Cultura Impopular

El blog de Espop Ediciones

martes 29 de septiembre de 2009

El presente me pone de los nervios

Ayer, mientras preparaba el envío de los materiales para la imprenta, le eché un último vistazo a las pruebas de Schulz, Carlitos y Snoopy y me fijé en esta tira que me llamó particularmente la atención, por lo mucho que me recordó a la cita de Diane Arbus con la que abrí precisamente la entrada anterior:

Y si Lucy tiene claro que si hay que vivir algo, aunque sea con furia y a regañadientes, es el presente, Schroeder no se muestra menos vehemente a la hora de declarar que, si por algo merece la pena vivirlo, es por el disfrute que nos proporciona el arte (léase la música, la pintura, los tebeos o lo que sea con lo que llenes las horas); una afirmación con la que no podría estar más de acuerdo.

Y hablando de tebeos, he aquí otra tira que demuestra que, a pesar de que en sus últimos años cayera en la repetición y la nostalgia, y a pesar de que haya lectores que a día de hoy consideren a Schulz un autor un tanto rancio (quizá porque sólo han conocido esa última época), en realidad se trataba de un historietista que durante épocas resultó ultracontemporáneo, tratando en su tira todo tipo de acontecimientos relevantes para el momento de su publicación, como la carrera espacial, las revueltas en las universidades, la guerra de Vietnam o incluso la cruzada de Fredric Wertham contra los tebeos de terror:

Todo esto y más lo podréis comprobar en el libro de David Michaelis, del cual subiré la semana que viene un adelanto de veintitantas páginas en PDF para ir abriendo boca. Dejo aquí mientras tanto esta última tira que bien podría servir para ilustrar cualquier blog de tebeos cada vez que se monta uno de esos cíclicos e intensos debates como el de la semana pasada:

CómicLibros , Sin comentarios

sábado 26 de septiembre de 2009

Diane Arbus: máscaras y ceremonias

Diane Arbus fotografiando un concurso de belleza, por William Gedney, 1967.

«Quiero fotografiar todas las ceremonias dignas de consideración de nuestro presente porque, mientras vivimos el aquí y el ahora, tendemos a percibir únicamente aquello aleatorio, estéril e informe. Mientras lamentamos que el presente no sea como el pasado y perdemos la esperanza de que se transforme en el futuro, sus innumerables e inescrutables hábitos permanecen a la espera de un significado».
Diane Arbus

Ya he mencionado aquí en alguna que otra ocasión el libro Monster Show, de David J. Skal, que traduje hace unos años para la colección Intempestivas, de Valdemar. Hoy lo vuelvo a traer a colación debido a una foto de Diane Arbus que vi hace poco en el tumblr de Monster Crazy. La foto aparece mencionada, pero no reproducida, en el libro de Skal, y hacía tiempo que tenía curiosidad por verla, ya que el capítulo dedicado a Arbus me parecía y me sigue pareciendo uno de los más sugerentes. Luego se me ha ocurrido seguir buscando otras de las instantáneas citadas y he acabado localizando varias, lo que a su vez me ha llevado a pensar en una de las grandes ventajas que va a tener el libro electrónico sobre el de papel (de las desventajas ya hablamos otro día), que va a ser precisamente el de manipular, indexar y ampliar la información al gusto de cada lector. En una versión en html manipulable de Monster Show, por ejemplo, uno podría ir añadiendo sus imágenes favoritas de Arbus para ilustrar el texto o vincular a otras webs o a la wikipedia para ampliar información (adiós a las notas a pie de página)… ¡o incluso incrustar fragmentos de las películas mencionadas sacados de Youtube! Ya me veo, en un futuro no muy lejano, a los usuarios compartiendo «sus» versiones de sus libros favoritos y a los lectores descargándose unos u otros dependiendo de lo completas e interesantes que resulten sus modificaciones y aportaciones. Mientras llega el día, aquí dejo (con unos cuantos añadidos, por supuesto) un par de fragmentos de Monster Show que hablan de la influencia ejercida sobre Diane Arbus por la película La parada de los monstruos, de Tod Browning .


Un circo en Camelot
Arbus ya había tomado algunas fotografías de gemelos y enanos, pero el descubrimiento de la película de Browning la armó de coraje. Comenzó a frecuentar uno de los últimos espectáculos de fenómenos de feria existentes en Norteamérica, el Museo Hubert de la calle 42. En carne y hueso, los monstruos eran incluso más perturbadores y atractivos que los de la película. Según [Susan] Bosworth, la reacción de Arbus ante la mujer gorda, el chico foca y el hombre de tres piernas fue un ataque de emoción visceral, acompañado de sudores fríos y palpitaciones. En un primer momento los fenómenos se mostraron distantes, pero gradualmente fueron aceptando la intensa presencia de la mujer de pelo negro y consintieron el escrutinio de su cámara. A Arbus no debió escapársele un eco del diálogo más famoso de La parada de los monstruos, que sin duda le regocijó: La aceptamos… ¡una de los nuestros!

Arbus retrató a sus modelos con una cámara Rollei de formato cuadrado y película de grano fino en blanco y negro, anhelando catalogar sin concesiones unas imágenes previamente prohibidas o deliberadamente ignoradas por la fotografía moderna. Los deformes. Los retrasados. Los sexualmente ambiguos. Los agonizantes y los fallecidos. Todo aquello que la gente deseaba ver, pero se le había enseñado que no debía hacerlo. Arbus le confesó a su mentora, Lisette Model, que deseaba fotografiar «el mal». El mal, para ella, era evidentemente un sinónimo de todo aquello que fuera tabú. Y a pesar de que pocos argumentarían que Arbus llegase a fotografiar algo genuina o destructivamente malvado, ciertamente creó para sí una imagen de «chica mala» que permaneció sin rival hasta la ascendencia de Robert Mapplethorpe en los años ochenta. También Mapplethorpe utilizaría el formato cuadrado y el blanco y negro, yuxtaponiendo una imaginería prohibida con el artificio de la naturaleza muerta clásica. Arbus evitaba las composiciones estudiadas pero tenía sus propios y reconocibles manierismos que evocaban los rostros muertos pero aparentemente vivos de los daguerrotipos y el formalismo embalsamado de los museos de cera. […]

Arbus entendió la América de Tod Browning mejor que nadie. Vio que los «monstruos» estaban por todas partes, que el conjunto de la vida moderna podía interpretarse como un circo tétrico, impulsado por sueños y terrores cotidianos de alienación, mutilación y muerte. Las familias de clase trabajadora emergían a través de la lente implacable de Arbus como habitantes de una feria existencial suburbana. Las viudas acomodadas eran primas cercanas de los travestidos de Times Square. Sorprendido en el momento adecuado, prácticamente cualquiera podía parecer retrasado. Norteamérica, al parecer, no era sino una feria de monstruos. Fue una revelación, una causa, un credo.

Al año siguiente de haber descubierto La parada de los monstruos, Arbus se topó con el Drácula de Tod Browning, no en un cine sino tatuado en el tronco de un hombre que se hacía llamar Jack Drácula. También se había hecho tatuar la palabra DRÁCULA en la parte interior del labio inferior. El monstruo de Frankenstein ocupaba un lugar preferente, justo por encima de su ombligo; cerca de él acechaba el Fantasma de la Ópera, acompañado de varios murciélagos, serpientes, hombres lobo, diablos, gules, dragones alados y pájaros de presa. En total, tenía más de trescientos tatuajes, el primero de los cuales, según dio a conocer Arbus, había sido la imagen de una bisagra de acero implantada en el pliegue interior del codo. Llevaba los nombres de BORIS KARLOFF, BELA LUGOSI y LON CHANEY permanentemente grabados en la piel. […] Pero Jack había ido un paso más allá de los aficionados de salón, sirviéndose de los monstruos como vehículo para una auténtica transformación física. Al igual que su tocayo vampiro, Jack debía evitar una prolongada exposición a la luz del sol; sus diseños, sensibles a la luz, contenían tintes permanentes que podían devenir venenosos. […]

Inevitablemente, Arbus buscó presas mayores que las que podían ofrecer los espectáculos de Times Square. Dan Talbot, director de la New Yorker Film Society, fue vagamente consciente de la presencia de Arbus en su cine durante la semana que duró la reposición de La parada de los monstruos. «Se sentía tan atraída por lo grotesco que no me sorprendió». Más tarde, Talbot actuaría como intermediario cuando Arbus quiso fotografiar a una envejecida Mae West para la revista Show. «Accedí con ciertas reservas», recordaría luego Talbot. Se había ganado la confianza de la notoriamente huidiza estrella mediante un intercambio de correspondencia desarrollado durante el transcurso de un ciclo para recuperar sus películas. A pesar de la reputación de Arbus como respetada fotógrafa de modas (sus imágenes más perturbadoras todavía no habían tenido apenas difusión) a Talbot le inquietaban sus motivos. Sus peores temores se vieron confirmados con la publicación del reportaje. Las despiadadas imágenes de Arbus (una mostraba a la estrella acurrucada en su cama junto a un mono cuyas heces, según se le hacía saber al lector en los escuetos textos de apoyo, poblaban liberalmente la blanca alfombra que cubría la estancia) habían convertido a la marchita reina del sexo en un espectral fenómeno de feria. Talbot recibió una lacerante postal de West, cuyos abogados amenazaron al editor de la revista. Pero Arbus continuó persiguiendo su nueva estética macabra con la pasión de un fanático.

A la sombra de la monstruomanía [de los años sesenta] el editor James Warren, la contrató para documentar a un grupo de lectores de su revista [Famous Monsters of Filmland]. La foto resultante, titulada Bronx, Nueva York, 1964: encuentro con los Famous Monster, no llegó a publicarse, pero fue descrita en un artículo de la revista Rolling Stone en 1974. La fotógrafa agrupó a los cinco jóvenes frente a una casa en ruinas. Sus rostros permanecían ocultos bajo horribles máscaras. Cuando la mano de uno de los chicos, nerviosa o inadvertidamente, tocó su entrepierna, la fotógrafa abrió el obturador.
Diane Arbus, la madre de los malditos, había encontrado su imagen.

·  Más sobre Arbus, en este extraordinario especial de la revista Shangri-la.
·  Otro artículo más breve, aquí, y un tercero profusamente ilustrado aquí.
·  Puedes comprar Monster Show aquí o aquí.

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martes 22 de septiembre de 2009

James Ellroy: que corra la sangre

Hoy ha salido a la venta en Estados Unidos Blood’s A Rover, la nueva novela de James Ellroy, con la que cierra (¡por fin!) el ciclo iniciado por América (Ediciones B, 1996) y continuado con Seis de los grandes (Ediciones B, 2001). Esta vez la exploración del lado oscuro y guarro de la historia norteamericana se centra en el lustro que va de 1968 a 1972, empezando a partir de los asesinatos de Martin Luther King y Bobby Kennedy, y ya hay quien anda por ahí diciendo que es quizá lo mejor que ha escrito en su vida. Yo desde luego me muero de ganas por comprobar si es cierto. Para ir abriendo boca en lo que llega el cartero, aquí dejo el primer capítulo en PDF, una entrevista con Ellroy, una reseña y este vídeo promocional que me hace cantidad de gracia:

Ya de paso, se me ha ocurrido rescatar este texto que escribí para la revista Más Libros hace… caray, once años. Más Libros era una revista mensual gratuita en formato periódico que hicimos un grupo de buenos amigos entre 1997 y 1999 y que para mí en concreto fue toda una escuela. Gran parte de las cosas que he ido haciendo en esta última década (entre ellas ser traductor de Valdemar y montar la editorial), son consecuencia directa de aquel trabajo, el cual sigo recordando con mucho cariño. Mis textos de aquella época estaban todavía bastante verdes y viéndolos ahora hay expresiones y recursos que me provocan sonrojo (la primera frase de éste es particularmente espantosa), pero creo que al menos cumplían su función y resultaban informativos, que era de lo que se trataba. Si os gusta este ya miraré de recuperar algún otro de los menos malos cuando haya ocasión.

