridos aspirantes a artista que, guiados por una concepción juvenil y casi etérea de lo que es el arte, acaban dándose de bruces con la triste realidad pero no por ello se dejan derrotar por ella (o no del todo, al menos) me pueden. Y estas memorias de Patti Smith centradas principalmente en su relación con Robert Mapplethorpe, cuando ambos intentaban ganarse malamente la vida en el Nueva York de finales de los sesenta y primeros de los setenta, cuentan precisamente eso. Por supuesto, ayuda que en el reparto de «secundarios de lujo» aparezcan figuras como Hendrix, Warhol, Lou Reed, Cohen y un largo etcétera.
DOS TEBEOS DE CONFIRMACIÓN 7. Smart Monkey, de Winshluss (La Cúpula). Este ha acabado siendo otro muy buen año para el cómic. Yo, al menos, he leído no menos de una docena de títulos que no dudaría en calificar de excelentes. Además, ciertas obras concretas, como el indispensable Notas al pie de Gaza de Joe Sacco o El invierno del dibujante de Paco Roca han recibido una inusitada y muy merecida atención mediática. En cualquier caso, algunas cosas nunca cambian, y en el cómic, como en cualquier otro medio, a la hora de los grandes elogios siempre suele haber un gran olvidado: el humor. Motivo por el cual tenemos aquí en la lista al francés Winshluss, que el año pasado ya destacó con su maravilloso Pinocchio y que en esta obra, de factura anterior, vuelve a demostrar que: a) es un dibujante formidable capaz de oscilar entre el feísmo más underground y una exquisitez propia de los más finos estilistas de la nueva novela gráfica; y b) tiene una mala leche supina y un humor negro descoyuntante. En Smart Monkey, seguimos las peripecias del mono listo del título, tras haber sido expulsado de la manada por haber querido beneficiarse a la consorte del gorila jefe, a través de un fantástico paisaje selvático semi-antediluviano plagado de peligros. Si el desenlace te parece cruel, el epílogo no te lo parecerá menos y encima conseguirá que te sientas mal por no poder dejar de reír.
8. No moriré cazado, de Alfred (Astiberri). Uno de mis tebeos favoritos del año y, en mi opinión, uno de los peores tratados por la crítica. Sospecho (aunque sin ninguna base científica para ello) que en este aspecto le perjudicó bastante salir al mercado prácticamente al mismo tiempo que Amistad estrecha, de Bastien Vivés, sin lugar a dudas otro de los cómics del año y todo un despliegue de poderío narrativo basado en la ilustración pura y dura, en los detalles, en la gestualidad de los personajes. No fueron pocas las personas que, en su momento, me compararon uno con otro, argumentando que Amistad estrecha era «puro cómic» y que No moriré cazado era una «novela ilustrada», porque usa abundantes textos de apoyo, como si ese no fuera un típico recurso de tebeo (algo que viene a ser como decir que El club de la lucha o Uno de los nuestros no son «puro cine» porque utilizan abundante voz en off). Lo realmente importante es que en este caso Alfred utiliza los textos de apoyo con mucho tino, por lo general para ofrecer una información que no necesariamente discurre en paralelo a la proporcionada por la imagen, y que cuando es necesario prescinde por completo de ellos con escalofriantes resultados (como en el violento desenlace de la historia). Si todavía eres de esos indecisos que tienen ganas de hincarle el diente a una novela gráfica pero no saben muy bien por dónde empezar, este asfixiante drama rural con tintes peckimpahnianos sobre cómo los ambientes cerrados ejercen de caldo de cultivo para la violencia bien podría abrirte el apetito.
DOS REGALOS PARA LA VISTA 9. Art of McSweeney’s, VV.AA. (Chronicle Books). Si hay un libro que cualquier fan del diseño o de la edición debería haberse comprado este año, es este (con permiso del también fenomenal Penguin 75). No sólo es un espectacular repaso al proceso de creación de todos los números de la revista literaria McSweeney’s (de la cual ya hablé aquí), sino que además incluye cantidad de información práctica y muchas, pero que muchas buenas ideas. Si no eras editor antes de leerlo, como poco te entrarán ganas de intentarlo nada más acabarlo. Y si lo que te interesa es única y exclusivamente la parte visual, la variedad y calidad de las ofertas propuestas por McSweeney’s también bastarán para saciarte durante una buena temporada. Está bien, he hecho trampa y he incluido en la lista un libro que no se ha editado ni creo que se vaya a editar nunca en España, pero no podía dejar de mencionarlo porque, de verdad, es una preciosidad. Al menos se puede pedir en Amazon
10. Breathless Homicidal Slime Mutants. The Art of the Paperback, de Steven Brower (Universe Publishing). Otro libro que llega de fuera, pero en este caso me escudo en la endeble excusa de que tampoco tiene demasiado que leer. Me hubiera gustado recomendar, para acabar, un producto algo más fino, tipo Born Modern, un repaso a la vida y la obra del gran diseñador Alvin Lustig, o Another Science Fiction: Advertising the Space Race 1957-1962, un maravilloso repaso a los anuncios con motivos espaciales de «la era atómica», pero tengo que ser sincero conmigo mismo y reconocer que el libro que más ilusión me hizo recibir este año fue este tomo de casi 300 páginas que recopila otras tantas portadas de noveluchas de bolsillo norteamericanas (puedes ver un par de muestras aquí). No puedo evitarlo, estos modelos de edición ya caducos realmente me ponen y, teniendo en cuenta que prácticamente han desaparecido, siempre es una alegría encontrar algún loco maravilloso que deja constancia de que, al igual que los mohicanos, en otro tiempo estuvieron ahí. ¡Feliz año!
Manido tema éste de las autobiografías, y diría incómodo cuando quien la protagoniza es alguien al que le queda más de media vida por vivir (teóricamente). Hay futbolistas que ya la tienen, es como si todo lo importante que les tendría que pasar en la vida ya hubiera tenido lugar. Luego tenemos a ilustres como Winston Churchill que requirió de seis volúmenes para completar un acercamiento en profundidad a su vida. También las agradables sorpresas como esta autobiografía de Slash junto al periodista del New York Times, Anthony Bozza. A diferencia de otras bios, aquí resulta interesante hasta la narración de los orígenes del músico, su experiencia como hijo de blanco y negra en Inglaterra, su adaptación a la vida en USA… Uno podría pensar que, bueno, hasta que no empiece a hablar de los que serían sus futuros colegas en Guns N’ Roses esto no vale mucho la pena. Craso error. A lo largo de estas 452 páginas se saborea con fruición cualquier capítulo de su vida por poco que tenga que ver con su actividad musical. Digno de destacar es el progresivo y, más tarde, meteórico ascenso a la categoría de rockstar de Axl Rose visto desde el enfoque de Slash. Cómo un chaval de pueblo llega a Los Angeles buscando fortuna entre el lumpen d la ciudad y en dos años está protagonizando un clip, «Welcome to the Jungle», precisamente sobre esa experiencia. […]
Las experiencias adictivas de Slash merecen destacarse aparte, puede que estemos ante la más gráfica descripción del síndrome de abstinencia en todas sus vertientes. […] Pero el grueso del libro se vuelca en la experiencia mundial de más de dos años de las giras de los «Illusions», de fiestas romanas sin mirar presupuesto a recortar gastos eliminando a músicos de viento y coristas. Espléndido viaje para ver desde dentro, bajo la óptica de Slash, eso sí, todo lo que era la banda en su momento álgido. La serie de fotos en color, también las hay en blanco y negro, que ocupa la zona central del libro no tiene desperdicio, buscad aquella en la que Perla le está comiendo el trasero a su marido. No hay reglas, sólo pasarlo bien y tocar la guitarra. […]
Muchas anécdotas salvajes de un grupo que podría tener una carrera tan respetable como los Stones de haber seguido la formación original y de no haber pasado la mayor parte de las cosas que nos explica Saul Hudson en este libro. Altamente recomendable.
Un par de fragmentos de la reseña de Slash que ha escrito JMª Vidal Buchs para el número de diciembre de Popular 1 (el 446). Ojo que también lleva una entrevista con Lemmy. ¡A por ella!
Hay que reconocer que en parte me está viniendo bien que la publicación de la autobiografía de Slash haya coincidido precisamente con la gira de promoción de su nuevo (y también homónimo) disco. Hacía mucho tiempo que el de la chistera no estaba tan presente en los medios como en estos últimos meses, y aunque en la mayoría de sus intervenciones ni siquiera menciona el libro, en ocasiones encuentro cosas que me pueden resultar muy útiles como material promocional. Una de ellas es esta entrevista realizada por Shahesta Shaitly para el semanario británico The Observer, publicada el domingo pasado en la sección This Much I Know («Esto es lo que sé»), cuya principal característica es la de reproducir únicamente las respuestas del entrevistado en plan confesional. No deja de resultarme curioso que aunque sólo sea mediante unas cuantas pinceladas superficiales, el texto acaba revelando más sobre la vida y la persona de Slash en poco más de un folio que toda la patética entrevista que le hizo Buenafuente hace un par de semanas (de una sosería y una banalidad francamente imperdonables, máxime teniendo en cuenta que desde la redacción del programa se habían puesto previamente en contacto con nosotros para solicitarnos un ejemplar de la biografía, supuestamente para poder preparar a fondo la entrevista, o sea que no sería por falta de documentación). Pero bueno, tampoco era de eso de lo que quería hablaros hoy. Así que vamos a lo que vamos y aquí os dejo traducido, respetando su formato original, el «Esto es lo que sé» de Slash.
Las guitarras son el objeto más molón y sexy que existe. Me sentí sobrecogido la primera vez que junté tres notas seguidas y sonaron tal como debían sonar.
Toqué fondo de 1996 a 2001. Dejé Guns N’ Roses y mi alcoholismo alcanzó su cota máxima. Tenía 35 años y me tuvieron que instalar un defibrilador en el corazón.
Dejé la bebida y las drogas hace cinco años. Solía ser heroinómano. Hasta entonces, si tomaba drogas no bebía demasiado, y si le daba a la bebida no me drogaba en exceso. Siempre era o una cosa o la otra.
La gente tiende a pensar que era un borracho embrutecido, lo cual probablemente fuera cierto en algún momento. Pero incluso en los tiempos en los que me iba la marcha rehuía a la gente y prefería estar solo. Éramos yo y mis demonios.
Hace año y medio que no fumo un cigarrillo.
Me crié en Stoke-on-Trent. Nos mudamos a Los Ángeles cuando tenía cinco años. Mis recuerdos de Stoke son agradables: mi tía y mi abuela preparando pasteles de manzana y mi abuelo comportándose como un anticuado jefe de bomberos. Lo que más eché de menos cuando dejé Gran Bretaña fue que en L.A. no había lollipop ladies[controladoras de paso cebra].
