Una de las colaboraciones más notables y singulares de los últimos años de William S. Burroughs tiene que ser sin lugar a dudas la que desarrolló con la banda de metal industrial Ministry. Burroughs no sólo participó en el vídeo de «Just One Fix», uno de los sencillos de su magistral Psalm 69, disco de cuyo lanzamiento se cumplen hoy, 14 de julio, ni más ni menos que treinta años; también grabó un monólogo de spoken word que fue utilizado para una remezcla de dicho single titulada «Quick Fix» y cedió uno de sus collages como ilustración de portada para su edición en CD. En esta «cara B», que podéis ver/oír sobre estas líneas, Burroughs adopta el punto de vista de un alienígena recién llegado a nuestro planeta como parte de una fuerza colonizadora y se pregunta cuál es la mejor manera de tratar con los terrícolas, si hacer con ellos lo mismo que los anglosajones hicieron con los indios en Estados Unidos («the Indian reservation is extinction») o intentar llegar a un acuerdo que evite una posible guerra nuclear. El tema concluye con una proclama típicamente burroughsiana: «Smash the control images, smash the control machine». Al Jourgensen, el fundador de la banda, recordaba en esta entrevista de 2012 el modo en que se desarrolló la colaboración con el veterano escritor. Traduzco:
Grabamos un vídeo con él en Lawrence, Kansas. Fuimos caminando hasta su casa. Me asusta volar el día 23 de cualquier mes. Nunca viajo ese día. Pero, en esta ocasión, convencí a un colega para que alquilase un coche y condujimos hasta Lawrence. Conseguimos su dirección y nos presentamos en su casa, tal cual. Abrió la puerta y lo primero que dijo fue: «¿Traéis mandanga?». Mi colega también era yonqui y entre los dos llevábamos lo justo para apañarnos un par de días, así que le dijimos que no. Y nos cerró la puerta en las narices.
De modo que dimos media vuelta y condujimos hasta Kansas City para pillar algo de jaco y que Bill Burroughs nos dejara entrar en su casa. La siguiente vez que abrió la puerta, dijo: «¿Traéis mandanga?». Y nosotros: «Sí, traemos unas papelas». Y él: «Está bien. Podéis entrar». Y así fue como conseguimos que nos dejase pasar.
Al Jourgensen con William Burroughs en 1992.
Nos sentamos en su salón y de repente sacó una especie de viejo cinturón para herramientas de los años cincuenta como salido de Pulp Fiction, lleno de jeringas. Unas jeringas enormes, de las antiguas. Se preparó una meticulosamente y se encontró una vena. No sé cómo es posible encontrarle una vena a un septuagenario, pero sabía lo que se hacía. De modo que nos metimos un pico juntos y nos quedamos tirados en su sofá. Entonces me percaté de que en la mesa, delante de mí, había una carta con el sello de la Casa Blanca. Estaba sin abrir, así que le pregunté: «Oye, Bill, ¿no vas a abrir esta carta?». Y me dice: «¡Nahhh! Probablemente sólo sea publicidad». Pero era de la Casa Blanca y en aquel momento llevábamos un buen cuelgue, así que le dije: «¿Te importa si la abro yo?». Y él: «Me da igual, tío». De modo que la abrí y era una carta del presidente Bill Clinton invitándole a asistir a la Casa Blanca para leer unos fragmentos de El almuerzo desnudo o algo así. «Tío», le dijo a Bill, «esto es muy gordo». Y lo único que comentó al respecto fue: «¿Quién es presidente ahora?». No lo sabía. No tenía ni idea de que Bill Clinton era el presidente. Estaba tan metido en su propio mundo que no sabía quién era el presidente de los Estados Unidos y ni se le había ocurrido abrir el sobre.
Entonces se puso a hablarnos sobre su jardín de petunias. Era lo único que le preocupaba. No le preocupaba quién pudiera ser el presidente. Le preocupaba su jardín de petunias y que los mapaches se las estuvieran comiendo. Intentó cargárselos a tiros, pero los mapaches eran demasiado veloces. Evidentemente, nada que ver con la historia de Guillermo Tell en México.
Yo sabía que estaba apuntado a un programa de metadona, así que le dije: «¿Por qué no impregnas unas cuantas obleas con un poco de metadona? Seguro que eso los frena un poco». Y me dijo: «Eres un joven astuto». A partir de ahí hicimos buenas migas de inmediato. Accedió a venir al día siguiente al rodaje del vídeo, más contento que unas castañuelas. Llegó temprano, lo que para Bill Burroughs era más bien raro. Temprano y encantado de la vida, en plan: «Por fin he acabado con uno de esos malnacidos, gracias a tu consejo». Al parecer, los mapaches se habían comido las obleas y se habían adormilado lo suficiente para que Bill se liara a tiros. Estaba contentísimo y nos hicimos amigos durante los años que le quedaban de vida. Adoro a ese tío, colega.
Este fin de semana me he escuchado del tirón «Wind of Change», un podcast de Patrick Radden Keefe, reportero del New Yorker y autor de varios libros de no-ficción muy bien considerados (entre los que destaca Say Nothing: A True Story of Murder and Memory in Northern Ireland). Se trata básicamente de un largo reportaje en formato radiofónico dividido en ocho entregas y la premisa es fantástica: investigar si el éxito homónimo de los Scorpions, pieza fundamental en la banda sonora de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, fue escrito o instigado por la CIA como arma cultural en la Guerra Fría. De acuerdo: el punto de partida huele un poco a clickbait y no hace falta tener mucha intuición para saber cómo terminará la cosa (a pesar de todo, la «confrontación» final con Klaus Meine, el cantante de la banda, es lo suficientemente satisfactoria), pero lo importante, como suele decirse, es el viaje… y en este caso se trata de un viaje fascinante.
Según cuenta el propio Radden Keefe en esta entrevista con Entertainment Weekly, «todo esto empezó para mí en 2011, cuando recibí un correo de un amigo mío. Se trata de un tío que conoce a cantidad de espías, en activo y retirados. Acababa de cenar con un exagente de la CIA que le había contado que la canción «Wind of Change» había sido escrita por la Compañía. Normalmente, como periodista, suelo recibir soplos que a menudo parecen demasiado buenos como para ser ciertos. Investigas un poco, rastreas los antecedentes y enseguida empiezas a pensar: «Probablemente no sea cierto. Es demasiado bueno». Lo extraño en este caso fue que, cuanto más indagaba en el asunto, más plausible iba pareciendo. Por otra parte, combinaba dos de mis pasiones. Crecí enamorado de la música, siempre ha tenido mucha importancia para mí. Y también me encantaban las historias de espías, crecí leyendo a John Le Carré y viendo películas de James Bond. Y lo realmente interesante de esta historia es que no trata sólo de los Scorpions, sino que me puso tras la pista de la relación entre el espionaje y la música durante la Guerra Fría. Algo que, para mí, resultaba irresistible».
Uno de los principales reclamos del podcast es precisamente cómo indaga y profundiza en distintas «intervenciones culturales» de la CIA durante los años de la Guerra Fría. Algunos de los ejemplos son bien conocidos, como su respaldo indirecto del Expresionismo Abstracto frente al Realismo Socialista o el papel jugado por la agencia en la impresión y distribución de Doctor Zhivago en la Unión Soviética. Otros han resultado completamente nuevos para mí e incluyen una visita a la URSS de la Nitty Gritty Dirt Band y el patrocinio encubierto de giras de Louis Armstrong y Nina Simone por países africanos con la intención de ofrecer una imagen positiva de Estados Unidos o directamente como maniobra de diversión; en el caso de Armstrong, su actuación de noviembre de 1960 en Élisabethville, capital de la provincia de Katanga (enzarzada en aquel momento en una guerra de secesión con el Congo), fue la excusa que permitió a varios agentes del Departamento de Estado y de la CIA destacados en Leopoldville organizar un encuentro clandestino con los enemigos del primer ministro congoleño Patrice Lumumba, el cual resultaría depuesto y ejecutado escasas semanas más tarde. Y si lo de utilizar la cultura popular como maniobra de diversión durante operaciones de intervención en el extranjero suena un poco fantasioso, no está de más recordar la Operación Argo, desclasificada por Bill Clinton en 1997 y base de la película del mismo nombre.