James Ellroy: Perros y pistolas
Nada más lejos de mi intención que desmerecer a los Cain, Goodis, MacDonald o Leonards que en este mundo han sido, pero a estas alturas parece indiscutible que los pilares fundamentales sobre los que se asienta la novela negra americana, esos autores imprescindibles para la evolución de un género que indudablemente no habría sido el mismo sin ellos, son cuatro y cuatro exclusivamente: Dashiell Hammet, Raymond Chandler, Jim Thompson y… James Ellroy.

La infancia del futuro escritor, nacido el 4 de marzo de 1948 en Los Ángeles, California, no fue fácil. A los seis años sus padres se separaron, y a los diez, su madre, Geneva Hilliker Ellroy, una enfermera alcohólica y algo promiscua, fue asesinada. Su cuerpo fue hallado el 22 de junio de 1958 cerca de una escuela local envuelto en un abrigo y escondido entre unos arbustos. El crimen quedó sin resolver y, aunque Ellroy afirma que el hecho en sí no fue traumático sino más bien liberador («El asesinato no fue una pesadilla, sino algo que transformé en algo bueno y útil desde muy pronto»), despertó en él una oscura obsesión por el crimen. James se trasladó a casa de su padre, «que era un señor encantador de unos sesenta años que se dedicaba básicamente a perseguir mujeres y a jactarse de que una vez se había tirado a Rita Hayworth cuando trabajaba como su agente artístico», y comenzó a devorar novelas policiacas. A los once años, su padre le regaló un libro con el resumen del nunca resuelto caso de la Dalia Negra —nombre con el que la prensa bautizó a la joven que había aparecido mutilada y partida en dos en un solar de Los Angeles en 1947—, catapultando su obsesión a niveles estratosféricos. El asesinato de la Dalia y el de su madre quedaron asociados en su cerebro y el objetivo de su vida se convirtió en entender el comportamiento criminal y, más concretamente, el psicosexual; en saber quién y por qué había sido capaz de hacerle aquello a otra persona.
Ellroy se convirtió en un voyeur que entraba en casas ajenas para ver la tele y robaba en los supermercados. Siendo un WASP que acudía a un instituto en el que el 99% de los alumnos eran de origen semita, y no pudiendo soportar sentirse ignorado, no se le ocurrió otra cosa para llamar la atención que ir gritando por los pasillos «Sieg Heil, matemos a los judíos», hasta que fue expulsado. Nunca terminó sus estudios.

El asesinato de la madre de Ellroy, recogido por el LA Times. Pincha para ampliar.

Cuando tenía 17 años murió su padre, dejándole por toda herencia unos cheques de la seguridad social —que cobró fraudulentamente— y un reloj. Ellroy se creyó los eslóganes e ingresó en el ejercito «para matar comunistas y follar con muchas mujeres», pero el ambiente castrense le deprimió y fingió que sufría una crisis nerviosa, correteando desnudo por el campamento para conseguir que lo echaran. Los siguientes años los pasó alternando entre vagar por la ciudad bebiendo, drogándose y aficionándose de nuevo al allanamiento de morada (principalmente para oler ropa interior femenina), mientras trabajaba de caddie en el campo de golf del prestigioso Hillcrest Country Club. Finalmente, a los 27 años, alcohólico y cocainómano, tuvo un colapso y tuvo que ser hospitalizado, diagnosticándosele síndrome cerebral post-alcohólico.
Ellroy dejó de beber gracias a múltiples sesiones en Alcohólicos Anónimos, pero durante tres años continuó drogándose para «seguir en órbita», y siguió ejerciendo de caddie hasta la publicación de su quinto libro, momento en el cual comenzó a ganar suficiente dinero y encontró «la fuerza para serenarme y dedicar mi vida a la escritura».
Aparte de por la calidad de su trabajo, sus primeros años como escritor se caracterizan por un constante esfuerzo autopromocional; Ellroy disfrutaba con su pose de chico duro, contando anécdotas de su turbulenta adolescencia y dejando en su contestador mensajes como «Soy James Ellroy, guau, guau, el perro loco de la literatura americana». Una vez más «era una manera de llamar la atención». Ahora contempla esta etapa de su vida sin ninguna condescendencia («Era un mierda patético, un ladrón idiota e incapaz que llevaba el pelo corto en el 68. ¡Ni siquiera eché un polvo durante el verano del amor!»), aunque eso no quiere decir que no la acepte, «pues es lo que me ha permitido convertirme en lo que soy: un buen escritor».

Foto: Marion Ettlinger.

Ya en sus primeros libros se nota la necesidad de Ellroy de rendir cuentas con su pasado. En Réquiem por Brown (1981), de inequívoca inspiración Chandleriana, la acción, ambientada en 1980 y narrada por un detective ex-alcohólico aficionado a la música clásica (Ellroy odia el rock y el jazz), se entremezcla la pornografía y la corrupción policial (dos de sus grandes temas) con el ambiente que se respira en el campo de golf del Hillcrest, siendo uno de los personajes principales un deleznable caddie de ese mismo club. En Clandestino (1984), el hilo conductor es la investigación del asesinato de una mujer hallada en las mismas circunstancias que Geneva Ellroy. Pese a ser novelas destacables (Clandestino, en concreto, cuenta con algunas de las escenas románticas mejor cinceladas de su carrera), quizá su mayor interés actualmente sea el de comprobar cómo Ellroy va modelando sus obsesiones a la vez que crea su estilo y sus constantes: las pulsiones sexuales de sus personajes como motivación —si no principal, indudablemente importante— de sus acciones; el empecinamiento de unos investigadores que constantemente cruzan la línea de la legalidad al implicarse personalmente en los casos (en ocasiones por pura lógica, como el promiscuo patrullero Underhill, protagonista de Clandestino, que ha de resolver el asesinato de una de sus múltiples amantes; en otras, como en La Dalia negra, por necesidad de dar algún sentido a sus desordenadas vidas investigando las de los demás o imponiéndose una meta: la resolución del caso por imposible que parezca); un tratamiento de la violencia descarnado y brutal, que irá evolucionando de una inicial contención al paroxismo desbocado de Jazz Blanco o América, pero tan aséptico que raya en el periodismo de agencia, (es decir, aunque Ellroy guste de describir las mayores brutalidades nunca se regodea en ellas, sencillamente las expone en toda su crudeza); los personajes femeninos como posibilidad de redención, pocas veces aprovechada; y, por fin, el protagonismo de Los Ángeles como escenario principal.

Diseños de Chip Kidd y fotografías del no menos brillante Thomas Allen
para la reedición más reciente de la trilogía de Lloyd Hopkins.


Clandestino tiene además otros alicientes, como es presentar por primera vez al corrupto Dudley Smith, uno de sus personajes más celebrados, y situarse temporalmente en 1951: el alma del escritor está, por definición propia, arraigada en los cincuenta, y va a ser en esta década dónde sitúe sus novelas más memorables.
Sus tres siguientes libros, sin embargo (Sangre en la luna, A causa de la noche y La colina de los suicidas; ojo con el orden, porque en la edición española la tercera aparece erróneamente anunciada como la segunda), desarrollan sus tramas en el primer lustro de los ochenta, y juntas conforman la trilogía del sargento Lloyd Hopkins. En ellas, Ellroy acaba de curtirse como escritor, consiguiendo una envolvente sensación de misterio y tensión de la primera a la última página. En todo caso, la trilogía, admite el autor, está compuesta de historias lineales y relativamente sencillas. El mismo Hopkins queda lejos en la memoria de Ellroy: «Lloyd Hopkins es un buen personaje, pero ya no siento mucho apego por él. Era grosero y muy nervioso, como yo en aquel momento».
Sangre en la luna, además de adaptarse al cine como Cop, con la ley o sin ella (dirigida por James B. Harris, protagonizada por James Woods y Lesley Ann Warren, y desdeñada por el escritor, que prefiere cosas como Retorno al pasado, El padrino o Uno de los nuestros) se erige en máximo exponente de otra de las grandes obsesiones de Ellroy: la dualidad. En casi todas sus novelas hay dos personajes que, en mayor o menor medida, recorren caminos paralelos, habitualmente bordeando un abismo al que uno de los dos habrá de caer: sea el alcoholismo terminal (el protagonista de Réquiem por Brown consigue dejar de beber; su mejor amigo muere de cirrosis), la obsesión sexual (tanto Hopkins como el psicópata al que persigue sufren un trauma sexual y viven de acuerdo a unas mismas pautas, sólo que uno es policía y el otro asesina mujeres) o la corrupción.

Foto: Ted Thai / Life.

En 1987, un Ellroy lo suficientemente fogueado se decide a reconstruir en La Dalia Negra el asesinato que durante tantos años le había obsesionado. Para completar su catársis, lo escribe en primera persona y, a partir de los hechos reales, crea un personaje, un policía, que comparte su obsesión y le permite no sólo resolver el misterio sino vengar a la infortunada. Relato vigoroso, complejo y visceral, es el primer libro de madurez completa de su autor y el inicio de una soberana colección ambientada en los cincuenta y bautizada como El cuarteto de Los Angeles, fascinantes relatos todos ellos de intrincada madeja, incontables vueltas de tuerca y considerable volumen, que se erigen en un auténtico estudio de la condición humana, tanto más aterrador cuanto cercano y creíble. Sin embargo, antes de finalizar la segunda entrega, Ellroy escribió Killer on the Road, la autobiografía en primera persona de un asesino en serie, inédita en castellano [se publicó finalmente el año pasado con el título El asesino de la carretera] y la única novela que dice haber escrito por dinero.

En 1988 llegó El gran desierto. Con la caza de brujas como telón de fondo, Ellroy inaugura su estructura de a tres (es decir, tres protagonistas que siguen tres líneas de investigación diferentes que se entrecruzan para acabar coincidiendo) y difumina la raya de separación entre los policías corruptos y los no corruptos, que son los que no se detendrán ante nada, ni siquiera ante la ley, para conseguir sus objetivos, que por muy razonables que sean no justifican tamañas orgías de violencia como las que provocan. En el mismo sentido giran L.A. Confidencial y Jazz blanco, sólo que en esta última Ellroy cambia de estilo hacia una prosa mucho más sincopada, desnuda y seca (en consonancia con sus argumentos, progresivamente más salvajes). Añadir, si acaso, que en Jazz blanco continúa el enfrentamiento entre Ed Exley y Dudley Smith iniciado en L.A. Confidencial, ya que, a diferencia de lo que pasa en su por lo demás estupenda adaptación fílmica, Smith no moría en la novela.
En 1993 apareció Dick Contino’s Blues [publicado este mismo año en España como Noches en Hollywood], una recopilación de cuentos en la que, pese a encontrarse alguna que otra joya, el nivel no pasa de aceptable y se demuestra de forma palpable que Ellroy rinde mejor en las distancias largas. Su siguiente paso fue América, elegida mejor novela de 1995 por la revista Time.

