A pesar de su ya considerable producción como autor y de haber prestado su sello inconfundible como ilustrador a varias obras de Chesterton, Henry James, W. H. Auden, Kafka, Beckett, Pushkin, Bradbury, Yourcenar, Simenon, Saki, Kierkegaard o Poe, Gorey no consiguió acceder al gran público hasta que en 1972 la editorial Putnam publicó la antología Amphigorey, cuyo enorme éxito propició la aparición posterior de otros dos excelentes recopilatorios: Amphigorey también (Amphigorey Too, 1974; edición española en Valdemar, 2003) y Amphigorey además (Amphigorey Also, 1983; edición española en Valdemar, 2005). La popularidad de Gorey recibió un nuevo empujón gracias a sus innovadores diseños de vestuario y a su escenografía para la versión teatral de Drácula en Broadway protagonizada por Frank Langella (el actor repetiría papel en la versión cinematográfica de 1979 dirigida por John Badham).
Dos de los carteles teatrales de Edward Gorey. Pincha para ampliar.
Gorey, que recibió la oferta de hacerse cargo de los diseños de la obra tan sólo dos semanas antes de que ésta fuera a estrenarse, anunció que sería un milagro que consiguieran acabar a tiempo, pero ideó unos ingeniosos sets en blanco y negro con ocasionales manchas de rojo y murciélagos de trapo cosidos a los muros, cortinas y camas del atrezzo, que no sólo resultaron ser tremendamente eficaces sino que además le dejaron tiempo suficiente como para encargarse también de la cartelería y los programas de la obra, que permanecería en escena del 20 de octubre de 1977 al 6 de enero de 1980, o lo que es lo mismo: durante 925 representaciones.
Su labor creativa en Drácula le procuró un premio Tony y, lógicamente, decenas de nuevos encargos, como trabajos de ilustración para revistas como Squire, Harper’s, TV Guide, Sports Illustrated, Vogue, National Lampoon, The New York Review of Books, The New Yorker y Playboy, entre muchas otras, y una cortinilla animada de presentación para la serie Mystery!, del canal PBS, que permanecería en antena veinte años y en la que pudo reflejar su fascinación por la obra de Agatha Christie. Derek Lamb, responsable de animar los dibujos de Gorey, comentaría años después: «Su trabajo parece inspirado por lo peor de la naturaleza humana y las formas más elevadas del arte. Ésa es la contradicción que creo que Gorey presentaba en su trabajo, y lo hizo una y otra vez. En palabras de Edmund Wilson: «Es poesía y veneno». Nos sentimos fascinados y repelidos».
Sin embargo, el recién adquirido éxito hizo escasa mella en el autor, quien siguió haciendo gala de su extravagante comportamiento y su no menos extravagante apariencia (solía pasear por Manhattan vestido con unos sencillos vaqueros y una camisa blanca, si bien abrigado con pieles de astracán y habitualmente tocado con un sombrero de mapache; además, se llenaba las manos de anillos y solía adornar sus lóbulos con pendientes de pirata), reservando su pasión incondicional únicamente para las bailarinas de ballet, a las que adoraba. Hasta tal extremo llegaba su amor por la danza, que durante muchos años mantuvo simultáneamente un apartamento en Manhattan y una casa en Cape Cod, a la que se retiraba en cuanto acababa la temporada de ballet. Cuando el coreógrafo Georges Balanchine murió en 1983, Gorey afirmó que ya no había nada que le retuviera en Nueva York y abandonó definitivamente la gran ciudad para instalarse en una casa bicentenaria en Yarmouth Port. Libros como El murciélago dorado (The Gilded Bat, 1967) y El leotardo lavanda (The Lavender Leotard, publicado originalmente en tres entregas de la revista Ballet Review entre 1966 y 1967) reflejan perfectamente su fascinación.
El ballet fue una de las grandes pasiones de Gorey.
Unamos a todo esto los motivos principalmente macabros de la mayor parte de su obra, su modo grandilocuente y deliberadamente arcaico de hablar (trufado habitualmente de galicismos) y su actitud no arisca pero sí desde luego huidiza (disfrutaba de la soledad y no acudía casi nunca a abrir la puerta, a no ser que el visitante diera unos golpecitos con los nudillos en alguna ventana), y entenderemos el por qué de su fama de huraño. Sin embargo, según sus allegados, este retrato no hacía justicia al Gorey real, un hombre que, efectivamente, vivía completamente feliz sin tener demasiado contacto con la gente, pero que por otra parte participaba de un modo más o menos activo en la vida de su comunidad, que siempre recibía con amabilidad a los entrevistadores (aunque prefiriese hablar de cine antes que de su propia obra*) y que todos los años producía obras de marionetas en Cape Cod, interpretadas por su pequeña troupe teatral de cuatro personas: Le Théâtricule Stöic. Generalmente, adaptaba su propias obras, porque «si escribes un libro y lo ilustras, ahí acaba todo. Todas las posibilidades de la obra, salvo las que has escogido, quedan automaticamente canceladas. Pero con el teatro puedes hacer una y otra vez la misma obra y nunca es igual dos noches seguidas». Aunque las representaciones de marionetas estuvieran enmarcadas dentro de una serie de actividades culturales para los niños organizadas por la comunidad, Gorey defendía la pluralidad de su público: «Hay desde niños muy pequeños hasta gente de casi cien años con un pie en la tumba. Me niego a pensar en el público. Creo firmemente en no escribir para ningún público determinado».
Una de las características más llamativas de Edward Gorey como autor es su absoluta falta de parangón con cualquier otro artista del siglo XX. Todavía hoy, cuando su obra empieza a ser mundialmente reconocida y tras décadas de exposición comercial, resulta difícil no asombrarse ante el hecho de que un autor cuyas referencias más cercanas se encontraban en el siglo XIX y cuyo sentido del humor seco y violento anticipaba en cuarenta años el cínico postmodernismo de los noventa, encontrara trabajo en algunas de las más importantes editoriales norteamericanas y acabara consiguiendo para sus obras, decididamente minoritarias tanto en espíritu como apariencia, una distribución poco menos que masiva. Choca igualmente la aceptación conseguida por su particular uso del lenguaje**, su amor por los arcaísmos, su manera de jugar con los vocablos, con sus significados, con las imágenes que puedan conjurar, así como el modo completamente personal de escribir buscando el sentido humorístico no en el sentido de las palabras sino en las palabras mismas, aún a riesgo de diluir la inteligibilidad del texto, algo que en ocasiones incluso buscaba premeditadamente.