Para los lectores habituales de Es Pop, resultarán de particular interés los episodios 5 y 6, centrados en el Moscow Music Peace Festival de 1989 y en la carrera como traficante y posible colaborador de la CIA de su organizador: Doc McGhee, manager de Mötley Crüe, Bon Jovi, Skid Row, Scorpions y, actualmente, de KISS. Fue precisamente en el Moscow Music Peace Festival donde Klaus Meine, el cantante del grupo alemán, decía haber encontrado la inspiración para componer «Wind of Change». Pero, ¿cómo llegó a celebrarse tal festival? Según recordaba Tommy Lee en Los trapos sucios: «Antes de conocernos, Doc llevaba una vida secreta que le reventó en los morros cuando fue detenido por ayudar a introducir dieciocho mil putos kilos de marihuana colombiana en Carolina del Norte. No fue lo único en que le trincaron, ya que también fue acusado de asociación con unos locos bien situados que habían conspirado para introducir un cuarto de tonelada de coca y maría en Estados Unidos a primeros de los ochenta. De modo que mientras nosotros pasábamos por rehabilitación, la Justicia golpeó a Doc con una multa de quince mil dólares y una sentencia de cinco años en libertad condicional, a la vez que le obligaron a formar una asociación en contra de la droga, la Fundación Make a Difference, después de que se declarara culpable en el caso de Carolina del Norte. Doc sabía que cualquier otro habría pasado probablemente diez años en la cárcel por aquella mierda, así que tenía que hacer algo relevante y llamativo para demostrarle al tribunal que le estaba haciendo un servicio al mundo como hombre libre. Y su gran idea fue conmemorar el vigésimo aniversario de Woodstock con el festival Música por la Paz de Moscú, un espectáculo gigantesco de sobriedad y amor internacional en el que intervendríamos nosotros, Ozzy, los Scorpions y Bon Jovi. Se suponía que todo el dinero iba a ir a sociedades benéficas antidroga y antialcoholismo, incluida la fundación Make a Difference».
Doc McGhee con Jon Bon Jovi en 1989. Foto: Mark Weiss.
Uno de los momentos más memorables del podcast es la investigación que lleva a cabo Radden Keefe para profundizar en los orígenes del festival, planteando varios interrogantes a cada cual más sugestivo. ¿Cómo es posible que Doc McGhee fuese, de entre todas las personas condenadas en la que resultó ser la mayor incautación de marihuana realizada en la historia de Estados Unidos, la única que se libró de la cárcel? ¿Cómo puede ser que un socio reconocido de Steven Kalish, el narcotraficante que solía prestar su jet privado al dictador y colaborador de la CIA Manuel Noriega para que volara a Washington DC para entrevistarse con Oliver North, saliera directamente con la condicional a cambio de montar un megaconcierto? ¿De verdad podría haber tenido la CIA el menor interés en facilitar la celebración de un festival jevi en Moscú? No todas estas preguntas obtienen respuesta definitiva en «Wind of Change», pero la investigación en sí resulta lo suficientemente satisfactoria como para mantener el interés del oyente. Y tampoco quiero desvelar más sorpresas que puedan menguar el disfrute de su escucha. Mejor terminar con unas palabras del propio Keefe, comentando la experiencia de ver tocar en directo a los Scorpions en Ucrania: «Lo más impresionante para mí fue ver a los fans. Creo que antes de realizar aquel viaje había pensado en «Wind of Change» como en una canción pegadiza con una historia muy específica, pero no había experimentado de primera mano la pasión que siente el público, particularmente el público que vivió en la antigua Unión Soviética, por esa canción, ni el papel desmesurado que juega en sus vidas. Para mí, ver eso, y participar de esa especie de comunión, fue algo mágico». Y es que, al fin y al cabo, quizá lo importante aquí sea que algunas canciones acaban cobrando una vida propia difícil de controlar, al margen de quién las haya escrito.
Si alguien me hubiera preguntado cuando decidí lanzar una editorial qué tipo de acontecimientos predecía para el futuro, el hecho de ver estrenadas en un mismo año dos películas basadas en sendas obras de no ficción publicadas en España por Es Pop habría sido la última cosa que podría haber imaginado. Pero eso precisamente es lo que va a ocurrir este 2019, con la llegada de las adaptaciones fílmicas de Los trapos sucios y Señores del caos. ¿Qué está pasando aquí? ¿Hemos sido absorbidos por el mainstream? El caso de The Dirt, que estrenará Netflix el próximo 22 de marzo, es quizá más comprensible, en tanto que culminación de un proceso de reivindicación emocional del lado más sleazy de los años ochenta que dio comienzo, en gran parte, con la publicación del libro. Como bien recordaba Chuck Klosterman en su introducción para nuestra edición más reciente del mismo, «Los trapos sucios no sólo cambió el legado de Mötley Crüe, sino que probablemente es el libro que más impacto ha tenido en el modo en el que ahora recordamos el metal de los ochenta. Escribí Fargo Rock City entre 1998 y 1999 y me resulta difícil describirle a la gente lo impopular que era el hair metal a finales de aquella década. […] Pero entonces salió Los trapos sucios y todo cambió. De repente, la gente se empezó a emocionar de verdad recordando aquel periodo musical. Mötley Crüe fue el grupo metalero más importante de los ochenta y creo que, en determinados aspectos, vuelve a serlo ahora».
Fotograma de Lords of Chaos.
Bastante más sorprendente resulta la adaptación a la gran pantalla de un título como Señores del caos, mucho más periodístico, discursivo y complicado de destilar en una narración al uso. Si existe tal adaptación es gracias al empeño y la constancia de su director, Jonas Åkerlund, célebre realizador de vídeos musicales para todo tipo de artistas (desde Madonna hasta Metallica) y, no menos pertinente en este caso, primer batería del influyente grupo sueco Bathory. Åkerlund llevaba casi dos décadas fantaseando con la posibilidad de contar la historia de Mayhem: «Simplemente no podía dejar de pensar en ella y, con el paso de los años, me fui dando cuenta de que no era ni mucho menos el único, que había gente de todo el mundo fascinada con esta historia, obsesionada por ella y que sentía un vínculo sentimental con ella. Incluso chavales que en aquel momento ni siquiera habían nacido. Y eso fue más o menos lo que me llevó a decidirme en serio a rodarla». Dos libros, dos películas… y dos enfoques completamente distintos a juzgar por sus tráileres.
The Dirt / Los trapos sucios
Dirigida por Jeff Tremaine (Jackass: The Movie). Protagonizada por Iwan Rheon (Mick), Douglas Booth (Nikki), Machine Gun Kelly (Tommy) y Daniel Webber (Vince).