Slash con la primera encarnación de Snakepit. Foto: Alison Dyer.
No sé qué sentimiento me produce lo «americano», pero desde luego siento afinidad por lo británico. Me siento más cómodo en una habitación llena de gente si hay un británico en ella.
Al haber crecido rodeado de famosos, a menudo me preguntaba qué se sentiría siendo uno, pero cuando me llegó el turno no tuvo nada de especial.
Le tengo fobia a sacar el brazo por la ventanilla del coche mientras conduzco. Imagino que tendrá algo que ver con que toco la guitarra y necesito el brazo.
La telerrealidad es un signo del fin de la civilización occidental tal como la conocemos. Ya no queda ningún misterio en nada.
Todo el mundo me hace preguntas acerca de qué pasó con Axl y me veo obligado a encontrar respuestas, pero en realidad no hay mucho que decir.
No soy una persona emotiva. Supongo que es uno de mis defectos. La última vez que lloré fue probablemente cuando murió mi madre.
Las groupies han cambiado. En los 70 sólo querían sexo. En los 80 querían estar cerca de alguien rico. De las groupies de los 90 no puedo contaros nada porque no me acuerdo. Ahora son o muy inocentes o acosadoras de las que dan miedo.
Soy un adicto a los programas de cocina. No tengo paciencia para cocinar, pero sé todo lo que se puede saber al respecto.
Trabajar con Michael Jackson fue estupendo. No era un dictador ni uno de esos gilipollas idiosincrásicos que se creen con derecho a comportarse como gilipollas porque son geniales. Michael era la encarnación de la música.
Creo en algo superior a sí mismo. No tiene que ver con dios.
Haber tenido hijos sigue cambiándome. Soy un eterno adolescente, así que tener a mis dos hijos es como estar acompañado de un par de colegas.
Mi mayor logro es haber seguido con vida todo este tiempo en la industria de la música… o quizá sencillamente haber seguido con vida, punto.
Slash cuando acostumbraba a destrozar furgonetas de alquiler. Si has leído la autobiografía, ya sabes de qué va la vaina. Foto: Robert John.
Detalle del patio trasero de un edificio de viviendas en Bucarest durante el periodo de entreguerras. Todas las fotos de la entrada, salvo los retratos, están sacadas de la siempre interesante página de Alex Galmeanu Muzeul de Fotografie.
Ayer mientras cambiaba un par de pilas de libros de sitio me reencontré con uno que hacía tiempo que no hojeaba: Las ventanas cegadas, del rumano Alexandre Vona, publicado en España por primera y única vez hace ya 12 años. La curiosidad me llevó a buscar en Internet alguna información más reciente acerca de su autor, pero o no supe encontrarla o el mundo poco menos que se ha olvidado de él. Ni siquiera he conseguido averiguar si sigue con vida. Por no tener, no tiene ni página en Wikipedia. Lo cual no sería de extrañar en el caso de un autor tirando a desconocido como éste, de no ser por el revuelo que se armó en su día con la publicación de la que a día de hoy sigue siendo su única novela, traducida en apenas un par de años a más de 15 idiomas y galardonada con varios premios europeos, entre ellos el prestigioso Prix Union Latine de Littératures Romanes en 1995. Lo que viene a demostrar lo volátiles y efímeros que pueden llegar a ser estos fenómenos de temporada (justificados o no, que esa ya es otra historia) con los que se nos revoluciona el mercado literario cada pocos meses. En cualquier caso, vista la escasa información disponible acerca de Vona, me ha parecido pertinente recuperar esta entrevista que le hice en 1998, coincidiendo precisamente con el lanzamiento de Las ventanas cegadas en España. Bueno, me ha parecido pertinente y que, en honor a la verdad, ahora mismo tampoco tengo demasiado tiempo para dedicarle al blog y me veo obligado a tirar de archivo aunque sólo sea para publicar algo. De todos modos espero que os parezca interesante.
Entrada de las tropas soviéticas en Bucarest en agosto de 1944.
Publicado cuarenta años después de haber sido escrito y saludado por la crítica francesa y alemana como uno de los acontecimientos literarios de la década, si no del siglo, Las ventanas cegadas, el libro del rumano Alexandre Vona llega a España de la mano de editorial Debate.
Alexandre Vona, el último descubrimiento de la crítica europea, se llama en realidad Alberto Enrique Samuel Béjar y Mayor, un judío sefardí de ascendencia española que aún se expresa sin problemas en el idioma de sus antepasados: «Lo comprendo todo, pero muchas veces me faltan las palabras», dice excusándose innecesariamente. Después añade: «No me gusta el término sefardí como denominación étnica, es una forma bastante ficticia de agruparnos; he conocido a otros judíos calificados de sefarditas y en realidad no tengo nada que ver con ellos, tenemos unas culturas completamente diferentes. Incluso los rasgos, las fisonomías, son distintas. Encuentro mucho más parecido con los españoles que estoy viendo estos días por la calle que con los sefardíes que he podido encontrar en otras partes del mundo».
Nacido en Bucarest en 1922, de padres nacidos en Bulgaria, y abuelos procedentes de diversos países europeos, Alexandre Vona dice haberse caracterizado siempre por un profundo desarraigo: «Me sentía extranjero en Rumanía, ni siquiera aprendí el idioma hasta los nueve años, hasta entonces hablaba el castellano; me he sentido extranjero en París, donde he vivido exiliado desde 1947, y me siento extranjero aquí, en España, que es la cuna de mis antepasados. He estado en Israel, y tampoco allí, en la llamada patria de los judíos, me he sentido a gusto. Los israelíes están unidos por la religión, pero por absolutamente nada más, ni por la cultura, ni por las ideas, ni por el origen. Son gente muy distinta la una de la otra. No me pareció que tuviera nada que ver con ellos». Un sentimiento que, sin duda, comparte el anónimo protagonista de Las ventanas cegadas, un atroz relato sobre la soledad, la incomunicación y la tristeza, insólitamente maduro, que Vona escribió en apenas 19 días del mes de marzo de 1946, cuando contaba 23 años, y que ha permanecido inédito hasta 1995.
A la izquierda, Alexandre Vona. A la derecha, Gheorghiu-Dej, de cuyo régimen huyó en 1947.
A este respecto, el autor quiso desmentir un bulo que se había extendido entre la crítica especializada (sobre todo entre la alemana), según el cual la novela habría permanecido oculta durante cuarenta años en una maleta que Vona abandonó en Bucarest al exiliarse tras el advenimiento del régimen comunista. La realidad es mucho más prosaica: «Cuando abandoné Rumanía —gracias a la labor, por cierto, de la embajada española, que me proporcionó un visado—, tan sólo habían leído la novela tres personas: dos amigos míos, también escritores, y mi mujer, Mina, realmente el único amor de mi vida y a quien el libro está dedicado. Ella moriría poco tiempo después. Ya en Francia, entré en contacto con varios autores rumanos exiliados, como Ionesco y Cioran, para los que llevaba unas cartas de recomendación que me habían proporcionado unos conocidos comunes. Me reunía regularmente con ellos y seguí escribiendo, pero me ganaba la vida como ingeniero, que era la carrera que había estudiado. Intenté publicar Las ventanas cegadas en dos ocasiones. En la primera, el señor que estaba traduciendo la obra al francés, un comunista convencido de nacionalidad polaca, me reescribía párrafos enteros para darle a la obra un aire político y reivindicativo de sus ideas, algo de lo que yo siempre me he mantenido al margen. Cuando le pregunté si se había leído la novela me respondió que él no tenía que leerla, sólo traducirla, de modo que la cosa no pasó de ahí. Luego entré en contacto con los editores de Editions Gallimard, que se mostraron bastante interesados en la novela. Me preguntaron si me iba a quedar a vivir en Francia y si iba a publicar más novelas, cosas a las que en aquel entonces no tenía respuesta: igual podía no volver a escribir una novela en mi vida que podía abandonar Francia en cualquier momento, razones por las que desestimaron el proyecto. Por lo tanto, me olvidé de la novela. Finalmente, tras el derrocamiento de la dictadura de Ceaucescu, recibí una carta de mi buen amigo Mircea Eliade, que aún conservaba el manuscrito que le había dado para que leyera la novela, diciéndome que una editorial rumana quería publicar Las ventanas cegadas. Yo no me lo creía, pero resultó ser verdad».
La noche de Bucarest, tal como la debió conocer Vona en su juventud.
Actualmente, la crítica rumana considera la novela de Vona como la más importante publicada en los últimos cincuenta años, a lo que el escritor responde: «Ha habido una larguísima dictadura durante la cual apenas se ha podido escribir con libertad, de modo que no me parece algo demasiado significativo”. Sobre lo dicho por los críticos de Alemania y Francia, que han saludado unánimemente Las ventanas cegadas como una obra maestra del siglo XX y comparado a su autor con Kafka y Proust, Vona no sabe qué opinar: «Por un lado, me alegra que mi novela haya sido tan bien recibida pero, por otro, tanta expectación me crea una tensión muy fuerte, siento como si me hubieran cargado con una nueva responsabilidad que me impide ser feliz del todo. Nunca soy completamente feliz».
La novela de Vona comparte ciertas actitudes, una desazón, un estar en el mundo sin saber por qué, que la podrían emparentar con el existencialismo francés o con otro gran autor judío como Isaac Bashevis Singer, pero al escritor rumano no le acaban de gustar estas comparaciones: «Como mucho, como mucho, podría haber algún punto de conexión con El extranjero, de Camus, pero nada más. Sartre era una gran escritor, aunque como persona dejara mucho que desear. Y me gusta mucho leer a Isaac Bashevis Singer, pero las historias que él narra son sobre unas gentes muy cerradas, sobre un mundo muy opresivo, como es el de los barrios judíos polacos. No tenemos absolutamente nada que ver».
Publicado originalmente en Más Libros nº 5, octubre 1998.