Antes hemos mencionado a escritores como W. F. Harvey, W. W. Jacobs o Charles Dickens, a los que ahora habría que añadir otros como E. F. Benson o, sobre todo, Jane Austen, de la cual llegó a decir que, si su estilo de dibujo lo había adquirido admirando a ilustradores como E. H. Shepard, Sir John Tenniel o Gustavo Doré, su sensibilidad surgía directamente de los libros de esta autora. Tampoco es muy de extrañar que su pintor favorito fuera Goya, teniendo en cuenta la temática macabra de muchas de sus obras y sus también numerosos grabados, un estilo que tuvo una influencia decisiva en el inconfundible rayado de Gorey. Por otra parte, es dudoso que pudiera haber llegado a existir un Edward Gorey tal y como hoy lo conocemos de no ser por la poderosa influencia de la primera revista satírica de la historia: el semanario británico Punch. Tal y como el mismo Gorey afirmaba: «Por supuesto, todo esto se remonta a Thomas Hood, que escribió algunos [poemas muy inteligentes] bastante violentos, no necesariamente para niños —no sé si aparecieron en Punch o no—. No sé quién sería la primera persona en hacer esto, pero sospecho que va mucho más atrás de lo que pensamos».
Las tremebundas historias de El desván del listado.
La referencia a Thomas Hood dista mucho de ser gratuita. Hood (1799 – 1845) nació en Londres, hijo de un librero escocés, y aunque empezó trabajando como grabador, acabó siendo subdirector del London Magazine y editor de la revista literaria The Gem, en la que publicó obras de Tennyson. Aunque en la actualidad está considerado un poeta menor de la era victoriana, en su día fue bastante conocido por sus versos satíricos —muchos de ellos autopublicados— y llegó a gozar de cierta repercusión a nivel europeo gracias a un largo poema llamado The Song of the Shirt [La canción de la camisa], publicado de manera anónima en Punch en 1843, en el que atacaba la explotación laboral. Sus versos no sólo fueron imediatamente reimpresos por el London Times y alabados por varios de los escritores más importantes de la época —incluido Dickens—, sino que además anticipan y conjuran a la perfección el ambiente y el tono que Gorey recrearía luego en obras como La niña desdichada o El rombo fatal:
With fingers weary and worn,
With eyelids heavy and red,
A woman sat, in unwomanly rags,
Plying her needle and thread–
Stitch! stitch! stitch!
In poverty, hunger, and dirt,
And still with a voice of dolorous pitch
She sang the “Song of the Shirt”
La muerte monta en bicicleta. Otro de los «cromos» de El radio roto.
Otro autor contemporáneo de Hood, más decisivo si cabe para la formación de Gorey, fue sin duda Edward Lear (1812 – 1888), el autor de A Book of Nonsense [El libro de los disparates] una colección de limericks o quintillas humorísticas ilustradas por él mismo y publicadas en 1846 que tendrían un peso determinante en las primeras obras de Gorey, especialmente en El desván del listado, que sigue al pie de la letra la estructura de las cancioncillas de Lear:
There was a Young Lady whose chin,
Resembled the point of a pin;
So she had it made sharp,
And purchased a harp,
And played several tunes with her chin.
There was an Old Man on some rocks,
Who shut his wife up in a box;
When she said, “Let me out!”
He exclaimed, “’Without doubt,
You will pass all your life in that box”
Otra de las viñetas de El desván del listado, con un claro influjo de Edward Lear.
El éxito de esta obra, reimpresa repetidas veces, llevó a Lear a expandir el concepto y a escribir diversas novelitas —también ilustradas por él—, agrupadas bajo el nombre de Nonsense Stories [Historias disparatadas], entre las que habría que destacar, por su parentesco con obras de Gorey como La dresina de Willowdale (The Willowdale Handcar, 1962), El undécimo episodio (The Eleventh Episode, 1971) o La bicicleta epiléptica,The Story of the Four Little Children Who Went Round the World [La historia de los cuatro niñitos que dieron la vuelta al mundo], el relato de cuatro niños que se hacen a la mar en compañía de un gato para visitar tierras lejanas y absurdas en las que encuentran animales fantásticos. Por si eso fuera poco, Lear publicó también varios otros libros “disparatados” en los que reunió canciones, un tratado de botánica imaginaria e incluso una colección de alfabetos, no muy alejados en concepto (aunque sí en tono) de los que habría de crear Gorey un siglo más tarde. En todo caso, la mayor contribución de Lear a nuestro autor ha de ser sin duda su espíritu desprejuiciado y libre, que le llevó a abordar cualquier tema por disparatado que pareciese y que Gorey supo llevar más lejos que nadie, dándole a la vez a sus versos un sentido ulterior del que en general siempre carecieron los de Lear, mucho más livianos y exclusivamente humorísticos.
El diablo de Las conjuraciones irrespetuosas.
Gráficamente, sin embargo, Gorey no podía ser más diferente de Lear, artista de trazo suelto e incluso desgarbado, de línea escasa y tendencia a la caricatura gruesa. Para encontrar precedentes inmediatos de su estilo hay que remitirse, una vez más, a la revista Punch, en la que colaboraron regularmente tanto Shepard como Tenniel —a los que antes hacíamos referencia— así como el extraordinario John Leech (1817 – 1864), hoy recordado principalmente por haber sido el ilustrador de la primera edición de Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, y en su día uno de los más activos colaboradores del semanario, en el que trabajó desde 1841 hasta 1864 y para el que realizó unos 3.000 dibujos, la mayoría de ellos retratos costumbristas, escenas familiares y, sobre todo, callejeras. Sus retratos de viandantes, prostitutas, huérfanos, borrachos y miserables forman una perfecta galería de personajes “goreyana”.
Por último, no habría que descartar la más que probable influencia de grabadores medievales como Hans Holbein, cuyo Alfabeto de la Muerte podría considerarse un claro precedente de Los pequeñines macabros, de igual modo que resulta difícil no acordarse de Gorey al ver las estampas de libros como el Das Buch Belial (1473) de Jacobus de Teramo, cuya línea sencilla, composición plana y abundante fondo blanco a la hora de retratar las andanzas del diablo parecen sacados de Las conjuraciones irrespetuosas. No hay que olvidar, en fin, que una de las constantes de Gorey es prescindir por completo de los primeros planos y componer sus viñetas prácticamente como si fueran retablos, algo tan atribuible al influjo del medievo como a su pasión por Oriente en general y el ukiyo-e en particular. Son muchas y muy variadas influencias. Casi demasiadas, se diría, como para que pudieran llegar a cuajar de modo coherente en el pincel de un solo autor. ¿Pero qué podría esperarse, después de todo, de un hombre que leía prácticamente un libro al día, componía obras mezclando los argumentos de Hamlet y Madame Butterfly para su teatrillo de marionetas, bautizaba a sus gatos con nombres sacados de ignotas novelas japonesas, era adicto a los culebrones y coleccionaba grabaciones de El Mesías de Händel?
Viñeta de inspiración oriental para La gelatina azul.