En mi cabeza siempre quedará la duda de lo que podría haber hecho con una historia como ésta Larry Charles, director de Borat y numerosos episodios de Larry David. Charles estuvo durante años asociado al proyecto y, según declaraciones propias, llegó a reescribir una versión del guión para asegurarse de que el espíritu del libro se mantenía intacto. A pesar de no ser ni mucho menos fan de la banda, Charles consideraba Los trapos sucios un libro «verdaderamente épico y fascinante. Y lo que tiene de bueno es que pinta un retrato realmente inmisericorde. [Los Mötley] dejaron a su paso muertos, heridos, tullidos, hicieron toda clase de locuras. Yo quería mostrar todo eso tal cual y creo que a la hora de la verdad hubo cierta reticencia». Ya sólo con ver el tráiler y la manera en que adopta en apenas dos minutos el típico arco de los biopics más tradicionales, resulta fácil adivinar por dónde debieron de ir las diferencias creativas que en última instancia condujeron a la salida de Charles del proyecto. Nunca sabremos si el filme resultante habría sido mejor o peor, pero lo que sí parece probable es que al menos habría ofrecido algo distinto.
Lords of Chaos / Señores del caos
Dirigida por Jonas Åkerlund (Polar). Protagonizada por Rory Culkin (Euronymous), Emory Cohen (Varg), Jack Kilmer (Dead) y Anthony De La Torre (Hellhammer).
Aunque presentada el año pasado en el circuito de festivales (pudo verse, por ejemplo, en Sundance y Sitges), será en este 2019 cuando llegue a las salas de cine comerciales y plataformas digitales esta propuesta claramente empeñada en seguir un camino opuesto al de The Dirt. Tan opuesto que probablemente irritará a ciertos fans deseosos de un enfoque más oscuro y mitificador, pero para su director ésa era precisamente la senda a evitar: «Había visto numerosos documentales y leído otros libros en los que continuamente se recalcaba la oscuridad, los incendios, el maquillaje cadavérico… Y me pareció que quizás había otra manera de contar esta historia, una que les recordase a los espectadores que estamos hablando de chavales muy jóvenes y que su historia no deja de ser bastante triste. Vamos, que me pareció que había otra perspectiva que aún no se había contado. […] Eran unos críos. Habían gozado de una buena educación, buenos padres, no eran pobres, no hubo drogas de por medio. Lo tenían todo y simplemente la cagaron a base de bien. En realidad, es una historia que ya hemos visto contadas otras veces y que sigue sucediendo a diario en todo el mundo. Una historia de críos haciendo estupideces».
Fotograma de Lords of Chaos.
Como remate a este cúmulo de casualidades que ha acabado desembocando en que dos de nuestros libros lleguen a la pantalla prácticamente al mismo tiempo, no puedo dejar de compartir el siguiente comentario de Jonas Åkerlund, extraído de una entrevista realizada por Vince Mancini para Uproxx, que he encontrado mientras preparaba esta entrada. No sólo tiene su gracia como anécdota que sirve para vincular ambas películas, sino que quizá pueda explicar también la diferencia fundamental del espíritu que las anima. La respuesta de Åkerlund es en referencia a una secuencia en la que Euronymous se burla de uno de los parches que lleva Varg Vikernes en su chaqueta: «No le he contado esto a nadie, pero en un principio lo que iba a aparecer en el plano era un parche del Dr. Feelgood de Mötley Crüe, pero uno de mis productores dijo: «Tendrás que solicitar una autorización. Se trata de un primer plano, necesitas una autorización». Y Nikki Sixx se negó. Literalmente nos dijo que «Ni hablar». Le enviamos la escena para que la viera e intenté explicarle: «Vamos, tío, no pretendemos burlarnos de vosotros. Se trata de demostrar que estos chavales eran unos sobrados y que no les gustaba prácticamente nada, particularmente el glam rock americano». Pero se negó a aceptarlo. A Nikki Sixx le preocupaba ver dañada su marca. Así que nos dijo que no. Por eso, en sustitución, pusimos un parche de Scorpions, lo cual, en realidad, no es históricamente correcto, porque los Scorpions en aquel momento no estaban considerados cutres. Si te iba el metal, los Scorpions molaban. Me sentí un poco mal. Realmente tendría que haber sido un parche de Mötley Crüe o de alguna otra banda estadounidense del momento. Ése habría sido el verdadero contraste. El black metal noruego y el glam rock de Sunset Strip. No podrían estar más lejos el uno del otro». Salvo en tu estantería —añadiría yo—, donde puedes tenerlos perfectamente juntitos.
Las tres portadas con las que vamos lanzar Johnny Cash por Robert Hilburn.
Hoy, 12 de septiembre, se cumplen quince años del fallecimiento de Johnny Cash. Para conmemorarlo, recuperamos aquí esta entrevista con Robert Hilburn, autor de la que, para muchos, es la biografía definitiva de uno de nuestros artistas favoritos. Ciertamente no escasean los libros sobre el Hombre de Negro, pero nos atreveríamos a decir que ninguno tiene el alcance y la hondura del que hace gala este Johnny Cash por Robert Hilburn, publicado originalmente en Estados Unidos en 2013, un extraordinario volumen de casi 700 páginas que plasma sin embellecer la verdadera historia de todo un icono de la música. Para hacer de la edición española un libro más especial aún, Johnny Cash llegará a las librerías con tres portadas distintas, ilustradas por el artista valenciano César Sebastián, con las que hemos querido homenajear la prolongada y variada trayectoria del cantante, aludiendo visualmente a tres de sus principales etapas: los años en Sun, los de Columbia y los de American Recordings. Robert Hilburn fue el crítico de música pop del diario Los Angeles Times entre 1970 y 2005, amén del único periodista presente en el histórico concierto de la prisión de Folsom. En 2005 publicó su primer libro, Desayuno con John Lennon, al que después le han seguido este Johnny Cash: The Life y una reciente biografía sobre Paul Simon. La entrevista fue realizada por John Williams para el blog ArtsBeat del New York Times.
* * *
¿Sabía Cash que algún día escribirías un libro como este? ¿Fue alguna de las conversaciones que mantuviste con él ya con este proyecto en mente?
No. Aunque, como reportero, mantuve conversaciones con John durante la mayor parte de su vida, nunca me había planteado escribir un libro sobre él hasta poco después de su fallecimiento, cuando vi la película En la cuerda floja y leí algunas biografías que se publicaron por aquella época. Simplemente me pareció que ninguna de ellas retrataba al Johnny Cash que yo había conocido. Cuando le pregunté a su veterano representante, Lou Robin, qué parte de la historia de Johnny Cash se había contado hasta entonces, me dijo que sólo un veinte por ciento. Empecé a trabajar en el libro al día siguiente.
¿Qué había en ese 80 % que aún no se había contado?
Tiene que ver con todos los aspectos de su vida, desde la relación con June Carter y con sus hijas hasta la naturaleza de su talento y su obra; el modo en que, por una parte, fue un artista mucho más heroico de lo que se le reconoce durante algunas etapas de su vida y también un artista más fallido e incongruente durante otras.
En los agradecimientos reivindicas un intento por contar su «historia real» en vez de «los cuentos de hadas» dados por buenos. Teniendo en cuenta la película y la existencia de otras biografías, ¿qué parte de esos cuentos de hadas sigue perviviendo?
Por mucho que me gustaran la dirección de James Mangold y las interpretaciones de En la cuerda floja, la historia que narra la película cae casi por completo en la categoría de «cuento de hadas». Supone una versión blanqueada de gran parte de la vida de John y June en los años sesenta; el modo en que a June, particularmente, le habría gustado recordarla. Pero lo cierto es que la relación entre ambos durante aquella década (y también en momentos posteriores) fue muy tempestuosa. Hubo rupturas frecuentes, discusiones a gritos y otras mujeres en la vida de John. Hubo al menos otras tres candidatas que se quedaron conmocionadas cuando se enteraron de que se había casado con June. ¡Todas estaban convencidas de que les iba a pedir en matrimonio a ellas! Incluso después de casados, tuvieron grandes problemas durante los años setenta y ochenta, hasta tal punto que June llegó a pedirle a su abogado que redactara los papeles del divorcio. No fue hasta finales de los ochenta cuando se convirtieron en la pareja idílica que la gente había imaginado desde el primer momento. En la vida personal de John, la lucha entre sus ideales y sus demonios también fue una constante durante décadas. No conquistó esos demonios al casarse con June, como muchos de sus fans siguen creyendo.