Si hay una mujer que actualmente pueda considerarse punta de lanza de ese nuevo movimiento que reinventa la novela negra norteamericana más tradicional desde un punto de vista femenino, esa es Megan Abbott. Por supuesto no es la única. Ya conocemos a Christa Faust y desde luego hay más autoras interesantes en activo, como Vicki Hendricks, de la que ya hablaremos más en profundidad próximamente. Pero por ahora, vamos a centrarnos en Abbott. Primero, porque probablemente, de las tres, es la que más popularidad está consiguiendo con sus obras, habiendo cosechado no sólo multitud de elogios por parte de algunos de los grandes popes del género, como el sempiterno James Ellroy, Allan Guthrie, Ken Bruen o Eddie Muller, sino también un aplauso unánime por parte de la crítica, que ha llegado a coronarla como «la nueva reina del noir«. Segundo, porque su novela Reina del crimen, galardonada en el año 2008 con el premio Edgar (el más prestigioso que puede recibir una obra de misterio en Estados Unidos), será el cuarto título de la colección Es Pop Narrativa, que editamos a medias con los amigos de Valdemar. Y aunque aún faltan algunos meses para que salga al mercado, me ha parecido buena idea ir conociendo a través de unas cuantas entradas la carrera y la obra de esta todavía joven autora, cuya carrera está en estos momentos en pleno despegue. Empezamos hoy con «See You in the Darkness», un texto escrito originalmente para el blog de Mulholland Books, que Megan nos ha cedido amablemente para reproducir aquí. Me parece una buena carta de presentación y da buena muestra del tipo de temas que le interesan como autora: dilemas éticos, ambigüedad moral, sentimientos ocultos, crimen y venganza. En definitiva, todos los elementos de los buenos clásicos del género. Con ustedes, Megan Abbott.
Dos portadas de Richie Fahey para novelas de Megan Abbott.
Nos vemos en la oscuridad
Una fresca tarde de febrero del año 2008, Alan Gordon, el autor de novelas de misterio, me llevó a casa en coche tras la fiesta de lanzamiento de Queens Noir (Akashic, 2008), una antología de cuentos de género negro ambientados en mi distrito natal. Tanto Alan como yo vivimos en Forest Hills, un barrio bastante tranquilo en lo más profundo de Queens. Al acercarnos a la comisaría de la esquina de la calle Yellowstone con Austin, notamos cierto movimiento junto a la puerta principal. Entre los presentes había cámaras de televisión y periodistas inquietos. Al día siguiente Alan me envió un correo electrónico: “Han arrestado a la esposa del dentista por haber contratado a un asesino a sueldo para matarlo. Por eso había tantos equipos de televisión anoche frente a la comisaría. Mi mujer me ha dicho: «siempre he sabido que era un mal bicho»”.
Yo conocía vagamente el caso. En octubre de 2007, Daniel Malakov, un vecino de la zona descrito por los periódicos como «un miembro prominente» de la comunidad judía bukhari de Forest Hills, había muerto tiroteado en un parque infantil cercano delante de su hija de cuatro años. En última instancia, su esposa, la doctora Mazoltuv Borukhova, de la que vivía separado, acabaría siendo condenada de asesinato en primer grado y de haber conspirado con un primo lejano para asesinar a Malakov, con el cual estaba batallando fieramente por la custodia de su hija. La prueba clave: un silenciador casero abandonado en el lugar de los hechos. El silenciador llevó a los investigadores hasta el primo de Borukhova, cuyas huellas dactilares estaban registradas desde que cometiera el delito de haberse colado en el metro sin pagar el billete. Poco después, la policía descubrió que el primo y la doctora habían intercambiado noventa y una llamadas en las tres semanas precedentes al asesinato. Se descubrió el pastel.
Detectives de Queens conduciendo a la Dra. Borukhova al tribunal.
En mi respuesta al e-mail de Alan, recuerdo haber mencionado que toda la historia era, de hecho, un arquetípico relato de género negro:esposa contrata a hombre para que asesine a su marido, sólo para acabar viéndose atrapada por su propia telaraña de engaños. Perdición en la vida real. Pero, por supuesto, más allá de las convenciones del género, el caso apela a algo mucho más elemental relacionado con el perdurable gancho de la ficción criminal, particularmente del noir, con su énfasis en el caprichoso dedo del destino. Hay cierta tendencia a despreciar las novelas criminales como escapismo amarillento y trivial. Este desprecio siempre me ha parecido un intento nervioso por minimizar el auténtico atractivo, completamente visceral, que tiene el género: las novelas criminales no son relatillos desechables de consumo rápido, sino que apelan a nuestra misma esencia, a esas emociones a menudo dolorosamente irresistibles (y forzosas) que, a pesar de todas las capas de «civilización» y modernidad que tenemos encima, aún permanecen sin domar. Deseo. Avaricia. Ira. Venganza. Son motores atemporales. Universales.
Cuando leemos la noticia del dentista asesinado por su esposa, inevitablemente experimentamos sensaciones complicadas que pueden reflejar todo tipo de prejuicios relacionados con nuestras experiencias personales con la pérdida, con el fracaso matrimonial, con la intensidad del amor maternal o paternal. Hacen aflorar justo la misma maraña de sensaciones primarias que provoca la lectura de una novela criminal: esa sensación de que, a pesar de todos nuestros intentos por contener el caos o la mayor parte del caos en nuestro interior, a veces no podemos. A veces, las cosas se tuercen de una manera horrible.
En un artículo muy comentado para The New Yorker (“Iphigenia in Forest Hills”, 3 de mayo de 2010), Janet Malcolm se enfrenta durante casi treinta páginas no sólo al caso Malakov, sino a su respuesta personal ante el mismo ,y en su parte más interesante, a su declarada dificultad para creer, debido a un «prejuicio fraternal», que la refinada e hipereducada doctora Borukhova, con su cara de no haber roto jamás un plato, pudiera ser culpable de semejante crimen. Más aún, es incapaz de ocultar la simpatía que siente por su dilema en el caso de la custodia de su hija, su “viaje desde el despiadado desorden de la vida privada al inmisericorde orden del sistema legal». Un sistema legal que le arrebató dicha custodia al parecer por motivos arbitrarios. Pieza tras pieza, Malcolm repasa una historia cada vez más compleja, repleta de acusaciones de abusos sexuales y violencia doméstica. El caso acaba siendo un laberinto del que la propia autora no consigue salir, y ese laberinto se convierte en el corazón del artículo.
Fred McMurray y Barbara Stanwyck en Perdición, de Billy Wilder.
Cuando leemos novelas criminales que nos afectan, también nosotros podemos sentir que nos internamos en un laberinto, un laberinto que en última instancia conduce de nuevo hasta nosotros mismos. En mi caso, me pasa cuando leo a James Ellroy o a Ken Bruen o a George Pelecanos o a Raymond Chandler, cuyos héroes-detectives experimentan precisamente la misma incomodidad consigo mismos, con sus complejas simpatías, que la que nos muestra Janet Malcolm. Es el tipo de zona gris moral que provoca que nos revolvamos incómodos mientras estamos leyendo, pero a la vez vemos algo de nosotros mismos en ella, y no podemos desviar la mirada.
Supongo que lo que quiero sugerir es lo siguiente: cuando leemos estas novelas, estamos realizando un viaje interno hacia nuestras mejores y peores cualidades e impulsos. Por supuesto, cuando leemos o cuando vemos una serie en la tele, podemos juzgar. Algunas historias están diseñadas para facilitar ese juicio. Ley y orden, por ejemplo, está estructurada de tal manera que casi sea imposible sentirse incómodo o inseguro. Las cuestiones morales están decididas de antemano y podemos observar con la distancia que da la certeza total. Y hay un placer supremo en ello. Volviendo al caso Malakov, recuerdo haber saboreado el titular del New York Post que anunciaba: “MADRE ASESINA, FRÍA COMO EL HIELO HASTA EL MOMENTO DE SER DECLARADA CULPABLE». Aún sigo saboreando ese titular. Pero muchos relatos criminales no nos permiten adoptar esa distancia tan cómoda. Inevitablemente empezamos a identificarnos con todos los personajes «equivocados», con los impulsos más turbios, los motivos más oscuros. Y así comienza un baile: ¿cuánto nos acercarán nuestros contoneos al borde del abismo? ¿Cuánto nos permitiremos mirar hacia nuestro interior, experimentar sentimientos contradictorios, considerar los aspectos más sombríos de nuestra personalidad?
Con esto no pretendo sugerir que todos somos asesinos en potencia; que dadas ciertas circunstancias todos nos veríamos arrastrados a desesperados actos de violencia. Más bien, que las novelas criminales ponen al descubierto aquello que intuimos a un nivel más profundo: que nuestros corazones son un misterio incluso para nosotros mismos. Y que leer ficción criminal nos permite visitar clandestinamente nuestros rincones más secretos. Y cuando giramos la última página, sentimos cierto alivio al saber que podemos, por el momento, dejar de buscar. Podemos volver a sentirnos más cómodos con nosotros mismos. Podemos dejar el libro y empezar a fingir de nuevo.
En 2007, con motivo del lanzamiento de su autobiografía, Slash participó en el Late Show de David Letterman para hablar un poco del libro, de su vida en general y de Guns N’ Roses en particular. Ahora que sólo queda una semana para la publicación de Slash en España, me ha parecido un buen momento para recuperar la entrevista de Letterman y subtitularla en castellano. Como siempre, cualquier uso que queráis hacer del vídeo (vincularlo, difundirlo, incrustarlo en vuestros blogs) será bien recibido.
Os recuerdo los detalles del libro: Slash, la autobiografía, de Slash y Anthony Bozza. Publicado por Es Pop Ediciones. 16,5 x 24 cm. Tapa dura. Sobrecubierta. 480 pags. Ilustrado. ISBN: 978-84-936864-3-7. PVP: 26 €. Y además puede comprarse aquí.
El San Francisco Panorama de McSweeney’s con todos sus suplementos.
Si eres habitual de Cultura Impopular, lo más probable es que ya conozcas McSweeney’s. Pero por si acaso, aquí va una rápida explicación sacada directamente de su web: «McSweeney’s nació en 1998 como revista literaria, editada por Dave Eggers, con la intención de reunir únicamente trabajos rechazados por otras publicaciones. Pero tras aquel primer número, la revista empezó a publicar sobre todo textos escritos ex profeso para McSweeney’s. Desde entonces, McSweeney’s ha atraído trabajos de algunos de los mejores escritores de Estados Unidos, entre ellos Denis Johnson, William T. Vollmann, Rick Moody, Joyce Carol Oates, Heidi Julavits, Jonathan Lethem, Michael Chabon, Ben Marcus, Susan Straight, Roddy Doyle, T.C. Boyle, Steven Millhauser, Gabe Hudson, Robert Coover, Ann Beattie y muchos otros. McSweeney’s Quarterly sigue publicándose en la actualidad con una periodicidad más o menos trimestral, y cada número es marcadamente distinto de sus predecesores tanto en lo que se refiere al diseño como a la política editorial». Entre los 35 números de McSweeney’s aparecidos hasta la fecha hay de todo: libros en tapa dura de diversa factura y formato, un poemario, una antología de cómics, un montón de correo como el que podrías encontrar en tu buzón, una caja llena de panfletos… El año pasado, a modo de número 33, tuvieron la feliz ocurrencia de editar un ejemplar único de un periódico inexistente: The San Francisco Panorama, «un intento por demostrar todas las cosas estupendas que todavía puede hacer el periodismo impreso». El resultado fue francamente espectacular, sobre todo a nivel gráfico, si bien poco realista a nivel práctico: libres de las constricciones que les habría impuesto el día a día de una verdadera redacción, los colaboradores de McSweeney’s se permitieron realizar un diario repleto no de noticias, sino de grandes y espectaculares reportajes, con lo cual, más que un periódico, lo que les quedó fue prácticamente una colección de magníficos suplementos dominicales. No importa: si lo que pretendían desde McSweeney’s era inspirar y sorprender, The San Francisco Panorama cumple el objetivo con creces.