Aunque, como solía decir él no sin cierta ironía, Gorey siga siendo en la actualidad «la perfecta pequeña figura de culto», lo cierto es que el interés por sus obras ha ido creciendo exponencialmente hasta convertirle en todo un fenómeno. «Ahora me llegan más cartas que antes», reconocía sonriente. Desde su fallecimiento el 15 de abril de 2000, cualquier objeto relacionado con Gorey acaba siendo pasto de los ávidos coleccionistas. Teniendo en cuenta que desde 1960 publicó al año un mínimo de uno o dos libros, más otra veintena de proyectos entre ilustaciones, portadas, producciones teatrales, cuadernos de muñecas de papel, recortables, series de postales, portadas para discos e incluso tarjetas de visita, no es de extrañar que sitios como e-bay se hayan convertido en punto de encuentro de los “goreyófilos” y que libros como el Goreyography de Henry Toledano (Word Play, 1996), en el que se recogen todas las obras, contribuciones, ilustraciones y merchandising de Gorey, se hayan convertido en obligatorios para los fans. En la actualidad, editoriales como Harcourt Brace reeditan lujosas ediciones facsímiles de sus primeros libros y los estudios empiezan a llegar desde lugares tan insospechados como Japón, donde en 2002 se publicó el volumen Edward Gorey No Sakai [El maravilloso mundo de Edward Gorey, Toshinobu Hamanaka]. La librería Gotham Book Mart de Manhattan, convertida en lugar de peregrinaje obligado para los aficionados de todo el mundo, mantiene toda una segunda planta dedicada a exhibir permanentemente originales y memorablia de Gorey. Incluso Kronos Quartet ha grabado un disco con versiones musicales de algunos textos escogidos de Gorey (Jacques: The Gorey End, Emi Classics, 2003). Como suele suceder en estos casos, también han empezado a salir a la luz obras póstumas. La primera de ellas, Cautionary Tales For Children, una colección de 7 relatos morales en verso escritos en 1907 por Hilaire Belloc, contiene nada menos que 61 ilustraciones nuevas del autor que llevaban casi dos décadas en un cajón.
Izquierda, programa de mano de Drácula. Derecha, Gorey frente al cartel de la obra.Pincha para ampliar.
La repercusión real de la obra de Edward Gorey en el actual panorama global y multimediático es difícil de calibrar, pero hay una cosa que desde luego sí podemos atribuirle, y es el haber combinado con éxito por primera vez en la historia de la narrativa gráfica una visión clínica y nada romantizada de la infancia con una utilización completamente amoral del concepto de la muerte. Por supuesto que los niños llevaban ya varios siglos muriendo en las narraciones populares antes de que llegara Gorey, pero sus muertes venían casi siempre marcadas por una causalidad moral. En el caso de los niños goreyanos, las muertes son completamente aleatorias y no obedecen a ningún plan de castigo; nada han hecho para merecer semejante destino. Un destino que ni siquiera los “niños buenos” pueden eludir. Por eso, leer a Gorey es ser consciente de la propia mortalidad y de su naturaleza caprichosa e impredecible. Leer a Gorey es aprender a reír frente al precipicio.
Notas * Tal era su pasión por el cine que, de hecho, llegó a escribir críticas semanales en el Soho Weekly con uno de sus múltiples seudónimos anagramáticos, Wardore Edgy, y viajó a Escocia en 1975 (el único viaje que hizo en su vida) con el único objetivo de ver los paisajes de una de sus películas favoritas: I Know Where I’m Going(Michael Powell y Emeric Pressburger, 1945).
** Comenta Theroux en The Strange Case of Edward Gorey (Fantagraphics Books, 2000) que una de las actividades favoritas de Gorey era crear o descubrir nombres que tuvieran sonoridad, sugerencia, gracia. No es de extrañar, pues, que fuera un enamorado de los seudónimos, generalmente anagramas de su propio nombre, de los cuales llegó a usar más de una veintena: Ogdred Weary, Mrs. Regera Dowdy, Eduard Blutig, Edward Pig, Raddory Gewe, Dogear Wryde…
Hace unas semanas, prácticamente al mismo tiempo que la reedición de La familia Addams y otras viñetas de humor negroque os comentaba anteayer, llegaba a las tiendas Amphigorey de nuevo, cuarto y último volumen en una serie de recopilatorios dedicados a reunir la práctica totalidad de las obras escritas e ilustradas por Edward Gorey. A propósito de ese lanzamiento, he decidido recuperar aquí un artículo que escribí en 2003 para el libro El día del niño, editado por Rubén Lardín para el festival de cine de Sitges. El subtítulo y el tema del libro era «la infancia como territorio para el miedo», y yo me encargué de redactar un texto titulado El horror ilustrado, en el que hablaba muy por encima de algunos tebeos centrados en la infancia y me centraba sobre todo en la obra de Gorey y de varios autores de manga japoneses. Parte del texto reapareció posteriormente, retocado y aumentado, en el número 27 de la revista U, en un artículo titulado «Maestros del manga de horror», pero la parte dedicada a Gorey no la había vuelto a recuperar nunca. Aquí está, pues, dividida en dos partes para no abusar de vuestra paciencia.
Ilustración perteneciente a El radio roto, una colección de «cromos» de ciclismo.
Piedras en la maquinaria: el extraño caso de Edward Gorey
El caso de Edward Gorey es decididamente único. Su presencia en el mercado americano sólo puede tener cierto paralelismo con la de otro francotirador del humor macabro como era Charles Addams, el creador de la familia Addams, con sus chistes sobre suicidas, asesinatos y monstruos para la revista The New Yorker. Sin embargo, mientras Addams tendía —consciente o inconscientemente— a limar las aristas de su obra mediante un estilo de cartoon decididamente cálido y la utilización de referentes cercanos plenamente asumidos por el acervo popular (vampiros, yetis, monstruos de Frankenstein, gangsters, maridos hartos de aguantar a la suegra, marcianos, etc.), Gorey se regodeaba en una absoluta ausencia de concesiones, desarrollando un grafismo decididamente complejo y sofisticado, en el que igual colaba referencias a Durero que citaba a Hokusai, y enfrentándose a la brutalidad sin coartadas de ningún tipo. Lógicamente, el público general va a estar siempre mucho más dispuesto a aceptar un chiste macabro protagonizado por un monstruo clásico o un gangster —iconos de ficción al fin y al cabo—, que un verso humorístico sobre las andanzas de un violador de niños. Como bien apuntaba Ernesto Martínez en el número 24 de la revista U (junio 2002), «tras la aparente ligereza y humor negro con que escribe sus versos, de alguna manera se reconocen conductas y personajes que preferimos etiquetar como ficción, aunque no estemos del todo convencidos […] En más de una ocasión el autor declaró su afición por los sucesos periodísticos de tipo criminal*, y en muchos momentos ésa es la sensación: la de informarse de un acto atroz, de manera asépticamente descriptiva, sin que se alcance a comprender las causas reales del crimen, y eso asusta». Edward Gorey era, pues, no sólo un artista al que no le preocupaba parecer accesible sino también un escritor como mínimo incómodo. De no haber sido por un cúmulo de afortunadas circunstancias y de su inquebrantable voluntad, perfectamente podría haber acabado condenado al ostracismo como un Henry Darger cualquiera.