Más diseños de Chip Kidd para las ediciones norteamericanas de Ellroy.


Cansado de escribir sobre Los Ángeles, el autor decidió ampliar su campo de acción y lo hizo radiografiando el comportamiento de los servicios secretos de EEUU durante la era Kennedy. Corrupción total, violencia a escala global y tres personajes en los que ya no queda ni un ápice de otro sentimiento que no sea la ambición, marcan las pautas que en teoría seguirán también las dos próximas novelas de una trilogía que el autor ha titulado Underworld USA, en la que piensa desvelar la historia oculta de Norteamérica de 1958 a 1973. Hay que aclarar que, desde El gran desierto, Ellroy utiliza personajes reales de forma constante (lo que hace que sus textos tengan que ser revisados continuamente por los abogados de su editor, por si se pasa) y que no se compromete utilizando datos históricos que no hayan sido comprobados con anterioridad. Disfruta haciéndose cargo de las historias humanas dentro de la Historia con mayúsculas y busca mostrar el mundo secreto que se oculta bajo el ambiente de aparente placidez que dominó la década de los 50.
Sin embargo, antes de pasar al segundo volumen, Seis de los grandes, Ellroy escribió Mis rincones oscuros, una fascinante obra en la que conjuga biografía, especulación e investigación, y en la que, 38 años después, intenta resolver el asesinato de su propia madre, no a través de subterfugios de ficción como La Dalia Negra, sino directamente con la ayuda de un detective privado. Un viaje una vez más a las alcantarillas de L.A. pero también una inmersión en el alma de un hombre.

Un alma, insiste él, no demasiado torturada. Actualmente Ellroy disfruta de una vida tranquila con su segunda esposa y su bull-terrier en un barrio residencial muy tranquilo y muy limpio, republicano, rico y con mayoría blanca («Cuando los vecinos sacan a pasear a los perros incluso puedes acariciarlos»). Escucha música clásica y ve combates de boxeo en la tele, se declara básicamente conservador y dice que prefiere pecar por exceso de autoridad que de escasez: «Después de la vida que me ha tocado vivir le tengo miedo al desorden». Quién lo diría.

Publicado originalmente en Más Libros nº 3. Mayo 1998.

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miércoles 2 de septiembre de 2009

Hombres de empresa

La portada de Was Superman A Spy? Vía FaceOut Books.

Was Superman A Spy? es el título del libro en el que Brian Cronin ha reunido lo mejor de su colección de anécdotas relacionadas con la industria del tebeo norteamericano publicadas originalmente en su blog Comics Should Be Good. Entre ellas hay de todo, y aunque la mayoría no pasan de chascarrillos simpáticos (¡Martin Landau empezó su carrera como dibujante de historietas!) también hay varias revelaciones sorprendentes y llamativas (entre mis favoritas está la de que Joe Simon y Jack Kirby recibieran amenazas de grupos neonazis por su portada para el primer número de Captain America, llegando a recibir una llamada del alcalde de Nueva York, Fiorello LaGuardia, prometiéndoles protección y animándolos a seguir con su labor). Como siempre en este tipo de libros, el interés de cada anécdota depende un poco de lo que ya sepa o desconozca el lector de antemano (el capítulo dedicado a la creación de Batman y el Joker, por ejemplo, resulta muy pobre después de haber leído la serie de artículos publicados en Entrecomics este pasado agosto) y de lo poco o mucho que le interesen a uno los personajes protagonistas. En mi caso, debo reconocer que si compré el libro fue principalmente porque me encanta la portada de Mickey Duzyj, la cual podréis disfrutar en todo su esplendor en esta entrada de FaceOut Books.

El «descarado» Superman de Jack Kirby.

Pero si hoy traigo a colación el libro de Cronin es porque una de las anécdotas que recoge es el modo en el que DC Comics se pasó por el forro, a primeros de los setenta, el trabajo de Jack Kirby en la serie Jimmy Olsen al pedirle a otros artistas que redibujaran los rostros de Superman, considerando que los de Kirby no se adecuaban a la imagen establecida del personaje. De las grandes empresas uno ya sabe que poco respeto puede esperar hacia los creadores, esos extraños seres de exigencias incomprensibles para cualquier ejecutivo que se precie. Lo que nunca dejará de llamarme la atención, sin embargo, es esa mentalidad de «hombre de empresa» que llegan a tener algunos trabajadores o artistas dispuestos a hacer lo que sea por «la casa» y que tienden a justificar cualquier tipo de tropelía (creativa o administrativa) en nombre de un supuesto «bien común» que, en realidad, a ellos, que en la vida van a dejar de ser curritos completamente prescindibles, ni les va ni les viene (seguro que en todas las oficinas hay por lo menos uno; al menos así ha sido en todas en las que yo he trabajado). Debo reconocer que es un esquema mental que me fascina a la vez que me repele. En el caso que nos ocupa, el encargado de redibujar los Supermanes de Kirby de manera más habitual era Al Plastino, un veterano artista vinculado durante décadas a DC y conocido también por encargarse de la tira Ferd’nand, creada por Henning Mikkelsen. He intentado hacerme infructuosamente con una entrevista con Plastino aparecida en el número 59 de la revista Alter Ego (si alguien la tiene que me avise) para ver si comenta algo al respecto, porque realmente me gustaría saber qué es lo que se le pasaba por la cabeza al realizar su mercenaria labor: ¿se sentiría obligado a ello? ¿Consideraba que le estaba haciendo un favor a la empresa o acaso tuvo miedo a negarse por si luego sufría represalias? ¿Le parecería normal que, siendo DC la propietaria de los derechos del personaje, tuviera la potestad de enmendarle la plana a Kirby? ¿Valoraría en lo más mínimo el trabajo de éste y el suyo propio o lo consideraría simplemente un oficio indigno de pretensiones artísticas y le parecería lógico que estuviera sujeto a este tipo de intervenciones? Lo más parecido a una explicación que he podido encontrar es una breve respuesta incluida en una entrevista aparecida en el libro The Legion Companion, de Glen Cadigan, en el que cree recordar que fue Carmine Infantino quien le hizo el encargo y que si aceptó fue porque Infantino, al contrario que otros editores de DC, le caía bien: «Soy el tipo de persona que, si alguien me trata como a un ser humano, y no como a un deshecho, haré lo que sea por él».

Kirby vs. Plastino, vía Mark Evanier.

Todo esto me ha llamado particularmente la atención estos días porque, justo mientras leía Was Superman A Spy?, andaba enfrascado en la corrección de la traducción de Schulz, Carlitos y Snoopy. Una biografía, el libro de David Michaelis que Es Pop Ediciones pondrá a la venta en un par de meses y del cual quiero adelantaros este pequeño fragmento. En seguida veréis por qué.

Schulz tenía motivos de sobra para sospechar del sindicato. Según su viejo acuerdo cuatro veces renovado, cuya última iteración databa de 1959, United Feature Syndicate era la propietaria única del copyright y de todas las marcas registradas relacionadas con la tira. Sin embargo, en octubre de 1974, Schulz decidió que, después de veinticinco años, quería que tanto el copyright como todas las marcas regitradas de Peanuts quedaran exclusivamente a su nombre. También quería derecho de aprobación sobre todas las futuras licencias y control editorial absoluto sobre la serie.
El presidente de UFS, William C. Payette, y los abogados de E. W. Scripps manifestaron su desacuerdo. En un principio, Payette, un tipo alto y de carácter autoritario que consideraba a los historietistas poco menos que niños malcriados, se negó en redondo a tener en cuenta las nuevas exigencias de Schulz, incapaz de comprender qué motivos podía tener Sparky para estar molesto cuando estaba cobrando más que cualquier otro autor en la historia del medio. «Sí, pero eso es porque me lo gano, porque trabajo más», replicó Schulz.
Frustrado, Payette envió a su socio, George Downing, a razonar con el «avaricioso» historietista.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó Sparky.
—Pues cincuenta y siete —respondió Downing.
—Mire, llevo toda la vida siendo avasallado por gente como usted. «Lo que tienes que hacer es esto, esto otro no lo puedes hacer». Bueno, pues se acabó. A partir de ahora, seré yo mismo quien controle las licencias y quien decida. No quiero más dinero, lo único que quiero es tener el control para que no sigan ustedes echando a perder la licencia. Quiero ser el único propietario. Estoy cansado de que vendan cuchillas de afeitar de Charlie Brown en Alemania sin decírmelo. Quiero poder hacer lo que me dé la gana. De modo que o me dan lo que quiero, exactamente como yo lo quiero, o lo dejo.
En 1977, tras haber alcanzado un punto muerto en las negociaciones, Payette llegó a un acuerdo secreto con el veterano dibujante Alfred J. Plastino para que realizara varios meses de tiras diarias y dominicales de Peanuts en previsión del día en el que Schulz se negara a firmar la renovación de su contrato. Plastino descubrió que dibujar Peanuts le gustaba tanto o más que dibujar superhéroes, y justo «estaba empezando a disfrutarlo» cuando Schulz y el sindicato llegaron finalmente a un acuerdo y el experimento quedó cancelado. Aunque Payette ya no seguía necesitando las tiras de emergencia, guardó el trabajo de Plastino en una gran caja fuerte en las oficinas de UFS en Park Avenue, donde debía permanecer supuestamente en secreto; en cualquier caso, los rumores de su existencia circularon durante años, a medio camino entre la confidencia y la leyenda urbana. Cuando al fin una de las editoras de Sparky se topó con las tiras de Plastino, quedó horrorizada ante su escasa calidad, describiéndolas más adelante como «espantosas, directamente de tercera fila».

Cuando Sparky supo de la traición de Payette, varios años más tarde, de boca de una editora del sindicato, fingió tomarse todo el asunto con filosofía, comentando: «resulta un poco decepcionante que alguien piense que hacer esto es tan fácil», y que no podía creer «que Bill Payette hubiera sido tan tonto», precisamente el mismo adjetivo que le aplicaba a los maestros de St. Paul [su ciudad natal] que no habían sabido apreciar su auténtico valor.

El delicado humor del Peanuts de Al Plastino.

Schulz estaba en una posición inigualable para renegociar su contrato y recuperar el control y el copyright sobre su creación, pero aun así hizo falta un cambio de guardia en United Feature, y que William Payette fuera sustituido por otro presidente más comprensivo y consciente de que (en este caso al menos) el autor era tan importante como los personajes, para que pudiera conseguirlo. Y de esta manera, afortunadamente, en este caso prevaleció la cordura. De otro modo, Plastino habría tenido el dudoso honor de redibujar no sólo a uno sino a dos de los tres artistas más influyentes de la historia del cómic norteamericano. ¿La moraleja? Guárdese el lector de los hombres de empresa, que nunca sabe uno por dónde le van a salir.

Otra muestra del Peanuts de Plastino. ¡Hasta la firma es un derivado de la de Schulz!