El atractivo y elegante diseño de interiores de The Panorama Book Review. Por cierto que
esta entrevista con Junot Díaz ya la comentamos por aquí en su día.
En cualquier caso, como de casta le viene al galgo, si algo hay que destaque en este falso periódico por encima de todo lo demás, es sin duda su suplemento literario: The Panorama Book Review. En este caso no nos encontramos con sólo una serie de ideas brillantes pero (en ocasiones) difícilmente aplicables a una dinámica de trabajo real, sino con un auténtico modelo de revista cultural perfectamente práctico, reproducible y viable… y por desgracia muy alejado de todos los que imperan en nuestro mercado. Dicho de otra manera más insolente, The Panorama Book Review es lo que podría ser El Cultural, lo que debería ser Qué leer y lo que le gustaría ser a Babelia. En resumen: una revista visualmente atractiva y moderna, sin por ello renunciar a la elegancia, capaz de abordar todo tipo de géneros y aspectos del mundo literario sin confundir el rigor con la pedantería ni la amenidad con la ligereza. Algo prácticamente inaudito en este mercado nuestro en el que, por momentos, si algo parece abundar entre los profesionales del ramo son precisamente los árbitros del buen gusto y de la alta literatura, encargados de proteger la virtud de algo que en el fondo parecen considerar una actividad sumamente elitista, preciosa e indigna de ser mancillada por todo lo que huela a popular. Así nos luce el pelo, claro, y así tenemos una industria cada día más ensimismada y disociada del público.
Un buen repaso a la carrera y la obra de J. G. Ballard.
Durante la última Feria del Libro de Madrid, por ejemplo, me acerqué a la caseta de Mondadori para comprar un libro que en su día se me había pasado por alto: Árbol de humo, de Denis Johnson, una extensa y fascinante crónica sobre la peripecia de varios y muy diversos individuos en la Guerra de Vietnam, desde un coronel norteamericano hasta un agente doble vietnamita, que acabó llevándose el National Book Award a la mejor novela en 2007. El ejemplar que encontré tenía una faja en la que venía reproducida parte de una crítica de Robert Saladrigas, publicada en La Vanguardia. La cita decía así: «Un texto duro, inclemente, comprometido, no apto para pusilánimes ni para quienes buscan evasión en la lectura. En suma, gran literatura». El subrayado es mío, claro. Francamente, si ese mismo día no hubiera leído una recomendación del libro en el blog de Javier Calvo, lo habría vuelto a dejar donde estaba sólo por culpa de esa frase. Porque, vamos a ver, me parece muy bien que la obra de Johnson pueda ser considerada dura e inclemente; ciertamente lo es. Y es posible también que ciertos pasajes caracterizados por una inmisericorde descripción de la violencia puedan provocar rechazo entre los lectores más «pusilánimes». Ahora bien, lo que no consigo entender es: ¿quién no busca evasión en la lectura? ¿Desde cuándo buscar evasión puede considerarse algo peyorativo y reñido con la «gran literatura»? ¿A quién beneficia esta manía de vender la «alta cultura» como algo supuestamente duro y trabajoso al alcance de sólo unos pocos? Para mí al menos, leer siempre ha sido sinónimo de evasión. Y otra cosa no, pero con Árbol de humo me he evadido durante varias horas seguidas con sumo gusto.
Las reseñas de The Panorama Book Review incluyen, además de abundante información sobre cada autor, una página de muestra del libro para que puedas ver el diseño de interiores. ¡Buena idea!
Tampoco vamos a entrar ahora en cuestiones semánticas. Ya supongo que Saladrigras no está utilizando la palabra «evasión» en el sentido de perderse en la lectura y dejarse llevar, que en realidad es lo que nos pasa a todos cuando nos quedamos absortos con un libro, ya sea de Virgilio, de Denis Johnson o de Marcial Lafuente Estefanía. Está utilizando «evasión» como sinónimo de literatura barata, poco exigente, noveluchas; todo lo que Árbol de humo no es, de acuerdo. ¿Pero acaso no revela esa metonimia un pensamiento muy claro que viene a identificar entretenimiento con «mala literatura»? Sin embargo uno puede entretenerse maravillosamente leyendo a Cormac McCarthy o a Dante, por poner dos nombres libres de toda sospecha. ¿Qué está pasando aquí, entonces? ¿Por qué estamos abordando los libros no desde una perspectiva realmente crítica, sino desde una puramente clasista? No es que esto sea bueno o malo, sino que esto hay gente que no lo va a entender, y eso te convierte a ti, amigo mío, en alguien especial que está por encima de la media¹. Lo cual, y mira que es triste, viene a ser lo mismo que dicen los vendedores de coches y de desodorantes. Claro que dudo mucho que por llevar Árbol de humo debajo del brazo vayas a follar más. A mí, desde luego, no me ha funcionado de momento. Pero al menos me lo he pasado pipa leyéndolo y por eso lo recomiendo.
Un interesante artículo sobre obras de ficción inspiradas por el 11-S.
En cualquier caso, no quiero centrar esta entrada en la reseña de Saladrigas, el cual, dicho sea de paso, no me parece un mal crítico en absoluto (su crítica de Árbol de humo es ciertamente certera y apasionada). Lo que me preocupa principalmente, y lo que estoy tratando de poner de relieve aquí, es esa tendencia a tratar la literatura como si fuera un club privado de difícil acceso que tienen, voluntaria o involuntariamente, gran parte de los profesionales del mundillo. Veamos otros dos ejemplos aparecidos en los periódicos de esta última semana (tampoco os creáis que he ido a buscarlos; sencillamente me llamaron la atención en el momento de leerlos). En un artículo sobre Camilla Läckberg publicado en el suplemento Bellver del Diario de Mallorca del pasado jueves, Virginia Guzmán, la autora, remataba su repaso a la obra de la escritora sueca diciendo: «La literatura no siempre tiene que ser rompedora e innovadora, también tiene que haber hueco para esa literatura que busca el entretenimiento con un estilo que no le desmerece». Por mi parte, nunca he leído nada de Läckberg ni tampoco es que me atraiga particularmente, ahora bien: ¿de verdad es necesario terminar un artículo con una perogrullada que suena a disculpa porque una obra te haya parecido entretenida? ¿Por haber recomendado algo que aparentemente no es «gran literatura»? Eso parece, teniendo en cuenta que la coletilla suele aparecer de una manera u otra en todo tipo de reseñas y suplementos literarios². Hace un par de meses me hizo mucha gracia ver una crítica de A la cara en la que el reseñista recomendaba su lectura argumentando que era verano. «Disfrute», decía, «es tiempo vacacional». ¿Y el resto del año qué, a sufrir?
Por tener, The Panorama Book Review tiene hasta microrrelatos.
El otro comentario al que hacía referencia era este de Diego Moreno, editor de Nórdica, aparecido en El País el sábado pasado: «Nos hemos apartado del género negro y hemos apostado por otra literatura de más calidad. Lo curioso es que gracias a lo policiaco mucha gente ha empezado a descubrir a los autores de esos países, así que podemos estar agradecidos». Vaya por delante que no siento más que admiración por Moreno como editor; ha demostrado redaños, saber hacer y un criterio muy personal. Ahora bien, decir a estas alturas que el género negro es, por definición, literatura de menor calidad, es tener muy poca vista o muy poco conocimiento. Imaginemos por un momento que a otro editor se le ocurriera decir: «Nos hemos apartado de la poesía sueca y hemos apostado por otra literatura más entretenida». Quedaría como un mercachifle, claro. Sin embargo la otra postura, la del exquisito, parece que cuela. A pesar de que pase por alto o no le importe el hecho de que tanta distancia hay entre James Ellroy y Stieg Larsson como entre éste y Tomas Tranströmer. Meter en el mismo saco a los dos primeros sólo porque comparten balda en las librerías es tan absurdo como equiparar a Larsson con Transtömer sólo por ser suecos. Y aunque a nadie se le ocurriría hacer lo segundo, lo primero parece estar al orden del día. Con esto no quiero decir que todo sea equiparable o que no deba existir una crítica que estudie, analice y ponga las cosas en su sitio. Por supuesto que no toda la literatura es igual de buena. Por supuesto que tiene que haber raseros. Pero por favor, basta ya de usar el argumento del entretenimiento como uno de ellos, porque no deja de ser el más perezoso y falaz de todos. Tan entretenido está el que lee Parerga y Paralipómena porque de verdad le gusta Schopenhauer como mi tía con su Danielle Steel.
Un fascinante reportaje sobre las convenciones de aficionadas a la novela rosa.
Decía mi amigo Gabi Beltrán, también la semana pasada, que «la literatura norteamericana actual está diez millones de escalones por encima de la española. La razón es bien sencilla: ellos escriben sobre el ser humano. Nosotros sobre literatura». Algo que, con las consabidas excepciones, estoy bastante de acuerdo. Y creo que lo mismo puede aplicarse, en términos generales, a gran parte de nuestra industria: en vez de escribir o hablar sobre libros, no se dan cuenta de que están escribiendo y hablando sobre ellos mismos. Se retratan, no pueden evitarlo, con todas sus inseguridades culturales y una perentoria necesidad de ser distintos, mejores. Como los chavales cuando se adornan el perfil en Facebook. Por eso me resultó tan refrescante la lectura de The Panorama Book Review, y por eso echo tanto a faltar una publicación similar en nuestro país. Porque demuestra que se puede hacer una revista seria sin tener que ir de serio; porque demuestra que se puede hacer buena crítica y dar buena información siendo inclusivo en vez de exclusivo (quizá el artículo más tremendo de toda la revista sea una crónica acerca de las convenciones para fans de la novela romántica; todo un anatema para cualquier lector «de verdad» que, mira por donde, ha inspirado uno de los mejores reportajes que he leído en este último año). Aun a riesgo de sonar inmodesto, eso es precisamente lo que pretendimos en su día con Más Libros, una publicación de la que ya he hablado por aquí anteriormente. Y me encantaría ver que más gente lo sigue intentando. Porque la lectura, el disfrute de la literatura, no debería de ser una arma arrojadiza, ni una medalla que ponerse entre unos pocos, sino por encima de todo un placer.