Edward St. John Gorey había nacido en Chicago el 25 de febrero de 1925. Afirmaba haber aprendido a leer a la edad de 3 años y medio («nadie sabe cómo») y a los cinco años ya había leído dos libros decisivos para su formación: Drácula y Alicia en el país de las maravillas. A los ocho había terminado las obras completas de Víctor Hugo y muy pronto se convirtió también en un apasionado de Agatha Christie, sobre cuyas obras podía disertar interminablemente.
Gorey estudió en un instituto privado de Chicago, el Francis W. Parker High, donde pronto empezó a labrarse una temprana reputación como excéntrico debido a su afición a confeccionar muñecas de trapo que luego abandonaba en el interior del primer coche aparcado que le saliera al paso acompañadas de notas crípticas e intrigantes, y a hazañas como la de recorrer descalzo la Avenida Michigan con las uñas de los pies pintadas de verde. Su única educación artística formal la recibió en 1942, al participar en un curso de un semestre en el Art Institute de Chicago. Sin embargo, en 1943 tuvo que interrumpir sus estudios al ser llamado a filas. Una vez licenciado, se matriculó en Harvard para estudiar Filología Francesa y convertirse en uno de los miembros fundadores, junto a John Asbery, Frank O’Hara, V. R. Lang, Alison Lurie, William Matchett, Thornton Wilder y William Carlos Williams, del colectivo teatral Poet’s Theatre, para el que empezó a desarrollar, por una parte, sus habilidades como diseñador, cartelista y director escénico, y por otra, su gusto por el absurdo y las referencias culturales cuanto más oscuras mejor: «Todos estábamos muy interesados en ser avant garde. John Asberry y Frank O’Hara eran especialmente buenos a la hora de descubrir a gente de la que nadie más volvería a oír en años. [Aún hoy me siento] irracionalmente interesado por el surrealismo y el Dadá». El teatro seguiría siendo una de sus principales pasiones durante el resto de su vida, y llegaría a participar de un modo u otro en más de una treintena de obras, en capacidad de escritor, director o diseñador.
Dos ejemplos del trabajo de Gorey como portadista para Doubleday. La de la izquierda es de 1953. La de la derecha, de 1959. Pincha para ampliar.
Cuando se graduó en 1950, aún no tenía claro qué hacer con su futuro: «Quería tener una librería, hasta que trabajé en una**. Después pensé hacerme bibliotecario, hasta que conocí a unos cuantos que estaban locos», declaró al Boston Globe en 1988. Finalmente, Gorey decidió sacarle provecho a sus dotes para el dibujo y el diseño y en 1953 se trasladó a Nueva York, donde fue contratado como director artístico de la línea de libros de tapa blanda de la editorial Doubleday, para la que trabajó los siguientes siete años diseñando portadas enormemente llamativas gracias a sus ilustraciones y sus rótulos caligrafiados. Fue a raíz de su traslado a la Gran Manzana y de su entrada en el mundillo literario que Gorey empezó a destinar las noches a trabajar en sus propios libros, aunque la reacción de los editores distó mucho de ser positiva. Esta falta de interés no sólo no desanimó a Gorey, sino que le llevó a fundar su propia editorial, Fantod Press, cuyas tiradas mínimas le permitían encargarse él mismo de la distribución, vendiendo los libros directamente a las librerías. Su primera y peculiar mini-novela, El arpa no encordada (The Unstrung Harp) apareció aquel mismo año 1953, seguida de otras como El desván del listado (The Listing Attic, 1954), El huésped incierto (The Dubtfoul Guest, 1957), La lección práctica (The Object Lesson, 1958) y El rombo fatal (The Fatal Lozenge, 1960).
Dos ilustraciones incluidas en The Haunted Looking Glass. Pincha para ampliar.
En 1959 abandonó Doubleday para dedicar los siguientes tres años a trabajar como editor y director artístico de la colección Looking Glass, perteneciente al emporio Random House, para la que editó The Haunted Looking Glass [El cristal encantado, 1959] una antología —ilustrada, por supuesto— en la que recogió sus cuentos favoritos de fantasmas y que da buena cuenta de algunas de sus más destacadas influencias literarias (Blackwood, Stoker, Jacobs, Dickens, Harvey). Además, esta misma colección le brindó la oportunidad de publicar su primer libro en color, uno de los pocos que reconoció haber realizado con el público infantil en mente y el primero en conocer una distribución masiva: El libro de los bichos (The Bug Book, 1960).
Viñeta perteneciente a El Wuggly Ump, uno de sus pocos libros puramente infantiles.
Tras diez años trabajando en la industria del libro, Gorey no podía ni mucho menos afirmar ser un autor reconocido, pero sí había conseguido cierta notoriedad como ilustrador. Viendo, pues, que cada vez le salían más encargos y que por primera vez una editorial grande, la poderosa Simon & Schuster, se interesaba por una de sus obras, decidió independizarse y compaginar su labor como ilustrador con la creación de sus libros. Así, en 1963 aparecía la que quizá sea su obra más recordada, Los pequeñines macabros (The Gashlycrumb Tinies), recogida junto a El Dios Insecto (The Insect God) y El ala oeste (The West Wing) en un sólo libro editado por Simon & Schuster: The Vinegar Works, tres volúmenes de enseñanza moral, un título más bien irónico, ya que pocas moralejas podían extraerse de ninguna de las tres obras. La primera, un alfabeto*** en el que cada letra corresponde a un niño muerto («La A es de Amy, que se cayó por las escaleras. La B es de Basil, atacado por osos…»), es quizá el ejemplo más depurado del modo en el que el autor es capaz de unir el humor con la asepsia expositiva, generando no sólo la risa sino también cierta sensación de inquietud provocada por la asunción de que los niños de Gorey mueren de un modo tan físicamente tangible y generalmente absurdo como lo harían en la vida real, algo que pocos autores de ficción se atreven a reflejar en sus obras y que Gorey es capaz de plasmar en toda su crudeza, no como un hecho excepcional sino sencillamente como algo lógico y habitual (observación que, de tan fría y certera, estremece), mediante apenas una frase. Por otra parte, es una nueva incursión en el terreno de la infancia, campo al que ya se había asomado mediante dos libros autoeditados: El bebé bestial (The Beastly Baby, 1962), la historia de un bebé tan desgradable que lleva a sus padres a intentar librarse de él por todos los medios, y La niña desdichada (The Hapless Child, 1961), una inteligentísima vuelta de tuerca al tópico de la huerfanita dickensiana capaz de helarle la sangre al más pintado con su refinada crueldad.