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viernes 31 de julio de 2009

Mick Wiggins: soluciones artísticas

Ilustración original para la portada de Mi familia y otros animales de Gerald Durrell

Hace unas semanas, James Morrison de Caustic Cover Critic, uno de los mejores blogs sobre portadas de libros que conozco, publicaba una entrevista con Mick Wiggins, ilustrador al que he descubierto recientemente pero que, como comprobaríais quienes sigáis mi tumblr, me tiene completamente embelesado. Es por ello que le pregunté a James si le importaba que tradujera su entrevista al castellano para publicarla también aquí y, afortunadamente, no tuvo inconveniente. No dejéis de visitar Caustic Cover Critic para ver la versión original de la entrevista y también la página web de Mick Wiggins donde encontraréis muchos más trabajos suyos.

Soluciones artísticas. Entrevista con Mick Wiggins
«En primer lugar, debería indicar que básicamente soy un ilustrador y que todavía nadie me ha pedido que desarrolle un diseño de portada. A veces la ilustración ha de encajar dentro de un diseño o formato preexistente o el diseñador aprovecha para su trabajo la composición de mi imagen. A menudo ni siquiera veo el diseño de portada hasta que está listo para entrar en imprenta».

«Cuando empecé hace años pintaba con óleos, pero finalmente me pasé al formato digital allá por los ochenta. A medida que la tecnología fue madurando con las décadas, mi estilo fue cambiando hasta llegar a lo que es ahora. Técnicamente, creo que trabajo de una manera muy sencilla: primero aboceto a lápiz, escaneo y luego desarrollo la imagen en Photoshop. Como remanente del siglo pasado, todavía uso ratón en vez de tableta, lo cual es probablemente el motivo de que gran parte de mi trabajo tenga un aire como a serigrafía o a grabado. Con el ratón, uno va tallando las formas más que dibujarlas, lo cual elimina ese trazo inmediato y sensual que da el dibujar a mano. Cualquier tipo de sensualidad que acaba surgiendo parece tener un aire ligeramente más formal y almidonado».

Portadas para On the Beach y Pied Piper, de Nevil Shute. Pincha sobre
las imágenes para ver las ilustraciones originales.

«Tengo un par de texturas que me gusta utilizar. La más habitual es un viejo trozo de papiro que tiene un peculiar entrelazado que me gusta. Actualmente también me gustan los generadores aleatorios de ruido y las texturas que se pueden derivar de ellos. En el uso de texturas, me interesa principalmente la oportunidad de añadir puntos de diferentes colores sobre una superficie plana, más que sugerir o imitar otro medio. El uso de ese tipo de tonalidades planas es por supuesto reminiscente de las serigrafías y del grabado de madera, y resulta bastante evidente (para mí, al menos) la influencia que han tenido los grabadores japoneses en mi trabajo. Nunca tengo suficiente no sólo de Hokusai e Hiroshige sino de todo el canon del mundo flotante».

«Me encanta ilustrar portadas para libros: el ritmo y la concentración necesarios para desarrollar una portada son muy diferentes de, pongamos, una colaboración para una revista o un anuncio. Lo cual estoy descubriendo que se ajusta a mi personalidad. Francamente, prefiero leer los libros en los que trabajo, lo cual, por extraño que parezca, suele sorprender a muchos de los diseñadores con los que he trabajado. A mí me parece una exigencia más bien mínima. Dicho esto, incluso con un par de años de experiencia en el mercado, éste sigue siendo un mundo más bien misterioso para mí. Hay cuestiones de marketing, editoriales, autorales y comerciales que se discuten a un nivel oculto, o por lo menos oculto para mí, que pueden llegar a dictar la dirección visual adoptada en última instancia. No me cabe ninguna duda de que algunas de las mejores portadas para la serie de Steinbeck se quedaron en la mesa de dibujo por motivos que no consigo entender».

Portadas de Mick Wiggins para La perla y Al este del Edén, de John Steinbeck.
Pincha sobre las imágenes para verlas en grande.

«El encargo de Steinbeck fue el trabajo más ideal que puede esperar un ilustrador; 24 portadas hasta la fecha, creo. No me resultó difícil encontrar la inspiración, es un escritor muy bueno a la hora de evocar atmósferas y sus ambientes están bellamente descritos, pero a la vez me hizo sudar la gota gorda. Steinbeck es una figura tan clásica del paisaje literario y una presencia tan habitual en las estanterías que entregar unas ilustraciones decepcionantes no era una opción. Afortunadamente, Paul Buckley, director de diseño en Penguin, sabe cuándo empujarte y cuando dejarte tranquilo como director artístico, lo cual ha producido una media bastante buena para toda la serie, creo yo. Ya que los escritos de Steinbeck son tan variados, el peligro para mí (además de fracasar) era ver si sería capaz de conseguir que funcionaran como conjunto. Mi “estilo”, tal y como lo entiendo yo, puede vagar en direcciones insospechadas, y con frecuencia suelo ser inconsistente en mi “look”. En cualquier caso, si hay algo de consistencia en la serie, bueno, tuve suerte. Por otra parte, una vez trabajé en unas portadas para una serie de novelas detectivescas regionales que cada vez se me fueron haciendo más difíciles, debido a lo idéntico de la fórmula en todos los títulos: el mismo personaje, el mismo entorno y no demasiadas variaciones. Muy poco inspirador».

«Dicho esto, como ilustrador, en ocasiones me siento más como un artesano, quizá como un carpintero, que como un «artista». Hay un encargo, hay un propósito y hay fuerzas por encima de ti a las que debes complacer, todo lo cual puede frustrar mis gustos personales. Pero me gusta el proceso de solucionar los problemas de una manera artística, y me gusta pensar que ése es uno de mis puntos fuertes como profesional. ¿Cuál sería mi encargo ideal? Fácil: Mark Twain. Lo que primero me viene a la cabeza son sus libros de viajes. Me veo haciendo una portada e ilustraciones interiores para Pasando fatigas o Los inocentes en el extranjero. ¡Encárguenmelo!».

Portadas para Un zoológico en mi maleta, de Gerald Durrell, y An Expert in Murder, de Nicola Upson.
Pincha sobre las imágenes para ver las ilustraciones originales.

«Ahora mismo no tengo ningún proyecto de libro, pero me gano la vida con otros encargos. Cuando consigo aunar tiempo e inspiración, me gusta trabajar en mis propios proyectos. Tengo tres historias ilustradas en proceso de desarrollo, aunque sin ningún potencial comercial que yo vea. En cualquier caso, me siento muy atraído por el potencial de una historia contada mediante una narrativa reducida al mínimo y el uso de composiciones formales, en oposición a, digamos, las múltiples viñetas de las novelas gráficas y los tebeos. Es algo que podría funcionar en forma impresa pero quizá sería más adecuado como vídeo con una banda sonora. Me impresionó mucho el corto de 1962 La Jetée, que utiliza fotos fijas y una narración para contar un relato absorbente y misterioso con mucha elocuencia, y creo que esto tiene muchas posibilidades con todas las nuevas plataformas mediáticas que se están usando ahora».

«Los proyectos de sonido que tengo en mi página web son sólo pequeñas vacaciones personales que disfruto de vez en cuando. Un sonido “encontrado” descontextualizado y alterado un poco, sin importar lo rudimentario del proceso, puede resultar curiosamente evocador y poderoso. En la historia de Dieter Talfdum usé una de las grabaciones para la banda sonora, lo cual me resultó muy satisfactorio. Sinceramente espero poder hacer más cosas en esa dirección en un futuro cercano».

«Uno de los inconvenientes de ser ilustrador, para mí, es la dificultad para disfrutar mi propio trabajo. Me resulta mucho más fácil localizar los defectos y experimentar la rabia de haber dejado escapar una buena oportunidad que simplemente disfrutar de un trabajo bien hecho. Paso tantas horas delante de una imagen durante el proceso que acabo en cierta parte insensibilizándome ante lo que quiere transmitir: la sensación, la atmósfera, lo que sea, si es que eso tiene sentido. Pero creo que es una experiencia muy común entre ilustradores y parte del oficio es tener la disciplina para trabajar esas dificultades».

Ilustración publicitaria para la marca de cerveza Badger Beers.

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domingo 7 de junio de 2009

George Pelecanos: Revolución en las calles – 2

David Simon y George Pelecanos. Foto: Steve Ruark para The New York Times.

Ésta es la segunda entrega de una entrada en dos partes repasando la obra del escritor George Pelecanos. Pincha aquí para leer la primera.

The Sweet Forever, la segunda novela protagonizada por el dúo formado por Dimitri Karras y Marcus Clay, es probablemente una de las novelas más citadas de George Pelecanos y la que muchos consideran el verdadero punto de inflexión en su carrera. También marca su primera aproximación al mundo de «las esquinas» tan presente en The Wire. La marcha loca y el subidón de los setenta han dado paso al canibalismo económico y el arribismo amoral de los ochenta. A través del escaparate de su tienda de discos, Marcus ha asistido en primera fila a la progresiva degeneración del barrio, que está quedando en manos de pandas de camellos cada vez más jóvenes. Karras, mientras tanto, ha sucumbido a los cantos de sirena ochenteros y se mueve al filo del nuevaolismo entre raya y raya. Un accidente imprevisto que les afecta a ambos pondrá en marcha una serie de acontecimientos que les dejará atrapados en el conflicto entre un traficante de drogas y una pareja de policías corruptos. En este caso, sin embargo, lo que está en juego es algo más que sus vidas. Tal y como lo definió The New York Times Book Review en una de las reseñas más incisivas al respecto, «The Sweet Forever captura con un asombroso sentido de la inmediatez ese momento decisivo en el hundimiento de un barrio, cuando el bien y el mal tienen las mismas posibilidades de hacerse con el campo». A estas alturas cualquiera que haya visto The Wire o The Corner conoce el desenlace de esa batalla, algo que en cualquier caso no le resta un ápice de intensidad ni emotividad a la novela, particularmente en lo que se refiere a la relación entre los personajes más maduros y los más jóvenes.

Omar Little en «Bad Dreams», penúltimo episodio de la 2ª temporada de The Wire.

Propiamente hablando, la última novela del Cuarteto de D.C. es más una aventura de Karras & Stefanos que de Karras & Clay. Nick Stefanos, el protagonista de las tres primeras novelas de Pelecanos, ya había intervenido tímidamente en King Suckerman y en The Sweet Forever. En Shame the Devil vuelve al primer plano de la acción tras ser contratado por Karras para investigar un asesinato múltiple. Otra novedad es que, en vez de ir escalando o acumulándose hasta impregnar el desenlace, la violencia estalla aquí con inusitada ferocidad ya en las primeras páginas. Shame the Devil está centrada precisamente en las consecuencias de ese acto violento, mostrando el modo en el que distintos personajes se enfrentan al dolor, la rabia, la impotencia, la sed de venganza y la devastadora sensación de vacío provocada por el brutal modo en el que les han arrebatado a sus seres queridos. Se trata de una novela admirable (personalmente una de mis favoritas) que da buena muestra del crecimiento experimentado como autor por Pelecanos.