¿Es posible entender por qué, incluso de niño, Cash se sentía conmovido por los presos?
Cash tenía una habilidad notable para empatizar con la gente. En cierto modo puede que eso fuera tan importante para el desarrollo de su arte como el talento. Fue testigo de penurias físicas y emocionales desde una edad muy temprana: trabajando en los algodonales con su familia bajo un sol abrasador; presenciando la muerte de su querido hermano Jack cuando aún era niño; escuchando los relatos de penalidades en las canciones de Jimmie Rodgers… Todo aquello contribuyó a desarrollar cierto sentimiento de marginación y una arraigada compasión por cualquiera que tuviera problemas en la vida, incluidos los convictos en presidio.
Estuviste en el concierto de la prisión de Folsom en 1968 cuando grabó el que quizá sea su álbum más famoso. ¿Cómo recuerdas aquel día? ¿Sospechaste que acabaría siendo un disco histórico?
El concierto de Folsom fue majestuoso. Yo justo empezaba mi carrera como periodista musical y me quedé simplemente hipnotizado por el talento y el carisma de John sobre el escenario. Nunca imaginé que aquel sería el día que le impulsaría hacia el megaestrellato, pero sí que me hizo ser muy consciente de la diferencia entre un intérprete y un artista, algo que moldeó mi visión como crítico de música.
Johnny Cash en Folsom. Foto: Jim Marshall.
Cash escribió muchos de sus mayores éxitos, pero también dependió en gran medida del trabajo de otros productores y compositores. Como crítico, ¿qué piensas de su gusto? Le ayudó a lanzar su carrera, pero también parece haberle abandonado durante prolongados lapsos en los que se limitaba a grabar canciones mediocres.
John tenía buena intuición y buen oído, motivo por el que tendía a acabar trabajando con cantautores de primera como Kris Kristofferson, John Prine y Guy Clark. También tuvo la suerte de atraer a productores de marcada personalidad, como Sam Phillips, Bob Johnston y Rick Rubin, pero sus discos se resintieron cuando empezó a usar como productores a amigos y familiares, personas que no le planteaban desafíos en el estudio. Este abismo entre sus mejores discos y los peores tuvo mucho que ver con su nivel de compromiso. Antes de Folsom, la vida personal de John era tan caótica que la música le ofrecía un refugio en la tormenta. El estudio era el único sitio en el que sentía que tenía el control. Tras alcanzar el megaestrellato, quiso dedicarle más tiempo a su familia y a sus creencias religiosas, uniéndose a las «cruzadas» de Billy Graham por estadios de todo el país. En ese proceso, la música pasó de ser algo personal a ser un oficio y su calidad se resintió por ello.
Cash escribió dos autobiografías. ¿Cuáles crees que son sus mayores virtudes y defectos?
A John le resultaba mucho más fácil ser valiente y sincero en su música que en sus autobiografías. Ninguno de los dos libros tiene demasiados elementos que resulten tan inspiradores como una de sus grandes canciones. En parte, eso se debe a que se contuvo mucho; le avergonzaban algunas de las cosas que había hecho y no quería herir a personas cercanas a él.
¿Hay alguna revelación en tu libro que hubiera sorprendido a June Carter Cash? ¿Y cómo han reaccionado sus hijos a la biografía?
Cuando era más joven, a June le hubieran incomodado varias de las cosas descritas en el libro, entre ellas la verdadera naturaleza de su relación con John, pero a medida que fue pasando el tiempo se fue mostrando más abierta a reconocer la realidad. Creo que hoy en día le parecería bien que se contara la verdad; lo mismo va por John. Sus hijos me han brindado en mayor medida su apoyo. Rosanne me dijo un día: «Si en el libro aparece algo que resulta incómodo para mi familia, que así sea». Tiene sobrada confianza en el legado de su padre para saber que soportará el escrutinio.
¿Cómo crees que sería recordado Cash si no hubiera grabado sus últimos discos con Rick Rubin?
Los primeros trabajos de John son tan magníficos que seguiría siendo visto como un gigante de la música country aunque jamás hubiera conocido a Rick Rubin. Pero de lo que no cabe duda es de que su legado se vio embarrado por toda una serie de trabajos irregulares, cuando no mediocres, a finales de los setenta, durante los ochenta y primeros noventa. Sus últimos discos con Rubin fueron tan heroicos y sentidos que no sólo recuperaron el legado de John, lo ampliaron.
¿Dónde ves la influencia de Cash en la música actual?
Su creencia en el poder de la música para transmitir ideas, no sólo para entretener, ha calado en músicos de todos los estilos, desde el alt-rock al hip-hop, de Bruce Springsteen y U2 a Arcade Fire y Kanye West. La música popular es distinta gracias a Johnny Cash. Bob Dylan lo expresó mejor: «Johnny era y es la Estrella Polar; uno podía guiar su nave fijándose en él. El más grande entre los grandes, entonces y ahora».
Se cumplen hoy 32 años del fallecimiento de Philip Lynott, el 4 de enero de 1986. La fecha me sirve como excusa para recuperar aquí una pequeña selección de vídeos que fui descubriendo a medida que iba realizando la traducción de Cowboy Song, su biografía autorizada escrita por Graeme Thomson, que publicamos el pasado mes de mayo. No está ninguna de sus canciones más conocidas ni tampoco interviene la encarnación más célebre de Thin Lizzy (con Brian Downey, Brian Robertson y Scott Gorham), ya que la idea es justo la contraria: mostrar la variedad de registros y la riqueza de propuestas manejadas por Lynott a lo largo de su carrera, más allá de los cuatro discos ineludibles con los que se le suele asociar. Los textos entrecomillados son extractos de la citada biografía.
Skid Row: «New Places, Old Faces», 1968.
Aunque había debutado en la música a los dieciséis años como vocalista del grupo mod The Black Eagles, Lynott empezó a convertirse en una figura destacada del mundillo en 1968, tras convertirse en el cantante de Skid Row, uno de los grupos más prometedores de la escena irlandesa. Tal como escribe Thomson: «[Gary] Moore se unió a Skid Row justo a tiempo para tocar en su primer sencillo, que también marcó la primera vez que Lynott entraba en un estudio de grabación. “New Places, Old Faces” fue una composición de [Brush] Shiels editada en 1968 por Song, un sello independiente local. Es un tema amable que avanza con placentera morosidad impulsado por cierto aire folk y la presencia prominente de una flauta dulce tocada por Johnny Moynihan, de Sweeney’s Men. La letra de Shiels traza el conmovedor retrato doméstico de una familia de clase trabajadora obligada a abandonar su hogar debido a una expropiación. «Pasamos buenos momentos, mi anciano padre y yo», canta con precisión y sentimiento Lynott, afectando esa pose de refinamiento vagamente isabelino tan en boga en la época».
