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El blog de Espop Ediciones

martes 2 de junio de 2009

El triunfo de los muertos vivientes


Una de las múltiples encarnaciones de Drácula. Christopher Lee en El poder de la sangre de Drácula.

Las estructuras que subyacen en las imágenes del horror cambian bastante poco; sin embargo, el uso cultural que hacemos de ellas son tan multiformes como el propio Drácula.
David J. Skal, Monster Show.

Hace un par de años tuve la suerte de traducir dos libros excelentes a los que hacía tiempo que quería hincarles el diente. Curiosamente, acabé traduciéndolos prácticamente uno detrás del otro, algo de lo más apropiado ya que prácticamente vienen a hablar de lo mismo desde perspectivas ligeramente complementarias, uno desde un punto de vista más personal y el otro desde uno más general. Los libros eran Danza macabra, de Stephen King, y Monster Show, de David J. Skal. Los dos hablan del por qué de las historias de horror: su origen, su aceptación cada vez más generalizada como entretenimiento de masas a lo largo del siglo XX, por qué nos atraen tanto y qué dicen sobre nosotros, como personas y como sociedad. Resumiendo groseramente, la tesis principal de ambos ensayos era: «cada época tiene el terror que se merece, cuando no el que necesita». ¿Que necesita para qué? Para experimentar, para sublimar, para desahogar emocionalmente, de manera consciente o inconsciente, las angustias de la vida diaria. Al igual que el cine negro, del cual ya hablamos aquí a propósito de esta misma función metafórica de la ficción, el cine de horror viene a ser como una caja de resonancia que nos devuelve amplificados los temores que rebotamos en ella, permitiéndonos experimentarlos de una manera intensa y concentrada pero dentro de un entorno seguro y sin sufrir las consecuencias. El ejemplo más manido de esto es, evidentemente, la relación entre las películas norteamericanas de ciencia ficción de los cincuenta, con sus marcianos invasores y sus insectos mutantes, con el temor a la «amenaza roja» y al peligro nuclear, pero hay muchos más. Cada época tiene sus mitos del horror y poco importa que nazcan de un genuino interés por la metáfora (como en el caso, por ejemplo, de George A. Romero, que sabe perfectamente la idea que quiere transmitir con cada una de sus películas) o que el interés sea puramente crematístico: es evidente que por cada película de los noventa que utiliza la figura del vampiro como sinónimo de la plaga o del SIDA hay otras veinte cuyo único interés es ganar dinero a costa de un icono reconocido dentro de un género rentable sin haber reflexionado para nada en qué es lo que ha convertido a dicho monstruo en icono. Lo que a mí me parece realmente interesante de todo esto, sin embargo, es que, al margen de cuál sea la motivación de los cineastas, ésta acaba resultando indiferente, ya que la película resuena del mismo modo en el inconsciente colectivo. Y lo verdaderamente fascinante es comprobar cómo ese inconsciente colectivo va mutando y readaptando los mitos según las épocas y las circunstancias.


La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, 1968.

Cuando Bram Stoker escribió Drácula, por ejemplo, a ojos del gran público su nefando Conde representaba todos los temores propios de un caballero victoriano: el enemigo venido de Oriente que se infiltra insidiosamente en la noble Inglaterra para soliviantar sus principios, la influencia corruptora del sexo, la reevaluación del papel de la mujer en la sociedad, etc. En 1992, sin embargo, el temor a la inmigración o a la renovación de los roles sociales quedaba completamente diluido ante una oleada de miedo mucho más intensa: el miedo al contagio. De igual manera, mientras que la versión original de Dawn of the Dead (George A. Romero, 1978) hablaba de los peligros del consumismo descontrolado y de la desaparición de la «pequeña América» propiciada por la eclosión de las grandes cadenas y de unos centros comerciales que convierten a los ciudadanos en masas descerebradas de consumidores (en zombis, vaya), el remake de Zach Snyder de 2004, aunque conserva el esquema argumental, es claramente una fábula post 11-S en la que una comunidad concreta se ve violentamente atacada por sorpresa y queda completamente aislada en un entorno tecnológico, rodeada por un enemigo primitivo pero mortal. Mismas historias, mismos monstruos, metáforas distintas.


Los muertos vivientes se dan un banquete en Zombi, de George A. Romero, 1978.