«No tengo la impresión de haber vuelto a escribir misterios desde que acabé la serie de Nick Stefanos», dice él. «Mis libros son, cada vez más, novelas sobre gente trabajadora en una ciudad moderna, pero con elementos criminales. Y no creo que vaya a abandonar nunca esos elementos criminales porque me gusta que en los libros haya conflicto. Me gusta el acto de narrar. Y además de creer que los libros deben ir sobre algo, también creo que deben contar algo». A pesar de esta afirmación, los tres siguientes libros del autor parecen marcar un pequeño regreso a la novela policíaca algo más convencional. Y digo parece porque aún estoy por hincarles el diente (me los estoy racionando), así que cualquier información adicional que queráis aportar en los comentarios será bien recibida. Decir únicamente que se trata de una nueva serie protagonizada por otra pareja de las que Pelecanos describe como sal y pimienta (en referencia a la película del mismo título protagonizada por Sammy Davis y Peter Lawford), la compuesta por el detective privado Derek Strange y el expolicía Terry Quinn. También son las tres primeras novelas de Pelecanos publicadas en castellano: Right As Rain (editada en España como Mejor que bien, Diagonal, 2002), Hell to Pay (Ojo por ojo, Diagonal, 2003) y Soul Circus (Música de callejón, Ediciones B, 2004).

Revolución en las calles. Washington D.C. en 1968. Foto: Warren K. Leffler.

2004 fue el año de Hard Revolution (publicado en España como Revolución en las calles, Zeta Bolsillo), el primero en una racha de cinco libros cerrados y autoconclusivos, extraordinarios todos ellos, en los que, ahora sí, Pelecanos deja atrás cualquier rastro de convencionalismo genérico para terminar de erigirse en uno de los mejores cronistas de la sociedad norteamericana a los que he tenido el gusto de leer. Revolución en las calles vuelve a estar protagonizada por Derek Strange, sólo que éste no es aún detective privado, sino un policía novato recién salido de la academia que se va a encontrar de bruces con los peores disturbios callejeros sufridos en la historia de Washington. El año es 1968, y el asesinato de Martin Luther King va a motivar una arrolladora revuelta ciudadana que, en el transcurso de cuatro días, dejará decenas de locales destrozados y manzanas enteras arrasadas por el fuego. Pelecanos describe las semanas previas al suceso sirviéndose de un mosaico de variopintos personajes (policías, chorizos de poca monta, currantes, fumetas, un fan loco de Link Wray…) que da buena muestra del estado mental de la nación y del insoportable peso acumulado por décadas de tensión racial. «Yo tenía once años en 1968», recuerda el autor. «Dos meses después de las revueltas, tenía que coger el autobús cada día para ir a la cafetería de mi padre, donde trabajaba sirviendo los pedidos a domicilio. La línea pasaba por partes de la ciudad que habían quedado completamente destruidas. Algunas de las personas que iban en el autobús habían perdido su vecindario, pero resultaba evidente que también habían ganado algo. Podía notarlo en su postura, en su estilo, en su actitud. Pero eso es algo de lo que me percataba de una manera más instintiva que intelectual. Desde entonces, siempre había querido averiguar «qué sucedió». Escribir la novela me brindó esa oportunidad».

Revolución en las calles. Washington, abril de 1968. Foto: Lee Balterman.

Tras el ambicioso fresco histórico de Revolución en las calles, Pelecanos decidió centrar su siguiente novela en un conflicto más contenido pero no por ello menos desolador. Drama City (publicado en España con el mismo título por Ediciones B) es la historia de Lorenzo Brown, un expresidiario que trabaja para la Humane Society rescatando perros maltratados, y de Rachel Lopez, su agente de la libertad condicional, dos personajes marcados por profundas heridas emocionales que hacen lo que pueden para no terminar de hundirse en la más absoluta miseria a pesar de verse obligados a pasar los días en contacto con todo tipo de actos de violencia que van de lo ridículo a lo abominable. Este empeño por indagar en la psique de sus personajes, por explorar y exponer su vulnerabilidad y sus carencias de un modo que ilumine con más claridad sus actos, es también el motor de The Night Gardener (El jardinero nocturno, Ediciones B), una novela de estructura engañosa que, por momentos, parece seguir un esquema policiaco tradicional (o si no tradicional por lo menos sobradamente explotado por autores como Ellroy) al abordar un mismo crimen (el asesinato de un adolescente cuyo cuerpo ha sido hallado tirado en un jardín comunitario) desde la perspectiva de tres policías muy dispares enfrascados, cada uno a su manera, en una misma investigación. Nada es lo que parece, sin embargo, en una historia en la que, más que en cualquier otra, el crimen es lo de menos, y en la que el peso específico se decanta por completo del lado del drama humano.

El jardín comunitario de El jardinero nocturno. Foto: Bethanne Patrick.

Esta tendencia llega a su culminación, al menos para el que esto suscribe, en su siguiente novela, The Turnaround (2008), centrada, igual que Shame the Devil, en las consecuencias de un acto de violencia absurdo y aleatorio cuyos ecos siguen resonando durante décadas. Al contrario que en aquella, sin embargo, Pelecanos no se limita a mostrar las consecuencias sufridas por la víctima sino que elabora una narración paralela en la que va desgranando no sólo su destino y sus frustraciones sino también el camino seguido por sus agresores, retratando una situación de suma complejidad moral con una profundidad y una perspicacia dignas de un Dostoievski para el siglo XXI. El libro se beneficia también de una excelente descripción de los dos ambientes profesionales en los que se mueven los personajes principales: Alex Pappas es el encargado de una cafetería restaurante y Raymond Monroe es un fisioterapeuta que se encarga de ayudar a soldados que han sufrido amputaciones en Irak con su rehabilitación. Dicho así, puede no sonar demasiado atractivo, pero el modo exacto y casi clínico en el que Pelecanos describe las actividades de ambos hombres hace que resulten fascinantes, pues nos permite observar complejidades en las que de otro modo probablemente nunca hubiéramos reparado y que son las que precisamente hacen que ambos se sientan tan satisfechos con sus trabajos. Este talento para transmitir de manera sencilla y nada farragosa las verdades esenciales de cualquier ambiente en el que decida fijarse es el que aporta una autenticidad casi documental a toda su obra y revela una capacidad privilegiada para la observación. «No soy muy hablador, ni a la hora de trabajar ni en la vida diaria. Sé que aprendo mucho más limitándome a escuchar», afirma él. «Mi «labor de investigación» a menudo consiste en entrar en un bar, tomarme una cerveza tranquilamente y mantener los oídos abiertos. Si alguien me pregunta cómo me gano la vida se lo digo. Pero no es una información que brinde de antemano. Algunas de las cosas que hago podrían parecer peligrosas vistas desde fuera, pero a mí nunca me lo han parecido. Pasé algún tiempo en un fumadero de crack cuando estaba preparando Right as Rain, pero nunca me sentí amenazado. Los consumidores de drogas (con la excepción de drogas pasadas de moda, como el Polvo de Ángel o Barco, como lo llamamos aquí en Washington) son por lo general inofensivos. Es con los camellos con los que tienes que tener cuidado. También acompaño a policías de D.C. en sus patrullas nocturnas. Esto me ha resultado particularmente valioso (me permite ir a sitios a los que no iría solo) y me aporta un mejor conocimiento de la psique del policía. En Hell to Pay hay varios pasajes que son prácticamente periodísticos y describen situaciones vividas directamente por mí en algunas de estas patrullas. Además trabajo estrechamente con un investigador privado que lleva los casos por delitos federales relacionados con el crimen organizado para la oficina del Defensor Público. Las ropas de Derek Strange, los objetos que lleva en el maletero de su coche, todo eso sale del tiempo que he pasado con este hombre. Por último, voy como espectador a muchos juicios por crímenes violentos. Poder asistir a los juicios es un derecho de todos los ciudadanos, y sólo con eso ya puedes aprender todo lo que necesitas saber sobre las operaciones relacionadas con bandas y drogas, además de ponerte al día con la jerga. Aún así, el trabajo de investigación más valioso de cuantos hago sigue siendo el de pasear por los barrios y dedicarme a escuchar».

Típicos adosados de Washington D.C. Foto: George Pelecanos.

Su última novela hasta la fecha, la recién editada The Way Home, sigue las historias de cuatro adolescentes presos en un reformatorio y sus esfuerzos por reincorporarse al «mundo real». Argumentalmente, quizá podría considerarse un pequeño paso atrás en comparación con sus cuatro títulos precedentes (el detonante que hace que todas las tramas confluyan es, ejem, un maletín abandonado lleno de dinero), pero al igual que pasaba en El jardinero nocturno lo que para otro escritor habría podido ser un fin en sí mismo, para Pelecanos no es más que una herramienta que le permite hablar, una vez más, de relaciones humanas (en este caso entre padres e hijos; entre amigos de entornos dispares unidos por sus experiencias en el correccional) y abordar incómodas realidades sociales (su disección del sistema penal juvenil es tan devastador como el del sistema educativo realizado en la cuarta temporada de The Wire). Y como ya es habitual en él, consigue nuevamente atrapar y conmover al lector sin recurrir al sentimentalismo barato sino mediante una cruda honestidad que emociona a la vez que te estruja las entrañas.

Pocos autores contemporáneos me suscitan tanta admiración y entusiasmo por su obra como George Pelecanos. Si con esta entrada he conseguido transmitir aunque sólo sea parte de ese entusiasmo, ya me doy por satisfecho. Y aunque tiene suficientes novelas notables como para que sea fácil asomarse a sus páginas por primera vez sin temor a verse decepcionado, si tuviera que escoger alguna en concreto para recomendarla como carta de presentación, probablemente diría que Revolución en las calles o Drama City de entre las editadas en castellano y Hell to Pay o The Turnaround para quien quiera leerle en inglés. Lo mejor de todo es que, en caso de engancharse, puede contar uno con la satisfacción adicional de saber que este hombre ha escrito 16 novelas en 18 años (con lo cual hay material de sobra para seguir dándose el gusto) y tampoco parece que vaya a reducir el ritmo. ¿Cómo lo consigue? Mejor que sea él quien lo explique: «Mis hábitos laborales son bastante rígidos. Cuando estoy escribiendo una novela, escribo siete días a la semana. No creo que puedas abandonar ese mundo durante días y días y poder seguir sintiendo la misma implicación. Empiezo temprano por la mañana y trabajo hasta la tarde, hasta que tengo que parar para comer (intento retrasar la comida todo lo posible; una vez que tengo comida en el estómago, estoy acabado). Por la noche, regreso al escritorio y reescribo lo hecho durante la mañana, de manera que pueda estar listo para seguir avanzando al día siguiente. Escribo un único borrador, reescribiendo a medida que voy avanzando, y normalmente esa es la versión que le envío a mi editor en Nueva York. Siguiendo ese calendario de trabajo, normalmente me lleva entre cuatro y seis meses escribir una novela. Una vez dicho esto, tampoco quiero que dé la impresión de que me resulta sencillo. Me cuesta mucho pillarle el pulso a cada libro, especialmente durante los dos primeros meses. Gran parte del día, de hecho, me lo paso recorriendo la casa de arriba abajo, haciendo botar una pelota, escuchando música, etc. Trabajar implica trabajártelo. Como no escribo escaletas, mi principal preocupación es desarrollar los personajes y luego la trama. Una vez que he llegado a ese punto, el trabajo se acelera. Hay momentos en los que me puedo llegar a pasar diez o doce horas al día escribiendo sin parar. Es entonces cuando el trabajo pasa a ser realmente divertido».