Manel Fontdevila no publica en The Panorama Book Review,
pero podría, porque sabe muy bien de lo que habla.
1. Lo cual automáticamente para a ser un insulto y un menosprecio para cualquier otro tipo de lector. Es como aquella campaña de promoción de la lectura de hace muchos años en la que salía un mono que no sabía qué hacer con un libro. ¿De verdad hubo alguien en el Ministerio de Cultura convencido de que llamar chimpancés a los telespectadores que no leían era el mejor modo de conseguir que fueran corriendo a su biblioteca más cercana? 2. Es más, diría que lleva circulando siglos. Ya en tiempos de Shakespeare no faltaba quien le reprochaba que fuera demasiado populachero o que incluyera demasiados elementos de comedia. Y si queremos remontarnos mucho más aún en el tiempo, veremos que Tito Livio, en su historia de Roma, ya se quejaba de la degeneración del teatro romano, «un arte que, a día de hoy, ha acabado alcanzando semejantes niveles de libertinaje que a duras penas pueden tolerarse». ¡Ay, si el bueno de Tito levantara la cabeza!
(Si te quieres gastar los cuartos) Cultura Impopular recomienda:
El próximo veinte de octubre se pondrá por fin a la venta la edición en español de Slash, la autobiografía del melenudo guitarrista de Guns N’ Roses y Velvet Revolver (y de Snakepit, ojo, que a mí It’s Five O’Clock Somewhere siempre me ha parecido un disco nada desdeñable). Como siempre, trabajar con una docena de distribuidoras hace que sea difícil llegar a todos los punto de venta al mismo tiempo, pero ese es al menos el día oficial en el que debería de estar en las tiendas. En cualquier caso, esta vez hemos preparado una página de preorder, para que quien quiera pueda ir reservando su ejemplar o ejemplares directamente con nosotros. Los que hayáis comprado anteriormente en nuestra tienda, ya sabéis cómo funciona el tema. Para los que no, decir sólo que los libros se envían por mensajero, que no cobramos gastos de envío y que, como es lógico, se paga en el momento de la entrega, no al hacer el pedido. Si queréis probar, esta es una buena oportunidad. Por lo demás, disculpas una vez más por el retraso acumulado por el libro a todos aquellos que lo lleváis esperando desde hace meses. Gracias por vuestro apoyo, por el continuo interés que habéis mostrado hasta ahora y por vuestra paciencia. Mientras tanto, aquí os dejo la ficha del libro y el consabido enlace al adelanto en PDF por si queréis ir picoteando un poco. Que lo disfrutéis.
SLASH: LA AUTOBIOGRAFÍA
Nació en Inglaterra, pero creció en Los Ángeles, en el vibrante hervidero de música y cultura que fueron los primeros años setenta. Su adolescencia la pasó en las calles, descubriendo la bebida, las drogas, la música rock y las mujeres, a la vez que adquiría un notable prestigio como corredor de bicicross. Pero todo su mundo cambió el día que sostuvo por primera vez la baqueteada guitarra con una sola cuerda que encontró escondida en el armario de su abuela. Ahora, tras haber vendido más de 100 millones de discos con Guns N’ Roses y tras haberse ganado a pulso la fama de ser uno de los mejores guitarristas del mundo, Slash ha decidido contar, por primera vez, la historia del grupo desde dentro: su formación, los años de penurias, la creación de las canciones que definieron una era, la locura del éxito y, en última instancia, el tortuoso y desquiciado camino hacia la autodestrucción que terminó acabando con ellos. Pero esta no es sólo la historia de Guns N’ Roses, sino también una crónica personal llena de triunfos y tragedias; la de una vida marcada por el empeño de huir de sus demonios, ahogándolos en vodka, heroína, cocaína, actrices porno y lo que fuese que le saliera al paso. Slash ha sobrevivido a todo ello: adicciones, demandas, revueltas callejeras, sobredosis, decadencia y destrucción, hasta encontrar una salida en la evolución de su música, desde Snakepit hasta Velvet Revolver. Slash es todo lo que puede esperarse del hombre, el mito, la leyenda: divertido, sincero, fresco y abracadabrante… en una palabra: excesivo.
«La autobiografía más demencial que leerás en tu vida».
The Observer
«Maravillosamente sincera».
Entertainment Weekly
«Entretenida y educativa. Un curso acelerado para todos aquellos que aspiran al estrellato del rock».
Spin Magazine
Características: 16,5 x 24 cm. Tapa dura. Sobrecubierta.
464 pags BN + 16 pags a color. Ilustrado.
ISBN: 978-84-936864-3-7
PVP: 26 €
Ahora que Slash ya va camino de la imprenta y que cada vez falta menos para que llegue a las tiendas, ha llegado el momento de traeros un primer adelanto algo más sustancioso del libro. Sin embargo, en esta ocasión, en vez de colgar el típico capítulo de muestra en PDF (que de todos modos podréis encontrar en breve en la web de Es Pop), he preferido hacer algo un poco diferente. De modo que, aprovechando que los vídeos de Guns N’ Roses están disponibles en YouTube, se me ha ocurrido ir extractando aquellos fragmentos de la autobiografía en los que Slash va comentando cómo fue el rodaje de cada uno de ellos para elaborar esta especie de guía audiovisual. Comenzamos por…
Welcome to the Jungle, 1987
Antes de salir a la carretera con The Cult, rodamos el vídeo para “Welcome to the Jungle”, el primero que hacíamos. El rodaje duró dos días. El primero, grabamos todas las pequeñas escenas que nos definen a cada uno como personajes individuales: Axl saliendo de un autobús, Izzy y Duff paseando por la calle, etc. Si parpadeas, lo más probable es que a mí ni me veas: soy el borracho sentado en un portal con una botella de Jack metida dentro de una bolsa de papel. Rodamos aquellas escenas en La Brea, frente a una pequeña tienda de barrio que había encontrado nuestro director, Nigel Dick. Yo ya estaba familiarizado con el largo y arduo proceso de grabar vídeos: en 1982 había sido extra en uno para un tema de Michael Schenker sacado de su álbum Assault Attack. El ciclo constante de «carreras y pausas» habitual en cualquier tipo de rodaje me parecía tan aburrido que para cuando llegó el momento de grabar mi escena para el vídeo de “Jungle” ya estaba completamente borracho. Ese clip muestra perfectamente cómo era mi vida en aquel momento: un minuto después de que el director gritara «Corten» me peleé con nuestro representante, Alan Niven. Lo mandé al carajo y me perdí en la noche, haciendo autoestop hasta quién sabe dónde.
A la noche siguiente grabamos en el Park Plaza Hotel, donde tenía su sede el Scream Club de Dale Gloria. Dale es célebre entre los noctámbulos de Los Ángeles por haber sido el propietario de varios clubes; Scream era el más legendario. Aquel segundo día fue igual de largo y tedioso, pero al menos grabamos al grupo interpretando la canción en directo. Primero la tocamos a puerta cerrada y después llenamos el club con público y la volvimos a interpretar tres veces seguidas. Aquello sí estuvo bien. Y con eso terminamos nuestro primer vídeo.
Sweet Child O’ Mine, 1987
Regresamos a L.A. y grabamos el vídeo para “Sweet Child O’ Mine”, más que nada para mantenernos ocupados mientras Alan buscaba un modo de volver a sacarnos a la carretera. El rodaje no estuvo del todo mal; sólo fueron otro par de días sentados esperando a que nos llegara el turno de hacer algo. Mientras hubiera un elemento de interpretación en directo, a mí ya me parecía bien. En el vídeo salen todas nuestras novias del momento, lo cual me resulta bastante gracioso al verlo ahora, con la distancia que da el tiempo.
Paradise City, 1988
En el transcurso de aquella gira [con Aerosmith] tocamos en el estadio de los Giants, compartiendo cartel con Deep Purple. Es un recinto gigantesco y teníamos tanto espacio en el escenario que podíamos ponernos literalmente a correr; siempre se nos dio bien eso. Hicimos un set de cuarenta y cinco minutos y tocamos “Paradise City” dos veces porque aprovechamos para rodar un vídeo. El público explotó. El estadio de los Giants tiene una capacidad de ochenta mil personas, y aunque no estaba del todo lleno nunca habíamos tocado para tanta gente a la vez. La energía era increíble. Fue uno de esos momentos en los que de verdad me di cuenta de lo populares que nos estábamos volviendo en el mundo «real». Fue un momento de claridad. Visto con la perspectiva que otorga el tiempo, era evidente que a pesar de los éxitos de Aerosmith en la radio pronto fuimos nosotros los que pasamos a ser la atracción principal. Sucedió muy rápido, gracias a la constante rotación del vídeo de “Sweet Child O’ Mine” en la parrilla de MTV. En apenas unas semanas desde que se lanzó como single a primeros de junio, llegó al número uno y nos convirtió en el grupo más popular del país. Desde arriba nos llegaban rumores, pero yo no fui realmente consciente de ello hasta que la revista Rolling Stone apareció en mitad de la gira. Habían enviado a un periodista para que escribiera un artículo de portada sobre Aerosmith, pero al cabo de un par de días observando las reacciones del público y viéndonos tocar, la revista optó por darnos a nosotros la portada. Para cuando acabó la gira, éramos un puto fenómeno y generábamos un nivel de entusiasmo que a mí me dejaba desconcertado noche tras noche.
Las secuencias de concierto que se ven en “Paradise City” se rodaron en dos lugares; el primero fue el estadio de los Giants en Nueva Jersey y el segundo, un mes más tarde, durante el festival Monsters of Rock en Castle Donington, en las Midlands inglesas, el 20 de agosto de 1988. Para cuando llegamos a Donington, “Sweet Child” y “Welcome to the Jungle” habían irrumpido en las listas de todo el mundo y el disco había entrado en el Top Ten. En aquel concierto obtuvimos una reacción frenética que nunca hasta entonces habíamos presenciado. El festival rompió aquel año todos sus récords de asistencia, superando la marca de las cien mil personas. No se nos ocurría un lugar más indicado para grabar nuestro directo… hasta que dos personas fallecieron pisoteadas justo frente al escenario durante nuestra actuación.
Patience, 1989
Grabamos el vídeo para “Patience” en dos localizaciones: una fue The Record Plant, el estudio en el que habíamos registrado las canciones; de ahí salieron las secuencias en las que se nos ve tocar. El resto del vídeo (las escenas con los diferentes miembros del grupo) las grabamos en el Hotel Ambassador, donde asesinaron a Bobby Kennedy. En aquel momento estaba cerrado al público, pero disponible para rodajes de películas y vídeos.