Esa habilidad para representar distintos temores en distintas épocas es una de las características principales de todo icono del terror que se precie: Drácula, el monstruo de Frankenstein, el hombre lobo, el doctor Jekyll (o su primo Norman Bates)… son arquetipos tan mutables que no cuesta nada imaginar varias versiones alternativas, complementarias o incluso contradictorias de todos ellos. Y esa mutabilidad, me parece a mí, es probablemente la clave de su pervivencia. Es también la causante de que en estos últimos años hayamos visto la ascensión meteórica a primera división de un nuevo mito del horror: el muerto viviente. Y si digo «nuevo» no es porque quiera obviar las películas clásicas de Romero ni la oleada de subproductos italianos con las que entramos en contacto con el género todos aquellos que crecimos en los ochenta, sino porque me parece sinceramente que, al margen del enorme cariño que le podamos tener los aficionados, el zombi como icono del horror no ha logrado alcanzar una trascendencia real en la cultura mayoritaria hasta esta primera década del siglo XXI. La cantidad de películas, juegos, novelas y tebeos que se han sumado en estos últimos años al «fenómeno zombi» no tiene parangón en ningún otro momento en la historia de la cultura popular. Y es lógico que así haya sido, ya que nunca había dispuesto de un caldo de cultivo tan propicio. Estamos hablando de una década en la que el vampiro, probablemente el imbatido campeón de la liga del horror durante los ochenta y los noventa, ha pasado por un proceso de domesticación tal que ha acabado convertido en un ídolo de jovencitas asexuado y descolmillado. Mientras tanto, el muerto viviente, un monstruo tan básico que resulta difícilmente adulterable y por lo tanto una encarnación mucho más genuina del horror en estos tiempos de continuo revisionismo, ha pasado a multiplicar sus contenidos metafóricos, siendo capaz de encarnar: el contagio (28 días después, Rec), el terrorismo (la idea de que un miembro de una sociedad occidental resulte de repente ser un enemigo infiltrado capaz de volar un edificio tiene su perfecto paralelismo en esos personajes que ocultan su mordedura y acaban volviéndose contra sus amigos), la enorme división tecnológica y ideológica entre Occidente y el resto del mundo, cuando no entre ricos y pobres dentro de nuestra misma sociedad (El amanecer de los muertos y la injustamente infravalorada La tierra de los muertos), la rapacería industrial (Resident Evil) e incluso la estupidez de una población adormecida a base de telebasura (como en la interesantísima Dead Set). Tras una década de bonanza económica, de especulación, de pelotazos, de culto al triunfador (al vampiro) nos encontramos de repente con que o bien los zombis llevan mordiéndonos un buen tiempo y sólo ahora nos acabamos de dar cuenta (¿qué mejor metáfora que el muerto viviente para una sociedad que sufre las consecuencias de una economía fundada en la voracidad ilimitada de banqueros, estafadores piramidales y demás?), o bien los muertos vivientes somos nosotros, que vagamos adormecidos y adocenados entre las ruinas a las que nos han condenado los que viven refugiados en el supermercado (una idea fenomenalmente reflejada en Zombies Party).


¡Nosotros somos los muertos vivientes! The Walking Dead # 24, de Robert Kirkman y Charlie Adlard.

Sea como sea, los zombis han llegado para quedarse y parecen estar abriéndose paso rápidamente hasta lo más alto de la cadena alimenticia entre los arquetipos del horror (tal y como corresponde a una época obsesionada por las plagas, sean éstas avícolas o porcinas). No sólo lo constatan las películas, sino también tebeos como The Walking Dead (un título que hace veinte años se habría considerado anticomercial y que ahora se cuela en las listas de los más vendidos), novelas como Cell o World War Z (entre otras muchas bastante menos destacadas) o inventos como el Pride and Prejudice and Zombies de Seth Grahame-Smith, un autor de libros paródicos al que un buen día se le ocurrió reeditar la novela original de Jane Austen añadiéndole pasajes de cosecha propia para convertirla en una novela de muertos vivientes, un buen ejemplo de auténtica zombificación dentro de una cultura cada día más dada a canibalizarse a sí misma que, a pesar de todo (y eso es lo que más miedo da en este caso), está cosechando un notable éxito comercial. Las imitaciones, reinvenciones y secuelas de demás clásicos actualmente en dominio público no se harán esperar. En octubre, por cierto, llegará una de las que peor pintan: Dracula The Undead, una secuela «autorizada» del clásico de Stoker, firmada a medias entre un sobrino bisnieto de éste y un supuesto estudioso de la obra; al margen de la evidente maniobra comercial (la típica que, por desgracia, suele llamar la atención de los medios) mucho me temo que la sinopsis del libro descarta cualquier tipo de digna continuación a la inmortal obra del pelirrojo irlandés.

Izquierda: Orgullo y prejuicio y zombis. Derecha: Simon Pegg en Zombies Party.

Resumiendo: cuando hasta la revista Time le presta atención al fenómeno, es que algo está pasando. Y teniendo en cuenta el actual clima económico y social, lo más probable es que la cosa vaya para largo. Sirva a modo de conclusión esta otra reflexión de David J. Skal a propósito del primer gran boom comercial del cine de terror durante los años treinta, que a día de hoy vuelve a tener cierta resonancia.