Thin Lizzy: «Mama and Papa», 1970
En 1969 Lynott fue despedido de Skid Row, pero en apenas un par de meses ya había encontrado un nuevo grupo: Orphanage, junto a su amigo de la infancia Brian Downey, que también había sido batería en The Black Eagles. Orphanage no terminó de cuajar, pero sirvió para que Lynott y Downey trabaran amistad con el guitarrista Eric Bell y el teclista Eric Wrixon, junto a los que fundaron Thin Lizzy. Sus primeras grabaciones quedan verdaderamente lejos de cualquier tipo de sonido que actualmente podamos asociar con el grupo: «Un amigo de Lynott, John D’Ardis, acababa de inaugurar un pequeño estudio de ocho pistas llamado Trend en Hagan’s Court, justo al lado de la calle Baggot. Con objeto de labrarse cierta credibilidad en el mercado, les ofreció a Thin Lizzy unas cuantas horas de grabación a cambio de que hicieran correr la voz. Varias de las primeras canciones de Lynott fueron registradas allí por una versión embrionaria de Thin Lizzy en una sesión que en la actualidad habría sido calificada como unplugged: Lynott y Bell tocan la guitarra acústica, respaldados por Downey a los bongos y Wrixon a la flauta y el piano».
Thin Lizzy: «Slow Blues», 1973
Tras la expulsión de Wrixon (sólo llegó a participar en la grabación del primer sencillo del grupo, «The Farmer»), Thin Lizzy empezó a consolidarse como trío. Para muchos fans, los Lizzy no llegaron a su madurez hasta la marcha de Eric Bell y su sustitución por el característico sonido de «guitarras gemelas» de Gorham y Robertson, pero si hay una etapa de Thin Lizzy desesperadamente necesitada de una buena reivindicación es precisamente la de los años 1971-73 con Bell a las seis cuerdas, sobre todo su primer álbum homónimo y ese discazo acojonante que fue Vagabonds of the Western World, al que pertenece este «Slow Blues» interpretado aquí en directo en Alemania (en una actuación que también incluye la incendiaria «The Rocker»).
The Greedy Bastards: «A Merry Jingle», 1979.
Ahora damos un salto de varios años para plantarnos en el momento de mayor éxito de la que muchos consideran la encarnación clásica de Thin Lizzy, justo tras el lanzamiento del directo doble Live and Dangerous. Nuevamente, Thomson lo cuenta mejor que nadie: «Al tiempo que cosechaba los frutos de su álbum más exitoso, Lynott estaba forjando relaciones musicales nacidas de sus vínculos con el punk. Antes de que Thin Lizzy partieran rumbo a Estados Unidos en agosto de 1978, Lynott había celebrado la noche inaugural del club Electric Ballroom de Frank Murray en Camden presentando un nuevo grupo: The Greedy Bastards. Debutaron en directo el 29 de julio con una formación en la que, además de Lynott, también estaban Steve Jones, Paul Cook, Chris Spedding, Bob Geldof, Jimmy Bain, Gary Moore, Scott Gorham y Brian Downey. La idea llevaba dando vueltas desde finales de 1977. En esencia se trataba de una manera de que un grupo de amigos pudieran tocar juntos sin tener que formalizar acuerdos. Sus respectivos representantes quedaron al margen de todo el asunto. La banda cobraba en efectivo y los periodistas tenían que pagarse las entradas». En YouTube pueden hallarse varias grabaciones en directo de este «supergrupo» del punk, aunque la mayoría son, por desgracia, bastante deficientes. Una versión reducida de los Greedies (Lynott, Gorham, Steve Jones y Paul Cook) llegó a grabar el single navideño «A Merry Jingle», cuya presentación en Top of the Pops podemos ver en el vídeo.
Phil Lynott: «Dear Miss Lonely Hearts», 1980.
A partir de 1978, Lynott comenzó a alternar sus composiciones para los discos de Thin Lizzy (Black Rose, Chinatown) con otros temas de estilos muy diversos que reuniría en 1980 en su primer disco en solitario, Solo in Soho, al que pertenece esta pegadiza «Dear Miss Lonely Hearts», y la apabullante «Ode to a Black Man» (posteriormente recuperada de manera brillante por The Dirtbombs). «Lanzado el 18 de abril de 1980, Solo in Soho contó con la participación de, entre otros, Gary Moore, Huey Lewis, Jimmy Bain, Midge Ure, Billy Currie y todo Thin Lizzy. Fue creado en un espíritu de colaboración y para Lynott marcó el regreso a formas más juguetonas y multidimensionales de expresión. Los estilos incluyen reggae, funk, música electrónica, baladas folk, pop y rock. “A Child’s Lullaby”, un himno empalagoso a Dios y a su hija, hace gala de suntuosos arreglos orquestales. En “Yellow Pearl” suenan un Minimoog y sintetizadores ARP. “Dear Miss Lonely Hearts” es power pop limpio y cadencioso. “King’s Call” contó con la colaboración de Mark Knopfler, un amigo que en ocasiones se dejaba caer por Kew Road».
Phil Lynott: «Old Town», 1982
Al notable Solo in Soho le siguió un segundo disco en solitario por desgracia bastante deslucido, The Philip Lynott Album. Para Thomson, «El único corte claramente destacable fue “Old Town”, coescrita junto a Jimmy Bain y quizá la mejor y más luminosa canción compuesta por Lynott en sus últimos años. Con sus clásicos cambios de acordes, su barroco solo de trompeta piccolo —remedando conscientemente el “Penny Lane” de los Beatles— y un maravilloso interludio nocturno y melancólico entre medias, “Old Town” devolvía a Lynott al campo de la artesanía pop, a pesar de que ilustrase con toda claridad los daños infligidos a su voz por la cocaína».
Phil Lynott & Clann Éadair: «Tribute to Sandy Denny», 1984
Mientras residía en Howth, ciudad portuaria a las afueras de Dublín, Lynott tenía por costumbre pasarse por el pub local los domingos al salir de misa con sus hijas. Fue allí donde conoció al conjunto de música folk Clann Éadair, formado por pescadores locales. «De vez en cuando, Lynott se unía a Clann Éadair en el escenario para interpretar una de sus nuevas canciones o alguna balada tradicional. En ocasiones, se arrancaban con una animada versión de “The Boys Are Back in Town”. Uno de los puntos álgidos musicales de sus últimos y menguados años fue “A Tribute to Sandy Denny”, tema que compuso y grabó con Clann Éadair, editado como sencillo en 1984. Se trata de una balada folk tierna y majestuosa, cantada con luctuosa sutileza, a un mundo de distancia de los últimos trabajos de Thin Lizzy. Cuando se lanzó el single, Lynott hizo gestiones para conseguirle al grupo una aparición en The Late Late Show y salió con ellos a interpretarlo, vestido como una mala parodia de estrella de rock, pero cantando desde el corazón».
Gary Moore & Phil Lynott:
«Out in the Fields» / «Military Man», 1985
Esta actuación grabada para el programa Rock Pop Music Hall de la televisión alemana resulta, por momentos, dolorosa de ver. La decadencia física de Lynott es evidente y a ratos incluso parece al borde del colapso debido a sus problemas respiratorios. No obstante, el poderío de las versiones en directo tanto de «Out in the Fields» como, sobre todo, de la abrumadora «Military Man» (lanzadas como sencillo conjunto en 1985) da buena muestra de que todavía era capaz de destilar destellos de brillantez. Su fallecimiento poco menos de un año después de esta grabación nos dejó para siempre con la duda de hacia dónde podría haber seguido evolucionando su carrera. Personalmente, me gusta pensar que, de haber conseguido superar su adicción a las drogas, podría haber vivido perfectamente una recuperación similar a las protagonizadas por Johnny Cash, Gregg Allman o Robert Plant. Lamentablemente, nunca lo sabremos, pero no por eso vamos a dejar de seguir explorando su legado.