Yo tenía dos serpientes que me habían regalado mientras estaba en el apartamento de Larrabee: una era una boa constrictor de cola roja y metro ochenta de envergadura, llamada Pandora, que había sido un regalo de Lisa Flynt, la hija de Larry. La otra era una pitón birmana de dos metros setenta de envergadura llamada Adriana. Las dos vivían en el armario de mi dormitorio y las dos salen en el vídeo.
Recuerdo bien aquel día. Estaba empezando a convertirme en uno de esos músicos yonquis que asumen que lo que hacen es tan común y sabido por todos que apenas sienten la necesidad de disimularlo. Aparecí en el rodaje, pasé a toda velocidad junto a los técnicos de luces y los cámaras, que llevaban allí apelotonados todo el día para preparar la escena, y me encerré en el cuarto de baño. Ahora era el típico guitarrista cuya reputación le precede y que vive a su altura: me quedé allí dentro unos ocho minutos, después salí colocado y me tiré en la cama con mi boa por encima. Apenas me moví mientras ellos rodaban lo que necesitaban. Creo que no le dije ni media palabra a nadie. Debió de ser surrealista.
It’s So Easy, 1989
El día anterior al primer concierto con los Stones, dimos una actuación de calentamiento en el Cathouse que fue la polla. Era la primera vez que volvíamos a tocar tras una buena temporada y teníamos tanta energía contenida que sonamos asombrosamente bien. Fue un concierto memorable, aunque no careció de momentos desagradables, ya que Axl insultó a David Bowie de tal manera desde el escenario que Bowie se marchó a mitad de actuación.
David estaba allí con mi madre, sentados a una mesa cerca del escenario, y al parecer Axl estaba convencido de que en el backstage, antes de empezar, David le había estado tirando los tejos a Erin Everly. Era una idea tan absurda que mi madre tuvo que preguntarme después qué cojones le pasaba a Axl. Fue una situación incómoda, pero intenté obviarla para centrarme únicamente en lo positivo. Aquella velada fue registrada para la posteridad en el video de “It’s So Easy”, que nunca fue aceptado por MTV ni emitido en Estados Unidos porque nos negamos a eliminar los tacos de la canción.
Don’t Cry, 1991
Una vez que quedó decidido, una vez que quedó grabado en piedra que el segundo de los cinco miembros fundadores de Guns N’ Roses dejaba el grupo, terminamos la gira europea. El último concierto de Izzy fue frente a setenta y dos mil personas en el estadio Wembley, en Londres, para el cual agotamos las entradas más rápidamente que cualquier otro artista en la historia. Pero lo que realmente merece la pena mencionar es que, al menos según yo lo recuerdo, después de que Izzy nos informara de que abandonaba el grupo, ninguno de los conciertos restantes de la gira europea comenzó tarde. Tras Wembley, regresamos a L.A. y grabamos el vídeo para “Don’t Cry”, en el que Dizzy Reed sale con una camiseta que pone: «¿Dónde está Izzy?».
November Rain, 1992
Cuando regresamos a L.A. me permití un raro capricho: una guitarra. Un coleccionista se había puesto en contacto con nuestros representantes porque quería venderme la Les Paul de 1959 de Joe Perry, el modelo Sunburst de color tabaco con la que sale en incontables fotografías. La ex mujer de Joe la había vendido cuando él aún era drogadicto y habían pasado por una mala racha económica. Y era la auténtica; el tipo tenía fotos y toda la documentación. Era una guitarra que yo conocía bien: era la que enarbolaba Joe en el póster de Aerosmith que había tenido en la pared de mi cuarto durante mi adolescencia. Tenía un rayazo inconfundible; era la de verdad.
El tipo quería ocho mil dólares por ella, y aunque yo nunca me había gastado ocho de los grandes en nada en toda mi vida, tenía que tenerla. Fue un momento bastante alucinante para mí cuando por fin la tuve entre mis manos; el mismo instrumento que había jugado un papel esencial en el camino que había elegido para mi vida era ahora mío (más tarde la utilizaría en el vídeo de “November Rain”). Fue entonces cuando sentí que de verdad había triunfado.
Since I Don’t Have You, 1993 The Spaghetti Incident salió a la venta en noviembre de 1993 y el single fue “Since I Don’t Have You”, lo cual estaba lejos de ser la mejor idea, a pesar de que fuera una excelente versión. También grabamos un vídeo. Por aquel entonces yo salía cantidad de marcha con Gary Oldman, así que el día del rodaje me lo llevé conmigo al estudio. Tras “November Rain” y “Estranged”, estaba ya harto de los vídeos conceptuales ideados por Axl, y este prometía ser otro más en la lista. Casi me marché del plató cuando me dijeron que tenía que ponerme en mitad de un estanque lleno de agua y posar mientras tocaba la guitarra durante quince tomas. Afortunadamente, Gary intervino:
—No, no —dijo—. Saldrá bien. Espera un momento.
Desapareció un buen rato en vestuario y maquillaje para reaparecer disfrazado de Marqués de Sade, con un traje victoriano completamente auténtico. También tenía un par de accesorios de atrezo y decidió que me llevaría en bote a través de la laguna Estigia mientras yo tocaba el solo bajo la lluvia. Para cuando llegó el momento de rodar, había perdido el disfraz y terminó interpretando a una especie de demonio con la cara pintada de blanco y unos pantalones ajustados. Casi fue demasiado convincente. Después de aquella tarde, estoy casi seguro de que lo siguiente que supe de Gary fue que estaba en rehabilitación.
Y con esto acabamos el repaso de Slash a los vídeos de Guns N’ Roses. Evidentemente, faltan varios sobre los que no comenta nada en el libro, aunque en determinados casos, como el de «Estranged», la verdad es que no me extraña (¡esos delfines!). Para eso, mejor nos despedimos con este:
Hay verdades que no son para todos los hombres, ni para todos los tiempos. Voltaire. Citado en Nineteen Eighty-Three.
Obsesivo. Enfermizo. Perturbador. Irritante. Brutal. No son adjetivos en apariencia muy positivos para describir el estilo de un escritor. Pero en el caso de David Peace, no sólo se le ajustan como un guante, sino que además acaban resultando elogiosos. Al contrario que otros autores de género negro sobre los que hemos hablado aquí anteriormente, como George Pelecanos o James Ellroy, David Peace no es un escritor que pueda atreverme a recomendar a nadie cuyos gustos no conozca en profundidad. Al igual que pasa con los platos de fuerte sabor, su obra es tan susceptible de entusiasmar como de provocar alguna que otra arcada. Todo depende del paladar, y en el caso de Peace probablemente estemos hablando del steak tartar de la novela criminal contemporánea. En mi caso, sólo puedo decir que el año pasado anduve varios meses negociando la compra de los derechos de Nineteen Seventy-Four, su primera novela, con intención de convertirla en la primera referencia de nuestra colección Es Pop Narrativa, no porque me pareciera un libro con el potencial de enganchar y divertir (como A la cara, para entendernos) sino precisamente porque era lo suficientemente marginal y chocante dentro del género como para marcar una clara diferencia entre nuestra propuesta y otras más mayoritarias (que fue el papel que acabó desempeñando Acero). Lamentablemente, al final no conseguimos llevarnos el gato al agua, pero de todos modos quiero aprovechar que acabo de terminarme el último libro de Peace que aún tenía pendiente de leer y que Alba, que fue la editorial que nos ganó en la puja, publicará 1974 en castellano dentro de tres semanas, para dedicarle un par de entradas a este autor tan singular como excesivo.
Andrew Garfield como Eddie Dunford, en el apocalíptico Yorkshire de 1974.
Esto es el Norte. ¡Hacemos lo que queremos!
David Peace nació en 1967 en Ossett, una población británica situada a medio camino entre las ciudades de Sheffield y Leeds, en lo que se conoce como el West Riding de Yorkshire (históricamente, al ser uno de los condados más grandes de toda Inglaterra, Yorkshire se separó administrativamente en tres subdivisiones denominadas Ridings,de ahí que el autor agrupara sus cuatro primeras novelas, ambientadas en la zona, bajo el título conjunto de The Red Riding Quartet). Y por encima de todas sus influencias literarias, si algo marca de una manera distintiva el trabajo de Peace es precisamente el entorno y el momento en el que creció: «Siento un odio y un amor intenso por Yorkshire. Son sentimientos que no acabo de ser capaz de resolver. Nací allí, viví aquellos eventos. Me encantaría sacármelo de una vez por todas del cuerpo, pero hasta ahora no lo he conseguido. Las cosas que voy descubriendo en mi interior en relación con aquel lugar parecen salir de un pozo sin fondo. Mi agente se preocupa, porque no le parece saludable. Pero no podría escribir sobre ninguna otra cosa con la misma sinceridad y compasión».
Dos sucesos en concreto encuadran los años formativos de Peace y el grueso de su obra; por una parte, los crímenes de Peter Sutcliffe, el destripador de Yorkshire, que mantuvo en vilo a toda la comunidad entre 1975 y 1981, cuando finalmente fue arrestado tras haber asesinado a, como poco, 13 mujeres. Por otra, la célebre huelga de los mineros, acontecida entre 1984 y 1985, cuyas repercusiones se hicieron sentir particularmente en la zona. Estos acontecimientos son los pilares sobre los que se alzan varias de las novelas del autor, conformando una especie de historia oculta o alternativa de toda una década; exhumando desagradables verdades, tanto genuinas como metafóricas, que por lo general preferiríamos obviar. «Los crímenes reales», indica Peace, «te permiten escribir sobre un lugar y un momento concreto a todos los niveles: social, político, económico e incluso sexual».
Tres de las víctimas del Destripador de Yorkshire. En el centro, Jayne MacDonald.
La obsesión viene de lejos. Ya en 1988, estando matriculado en la Universidad Politécnica de Manchester, intentó aproximarse por primera vez a la figura de Sutcliffe. Pero «Manchester en aquella época era un lugar muy desagradable para vivir. Estaba solo y desempleado, y documentarme sobre el Destripador de Yorkshire me resultó absolutamente deprimente». En paro, endeudado y harto de sus circunstancias («Me creía el William Burroughs de Manchester, pero en realidad sólo escribía basura pretenciosa»), Peace emigró a Estambul para enseñar inglés, ya que fue el único lugar en el que no le exigieron ningún tipo de cualificación. «Trabajaba a todas horas y aun así fui incapaz de pagar todas mis deudas. Fueron los dos únicos años de mi vida, desde que tenía ocho, en los que no escribí absolutamente nada, así que cuando un compañero de piso me pasó un contacto en Tokio, me mudé allí». En 1994, ya en Japón, encontró una librería de segunda mano que vendía libros de género negro en inglés. Fue allí donde descubrió la obra de James Ellroy. «Su novela Jazz Blanco fue mis Sex Pistols. Reinventaba el género de tal manera que me di cuenta de que si quieres escribir el mejor libro de temática criminal, has de ser capaz de escribir mejor que Ellroy». Otros autores importantes para su evolución estilística fueron los británicos Ted Lewis [autor de Get Carter] y Derek Raymond [Réquiem por Dora Suárez]. «Raymond combinaba la literatura experimental con la novela detectivesca, igual que Ted Lewis combinaba las novelas de detectives con los «relatos de clase obrera» de Braine, Barstow y otros. De modo que aunque no se me ocurriría ponerme a su nivel, me gustaría que mis mejores trabajos se vean al menos como un intento por seguir la tradición de Lewis y Raymond. Quise que mi escritura se moviera en ese punto de encuentro entre la tradición de la novela criminal norteamericana y la ficción cruda y obrera del norte de Inglaterra».