«Para enero de 1931, los vagos temores que habían acosado a la economía durante el año anterior se hicieron reales: el Comité de Emergencia de Ayuda al Desempleo del presidente Hoover confirmó las cifras: la Depresión era real y empeoraba a diario. Un par de meses más tarde, el banco nacional austriaco quebró, iniciando el colapso económico de Europa. En Alemania, la crisis resultante contribuiría significativamente a la pesadilla embrionaria del Nacional Socialismo. Durante un periodo de doce meses que coincidió con los momentos más oscuros de la Gran Depresión, cuatro arquetipos del horror de Hollywood [Drácula, el monstruo de Frankenstein, Dr. Jekyll y el Hombre Lobo] fueron lanzados o preparados para el consumo público. Los peores años del siglo para Norteamérica iban a ser los mejores años para los monstruos».

CineCómicLibros , 5 comentarios

5 comentarios

  1. Excelente resumen que comparto plenamente Óscar. A lo mejor te interesa esto: http://rs700.rapidshare.com/files/236033227/la_casa_de_bernarda_alba_zombi.pdf

  2. Oye, pues te tengo que felicitar muchísimo por la traducción de «Monster Show», indudablemente a la altura de un libro fabuloso.

    Por lo demás, yo creo que el gran problema que tuvo el público con «La tierra de los muertos vivientes» fue su enfoque radicalmente opuesto al de la ficción zombística más exitosa del momento. Romero se cuidó de dejarlo claro desde la primera imagen de la película, con el viejo logo de la Universal: su Big Daddy, para pesar de tantos espectadores, tenía vocación de monstruo clásico. Nada más lejos de «Resident Evil» y del placer nihilista de dar rienda suelta a la paranoia y disparar a todo lo que se mueva. Lo último que quería el respetable era un final como aquel «they’re just looking for a place to go». Del mismo modo que en 1982, si de visitas alienígenas se trataba, parecía preferir «E. T.» a «La cosa». Sí, en el horror resuenan las inquietudes de cada época, pero no siempre nos hace gracia el eco.

    Por supuesto, la película tiene otros problemas más «objetivos», como por ejemplo su tendencia a dejar que la alegoría se coma la historia (ese conflicto por un dinero que ya no vale para nada), una pega que comparte «El diario de los muertos». Pero aun así la considero muy superior a la mayoría de sus contemporáneas.

  3. Pues a mí no me ha parecido tan mal la sinopsis de la «secuela» de Drácula. Probablemente sea una caspa de novela (no pinta bien la combinación de un descendiente de Stoker que vete a saber cómo escribe y un erudito), pero así contada no está mal. ¡Seguro que peores novelas de vampiros he leído!

  4. Álvaro: gracias por el vínculo, había oído hablar del tema pero no me había animado a investigar mucho más. ¡Ahora que me lo has puesto a huevo no me queda más remedio que leérmelo! ;-)

    Alejandro: estoy completamente de acuerdo contigo respecto a La tierra de los muertos vivientes. Curiosamente, a mí (y supongo que a todos los que nos gustó la peli) uno de los elementos que más me interesó fue precisamente la introducción de Big Daddy, como un paso evolutivo lógico más allá del Bub de El día de los muertos, a pesar de que es verdad que en el cine la gente se reía, no empatizaban nada con él. En lo que no estoy de acuerdo es en lo de la alegoría, a mí sí que me pareció bastante equilibrada, algo que efectivamente no se puede decir de El diario de los muertos, que ahí sí que se le escapa y lastra por completo toda una peli que de otro modo podría haber sido bastante más interesante (recuerdo que lo que más me gustó fue la escena aquella delirante con el granjero de la horca, que es justo lo que más se aparta del esquema de la película). A ver que pasa con la nueva, …of the Dead, con la que seguro que de todos modos volveremos a picar encantados, ¿no? :-)

    David: es muy posible que sea excesivamente tiquis miquis con este tema en particular, pero aunque a lo mejor un concepto similar podría funcionar bien para otra novela de vampiros, lo que están escribiendo no es una «secuela» de Drácula, sino más bien un Drácula de un universo alternativo. Un universo alternativo en el que el profesor Seward es morfinómano porque así lo presentó Coppola en su peli, en el que los personajes mueren misteriosamente empalados siguiendo la conexión establecida entre Drácula y Vlad Tepes en los años setenta (una teoría completamente falseada y sin fundamento que no tiene ningún reflejo en el libro original)… en fin, que más que la secuela de Drácula lo que están escribiendo es lo que la gente que no ha leído el libro podría esperar de una secuela. Para eso que se hubieran escrito su propia novela, pero claro como maniobra comercial no sería lo mismo.

  5. Otto, de Bruce Labruce!

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