La huérfana protagonista de La niña desdichada es vendida a un bruto alcoholizado.
Algo debió encajar en el cerebro de Gorey al realizar estas tres obras, o sencillamente el autor se dio cuenta de que había dado con una aproximación o un punto de vista claramente personal y sumamente eficaz, ya que posteriormente volvería a utilizar repetidamente a niños como los protagonistas de sus tragicomedias. Observando en conjunto una obra tan dispar como para incluir libros protagonizados por los más variopintos personajes —el criador de leones de Los leones perdidos (The Lost Lions, 1973), la malvada señorita Squill de Las conjuraciones irrespetuosas (The Disrespectful Summons, 1973) o la baronesa demente de Las cuentas verdes (The Green Beads, 1978—, animales —el peludo fantod calzado con bambas de El invitado incierto, los siniestros bichillos de El libro sin título (The Untitled Book, 1971) o el amorfo pajarraco de El pájaro osbick (The Osbick Bird, 1970)— e incluso objetos —el calcetín de El calcetín abandonado (The Abandoned Sock, 1970) o los alfileres y botones de Una tragedia inanimada (The Inanimate Tragedy, 1966)—, lo cierto es que una de las escasas constantes temáticas de Gorey es la repetida invocación de la infancia como fuente de nostalgia, aventura o, sencillamente, muerte.
Más ejemplos de portadas de Gorey. La de la izquierda es de 1960.La de la derecha, de 1994. Pincha para ampliar.
En El Dios Insecto, por ejemplo, una niña es raptada, aprovechando un despiste de su niñera, por un grupo de insectos gigantes que quieren sacrificarla a su Dios. Su desaparición es absurda, arbitraria y se intuye dolorosa. En El Wuggly Ump (The Wuggly Ump, 1963), tres chavales son perseguidos y finalmente devorados por una bestia mítica. En El niño pío (The Pious Infant, 1966), un pequeño santurrón muere de pulmonía tras intentar hacer una buena obra en mitad de una tormenta. En La bicicleta epiléptica (The Epipleptic Bicycle, 1969), una pareja de hermanos que suele dirimir sus diferencias a golpes de mazos de cricket sale de viaje y regresa al hogar 173 años más tarde para descubrir un obelisco erigido en su memoria. En La vuelta de la tortilla (The Tuning Fork, 1990) una niña se ve impulsada al suicidio debido a la incomprensión de sus padres; afortunadamente, hace amistad con un monstruo submarino que se encargará de poner las cosas en su sitio. En La broma estúpida (The Stupid Joke, 1990), el joven Fiedrich se niega a levantarse de la cama en todo el día; cuando finalmente cae la noche y se dispone a salir sin que nadie le vea, la cama le atrapa y le hace desaparecer.
En todo caso, si hay algún relato de este “ciclo” que despunte sobre todos los demás, ése ha de ser La pareja abominable (The Loathsome Couple, 1975), la descarnada y escalofriante historia de una pareja de parias sociales (a los que Gorey nos presenta ya en su tierna infancia) que, tras crecer para reconocer su afinidad, intentan consumar su relación asesinando niños, ya que son incapaces de consumarla sexualmente. Pocas veces se ha mostrado el autor tan frío y distante respecto a los hechos narrados. La sucesión de imágenes desnudas, acompañadas de frases entrecortadas y despojadas de todo adorno («Pasaron la mayor parte de la noche asesinando a la niña de varios modos») acaban propinando una patada en el estómago difícil de superar.
Notas * Según su biógrafo Alexander Theroux, Gorey era un perfecto conocedor de todos los casos criminales de la historia: el Estrangulador de Boston, el Destripador de Yorkshire, la Dalia Negra, el caso Profumo… Añade también que el autor solía presumir de haber visto todas las películas de slashers jamás realizadas. Esta predilección por lo macabro y lo criminal fue desde un primer momento una de las características que más dieron que hablar sobre la obra de Gorey. En todo caso, cuando en las entrevistas le preguntaban por qué tantas de sus historias giraban en torno al asesinato y la violencia, Gorey solía justificarse respondiendo: «Bien, no lo sé. Supongo que estoy interesado en la vida real. El crimen nos cuenta con detalle el modo en el que realmente viven las personas». The Strange Case of Edward Gorey, Alexander Theroux, Fantagraphics Books, 2000.
** Efectivamente, Gorey trabajó en una librería los tres años que pasó viviendo en Boston (1950-1953), tiempo que también aprovechó para escribir centenares de versos, algunos de los cuales acabarían incorporándose a su segundo libro, El desván del listado (The Listing Attic, 1954).
*** Una forma de estructurar particularmente querida por Gorey, que ya había utilizado en El rombo fatal y que volvería a repetir en El zoo total (The Utter Zoo, 1967), Los obeliscos chinos (The Chinese Obelisks, 1970), La gloriosa hemorragia nasal (The Glorious Nosebleed, 1975) y El abecedario ecléctico (The Eclectic Abecedarium, 1985).
Ya, ya sé que últimamente tengo el blog abandonadísimo, pero de verdad que tengo un buen motivo para ello. Bueno, en realidad son dos, pero como aún faltan un par de semanas para que pueda empezar a hablaros de ellos, he decidido aprovechar la reciente edición de dos traducciones que hice hace algún tiempo para Valdemar para recuperar dos textos que, me parece, se complementan bastante bien el uno al otro. El primero, que es el que os traigo hoy, es el prólogo que escribí para el volumen La Familia Addams y otras viñetas de humor negro, publicado originalmente en diciembre de 2004 en el número 66 de la colección Avatares y reeditado ahora en bolsillo en el nº 284 de la colección El Club Diógenes. Allá va.
Charles Addams en plena faena. Foto: George Silk/LIFE, octubre de 1948.
La familia y uno más: el humor de Charles Addams
Cuando Charles Addams falleció en 1988, William Shawn, editor de The New Yorker entre 1951 y 1987 (además de hombre nada dado a la hipérbole, según aquellos que le conocieron), escribió un tributo al difunto en el que destacaba, por encima de todas, la siguiente frase: «The New Yorker no estuvo completa hasta que Addams empezó a publicar en ella». Un elogio sin duda merecido, pero no por ello menos colosal, teniendo en cuenta que dicha publicación llevaba casi una década recogiendo en sus páginas la obra de varios de los más influyentes y revolucionarios ilustradores de la historia del humor gráfico estadounidense antes de que Addams se sumara a sus filas. The New Yorker, semanario de vocación sofisticada, metropolitana y humorística, fundado por Harold Ross en 1925, se había caracterizado ya desde su primer número por la abundancia y la calidad de sus propuestas gráficas, entre las que podríamos destacar la exuberancia diletante de Peter Arno, con sus enérgicos pincelazos y su uso de la mancha, la libertad de trazo de los cinéticos y siempre expresivos garabatos de James Thurber o la línea segura, geométrica e inmaculada de George Price. Guiados por la firme mano conductora de Ross, los artistas del New Yorker (sin olvidar a los numerosos «idea-men» contratados para surtirles de gags) contribuyeron a fundar un nuevo estilo de humor más dinámico e ingenioso que crearía escuela, basado en un recurso hasta entonces poco o mal explotado: el «one-liner», o viñeta acompañada de una única línea de texto.