Inspirado por el Cuarteto de Los Ángeles de Ellroy, Peace escribió la primera de las novelas del Red Riding Quartet en Tokio, por las noches, en una libreta. A pesar de que no tenía ninguna esperanza de verla impresa, su padre le convenció para que enviara el manuscrito a varias editoriales. Finalmente, fue aceptada y publicada en 1999 por la británica Serpent’s Tail.
Hay varias ediciones del Red Riding Quartet, pero mi favorita sin duda es la de Vintage Crime, gracias a las impresionantes portadas de Gregg Kulick. Pincha para ampliar.
Mil novecientos setenta y cuatro
«Escribí Nineteen Seventy-Four en un cuaderno para mí mismo», asegura Peace. «Más adelante, cuando me persuadieron para que lo mecanografiara y lo enviara y resultó aceptado, ya había comenzado Nineteen Seventy-Seven, una vez más, sólo para mí. Pero la publicación y el éxito de Nineteen Seventy-Four cambió las cosas en cierto modo, ya que hay una diferencia entre escribir puramente para ti y escribir para ser publicado, particularmente si se trata de una serie de cuatro libros». Curiosamente, a pesar de esta afirmación, 1974 resulta uno de los libros más accesibles (que no fáciles) del autor, y posiblemente la mejor puerta de entrada a su mundo junto a The Damned Utd. Para empezar, es relativamente autoconclusivo; aunque quedan algunos cabos sueltos que luego irán reapareciendo en las restantes novelas del cuarteto, la trama principal alcanza cierta resolución, cosa que desde luego no se puede decir de Nineteen Seventy-Seven, en la que la investigación de dos personajes distintos se corta abruptamente para continuar en Nineteen Eighty desde otro punto de vista y en boca de un tercer narrador. Nineteen Eighty-Three, por su parte, vuelve a abordar los misterios descritos en las tres primeras novelas desde una nueva perspectiva para revelar las incógnitas pendientes. Es decir, que aunque 1974 se puede leer como una obra aparte, el resto de los libros del cuarteto son completamente interdependientes.
Por otra parte, 1974 hace gala de una de sus tramas más lineales, que narra los intentos de un joven periodista de sucesos, Eddie Dunford, por resolver el asesinato de una niña de diez años, el cual, está convencido, es obra de un asesino en serie que ya ha matado con anterioridad, como poco en otras dos ocasiones. En cualquier caso, todas las obsesiones temáticas del autor (corrupción policial, violencia institucionalizada, podredumbre moral, sexo malsano) están ya presentes en esta primera novela, al igual que varios de sus tics estilísticos más característicos: la repetición constante de frases, rimas y pasajes completos que acaban creando una atmósfera obsesiva y asfixiante; el modo de presentar la información mediante ritmos concéntricos y en stacatto que acercan su prosa a la poesía beat y al post-punk; la belleza mundana de los diálogos y el esfuerzo por reproducir el habla popular; y un uso del monólogo interior tan cercano al verdadero flujo de conciencia que le ha valido no pocas comparaciones con Joyce; todo lo cual se verá potenciado hasta el paroxismo en sus siguientes trabajos.
Sean Bean como John Dawson en la excelente adaptación televisiva de 1974.
De todos modos, se trata del libro «con el que menos cómodo me siento», afirma el autor. «En 1974 hay cierto regodeo en la negrura de la violencia. Por eso ahora me provoca sentimientos ambivalentes. Echando la vista atrás, resulta evidente que se trata del trabajo de un hombre bastante solitario y perturbado», ríe. «Desde entonces he aprendido que no tengo por qué inventarme nada. Hemos creado una sociedad en la que ya hay tantos horrores que inventarse un asesino que cose alas de cisne a las espaldas de niñas pequeñas es redundante. Cuando escribes mucho sobre crimen, particularmente si te centras en casos reales como hago yo, tendrías que ser un lisiado emocional para no empezar a pensar en el sufrimiento y el dolor que provoca. No me siento particularmente orgulloso de la novela porque contiene muchas de las cosas que han acabado disgustándome del género negro. Un crimen es algo brutal, angustioso y devastador para todos los implicados, y la ficción criminal debería de ser tan brutal, angustiosa y devastadora como lo es la violencia de la realidad que pretende documentar. Quedarse en menos higieniza el crimen y sus efectos, en el mejor de los casos, y en el peor los trivializa. Ir más allá explota la desgracia de otras personas como simple entretenimiento. Es una línea muy, muy fina. De una manera similar, la sexualidad en mis novelas refleja el momento en el que están ambientadas. Creo con bastante vehemencia que los crímenes suceden en momentos concretos y lugares concretos a personas concretas por motivos muy, muy, muy concretos. Tanto Gordon Burn como Helen Ward Jouve ya lo han comentado antes en sus excelentes libros sobre el Destripador, pero Yorkshire en los 70 era un entorno muy hostil, particularmente para las mujeres».
Rebecca Hall, adorable como Paula Garland en 1974.
Mil novecientos setenta y siete
El Destripador de Yorkshire es, justamente, el motor que impulsa las tramas paralelas de Nineteen Seventy-Seven, narradas alternativamente por el inspector de policía Bob Fraser y el reportero Jack Whitehead (dos personajes que ya habían tenido papeles de cierta importancia en 1974). Según Peace, es su novela favorita del cuarteto; curiosamente, fue la única que la cadena británica Channel 4 decidió no adaptar cuando rodó su versión televisiva de las novelas, convirtiendo la adaptación en una trilogía, en cualquier caso nada desdeñable (si bien inevitablemente aligerada). 1977 fue precisamente el año en el que Peace empezó a ser consciente de la permeable persistencia de la figura del Destripador en la vida diaria de los residentes de Yorkshire. «Parecía como si siempre estuviera allí. Después de cada asesinato, se armaba un considerable revuelo en los medios de comunicación y aparecían los carteles en las paradas del autobús. Pero luego amainaba un poco. Hasta que volvía a atacar. En realidad empezó a asesinar en 1975, pero fue en junio de 1977 cuando el Destripador asesinó en Leeds a una chica de quince años, Jayne MacDonald, en Chapeltown; su primera víctima «inocente» [hasta entonces se había supuesto que el Destripador sólo asesinaba a prostitutas]. Yo tenía diez años y fue entonces cuando empecé a guardar recortes de periódicos relacionados con el caso. Más o menos al mismo tiempo empecé a leer obsesivamente los cuentos de Sherlock Holmes. Tenía una consulta de detectives con mi hermano en la caseta del jardín y básicamente nos dedicábamos a intentar encontrar mascotas perdidas y al Destripador de Yorkshire. Tenía la ridícula noción de que seríamos capaces de descubrir su identidad. A partir de entonces, los «Crímenes del Destripador» parecieron ir puntuando mi paso de la infancia a la adolescencia, aquel lugar, aquel momento. La propia Leeds me parecía una ciudad muy oscura y deprimente (fue donde rodaron los exteriores de La naranja mecánica). Nunca me sentí tranquilo allí, y los edificios parecían casi «encantados»: los Dark Arches, el Hotel Griffin, la Comisaría de Millgarth, los centros comerciales».
The Dark Arches, Leeds. La foto, de Michael Ashton, es reciente, pero refleja perfectamente el ambiente de las novelas de Peace.
Esta idea de una ciudad gris, húmeda y opresiva, de arquitectura amenazante, en la que convergen todos los males terrenales (puede que incluso propicia a los sobrenaturales u ocultos), queda perfectamente reflejada en todos los libros del cuarteto y contribuye no poco a acentuar la naturaleza asfixiante de la prosa. Por lo demás, Nineteen Seventy-Seven marca un desplante más claro aún que 1974 frente a la literatura criminal mayoritaria, presentando una investigación inconclusa, de brusco y alucinatorio desenlace, en la que las pistas no aparecen puestas de relieve en ningún momento de la narración, sino que van brotando intercaladas en un constante flujo de información de tal manera que queda completamente en manos del lector interpretarlas adecuadamente o no (si, por ejemplo, alguno de los personajes miente o aporta detalles contradictorios, no hay ningún narrador omnisciente dispuesto a alertar de tales discordancias). También radicaliza el discurso, la negrura de sus personajes y la tensión del lenguaje, progresivamente más musical y poético. «Gracias a las tiendas de música de segunda mano de Tokio ahora tengo la colección de discos con la que siempre soñé», explica Peace. «Inicialmente empecé comprando toda la música que pudiera de los años sobre los que estaba escribiendo (y no sólo «la buena»), la cual me ha ayudado mucho a la hora de precisar el vocabulario y la fraseología, ya que el lenguaje cambia a toda velocidad. Pero también aprendo mucho de la música en términos de estructura, ritmo y medición, repetición y locuciones, etcétera. También me he visto progresivamente influido por la pintura. Nineteen Eighty, por ejemplo, está particularmente influida por la obra de Francis Bacon, en términos de composición y color. Considero que la buena música, al igual que la literatura y el arte en general, tiene la habilidad de ser propia de un momento y un lugar y a la vez trascenderlos. Por poner un ejemplo evidente, creo que Joy Division sólo podrían haber surgido en Manchester a finales de los setenta, y sin embargo su música afecta a gente de todas las épocas y lugares. Cuando escribo, sólo escucho música del lugar y el momento sobre el que estoy escribiendo. Supongo que la utilizo como un camino de vuelta a esos momentos y lugares. A su vez, la música y las letras se filtran en el texto».
Más portadas de Gregg Kulick para Vintage Crime. Pincha para ampliar.