Tal día como hoy, un 13 de mayo, fallecía en Ámsterdam el trompetista Chet Baker. Diez días más tarde, el 23 de mayo de 1988 (eran otros tiempos menos vertiginosos), Mike Zwerin, autor de nuestro ensayo Swing frente al nazi: el jazz como metáfora de la libertad, publicó un obituario en el International Herald Tribune. El propio Mike habría cumplido 87 años esta misma semana, el próximo 18 de mayo, de no habernos dejado en 2010. Traduzco a continuación, a modo de recuerdo para ambos, unos cuantos párrafos de su texto sobre el malogrado trompetista.
Muerte de un Jazzman:
Notas finales sobre los últimos días de Chet Baker
Marcar eras a partir de tal o cual acontecimiento es una empresa necesariamente arbitraria, pero podría decirse que la era del yonqui bebop, la imagen del jazz unido inextricablemente a las drogas, murió con Chet Baker cuando éste se precipitó por la ventana de su hotel en Zeedijk, cerca de una zona célebre por sus camellos, a las 3:00 A.M. del viernes. Su representante, Peter Huyts, identificó el cadáver en la morgue. Chet (debemos llamarle Chet, Baker a secas no funciona. Chet era su sonido pianissimo y cantarín; hay muchos Bakers, pero sólo hubo un Chet) llevaba dos días desaparecido en la subcultura de las drogas antes de su fallecimiento. Cuando no se presentó en un programa de radio en Laren la tarde del 12 de mayo, Huyts tuvo una premonición. «Antes o después tenía que pasar», dice. «Todo el mundo lo sabía». […]
Eglal Fahri, propietaria del club parisino New Morning, en el que Chet actuaba al menos una vez por mes, dice: «Siempre hemos hecho muy buena taquilla con Chet. Creo que uno de los motivos era que la gente pensaba que cada concierto podía ser el último». El que dio el 5 de mayo resultó serlo. El pianista alemán Joachim Kuhn acompañó a Chet aquella noche. «Parecía muy cansado», recuerda Kuhn. «Fue muy triste. Recuerdo haber pensado que no podría seguir así demasiado tiempo».
Chet fue miembro de la primera generación de maestros que crearon la poderosa música urbana estadounidense posteriormente conocida como bebop. Fue el último de ellos que se mantuvo fiel a la heroína, mucho después de que los demás se hubieran desenganchado o fallecido jóvenes. Lo suyo era más una historia de amor que un hábito.
Chet no fue ningún revolucionario. No fue responsable de adelantos drásticos al nivel de Charlie Parker o Dizzy Gillespie. Pero su sonido, varios elementos de sus fraseos y el modo y el lugar en el que insertaba ciertas notas han entrado en el vocabulario. Te conmovía en un lugar veraniego en el que la vida no es fácil. Gente que nunca lo había conocido lloró cuando murió.
Chet Baker y Ruth Young. (Foto: Gorm Valentin)
Los creadores del bebop tuvieron que vivir con críticos que decían que el jazz que interpretaban no era realmente «música». Pero todos ellos oyeron los sonidos que habían descubierto en las obras de compositores «serios» y aclamados, así como en las bandas sonoras de series de televisión populares. Trabajaron en locales controlados por la mafia y no cobraban royalties. Lucharon contra la alienación construyendo una cultura secreta con su propio estilo y lenguaje. «Brutal» como sinónimo de «bueno» es un clásico ejemplo de argot bebop. La heroína formaba parte del conjunto. Parecía curar la alienación por un minuto.
En la actualidad, todo eso ha pasado a ser carne de gran presupuesto. Dexter Gordon, Dizzy Gillespie, Miles Davis y Sonny Rollins suman discos de oro y tocan en la Casa Blanca. Los jóvenes jazzmen «post-bop» visten trajes de tres piezas, llegan con puntualidad, beben agua mineral y negocian contratos de seis cifras. No es una coincidencia que la heroína desapareciera cuando llegó el respeto. La muerte de Chet Baker marca el final de esa vieja y triste historia.
Las grietas en su rostro se multiplicaron y ahondaron, y sus labios se plegaron sobre la dentadura postiza que llevaba usando desde que unos camellos cabreados de San Francisco le saltaron los dientes. Empezó a parecerse a un viejo indio, el último de una tribu que hubiera presenciado grandes cantidades de sufrimiento. Parecía como si estuviera necesitado de que alguien lo cuidara y así era y siempre hubo a su alrededor personas dispuestas a hacerlo. Su persistencia e ingenio en la búsqueda tanto de la heroína como de su musa, y la habilidad de su espíritu y de su cuerpo apergaminado para sobrevivir a tal embate continuo, le brindaron respeto (en ocasiones reticente) por parte de individuos de todas las edades, razas, nacionalidades y preferencias estilísticas que apenas eran capaces de ponerse de acuerdo en algo más. Chet era el artículo genuino.
Hace unos años, recordaba lo avergonzado que se había sentido en los años cincuenta, cuando en las listas quedaba por encima de Clifford Brown y Dizzy Gillespie, a los cuales adoraba, porque era una «gran esperanza blanca» de cara bonita que recordaba a la gente a James Dean. Sabía que no jugaba en la misma liga que ellos. En los años ochenta, cuando en sus buenas noches se revelaba capaz de tocar todo lo bien que pueda tocarse el jazz, se vio desdeñado como una vieja gloria. Las grandes esperanzas blancas habían pasado de moda junto con los pianissimos.
[…] El guitarrista belga Philip Catherine describe sus giras con Chet: «Conducía desde París hasta Bruselas pasando por Ámsterdam; a veces iba en avión aprovechando una noche libre entre dos conciertos en París. Llegaba tarde con frecuencia y a veces había momentos de pánico. La paga no siempre era la estipulada ni se recibía en el momento acordado, pero en la música había tantos momentos mágicos que conseguían que todo lo demás mereciera la pena».
El empresario holandés Wim Wigt representó a Chet en Europa y Japón en los ochenta. No tenían un contrato de exclusividad, pero Wigt estima que Chet ganó más de 200.000 dólares, una vez restados los impuestos, el años pasado. Los dos álbumes que grabó para su sello, Timeless Records, han vendido más de 25.000 unidades cada uno y siguen vendiendo. No resulta difícil adivinar adónde fue a parar el dinero.
Chet en los ochenta. (Foto: Bruce Weber)
Un amigo recuerda que Chet llegó a su casa con 30.000 florines en una bolsa de plástico. Hacía poco se había comprado un Alfa Romeo Giulia color crema con matrícula italiana. Según Peter Huyts, que viajó con él a menudo, Chet era un conductor experto que recuperaba milagrosamente la sobriedad tras el volante sin importar lo colocado que hubiera podido estar. Larguirucho y con gafas, Huyts parece demasiado joven para tener ya dos nietos y demasiado formal para ser manager de bandas de jazz. Era copropietario de un club de jazz a tiempo parcial cuando perdió su empleo como ingeniero electrónico hace cinco años. Conociendo y amando la música, empezó a viajar con los clientes de Wigt, como Gillespie, Art Blakey y John Scofield. Calcula que debe de haber oído más de 150 conciertos de Chet Baker y probablemente le conoció tanto como el que más. El pasado jueves, Huyts estaba en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, esperando para acompañar el ataúd en un vuelo a Los Ángeles, donde la madre de Chet tenía comprada una plaza en el cementerio. «Quise estar con él hasta el final», dice Huyts. «Me sorprende lo mucho que lo echo de menos».