Charles Addams haciendo el ganso. Foto: George Silk/LIFE, octubre de 1948.
Como bien explicaba M. Thomas Inge en su artículo «The New Yorker Cartoon and Modern Graphic Humor», aparecido en la revista Studies in American Humor*, «los chistes con una única línea de texto ya habían aparecido en prácticamente todas las primeras revistas de humor, tanto europeas como americanas, pero no con una voluntad tan sistemática de desarrollar todo su potencial cómico. Para que el one-liner funcionara a la perfección, el autor debía establecer claramente qué personaje era el que estaba hablando. De modo que, o bien el dibujo debía resaltar algún gesto verbal evidente por parte del personaje adecuado, o el texto debía sugerir en sí mismo, y sin dejar lugar a dudas, quién lo estaba pronunciando, dos principios cuya aplicación distinguiría inmediatamente las viñetas pobremente ejecutadas de las realmente trabajadas».
Otro rasgo definitorio del one-liner, sin duda el más difícil de aplicar, y en el que reside todo su potencial cómico, es el de la simultaneidad. Tanto el dibujo como el texto deben funcionar simultáneamente a un mismo nivel, de modo que la conjunción de ambos produzca un efecto que ninguno de los dos habría tenido por sí solo. Es más, en el caso de los auténticos maestros del one-liner, suele ocurrir que ni el dibujo ni el texto tienen el más mínimo sentido por sí solos, y es al leerlos conjuntamente cuando, como por arte de magia, aparece la risa conjurada de una aparente nada. «Este último aspecto», concluye Inge, «hizo a la mayoría de las revistas de humor contemporáneas de The New Yorker anticuadas e irrelevantes». Charles Addams, qué duda cabe, fue uno de los principales artífices de esta revolución.
La cara amable de Charles Addams. Foto: George Silk/LIFE, octubre de 1948.
Addams nació el 7 de enero de 1912 en Westfield, Nueva Jersey, hijo de un arquitecto naval. Empezó a dibujar, como muchos otros, copiando sus tiras de prensa favoritas, Skippy y Krazy Kat, y todavía adolescente ganó un primer premio en el concurso de una revista con el dibujo de un «boy scout» calzado con botas de goma rescatando a un trabajador atrapado bajo un poste eléctrico. Bajo el dibujo aparecía la frase: «Ve preparado». No es de extrañar, pues, que con el tiempo Addams acabara siendo uno de los grandes maestros del one-liner. ¡Prácticamente lo llevaba en la sangre!
En el instituto de Westfield, fue director artístico de la revista estudiantil Weather Vane, para la que dibujó numerosos cartoons. Sin embargo, estudiar no era lo suyo. Tras graduarse en 1929, asistió un año a la Universidad Colgate, para después trasladarse a la de Pennsylvania. Finalmente, decidió intentar convertir su afición en carrera matriculándose en la Grand Central School of Art de Nueva York, localizada curiosamente a apenas dos manzanas de las oficinas del New Yorker, pero su estancia tampoco superó el año. Para entonces la revista neoyorquina se había convertido, en poco más de un lustro, en la nueva Meca de los ilustradores, de modo que resultaba prácticamente inevitable que Addams empezara a enviar muestras de su trabajo. Por fin, en 1932, consiguió venderles su primera colaboración, una pequeña ilustración de un limpiacristales para acompañar una de las secciones de texto de la revista. Los dos siguientes años fueron un intenso periodo de aprendizaje, marcado por sus cada vez más habituales colaboraciones con la cabecera de Harold Ross, hasta que finalmente, en 1935, Addams se animó a abandonar su trabajo fijo en la revista de crónicas detectivescas y policiales True Detective (en la que se dedicaba a retocar fotos de cadáveres para hacerlas menos desagradables) para dedicarse única y exclusivamente a dibujar, pasando así a formar parte de la plantilla habitual de colaboradores del New Yorker. De hecho, fue el mismo Ross quien animó a Addams a profundizar en su obsesión por lo macabro y a reutilizar en diversas ocasiones a una serie de personajillos de siniestra apariencia que, con el tiempo, acabarían formando una familia que, un par de décadas más tarde, ganaría fama catódica con el mismo nombre de su creador: la Familia Addams.
El primer cartoon de la Familia Addams apareció el 6 de agosto de 1938. En él sólo aparecen Morticia y una primitiva y barbada versión de Lurch, su frankensteiniano criado**. Posteriormente, irían apareciendo nuevos personajes como Gómez, el marido de Morticia, sus hijos, Miércoles y Pugsley, o el tío Fétido. Curiosamente, y a pesar de su popularidad, los Addams no fueron ni mucho menos tema recurrente para su creador. De hecho, de sus más de 1.300 chistes para The New Yorker, no llegan a la treintena los protagonizados por la deliciosamente siniestra familia.
Sin embargo, a principios de los años sesenta, David Levy, un avispado productor de televisión, le propuso a Addams crear una comedia de situación basada en sus personajes. Lo único que tuvo que hacer el dibujante fue ponerles nombre –del que hasta entonces habían carecido– y otorgarles ciertos patrones de comportamiento para que los actores pudieran desarrollarlos. El 18 de septiembre de 1964, la cadena ABC estrenó el primer episodio de The Addams Family. La serie permaneció en antena dos años, hasta 1966. En todo caso, no sería éste el fin de sus aventuras catódicas. En los primeros años setenta, la productora de dibujos animados Hanna-Barbera utilizó a la familia Addams como personajes invitados en un episodio de su popular serie Scooby Doo. Esta aparición fue tan bien recibida por los espectadores que motivó la creación de una serie propia, en la que, en un despliegue de imaginación, la familia recorría América… en una furgoneta encantada. La cadena NBC fue la encargada de emitir esta serie del 8 de septiembre de 1973 al 30 de agosto de 1975. Como curiosidad, añadir que una jovencísima Jodie Foster se encargó de ponerle la voz al personaje de Pugsley, acompañada en el reparto de otro antiguo niño prodigio, Jackie Coogan (el famoso «Chico» de Charles Chaplin), quien le ponía la voz al tío Fétido, papel que ya había interpretado en la serie de imagen real. Posteriormente, la Familia Addams viviría otras dos reencarnaciones televisivas en una nueva serie de animación emitida de 1992 a 1995 y en otra de imagen real producida en 1998 y titulada The New Addams Family, que tan sólo aguantó un año en antena, pero si a algo debe su popularidad masiva es, sin duda, a las dos multimillonarias películas dirigidas por Barry Sonnenfeld en 1991 y 1993: La Familia Addams y La Familia Addams: la tradición continúa.