·  Todas las declaraciones de George Pelecanos están extraídas de entrevistas recogidas en su página web.
·  Aquí, una entrevista en vídeo con George Pelecanos acerca de su nueva novela, The Way Home.
·  Aquí, una entrevista en castellano realizada por Eduardo Guillot (ojo: no leer si no has visto la tercera de The Wire).
·  Otra buena entrevista (esta vez en inglés) en la web de The Guardian.

    (Si te quieres gastar los cuartos) Cultura Impopular recomienda:

    ·  The Wire: The Complete Series
    ·  The Big Blowdown
    ·  The Sweet Forever
    ·  Shame the Devil
    ·  Hard Revolution
    ·  Drama City
    ·  The Turnaround

      Libros , , 12 comentarios

      jueves 4 de junio de 2009

      George Pelecanos: Revolución en las calles

      Este último fin de semana me lo pasé enfrascado en la lectura de The Way Home, la nueva novela de George Pelecanos, publicada a primeros de mayo en Estados Unidos por Little Brown, su sello habitual. Las dos semanas que estuve esperando a que llegara el paquete me las pasé bajando día tras día repetidas veces al buzón, haciendo sonar nerviosamente las llaves entre las manos presa de una irrefrenable impaciencia, incluso cuando sabía perfectamente que era físicamente imposible que el libro hubiera atravesado aún el Atlántico. Ése es el tipo de sensaciones que me suscita George Pelecanos, un autor que en apenas unos años ha pasado a convertirse en una de mis adicciones favoritas y al que considero con diferencia uno de los mejores escritores norteamericanos de su generación. De hecho, no se me ocurre ningún otro que lleve una racha con un nivel de calidad tan consistente como el que ha conseguido Pelecanos con sus últimas cinco novelas, a un increíble ritmo de prácticamente una por año, al mismo tiempo que ejercía de guionista y productor ejecutivo de la serie The Wire, para la que escribió algunos de sus capítulos más memorables.

      George Pelecanos nació en Washington D.C. en 1957. Sus raíces griegas y obreras quedan perfectamente reflejadas en unas novelas que, no obstante, distan mucho de caer en el ombliguismo racial o en la idealizada melancolía del emigrante; simplemente marcan unas pautas. De comportamiento, de dignidad, de ambiente. Sus personajes pertenecen habitualmente a la clase trabajadora, viven en barrios humildes y suelen caer en dos categorías: los que encuentran su camino en el trabajo o los que lo encuentran en el crimen. Uno de los principales talentos de Pelecanos reside precisamente en no hacer distinciones entre unos y otros, aplicándoles a ambos el mismo poder de observación, descripción y comprensión de las pulsiones humanas. Otra de sus constantes, y uno de los motivos por los que sus libros te agarran de las gónadas y consiguen sumergirte en su mundo desde prácticamente la primera página, es el modo absolutamente brillante y genuino en el que sus personajes se van definiendo a través de su entorno y sus acciones. Veamos a modo de ejemplo un fragmento de la extraordinaria The Turnaround:

      «Bad Dreams», penúltimo episodio de la 2ª temporada de The Wire escrito por Pelecanos.

      «Había llamado al local Cafetería Pappas e Hijos. Cuando había abierto, en 1964, los chicos sólo tenían ocho y seis años, pero pensaba que uno de ellos podría querer seguir con el negocio cuando él se jubilara. Como cualquier padre que no fuera un malaka, quería que sus hijos tuvieran una vida mejor que la suya. Quería que fueran a la universidad. Pero qué demonios, uno nunca sabe cómo van a salir las cosas. Podía ser que uno de ellos estuviera capacitado para los estudios, podía ser que el otro no. O quizá los dos fueran a la universidad para luego decidir seguir con el negocio juntos. Fuese como fuese, había decidido cubrir la apuesta y les había añadido al cartel. Eso permitía que los clientes supieran qué clase de hombre era él. Decía: he aquí un tipo entregado a su familia. John Pappas piensa en el futuro de sus chicos. […] Llegaba al local a las cinco de la mañana, dos horas antes de la hora de apertura, lo que significaba levantarse todos los días a las cuatro y cuarto. Tenía que recibir al del hielo y a los repartidores y tenía que preparar el café y encargarse de otros preparativos. Podría haber pedido que le hicieran las entregas más tarde y así dormir una hora más, pero aquel momento de la jornada le gustaba más que cualquier otro. De hecho, siempre se despertaba con los ojos completamente abiertos y despejados, sin necesidad de un despertador. Bajar las escaleras con cuidado para no despertar a su esposa ni a sus hijos, conducir su Electra doscientos veinticinco por la Calle 16, con las luces puestas, la mano con un cigarrillo colgando de la ventanilla, nada de tráfico en el camino. Y luego el rato más tranquilo, a solas con la radio en la cafetería, escuchando a los afables locutores de la WWDC, hombres de su edad que tenían el mismo tipo de experiencias vitales que él, no como esos charlatanes de las emisoras de rock and roll o los mavres de la WOL o la WOOK. Beberse el primero de muchos cafés, siempre en un vaso para llevar, charlar con los repartidores que se iban sucediendo uno tras otro en un goteo constante, percibiendo cierta afinidad entre todos ellos, los que habían acabado por cogerle cariño a aquel momento entre la noche y el alba».

      George Pelecanos.

      No sé qué pensaréis vosotros, pero a mí me parece un pasaje perfecto para hacerme una imagen mental muy clara de quién y cómo es John Pappas y, lo más importante, convierte unas acciones más bien mundanas en algo fascinante de observar, una sensación que no hace más que incrementarse a medida que el autor va desgranando con progresivo detalle el mundo y el comportamiento de sus personajes. Un mundo que, en cualquier caso, siempre está contenido dentro de una misma ciudad: Washington. «Cuando empecé», explica el autor, «tenía la impresión de que Washington D.C. no había sido bien representada en la literatura. Y al decir esto me refiero al lado real, vivo y trabajador de la ciudad. El cliché es que Washington es una ciudad de tránsito para gente que entra y sale cada cuatro años dependiendo del nuevo gobierno. Pero la realidad es que hay gente que lleva viviendo en Washington durante generaciones y sus vidas merecen la pena ser exploradas, creo yo. Al principio no tenía ningún plan específico, pero tal y como han ido las cosas, prácticamente he cubierto el siglo en Washington y los cambios sociales que han ido aconteciendo de los años treinta en adelante».

      Los primeros libros de George Pelecanos, A Firing Offense (1992), Nick’s Trip (1993), Shoe Dog (1994) y Down by the River Where the Dead Men Go (1995) entran de lleno en la tradición del genero negro o criminal. Shoedog es una novela cerrada, centrada en el arquetipo del «duro» solitario (perfectamente ejemplificado por Sterling Hayden en La jungla de asfalto y Atraco perfecto) que accede a participar en un golpe organizado por otros a pesar de que tiene la sensación de que las cosas van a acabar muy mal… como de hecho suele ser el caso. El protagonista de las otras tres es Nick Stefanos, un detective privado de mala vida e hígado castigado, especialista en desapariciones y camarero ocasional en un antro para policías, cuyo punto de vista cínico y desencantado entronca con el manifestado por los clásicos personajes de Chandler o Hammet. Sin embargo, a diferencia de estos, Nick ni siquiera es un «auténtico» profesional, siendo la desidia y la falta de rumbo fijo dos de sus principales características, que se van acentuando dramáticamente con cada nueva entrega de la serie.

      La esquina de las calles 14 y U de Washington D.C. en los años cincuenta. Foto: Smithsonian.

      En 1996, Pelecanos escribió la que hasta la fecha es su novela más deliberadamente clásica y posiblemente el mejor punto de entrada a su obra para los aficionados al genero negro de
      toda la vida: The Big Blowdown. En ella, Joey Recevo y Pete Karras, dos amigos de uno de los barrios más pobres de Washington, regresan a casa tras haber combatido en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial para encontrarse con que el trabajo más apropiado para sus nuevos talentos adquiridos en el ejército es al servicio de un jefe criminal de su antigua barriada. Joey prospera rápidamente y no tiene el menor problema para adaptarse al nuevo orden jerárquico. Pete, sin embargo, no es tan moldeable y acaba pagando las consecuencias en forma de brutal paliza a modo de despido. Esto, sin embargo, sólo es el principio. Las circunstancias harán que Pete y Joey vuelvan a encontrarse, esta vez en bandos opuestos y atrapados en una trama que les arrastrará de manera inexorable a, tal y como anuncia el título, un explosivo y arrasador desenlace digno de un autor que profesa pública admiración por películas como Doce del patíbulo y Grupo salvaje, dos referencias ajenas al género pero perfectamente adecuadas para entender el modo de operar de Pelecanos. El puntilloso retrato de un ambiente y una época, los cincuenta, a menudo mitificada pero tratada aquí con diáfano naturalismo, junto al arrollador ritmo de su narración, le valió a nuestro autor algunas de sus mejores reseñas y el espaldarazo definitivo de crítica, público y colegas como Lethem, Gifford, Ellison, King o Leonard. Además, The Big Blowdown inauguró una serie de novelas interconectadas entre sí bautizadas posteriormente como «El Cuarteto de D.C.», en referencia al célebre Cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy. Completan el cuarteto King Suckerman (1997), The Sweet Forever (1998) y Shame the Devil (2000).

      Los protagonistas de estas tres, ambientadas en los años setenta, ochenta y noventa respectivamente, son Dimitri Karras, hijo de Pete Karras y camello de poca monta, y Marcus Clay, dueño de una tienda de discos; el primero es blanco, el segundo es negro, y aunque vienen de distintos mundos a los dos les une la misma pasión por la música y el baloncesto. En King Suckerman, la primera de sus aventuras conjuntas, Dimitiri y Marcus se ven envueltos en una trama de narcóticos que les viene grande y que les obligará a tomar una decisión que afectará al resto de sus vidas. El argumento es fácil de resumir; lo realmente importante de la novela es el modo en el que están tratados los personajes y sobre todo la sobrecarga sensorial con la que Pelecanos nos traslada a los setenta hasta el punto que casi podemos sentir el calor y los olores del verano en Washington e incluso oír a los chavales recitar diálogos sacados de la última película de blaxploitation o la música con los graves distorsionados que sale a través de las ventanillas abiertas de un Chevy Impala. Éste es el modo en el que Pelecanos nos presenta, en el primer párrafo del segundo capítulo, el entorno en el que se desenvuelve Marcus:

      Ben’s Chili Bowl, uno de los escenarios de King Suckerman. Foto: Bethanne Patrick.