Mil novecientos ochenta Nineteen Eighty prosigue la historia de la caza y captura del Destripador de Yorkshire, llegando hasta el momento de la detención y juicio de Peter Sutcliffe. Sin embargo, no se trata exactamente de una continuación directa del libro anterior. Como ya he comentado antes, Peace abandona las dos voces narrativas de Nineteen Seventy-Seven para dar paso a una tercera, perteneciente a un personaje relativamente nuevo, mencionado únicamente de pasada en los volúmenes precedentes: el inspector Peter Hunter, de Manchester, un poli con fama de incorruptible enviado a Leeds para supervisar la labor de otros investigadores. Este curioso requiebro le permite a Peace plantear un nuevo punto de vista sobre la labor policial y sobre la trama misma, ya que Hunter no comparte todos los conocimientos de otros personajes y, de hecho, tiene que llegar a descubrir por su cuenta cosas que el lector ya ha aprendido en libros anteriores, cuestionando de paso otras que ya dábamos por hechas. Más que una estricta secuela, Nineteen Eighty es una nueva vuelta de tuerca a la historia del Destripador que revisita el pasado a la vez que sigue haciendo avanzar la historia. También es una nueva vuelta de tuerca a la sensación de podredumbre y malsana obsesión que impregnaba las anteriores entregas del cuarteto. Algo que Peace atribuye a sus muy vívidos recuerdos de la época. «Todo el mundo tenía miedo y paranoia. Antes de que lo detuvieran, todos los retratos robots del Destripador eran distintos, y en la escuela comparábamos a nuestros padres con ellos. Yo tenía diez años y vivía a ocho kilómetros del lugar en el que Jayne McDonald fue asesinada en Leeds el 26 de junio de 1977; desde aquel día hasta la captura del Destripador de Yorkshire el viernes 2 de enero de 1981, viví obsesionado con la idea de resolver el caso. Temía sinceramente que mi padre pudiera ser el Destripador, convencido de que tenía que ser «el marido de alguien, el hijo de alguien» y quizá el padre de alguien. Sentí un enorme alivio cuando se dio a conocer la existencia de la supuesta cinta grabada por el Destripador que demostraba lo contrario. Pero a partir de entonces me dominó el interminable y muy genuino temor de que mi madre pudiera ser la siguiente víctima, la siguiente foto en blanco y negro en la primera página del Sunday Mirror. Leía a Sherlock Holmes y tebeos Marvel, recortaba fotos de prostitutas muertas y escuchaba esa voz en la cinta en la parada del autobús de Dewsbury todas las noches cuando volvía a casa de la escuela, haciéndole todo tipo de promesas a Dios si me permitía capturar y detener al Destripador de Yorkshire. El día que Sutcliffe apareció en los tribunales de Dewsbury, el lunes 5 de enero de 1981, me escapé de la escuela con mi mejor amigo y nos pasamos el día zanganeando en la ciudad, mientras esperábamos su aparición de las 4 de la tarde. Recuerdo haber visto a la reportera local Marilyn Webb grabando su intervención en el aparcamiento del Ayuntamiento, bajo la lluvia y la nieve con su impermeable de color tabaco y su jersey de cuello vuelto. Recuerdo los movimientos de la multitud y haberme visto arrastrado hacia él, incapaz de resistirme».
Paddy Considine y Sean Harris como Peter Hunter y Bob Craven en 1980.
La detención de Sutcliffe coincidió con el primer año de Margaret Thatcher como primera ministra del gobierno británico, «de modo que además de la sombra del Destripador, tenías la sombra de la Dama de Hierro. Frente a un telón de fondo constante de guerra en Irlanda. Sé que las noticias nunca son buenas, pero aquel me pareció un periodo particularmente brutal de nuestra historia. Son cosas de las que no te das cuenta en el momento, pero ya sólo el lenguaje, que la gente utilizara la palabra «vaca» como apelativo cariñoso hacia una mujer, que los fans del Leeds United se enorgullecieran del hecho de que la policía hubiese sido incapaz de detener al Destripador de Yorkshire, que se vendieran abundantes camisetas con el lema [el futbolista] «Allan Clarke ataca más rápido que el Destripador». Hubo gente que envió cintas y cartas falsas, igual que en el caso de Jack el Destripador, como si quisieran ser él. Debemos preguntarnos: ¿Cómo es que no fue el Destripador de Cornualles? Fue el Destripador de Yorkshire. Sucedió en aquel momento y lugar, y no creo que fuese por azar».
Estilísticamente, Peace da un nuevo paso adelante en Nineteen Eighty, incidiendo en todas sus constantes y añadiendo una nueva pirueta: cada capítulo aparece introducido por una página entera de aparentes divagaciones sin acotar ni puntuar que acaban resultando ser las voces de todas y cada una de las víctimas del Destripador, llegadas desde ultratumba para describir sus últimos momentos en la tierra, entremezcladas con la confesión del asesino y detalles de la autopsia, en una suerte de invocación o evocación como de una médium (en el cuarteto, por cierto, interviene una). Peace juega no sólo con la forma sino también con el formato, utilizando una fuente de menor tamaño y un justificado sin sangrías de manera que el texto aparezca monolítico e inextricable. «Pensé en la presencia que habían tenido las víctimas en mi vida en aquel momento», aclara el autor. «Se veían reducidas a fotografías. Cada vez que volvía a matar, aparecían las mismas fotos en los periódicos, era como si estuvieran atrapadas en aquella única imagen. Quise retratar la incesante desolación de ese hecho, que se trata de crímenes espantosos y brutales, con cuyas consecuencias tenemos que seguir viviendo. En aquel momento estaba leyendo la Divina Comedia de Dante, y en ese viaje por el infierno hay escenas que en mi opinión parecían encajar con aquello a lo que tuvieron que enfrentarse las familias y los periodistas y los agentes de policía. De modo que también incluí frases extraídas del Infierno».
David Morrissey es el Inspector Jefe Maurice Jobson en la adaptación televisiva de 1983.
Mil novecientos ochenta y tres
A pesar de que estructuralmente esta última entrega es la más compleja de todo el cuarteto, es posible que argumentalmente sea la más sencilla, ya que aunque llega a alternar tres voces narrativas pertenecientes a tres personajes distintos (cada una en un tiempo verbal distinto), y a pesar de que va entremezclando el presente con escenas que se remontan hasta 1969, la novela parece pensada específicamente para ir llenando agujeros y revelando gran parte de las incógnitas planteadas en los anteriores volúmenes. En este sentido, quizá sea la más agradecida de las cuatro, puesto que es la que más soluciones aporta al lector. En cualquier caso, el resultado sigue siendo puro David Peace, lo cual implica que dichas soluciones no van a resultar necesariamente evidentes. Leer el Red Riding Quartet es, en parte, como realizar la investigación uno mismo; las pistas están ahí, pero establecer las conexiones queda en todo momento en manos del lector. Estamos hablando de una obra que, en conjunto, abarca tres lustros, varias decenas de personajes principales, una docena de escenarios relevantes y tres líneas básicas de investigación a las que se les van asociando múltiples crímenes relacionados. No exagero si digo que a partir de Nineteen Eighty empecé a llevar un cuadernito en el que iba apuntando dónde estaba, qué hacía y quién era cada uno de los personajes en todos los momentos relevantes para la trama. Acabé deseando haber hecho lo mismo desde el principio, ya que tan pronto como empecé a tener controlados todos los hilos argumentales y a saber con seguridad quién había sido el responsable de cada cosa, las piezas comenzaron a encajar.
David Peace, fotografiado por Naoya Samuki..
Con esto no quiero decir que haya que sacarse un máster para leer los libros de Peace, los cuales tienen muchos más elementos de disfrute y enganche al margen de la tortuosa trama. La deslumbrante y asfixiante recreación del Yorkshire de los setenta, por ejemplo, algo que el autor atribuye en parte a la distancia: «Vivir en Tokio fue decididamente una ayuda a la hora de escribir estos libros; la distancia me permitió reconstruir los lugares y el momento sin las interrupciones o las distracciones del presente». También, la curiosa y personalísima mezcla entre drama criminal, naturalismo y novela social. Y para aquellos que se lancen a leerlas en inglés, la pura exuberancia del lenguaje, la musicalidad del texto, la insidiosa y serpenteante estructura de sus párrafos. En cualquier caso, como decía al principio, me descubro reticente a recomendar a la ligera las novelas de Peace, ya que soy plenamente consciente de que todos esos elementos que a mí me han apasionado y convertido en devoto de su obra pueden repeler con la misma facilidad a otros lectores, por muy aficionados al género que sean. Un género, dicho sea de paso, en cual el propio Peace incluye su obra con no poco orgullo, si bien dejando claro en todo momento su desmarque respecto al grueso del tipo de libros que se producen hoy en día: «Con la cantidad de horas que tengo que dedicar a documentarme para mi trabajo, apenas me queda tiempo para la ficción contemporánea, ya sea criminal o de cualquier otro género», dice. «Y para ser sincero, se publica demasiada basura. No me apetece leer libros sobre asesinos en serie imaginarios o ingeniosos camellos o veteranos de Vietnam o policías televisivos. Quiero leer ficción basada en hechos reales que utilice la ficción para iluminar la verdad. No quiero misterio y suspense, porque eso ya lo encuentro mire donde mire. Quiero verdad y respuestas, no «el psicópata más retorcido desde Hannibal el Caníbal». Por esos motivos, sigo disfrutando mucho leyendo a Ellroy y Mosley, Pelecanos y Lehane, y más cerca de casa, a Ian Rankin y Jake Arnott. Admiro particularmente la obra de Jack O’Connell y Jim Sallis. Me gusta su trabajo por el mismo motivo por el que me importan tanto Delillo y Ellroy, porque se arriesgan con la estructura y el estilo, y siguen forzando las posibilidades y el potencial del género, porque escriben libros, no desesperadas propuestas para franquicias televisivas o cinematográficas. Al margen del género negro y por los mismos motivos, leo a J. G. Ballard, Peter Ackroyd, Iain Sinclair y Gordon Burn. Ya que estamos, también hay un joven autor japonés llamado Seishu Hase, y es una verdadera pena que sus novelas de Tokio Noir no estén disponibles en inglés. Supongo que en realidad no tengo demasiada imaginación, y ya hay suficientes cosas en el mundo real que sencillamente no entiendo. Algunas de ellas están relacionadas con el crimen a cualquier escala, y en ese caso no le veo el sentido a inventarme algo. La novela me parece una forma perfecta de examinar lo que sucede en la vida real, todo aquello que ha afectado profundamente a la gente corriente y que reflejó el momento en el que vivían».
Cultura Impopular es el blog de Es Pop Ediciones, una editorial independiente especializada en temas relacionados con la cultura pop. Nuestra intención es convencerte de que compres los libros que editamos, pero intentaremos que no se note demasiado hablando también de otras cosas. Si quieres saber más sobre Es Pop, visita nuestra página web.
Cultura Impopular está escrito por Óscar Palmer. Puedes contactar con él por correo electrónico.