En cualquier caso, la familia Addams no volvió a aparecer en las páginas de la revista que la había visto nacer. Ésa fue precisamente una de las condiciones impuestas por el entonces editor William Shawn para autorizar la realización de la serie de televisión. Evidentemente, para entonces Addams podría haber trabajado en cualquier otra revista de su elección, pero para él no había otra como The New Yorker (de hecho, salvo alguna ilustración ocasional para Colliers y T.V. Guide, prácticamente toda su obra está circunscrita a las páginas del semanario neoyorquino). Finalmente, en 1987, Bob Gottlieb sustituyó a Shawn como editor al frente de la revista, e intentó convencer a Addams de que recuperara a la familia, pero para entonces éste ya había perdido el gusto por su propia creación, devaluada a manos de las grandes corporaciones.
Sin embargo, y por sorprendente que parezca, el cartoon más popular de todos los realizados por Charles Addams, el más veces citado y reimpreso, no tiene absolutamente nada que ver con su famosa familia. Se trata, muy al contrario, de un particular retrato sin palabras de dos esquiadores, gloriosamente absurdo y publicado originalmente el 13 de enero de 1940, cuya comicidad reside en un detalle tan abstracto que motivó que acabara siendo incorporado al test Binet de habilidades mentales. Un prestigioso estudio alemán terminó por afirmar que el humor de dicha ilustración resultaba ininteligible para cualquiera por debajo de la edad de 15 años, y todavía hoy una institución mental de Nebraska lo utiliza para determinar la edad mental de sus pacientes.
Cuando Boris Karloff escribió la introducción para la primera recopilación de ilustraciones de Addams, Drawn & Quartered, aparecida en 1942, indicó: «Tiene la extraordinaria facultad de hacer que lo normal parezca idiota al verse confrontado con lo anormal». Por su parte, Lee Lorentz, autor del excelente ensayo The Art of the New Yorker 1925-1995, piensa que la obra de Addams afirma el «triunfo de la determinación sobre el sentido común». Personalmente, creo que la mejor definición del humor de Charles Addams, de su constante fascinación por los aspectos más macabros de la existencia, de su desarmador ingenio a la hora de retratar jocosamente la muerte y la desgracia, de su constante horadar en el sustrato perverso que anida bajo la engañosa superficie de todas las cosas, está en su propia obra, concretamente en el chiste de ese cerdo que le dice a otro: «ciertamente tienes un sentido del humor de lo más peculiar», al verle bromear con su más que probable infausto destino.
Efectivamente, a ojos del lector casual, puede que Charles Addams aparezca como un tipo peculiar. Simpático, pero obsesionado con todo lo morboso. El lector atento, sin embargo, descubrirá a un artista dispuesto a reírse imperturbable a la cara de cualquier horror, dispuesto a levantar la sábana que cubre el cadáver en la mesa de la morgue, no con temor ni falsa condescendencia, sino con una resignada sonrisa de complicidad y sabiduría.
Cuando le preguntaron a Charles Addams cómo quería ser recordado, dijo: «por haber dejado constancia de mi época». No cabe duda de que lo consiguió. Y no sólo de una época, la suya, sino de una condición, la nuestra, de un modo mucho más incisivo y, qué duda cabe, entretenido, que muchos otros autores hoy considerados clásicos sin haber hecho tantos méritos para merecerlo.
Izquierda, la familia Addams recibe calurosamente a los cantantes de villancicos. Derecha, una posible fuente de inspiración para la mansión de los Addams. Foto: George Silk/LIFE, octubrede 1948. Pincha para ampliar.
Notas
* Studies in American Humor. Volumen 3, # 1. Primavera 1984.
** El mismísimo Boris Karloff afirmó: «Espero que nadie me acuse de inmerecida vanidad si le doy las gracias públicamente al señor Addams por haberme inmortalizado en el personaje del mayordomo».
Debo reconocer que, hasta que empecé a trabajar en Paramount Comedy, nunca le había prestado la más mínima atención a la stand up comedy o comedia de escenario. De hecho, ni siquiera entonces puedo decir que fuera un gran aficionado. Hizo falta que llegara a la empresa mi amigo Pepón Fuentes, que además de cómico es todo un estudioso del género, para que empezara a conocer y a apreciar nombres como los de Sam Kinison, Don Rickles y George Carlin o facetas hasta entonces desconocidas para mí de actores como Richard Pryor o Chris Rock (cuando por fin entendí por qué tenían esa fama de graciosos que a mí siempre me había resultado incomprensible viendo sus películas). Hasta entonces, mi conocimiento del género se limitaba a dos nombres: Lenny Bruce (a través de la estupenda película de Bob Fosse) y Bill Hicks, de cuya muerte se cumplirán 15 años el próximo 26 de febrero.
Bill Hicks en Preacher # 31. Dibujo: Steve Dillon.
A Bill Hicks lo conocí, de entre todos los sitios, en el número 31 de Preacher, la serie de Garth Ennis y Steve Dillon. Sin embargo, lo que me llamó la atención no fue tanto su aparición como «estrella invitada» de aquel cómic sino la apasionada semblanza de su persona pintada por Ennis en la página del correo. Como ignoro si aquel texto llegó a publicarse alguna vez en la edición española, lo reproduzco en parte a continuación:
Un pequeño poeta oscuro…
Mi admiración y respeto por Bill Hicks y su trabajo no tienen límites, así que cuando surgió la oportunidad de hacerle aparecer en Preacher no podía permitirme dejarla escapar. Este tío fue –es– uno de mis pocos auténticos héroes y me gustaría dedicar este pequeño espacio a explicar el motivo.
Nunca he escuchado a nadie ni nada que se le pueda comparar, ni antes ni desde entonces. En sus grabaciones, en sus espectáculos en directo (uno de los cuales tuve el privilegio de ver) Bill Hicks contó verdades e hizo preguntas y dio respuestas de un modo que me dejó agradecido a la vez que anonadado. Agradecido porque, como dice Jesse en este número, me alegró que hubiera alguien dispuesto a llamar la atención sobre aquellos temas; anonadado, porque fue capaz de hacerlo a la vez que casi consiguió que me rompiera la maldita caja torácica de la risa.