      «Marcus Clay sacó el Hendrix de la balda, lo llevó de Soul a Rock y lo volvió a colocar en su lugar indicado, en la caja de la H, en el espacio que quedaba libre entre Heart y Humble Pie. Aquel chaval delgaducho, Rasheed —a Karras le gustaba llamarle Rasheed X—, insistía en seguir colocando los discos de Hendrix en la sección de Soul de la tienda. Rasheed, con su enorme afro, su gorra de lana roja, negra y verde y su ideología de «volvamos a África», mantenía alta la llama de la pureza racial. Clay entendía lo que el joven hermano quería transmitir, y lo respetaba, pero aquello era un negocio; el negocio de Clay, para ser más exactos. ¿Qué pasaba si un chaval blanco con los ojos enrojecidos y un parche de la bandera americana cosido del revés en el trasero de los vaqueros entraba buscando una copia de Axis: Bold as Love, no la encontraba y luego, demasiado colocado y demasiado tímido como para preguntarle a uno de los dependientes de color, volvía a salir por la puerta con las manos vacías? ¿Y todo por qué, por una especie de afirmación política? Marcus Clay no jugaba a eso. Y de todos modos, ¿Jimi? El tío merecía estar en Rock. […] En aquel momento se abrió la puerta principal, lo cual fue bueno para Rasheed ya que Clay había llegado al límite de lo que estaba dispuesto a aguantar. Era Cheek, el ayudante del encargado de la tienda de Clay. Cheek, grande como un oso, que llegaba media hora tarde y más colocado que un hippie. A pesar de sus gafas de sol ovaladas a lo Sly Stone, Clay vio por sus pasos titubeantes que el chaval iba completamente cocido».

      George Pelecanos.

      Algunos críticos le achacan a Pelecanos cierta tendencia al abuso de referencias, algo que imagino puede llegar a resultar molesto sobre todo para el que no las comparta, pero a mí sinceramente nunca me han parecido gratuitas sino que creo que están perfectamente legitimadas desde el momento en el que son los propios personajes los que las viven, las respaldan y las multiplican. «La cultura pop —música y películas— juega un papel destacado en nuestras vidas diarias», argumenta él. «Veréis que se va a ir filtrando en la ficción de los escritores más jóvenes con una frecuencia cada vez mayor porque es un elemento natural de la psique de nuestra generación. En cualquier caso ha de introducirse de una manera orgánica o si no no funciona». La clave de todo esto está en ese «juega un papel destacado en nuestras vidas». Las referencias a la cultura popular en manos de Pelecanos no son un simple atrezo, no son una manera perezosa de llenar la página de nombres ni de hacerse el listillo; son, muy al contrario, una manera de retratar a unos personajes que viven la cultura popular como una parte muy importante de sus vidas y que ellos mismos están convencidos de que les define y caracteriza. El propio Pelecanos, de hecho, es en este sentido muy parecido a sus personajes (como lo somos gran parte de sus lectores, intuyo), y llega hasta el extremo de atribuir a su pasión por la música una decisión tan trascendental como la de hacerse escritor: «Mis antecedentes y mi educación en la escuela pública me indicaban que nunca sería admitido en ese grupo de escritores cuyas privilegiadas vidas leía descritas en las solapas de incontables libros («Divide su tiempo entre Martha’s Vineyard y un apartamento en el Upper West Side. Ésta es su primera recopilación de cuentos»). Cuando intenté escribir mi primer libro lo hice sin haber ido nunca a clases de escritura. Joder, ni siquiera había conocido a ningún novelista. Para mí, los autores eran «otra gente». Pero grupos como Fugazi y The Mats y Hüsker Dü me enseñaron con el ejemplo que mi falta de pedigrí no significaba nada en relación a mi potencial creativo. Eran individuos que cogieron sus guitarras y se pusieron a tocar y en el proceso crearon una especie de arte volcánico y orgánico. Yo no tenía la más mínima aptitud musical, pero pensé que podría hacer algo parecido con una pluma. Como poco, aquellos grupos me aseguraron que tenía el derecho a intentarlo».

      Izquierda: Portada de Richie Fahey para The Big Blowdown. Derecha: George Pelecanos.

      Continúa en la segunda parte.

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      martes 2 de junio de 2009

      El triunfo de los muertos vivientes


      Una de las múltiples encarnaciones de Drácula. Christopher Lee en El poder de la sangre de Drácula.

      Las estructuras que subyacen en las imágenes del horror cambian bastante poco; sin embargo, el uso cultural que hacemos de ellas son tan multiformes como el propio Drácula.
      David J. Skal, Monster Show.

      Hace un par de años tuve la suerte de traducir dos libros excelentes a los que hacía tiempo que quería hincarles el diente. Curiosamente, acabé traduciéndolos prácticamente uno detrás del otro, algo de lo más apropiado ya que prácticamente vienen a hablar de lo mismo desde perspectivas ligeramente complementarias, uno desde un punto de vista más personal y el otro desde uno más general. Los libros eran Danza macabra, de Stephen King, y Monster Show, de David J. Skal. Los dos hablan del por qué de las historias de horror: su origen, su aceptación cada vez más generalizada como entretenimiento de masas a lo largo del siglo XX, por qué nos atraen tanto y qué dicen sobre nosotros, como personas y como sociedad. Resumiendo groseramente, la tesis principal de ambos ensayos era: «cada época tiene el terror que se merece, cuando no el que necesita». ¿Que necesita para qué? Para experimentar, para sublimar, para desahogar emocionalmente, de manera consciente o inconsciente, las angustias de la vida diaria. Al igual que el cine negro, del cual ya hablamos aquí a propósito de esta misma función metafórica de la ficción, el cine de horror viene a ser como una caja de resonancia que nos devuelve amplificados los temores que rebotamos en ella, permitiéndonos experimentarlos de una manera intensa y concentrada pero dentro de un entorno seguro y sin sufrir las consecuencias. El ejemplo más manido de esto es, evidentemente, la relación entre las películas norteamericanas de ciencia ficción de los cincuenta, con sus marcianos invasores y sus insectos mutantes, con el temor a la «amenaza roja» y al peligro nuclear, pero hay muchos más. Cada época tiene sus mitos del horror y poco importa que nazcan de un genuino interés por la metáfora (como en el caso, por ejemplo, de George A. Romero, que sabe perfectamente la idea que quiere transmitir con cada una de sus películas) o que el interés sea puramente crematístico: es evidente que por cada película de los noventa que utiliza la figura del vampiro como sinónimo de la plaga o del SIDA hay otras veinte cuyo único interés es ganar dinero a costa de un icono reconocido dentro de un género rentable sin haber reflexionado para nada en qué es lo que ha convertido a dicho monstruo en icono. Lo que a mí me parece realmente interesante de todo esto, sin embargo, es que, al margen de cuál sea la motivación de los cineastas, ésta acaba resultando indiferente, ya que la película resuena del mismo modo en el inconsciente colectivo. Y lo verdaderamente fascinante es comprobar cómo ese inconsciente colectivo va mutando y readaptando los mitos según las épocas y las circunstancias.


      La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, 1968.

      Cuando Bram Stoker escribió Drácula, por ejemplo, a ojos del gran público su nefando Conde representaba todos los temores propios de un caballero victoriano: el enemigo venido de Oriente que se infiltra insidiosamente en la noble Inglaterra para soliviantar sus principios, la influencia corruptora del sexo, la reevaluación del papel de la mujer en la sociedad, etc. En 1992, sin embargo, el temor a la inmigración o a la renovación de los roles sociales quedaba completamente diluido ante una oleada de miedo mucho más intensa: el miedo al contagio. De igual manera, mientras que la versión original de Dawn of the Dead (George A. Romero, 1978) hablaba de los peligros del consumismo descontrolado y de la desaparición de la «pequeña América» propiciada por la eclosión de las grandes cadenas y de unos centros comerciales que convierten a los ciudadanos en masas descerebradas de consumidores (en zombis, vaya), el remake de Zach Snyder de 2004, aunque conserva el esquema argumental, es claramente una fábula post 11-S en la que una comunidad concreta se ve violentamente atacada por sorpresa y queda completamente aislada en un entorno tecnológico, rodeada por un enemigo primitivo pero mortal. Mismas historias, mismos monstruos, metáforas distintas.


      Los muertos vivientes se dan un banquete en Zombi, de George A. Romero, 1978.

      Esa habilidad para representar distintos temores en distintas épocas es una de las características principales de todo icono del terror que se precie: Drácula, el monstruo de Frankenstein, el hombre lobo, el doctor Jekyll (o su primo Norman Bates)… son arquetipos tan mutables que no cuesta nada imaginar varias versiones alternativas, complementarias o incluso contradictorias de todos ellos. Y esa mutabilidad, me parece a mí, es probablemente la clave de su pervivencia. Es también la causante de que en estos últimos años hayamos visto la ascensión meteórica a primera división de un nuevo mito del horror: el muerto viviente. Y si digo «nuevo» no es porque quiera obviar las películas clásicas de Romero ni la oleada de subproductos italianos con las que entramos en contacto con el género todos aquellos que crecimos en los ochenta, sino porque me parece sinceramente que, al margen del enorme cariño que le podamos tener los aficionados, el zombi como icono del horror no ha logrado alcanzar una trascendencia real en la cultura mayoritaria hasta esta primera década del siglo XXI. La cantidad de películas, juegos, novelas y tebeos que se han sumado en estos últimos años al «fenómeno zombi» no tiene parangón en ningún otro momento en la historia de la cultura popular. Y es lógico que así haya sido, ya que nunca había dispuesto de un caldo de cultivo tan propicio. Estamos hablando de una década en la que el vampiro, probablemente el imbatido campeón de la liga del horror durante los ochenta y los noventa, ha pasado por un proceso de domesticación tal que ha acabado convertido en un ídolo de jovencitas asexuado y descolmillado. Mientras tanto, el muerto viviente, un monstruo tan básico que resulta difícilmente adulterable y por lo tanto una encarnación mucho más genuina del horror en estos tiempos de continuo revisionismo, ha pasado a multiplicar sus contenidos metafóricos, siendo capaz de encarnar: el contagio (28 días después, Rec), el terrorismo (la idea de que un miembro de una sociedad occidental resulte de repente ser un enemigo infiltrado capaz de volar un edificio tiene su perfecto paralelismo en esos personajes que ocultan su mordedura y acaban volviéndose contra sus amigos), la enorme división tecnológica y ideológica entre Occidente y el resto del mundo, cuando no entre ricos y pobres dentro de nuestra misma sociedad (El amanecer de los muertos y la injustamente infravalorada La tierra de los muertos), la rapacería industrial (Resident Evil) e incluso la estupidez de una población adormecida a base de telebasura (como en la interesantísima Dead Set). Tras una década de bonanza económica, de especulación, de pelotazos, de culto al triunfador (al vampiro) nos encontramos de repente con que o bien los zombis llevan mordiéndonos un buen tiempo y sólo ahora nos acabamos de dar cuenta (¿qué mejor metáfora que el muerto viviente para una sociedad que sufre las consecuencias de una economía fundada en la voracidad ilimitada de banqueros, estafadores piramidales y demás?), o bien los muertos vivientes somos nosotros, que vagamos adormecidos y adocenados entre las ruinas a las que nos han condenado los que viven refugiados en el supermercado (una idea fenomenalmente reflejada en Zombies Party).


      ¡Nosotros somos los muertos vivientes! The Walking Dead # 24, de Robert Kirkman y Charlie Adlard.