Viajar con Baker no era un camino de rosas. Pero a pesar de que Chet había pasado 16 meses en una cárcel italiana y fue deportado en uno u otro momento de Suiza, Alemania Occidental y Gran Bretaña, nunca tuvo ningún problema a la hora de cruzar fronteras. «Ni una sola vez», afirma Huyts. «Eso siempre me desconcertó. Pero Chet tenía su numerito de chico bueno para la aduana. Sabía cómo hacerles la rosca. Podía ser encantador».
«Siempre estaba perdiendo cosas, dejándoselas en algún lugar, pero conservó durante años la embocadura que le regaló Dizzy Gillespie. Estaba muy orgulloso de ella. Estaba grabada con la palabra «Birks»», añade Huyts, refiriéndose al segundo nombre de Gillespie.
Fue precisamente éste quien le consiguió a Chet su primer concierto de regreso en Nueva York después de haber aprendido a tocar con dentadura falsa. En una entrevista telefónica el sábado desde su casa en Nueva Jersey, Gillespie decía: «Una cosa importante que le faltaba… verás, Chet era muy tierno. El jazz es cosa de vísceras, los grandes solistas tienen que saber actuar con dureza. Él era demasiado vulnerable».
[…] Un adicto rehabilitado que solicita no ser identificado recuerda haber visto a Chet completamente desnudo, buscando una vena intacta. Encontró una en sus testículos, pero tuvo que realizar varios intentos hasta conseguir pincharla con la jeringuilla. Después le fallaron las rodillas y se aferró a la pila del baño, gimiendo «solución salina». El exadicto reconoció los síntomas de una sobredosis y preparó la solución inmediatamente. Le dio la jeringuilla a Chet y, esta vez, éste acertó a la primera en una vena del cuello.
Varias horas más tarde, cuando Chet se hubo recuperado y se estaba vistiendo para ir a trabajar, el exadicto le preguntó:
«Eh, tío, ¿no te cansas nunca de este rollo?».
«Es un coñazo», respondió Chet. «Habitaciones de hotel, aeropuertos, encontrar músicos de acompañamiento. Odio salir de gira».
«No me refiero a eso», replicó el otro. «Me refería al jaco».
«Ah, eso», Chet se encogió de hombros. «En eso no pienso nunca».
Este año despedimos la campaña editorial con una sorpresa: hoy miércoles sale a la venta una edición ampliada de Lemmy: la autobiografía, las memorias de Ian «Lemmy» Kilmister escritas en colaboración con Janiss Garza. Se trata de una nueva versión publicada por Simon & Schuster en Inglaterra en mayo de este mismo año que incluye como novedades los siguientes contenidos: un prólogo de Lars Ulrich (en realidad no es un texto nuevo, sino una transcripción del discurso pronunciado por el batería de Metallica en el funeral de Lemmy —se puede ver en YouTube—), una docena de fotos inéditas y, en mi opinión lo más interesante, un epílogo de 30 páginas escrito por Steffan Chirazi, periodista y amigo íntimo de Lemmy, en el que se narra la última década de vida del líder de Motörhead y en particular sus padecimientos del último año. En total, casi cincuenta páginas de material nuevo.
Como lector siempre me han tocado bastante las narices estas ediciones ampliadas. Más aún cuando la ampliación no está escrita por el autor original. Por otra parte, teníamos que reeditar el libro igualmente porque ya se nos había agotado y dejar este material fuera, sabiendo que existe y que ahora forma parte de la edición original inglesa, tampoco era una opción. En última instancia, creo que tenemos la responsabilidad de hacer la mejor edición que nos sea posible en cada momento determinado, y si ahora disponemos de unos materiales que simplemente no existían hace año y medio cuando lanzamos la primera edición, hay que aprovechar esta nueva oportunidad para incluirlos. Otra ventaja de la nueva edición británica es que, al haberse actualizado los archivos por vez primera desde que se lanzase el libro en 2003, hemos podido contar con mejores materiales de reproducción que la última vez. Por eso, a partir de hoy mismo, Lemmy: la autobiografía pasa a tener más páginas, más imágenes y un cuadernillo central con fotos en color.
La idea, en cualquier caso, es hacer la mejor edición posible, no sacarle los cuartos otra vez precisamente a aquellas personas que te han apoyado desde un primer momento. Por lo tanto, hemos preparado un PDF con el epílogo de Chirazi entero para que quien quiera pueda descargárselo y leerlo sin ningún problema. Sé que no es la solución ideal, pero al menos es una manera de que quienes ya tenéis el libro podáis leer igualmente el contenido añadido en caso de que tengáis interés. Este es el enlace:
Por su parte, el prólogo de Ulrich ha quedado incluido en el adelanto que ofrecemos siempre con las primeras páginas de cada libro en su ficha correspondiente en la web de Es Pop. Si la visitáis, podréis ver también unas cuantas imágenes de los interiores de la nueva edición. Por cierto, el circulito informativo que le hemos añadido a la portada es, lógicamente, una pegatina fácilmente separable. Jamas se nos ocurriría desgraciar de esa manera la excelente cubierta que nos realizó el ilustrador sudafricano Ian Jepson (cuyo proceso de creación describimos al detalle en su día).
Tanto oír hablar de Dylan estos últimos días me ha recordado que tenía a medias esta entrada y que podría ser un buen momento para compartirla. Hace ya varios meses, Robert Polito, poeta, profesor de escritura en la New School de Nueva York y autor del magnífico Arte salvaje: una biografía de Jim Thompson, escribió para The Criterion Collection un pequeño ensayo sobre Don’t Look Back, el célebre documental sobre Bob Dylan dirigido por D. A. Pennebaker. Se trata de un texto muy interesante que podéis leer íntegramente en la web de Criterion (en inglés). Dejo aquí un par de párrafos traducidos a modo de aperitivo.
* * *
«Me costó mucho conseguir simplemente que la gente le echara un vistazo [a la película], de plantearse comprarla ya ni hablamos», me contó Pennebaker hace poco. «Hacer una película es como construir un coche en tu patio trasero. Lo armas, es hermoso y después… ¿qué haces con él? La idea de vender una película, una película no profesional que has hecho por tu cuenta y riesgo, es tirando a absurda. Pero en aquella época yo no lo entendía así. Era muy ingenuo. Había dos o tres distribuidores en Nueva York. Conseguí que vieran el primer rollo y cuando empezó el segundo se habían esfumado. Me di cuenta de que iba a costarme mucho conseguir que se proyectara, pero sabía que había un público para la película. Sabía que había gente que quería saber quién diablos era Dylan, igual que me lo había planteado yo».
Después, continuó Pennebaker, «un día un tipo me abordó y me dijo: «Tengo entendido que tienes una película que debería ver». Llegado aquel punto, estaba dispuesto a enseñársela a cualquiera. De modo que el tipo vino, la vio y cuando acabó, me dijo: «Es justo lo que estaba buscando; parece una película porno, pero no lo es». Era el dueño de una gran cadena de cines X con salas por todo el Oeste y creo que intentaba salirse del negocio, por su mujer o algo. Proyectó la película en el cine más grande que tenía, el Presidio en San Francisco. Puede que nunca hubiera conseguido llegar a distribuirla de no ser por aquel tío».
Mientras charlábamos sobre análogos de sus primeras películas, Pennebaker dijo haberse inspirado en los diálogos caóticos-y-contingentes y en el batiburrillo-de-voces propio de las novelas de William Gaddis, principalmente JR, para las texturas elusivas de Don’t Look Back. «La persona más cercana a lo que desde mi punto de vista estábamos haciendo era Bill Gaddis, que fue compañero mío de piso cuando me vine a vivir a Nueva York. La idea de no decir quién está hablando para que tengas que averiguarlo por tu cuenta es un poco como la de tener una película sin narración ni explicación. Todo está en lo que ves». (Lo fascinante es que en una nota para sí mismo escrita en 1956, Gaddis le otorgaba el crédito por JR a varias conversaciones con Pennebaker, entre otros).