Es imposible hacerle justicia en un par de párrafos. De hecho, no podría hacerle justicia a Bill y a su carrera ni aunque me pasara escribiendo desde hoy hasta el día del juicio final. En vez de eso, permitid que os recomiende sus grabaciones en cinta o CD. Disponibles ahora mismo en Rykodisc tenéis Dangerous, Relentless, Arizona Bay y la que personalmente es mi favorita: Rant in E-Minor. Dadle una oportunidad, chicos. Dudo mucho que vayáis a arrepentiros. […] Sinceramente me faltan palabras para recomendar el trabajo de Bill Hicks como se merece. Creo que, en el fondo, su corazón pertenecía a una era anterior: en un mundo dominado por la cháchara vacía y héroes de treinta segundos, aquí tenemos un cómico al que merece la pena escuchar y un hombre al que merece la pena recordar.
Bill Hicks en Preacher # 31. Dibujo: Steve Dillon.
El texto de Ennis se publicó originalmente en noviembre de 1997, pero en mi opinión sigue siendo igual de vigente que entonces (con la diferencia de que hoy resulta infinitamente más fácil acceder a las grabaciones y vídeos de Hicks, circunstancia que no deberíais dejar de aprovechar). De hecho, gran parte de los males contra los que «predicaba» el cómico no han hecho sino acentuarse. Por si queréis comprobar lo auténticamente contemporáneo que sigue siendo su humor (o lo poco que hemos evolucionado en tres lustros), aquí os traigo, subtitulado en castellano, el vídeo de su inesperada resurrección televisiva de hace diez días, cuando David Letterman, en un nuevo ejemplo de la progresiva «zombificación» en la que está cayendo la cultura mainstream, recuperó una antigua colaboración, grabada por Hicks en octubre de 1993 para su programa The Late Show With David Letterman, que había permanecido inédita hasta ahora tras haber sido censurada en su día. Letterman, todo sea dicho, demostró tener suficiente clase y savoir faire como para invitar al programa a la madre del cómico para poder pedirle disculpas públicamente por «los prejuicios y la pena» que pudiera haberles causado tanto a Hicks como a su familia. «Tomé una decisión», dijo, «basada más que nada en la inseguridad. Echando ahora la vista atrás, no entiendo por qué; busco un motivo y no lo encuentro. Siento haberlo hecho, fue un error». Y decir todo esto, qué duda cabe, le honra. Lo que yo me pregunto, en cualquier caso, y a pesar de la alegría que me da el que esta grabación perdida haya salido por fin a la luz (aunque ya existían transcripciones y diferentes versiones del mismo texto interpretadas por Hicks, nunca se había podido ver hasta ahora), es por qué un programa del calibre del de Letterman necesita recurrir a un cómico fallecido para poder tratar temas tan controvertidos en los tres grandes canales de la televisión norteamericana como la religión, el aborto o la homosexualidad. ¿Es porque ahora ya está considerado un clásico y eso, que quieras que no, sirve de excusa? ¿Dónde está el nuevo Bill Hicks? ¿Dónde está ese humorista vitriólico que meta el dedo en la llaga, no desde un especial grabado para la HBO sino desde un foro público y multitudinario? Mientras aparece, supongo que habrá que conformarse con que la cultura del reciclaje nos haya permitido recuperar al original. Aquí lo tenéis:
Ésta sería la última vez que Bill Hicks grabaría algo para la televisión. Cuatro meses más tarde, había fallecido por culpa de un cáncer pancreático. Visiblemente afectado tras la eliminación de la que sabía podía ser su última actuación ante un público masivo, escribió una larga carta a John Lahr, periodista y crítico de The New Yorker, dando cuenta de su incredulidad («¿Es que no resulta evidente que son chistes?») y acusando a los productores de haber cedido ante la presión de algunos de sus más importantes anunciantes, vinculados a grupos «Pro-vida».
«Hice lo que siempre he hecho», le escribió Hicks a Lahr. «Interpretar mi material de una manera divertida y que a mi me pareció graciosa. El artista siempre actúa para sí mismo y soy de la creencia de que los miembros del público, viendo que esa persona es libre de expresar sus pensamientos, por extraños que puedan parecer, se sienten inspirados y piensan que, quizá, ellos también deberían ser capaces de expresar libremente sus pensamientos más íntimos con impunidad, alegría y desahogo, y a lo mejor descubrir nuestro vínculo común –único y sin embargo tan similar– unos con otros. Puede que esta filosofía parezca egoísta en un principio: interpreto para mí y además sólo cosas que me interesen a mí y que hagan que yo me parta. Pero es que, verás, yo no me considero diferente de los demás. El público también soy yo. Creo que todos tenemos la misma voz de la razón en nuestro interior y que esa voz es la misma en todos. Y creo que eso es lo que más temen CBS, los productores del programa de Letterman, las cadenas y los gobiernos: que un hombre libre, que expresa sus ideas y puntos de vista, pueda inspirar de algún modo a otros a que piensen por sí mismos y a que escuchen esa voz de la razón en su interior. Y entonces, quizá, uno tras otro, iremos despertando de este sueño de mentiras e ilusiones que el mundo, los gobiernos y su brazo propagandístico, los medios de comunicación tradicionales, nos inyectan continuamente a través de 52 canales, 24 horas al día».
Bill Hicks en Preacher # 31. Dibujo: Steve Dillon.
La web de The New Yorker tiene colgado en abierto el artículo integro de John Lahr, tal y como apareció publicado el 1 de noviembre de 1993. Podéis leerlo aquí. Una reproducción más amplia de la carta original de Hicks puede leerse aquí. Resulta interesante para entender mejor su filosofía del humor como arma de liberación.
Por último, si os interesa mínimamente la figura de Hicks, también os recomiendo este excelente artículo de Jack Boulware publicado en Salon.com en el año 2002. Está centrado principalmente en los últimos meses de vida de Bill Hicks y a mí por lo menos me ha resultado enternecedor y también inspirador: «Fue una de sus últimas actuaciones y resultó memorable, el público estuvo con él en todo momento. Al final del monólogo, Hicks puso a Rage Against the Machine para corear el estribillo: «¡Fuck you, I won’t do what you tell me!». Siempre que les he puesto el vídeo a amigos cómicos se les ponen los pelos de punta. No es el Bill Hicks que recuerdan. Se le ve terriblemente delgado, con una barba descuidada; va vestido con una chaqueta de twed y los pantalones le quedan anchos. Pero a tres meses de morir seguía yendo a por todas, todavía montado en la silla, galopando hasta el final».
Cultura Impopular es el blog de Es Pop Ediciones, una editorial independiente especializada en temas relacionados con la cultura pop. Nuestra intención es convencerte de que compres los libros que editamos, pero intentaremos que no se note demasiado hablando también de otras cosas. Si quieres saber más sobre Es Pop, visita nuestra página web.
Cultura Impopular está escrito por Óscar Palmer. Puedes contactar con él por correo electrónico.