      Sea como sea, los zombis han llegado para quedarse y parecen estar abriéndose paso rápidamente hasta lo más alto de la cadena alimenticia entre los arquetipos del horror (tal y como corresponde a una época obsesionada por las plagas, sean éstas avícolas o porcinas). No sólo lo constatan las películas, sino también tebeos como The Walking Dead (un título que hace veinte años se habría considerado anticomercial y que ahora se cuela en las listas de los más vendidos), novelas como Cell o World War Z (entre otras muchas bastante menos destacadas) o inventos como el Pride and Prejudice and Zombies de Seth Grahame-Smith, un autor de libros paródicos al que un buen día se le ocurrió reeditar la novela original de Jane Austen añadiéndole pasajes de cosecha propia para convertirla en una novela de muertos vivientes, un buen ejemplo de auténtica zombificación dentro de una cultura cada día más dada a canibalizarse a sí misma que, a pesar de todo (y eso es lo que más miedo da en este caso), está cosechando un notable éxito comercial. Las imitaciones, reinvenciones y secuelas de demás clásicos actualmente en dominio público no se harán esperar. En octubre, por cierto, llegará una de las que peor pintan: Dracula The Undead, una secuela «autorizada» del clásico de Stoker, firmada a medias entre un sobrino bisnieto de éste y un supuesto estudioso de la obra; al margen de la evidente maniobra comercial (la típica que, por desgracia, suele llamar la atención de los medios) mucho me temo que la sinopsis del libro descarta cualquier tipo de digna continuación a la inmortal obra del pelirrojo irlandés.

      Izquierda: Orgullo y prejuicio y zombis. Derecha: Simon Pegg en Zombies Party.

      Resumiendo: cuando hasta la revista Time le presta atención al fenómeno, es que algo está pasando. Y teniendo en cuenta el actual clima económico y social, lo más probable es que la cosa vaya para largo. Sirva a modo de conclusión esta otra reflexión de David J. Skal a propósito del primer gran boom comercial del cine de terror durante los años treinta, que a día de hoy vuelve a tener cierta resonancia.

      «Para enero de 1931, los vagos temores que habían acosado a la economía durante el año anterior se hicieron reales: el Comité de Emergencia de Ayuda al Desempleo del presidente Hoover confirmó las cifras: la Depresión era real y empeoraba a diario. Un par de meses más tarde, el banco nacional austriaco quebró, iniciando el colapso económico de Europa. En Alemania, la crisis resultante contribuiría significativamente a la pesadilla embrionaria del Nacional Socialismo. Durante un periodo de doce meses que coincidió con los momentos más oscuros de la Gran Depresión, cuatro arquetipos del horror de Hollywood [Drácula, el monstruo de Frankenstein, Dr. Jekyll y el Hombre Lobo] fueron lanzados o preparados para el consumo público. Los peores años del siglo para Norteamérica iban a ser los mejores años para los monstruos».

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      lunes 11 de mayo de 2009

      El inconveniente de tener dos cabezas

      Me fastidia tener últimamente el blog tan abandonado, pero como suele pasarme todos los años en los dos o tres meses anteriores al verano, me ha caído encima una lluvia de encargos «de última hora» que no me deja demasiado tiempo para nada más. Aprovecho una rápida pausa para ofreceros al menos un pequeño y curioso anticipo de uno de esos trabajos. Aunque aún no puedo dar demasiados detalles, se trata de una recopilación de cuentos entre los que se cuenta «El inconveniente de tener dos cabezas», un relato ilustrado de G. K. Chesterton que ha hecho que me acordase de No me dejes nunca, aquel tebeo de Jason en el que Hemingway, Scott Fitzgerald, James Joyce y Ezra Pound eran dibujantes de cómic en vez de escritores. No es que a Chesterton se le hubiera podido llegar a considerar ni en el mejor de los casos un historietista, pero sí que demostró tener evidentes aptitudes para el dibujo, lo que ha hecho que me plantee: ¿cómo habría cambiado la percepción general del público acerca de los tebeos si más autores reputados hubieran aunque sólo fuera tonteado con el medio? Aquí os dejo, a modo de muestra, cuatro páginas de este curioso trabajo del autor de El hombre que fue jueves pero no dibujante de cómics. Las imágenes se amplían pinchando sobre ellas.

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      domingo 19 de abril de 2009

      Paisajes de la mente

      James Ballard. Foto: Adam Broomberg & Oliver Chanarin.

      «Todo se está volviendo ciencia ficción. De los márgenes de una literatura casi invisible ha surgido la realidad intacta del siglo XX». J. G. Ballard

      Esta mañana ha fallecido el escritor británico J. G. Ballard, una noticia no por esperada menos lamentable. Ya en su último libro, las memorias Milagros de vida, publicado el año pasado, el autor poco menos que se despedía de sus lectores con las siguientes palabras:
      «En junio de 2006, tras un año de molestias y dolores que yo había atribuido a la artritis, un especialista me confirmó que sufría de cáncer de próstata avanzado que se había extendido por mi columna y costillas. Curiosamente, la única parte de mi anatomía que no parecía afectada era mi próstata, un rasgo común de la enfermedad. Pero una imagen por resonancia magnética, desagradable procedimiento consistente en yacer en una especie de ataúd electrónico, despejó todas las dudas. Tras haberse originado en mi próstata, el cáncer había invadido mis huesos.
      Me puse bajo los cuidados del profesor Jonathan Waxman, del departamento de cáncer del Hammersmith Hospital en Londres. El profesor Waxman es uno de los principales especialistas en cáncer de próstata de este país y me rescató en un momento en el que me sentía agotado por los dolores intermitentes y el temor a la muerte que oscurecía cualquier otro pensamiento en mi cabeza. Fue Jonathan quien me convenció de que en un par de semanas a partir del tratamiento inicial el dolor me abandonaría y empezaría a estar más cerca de sentirme como de costumbre. Esto demostró ser cierto y durante el pasado año, excepto por una o dos recaídas menores, me he sentido notablemente bien, he sido capaz de trabajar y he podido disfrutar de mis visitas a restaurantes y de la compañía de mis amigos y familia.
      Jonathan siempre ha sido completamente franco conmigo y no deja que me haga ilusiones acerca del inevitable desenlace. Pero me ha animado a llevar una vida todo lo normal que pueda, y me alentó cuando le dije, a primeros de 2007, que me gustaría escribir mi autobiografía. Ha sido gracias a Jonathan Waxman que encontré la voluntad para escribir este libro
      Jonathan es muy inteligente, considerado y siempre amable, y tiene la rara habilidad de ver el tratamiento médico desde el punto de vista del paciente. Me siento muy agradecido de poder pasar mis últimos días bajo el cuidado de este médico sabio, decidido y amable».
      Shepperton, septiembre de 2007

      Dos portadas que me encantan, diseñadas por Henry Sene Yee para la
      reedición norteamericana de Super Cannes y La isla de cemento.


      Semejante cierre no daba cancha para muchas esperanzas, pero aun así algunos seguíamos confiando egoístamente en que, quizá, Ballard sacara fuerzas de flaqueza para darnos una última novela, una última alegría. Lógicamente, tenía cosas más importantes que atender, y ese remoto capricho de lector antojadizo deberá quedar ya para siempre insatisfecho. Ahí quedan, en cualquier caso, novelas de referencia como El mundo sumergido, Rascacielos, La isla de cemento, Crash, Noches de cocaína, El imperio del sol o la todavía inédita en España Kingdom Come Bienvenidos a Metro-Centre, su última obra de ficción, publicada en Gran Bretaña en septiembre de 2006, punzante y visionaria como las otras en su sangrante radiografía de una realidad dislocada en la que, espeluznados, nos podemos reconocer sin apenas disfraces. Y es que, como afirmaba el propio Ballard, «Teniendo en cuenta que nuestra realidad externa es una ficción, el papel del escritor es casi superfluo. No tiene necesidad de inventar la ficción porque ésta ya está aquí».
      De hecho, a pesar de que se le suele clasificar como un autor de ciencia ficción, él solía resistirse a dicha categorización. Como explicaba en esta excelente entrevista de hace dos años, «Yo no considero que novelas como Crash, Rascacielos o La isla de cemento sean de ciencia ficción. Y creo que mucha gente sólo las describe como ciencia ficción porque de ese modo pueden neutralizar la incómoda sensación que desprenden. Ciertamente no forman parte del Realismo que domina la ficción moderna; en realidad sólo he escrito una novela «realista»: El Imperio del sol. No, creo que pertenecen más bien a otra tradición literaria, una que se remonta a Sade y que fue continuada por autores como Genet o Celine. Los chicos malos de la literatura, si quieres. Una tradición extraordinariamente poderosa que maneja las verdades que la gente no quiere oír. Yo siempre me he visto como una especie de moralista, de pie junto a la carretera con un cartel en el que se puede leer: ¡Atención, curvas peligrosas, conduzcan con cuidado!».

      Otras dos brillantes portadas de Henry Sene Yee, en este caso las de
      La bondad de las mujeres
      y El día de la creación.


      Sobre el origen de su inconfundible y particularísimo estilo, añadía: «Si me preguntas quiénes fueron realmente mis influencias, debo decir que no fueron tanto ningún escritor como pintores como Max Ernst, Salvador Dalí, Giorgio di Chirico, René Magritte. Los surrealistas. Quería crear con palabras lo que ellos creaban sobre sus lienzos. Esos paisajes oníricos, esa manera fascinante de plasmar artísticamente estados psicológicos. De adolescente, viví la situación más surrealista que puede vivirse en este planeta: la guerra. Sales a la calle y la mitad de las casas están en ruinas. La guerra está llena de sorpresas surrealistas, de imágenes surrealistas. En aquel entonces me resultó evidente que algo en la cultura humana estaba dando un giro espantosamente retorcido. Y como artista, como escritor, quería comprenderlo. Me interesa mucho la patología social, lo que realmente nos impulsa en nuestras vidas cotidianas. En mis novelas describo paisajes mentales, como los pintados por los surrealistas en sus cuadros».

      A través de esos paisajes mentales, Ballard retrató como pocos autores las psicopatologías del hombre moderno y la quebradiza naturaleza de los esquemas sociales que a menudo damos por estables y seguros. Nacido en Shanghai e internado en un campo de concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial, Ballard llegó desde muy temprana edad a la conclusión de que «lo que consideramos la realidad convencional, esta tranquila calle suburbana en la que vivo ahora, por ejemplo, no es más que un escenario que puede ser barrido en cualquier momento». En su gran mayoría, su obra representa una exploración sin igual en la literatura contemporánea de esa naturaleza caótica: la sociedad de consumo, las autopistas gigantescas e interminables, los complejos vacacionales y urbanísticos aislados en sí mismos, los espacios de tránsito permanente como los aeropuertos y los hoteles, los centros comerciales como aglutinantes de una masa embrutecida por el aburrimiento, todo lo que, en fin, caracteriza la vida moderna en Occidente, aparece retratado, tipificado y diseccionado en obras escritas hace diez, veinte, treinta años.

      J. G. Ballard se nos ha marchado hoy, justo en un momento en el que sus novelas son más relevantes que nunca. Aquellos a los que ha dejado atrás seguiremos viviendo en su mundo. ¿Cómo no hacerlo? Basta salir a la calle para encontrarse de bruces con él.

      Tres páginas web sobre J. G. Ballard que merece la pena visitar:

      Libros , 3 comentarios

      I’m the underdog. I don’t mind ‘cause I can handle it.
      «Underdog». Sly & The Family Stone
      Popsy