Pero el propio Dylan, por supuesto, y las nuevas canciones que estaba componiendo en 1965 también tienen su paralelismo en la película de Pennebaker. La mezcla de crudeza y sofisticación formal, de innovación y tradición, de trabajo simultáneamente moldeado e improvisado, y la confianza en la inmediatez, el detalle y el momento para la revelación. La suspicacia de ambos hacia la definición y la interpretación. La diversión de Dylan ante los artículos neofabulistas que le dedica la prensa («»Dándole profundas caladas a su cigarrillo, fuma ochenta al día». Dios, cómo me alegro de no ser yo») y su feroz crítica a los medios ante el reportero de Time, Horace Freeland Judson, no pueden disociarse de la acometida llevada a cabo por Pennebaker contra los documentales convencionales que supone el núcleo de su cine.
«Stay on the right track; you can’t live a lie».
D.E.P. Ian «Lemmy» Kilmister. 24/12/1945 – 28/12/2015.
Llevamos todo el día entre atónitos y entristecidos, sin saber muy bien qué decir. Quizás lo mejor sea un simple «Gracias, Lemmy». Gracias por cuarenta años (y pico) de música. Gracias por haber hecho del mundo un lugar más divertido y ruidoso. Gracias por haber demostrado con el ejemplo que se puede llegar hasta el final siendo fiel a uno mismo, sin vivir en la mentira. Y a título puramente personal, gracias por haber llegado a Es Pop justo en el momento en el que más necesitábamos la inyección de energía y entusiasmo que nos aportó tu autobiografía. Si seguimos adelante, es en parte gracias a ti. Así pues, simplemente: gracias, Lem.
El mes pasado la revista Huck Magazine publicó una interesantísima entrevista de Andrea Kurland con todo un referente de la cultura punk estadounidense: Ian MacKaye, miembro fundador de Minor Threat y Fugazi y propietario de la discográfica Dischord Records. En la entrevista se tocan muchos palos más allá de lo meramente musical y recomiendo mucho su lectura. Para ir abriendo boca, he traducido aquí tres preguntas que me han resultado particularmente interesantes porque me parecen perfectamente aplicables al mundo de la edición. Pincha aquí para leer la entrevista al completo.
El capitalismo parece estar fundado en la idea de que tienes que crecer continuamente para poder seguir adelante. ¿Alguna vez has sentido esa presión?
Rechazo ese concepto por completo. Dischord Records empezó siendo un grupo de críos que editaban discos que no le interesaban a nadie, salvo a esos mismos críos y a sus amigos. Pero para mí fue una época muy válida. Cuando eres tú mismo quien le está poniendo el pegamento a las carpetas de los álbumes, eso es la verdadera industria del disco. Todo el dinero generado se reinvertía en el sello, pero a mí nunca se me ocurrió pensar que no estaba triunfando. Tenía algo que sabía que quería hacer a diario, ¿qué más puedes pedirle a la vida? Diez años más tarde pasamos a vender cientos de miles de discos, lo cual presentó nuevos desafíos, pero en ningún momento sentí: «¡Oh, ahora tenemos éxito!». Lo que pensaba era: «Esto es lo que toca hoy». Actualmente el sello es más pequeño, pero yo no lo considero menos significativo. La parte más complicada es la de la percepción que tiene el observador de la situación. La relevancia o la falta de ella no son cuestiones que preocupen a los participantes. La gente que de verdad se vuelca en lo que hace no lo hace por la relevancia, sin embargo son juzgados por una sociedad que se centra en conceptos abstractos y absurdos de lo que es o deja de ser relevante. ¡Que estamos hablando de arte, joder! Si te llega, te llega, aunque no le guste a nadie más. Esa idea de tener que estar en perpetuo crecimiento… O sea, imagínate a una persona, tú o yo, creciendo perpetuamente. No es una imagen bonita. En algún momento acabarás reventando. Y lo mismo es cierto para todas las cosas. La verdadera cuestión es otra palabra que también empieza por «GR»: avaricia*. De eso es de lo que hablamos cuando hablamos de crecimiento. Más para mí: ése es el concepto.
¿Y qué pasa con la idea de dejar un legado? ¿Te preocupa eso?
No. Ya tengo un legado y me doy cuenta de lo engañoso que es y de lo pervertido que está. No me interesa el legado en términos de reputación personal. Sí que me interesa, sin embargo, dejar un sendero. Tengo muy claro que el trabajo que he hecho, el trabajo que hemos hecho, era el de unos críos dedicados a hacer lo que querían hacer y a demostrar que es posible hacerlo, a pesar de lo que digan las grandes empresas. Se trata de ir dejando marcas o un reguero de migas para que la gente sepa que esa posibilidad existe. Espero que eso inspire a otras personas que inevitablemente han de llegar para que hagan lo mismo. Por eso, lo que sí me interesa es la documentación: construyo archivos precisamente porque tengo esa sensación de responsabilidad de documentalista. Gran parte de mi trabajo ha estado centrado en la idea de que no sólo puedes construirte tu propia carretera, sino que también puedes conducir por ella. El problema de estas carreteras pequeñas es que generalmente están construidas justo al lado de superautopistas. Atraen menos circulación y tienden a atrofiarse; hace aparición la maleza y la gente acaba pensando que no son transitables. Que no son posibles. Pero sí que son transitables, simplemente no son permanentes. Las superautopistas son permanentes porque los individuos que las tienen en propiedad, los mismos que erigen los peajes, las mantienen así. Son caminos distintos. Y es importante que la gente sepa que existen otras posibilidades.
Para mí el punk o el «hazlo tú mismo» es una manera de valorar la autosuficiencia por encima de todo. Y creo que todo tipo de personas pueden inspirarse por esa idea, más allá de la música. ¿Es un buen momento para que la gente joven haga cosas por sí misma?
Creo que siempre es un buen momento para eso. Mi definición del punk es el espacio libre. Es un lugar en el que se pueden presentar nuevas ideas sin tener que pasar por el filtro o la perversión de la especulación. Si no vivimos preocupados por vender, podemos dedicarnos a pensar. El problema de las ideas nuevas es que no tienen un público hecho. Y en términos de mercado, un público equivale a clientela. Si no tienes un público, no es rentable. El punk fue un entorno, al menos para mí, en el que eso no parecía importar. Nunca conocí a ningún roquero punk que pensara: «voy a ganarme la vida con esto». Los que pensaban así desaparecieron rápidamente. Lo que recibí de la contracultura fue un regalo; el permiso para crear libremente. Y mi reacción fue cuidar de ese regalo y mantenerlo vivo porque sigue dando cosas. Por supuesto, hubo gente que pensó: «Guau, si esto lo pulo un poco, podré venderlo». Pero entonces deja de ser un regalo.
* En inglés: growth (crecimiento) y greed (avaricia).
Cultura Impopular es el blog de Es Pop Ediciones, una editorial independiente especializada en temas relacionados con la cultura pop. Nuestra intención es convencerte de que compres los libros que editamos, pero intentaremos que no se note demasiado hablando también de otras cosas. Si quieres saber más sobre Es Pop, visita nuestra página web.
Cultura Impopular está escrito por Óscar Palmer. Puedes contactar con él por correo electrónico.
No se me ocurre nada más destinado a hacer infeliz a alguien que dejar de hacer conscientemente lo que te apetece porque la gente quiere que hagas otra cosa. Chuck Klosterman