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viernes 29 de enero de 2010

Maestros del humor macabro: Gorey


Hace unas semanas, prácticamente al mismo tiempo que la reedición de La familia Addams y otras viñetas de humor negro que os comentaba anteayer, llegaba a las tiendas Amphigorey de nuevo, cuarto y último volumen en una serie de recopilatorios dedicados a reunir la práctica totalidad de las obras escritas e ilustradas por Edward Gorey. A propósito de ese lanzamiento, he decidido recuperar aquí un artículo que escribí en 2003 para el libro El día del niño, editado por Rubén Lardín para el festival de cine de Sitges. El subtítulo y el tema del libro era «la infancia como territorio para el miedo», y yo me encargué de redactar un texto titulado El horror ilustrado, en el que hablaba muy por encima de algunos tebeos centrados en la infancia y me centraba sobre todo en la obra de Gorey y de varios autores de manga japoneses. Parte del texto reapareció posteriormente, retocado y aumentado, en el número 27 de la revista U, en un artículo titulado «Maestros del manga de horror», pero la parte dedicada a Gorey no la había vuelto a recuperar nunca. Aquí está, pues, dividida en dos partes para no abusar de vuestra paciencia.

Ilustración perteneciente a El radio roto, una colección de «cromos» de ciclismo.

Piedras en la maquinaria: el extraño caso de Edward Gorey
El caso de Edward Gorey es decididamente único. Su presencia en el mercado americano sólo puede tener cierto paralelismo con la de otro francotirador del humor macabro como era Charles Addams, el creador de la familia Addams, con sus chistes sobre suicidas, asesinatos y monstruos para la revista The New Yorker. Sin embargo, mientras Addams tendía —consciente o inconscientemente— a limar las aristas de su obra mediante un estilo de cartoon decididamente cálido y la utilización de referentes cercanos plenamente asumidos por el acervo popular (vampiros, yetis, monstruos de Frankenstein, gangsters, maridos hartos de aguantar a la suegra, marcianos, etc.), Gorey se regodeaba en una absoluta ausencia de concesiones, desarrollando un grafismo decididamente complejo y sofisticado, en el que igual colaba referencias a Durero que citaba a Hokusai, y enfrentándose a la brutalidad sin coartadas de ningún tipo. Lógicamente, el público general va a estar siempre mucho más dispuesto a aceptar un chiste macabro protagonizado por un monstruo clásico o un gangster —iconos de ficción al fin y al cabo—, que un verso humorístico sobre las andanzas de un violador de niños. Como bien apuntaba Ernesto Martínez en el número 24 de la revista U (junio 2002), «tras la aparente ligereza y humor negro con que escribe sus versos, de alguna manera se reconocen conductas y personajes que preferimos etiquetar como ficción, aunque no estemos del todo convencidos […] En más de una ocasión el autor declaró su afición por los sucesos periodísticos de tipo criminal*, y en muchos momentos ésa es la sensación: la de informarse de un acto atroz, de manera asépticamente descriptiva, sin que se alcance a comprender las causas reales del crimen, y eso asusta». Edward Gorey era, pues, no sólo un artista al que no le preocupaba parecer accesible sino también un escritor como mínimo incómodo. De no haber sido por un cúmulo de afortunadas circunstancias y de su inquebrantable voluntad, perfectamente podría haber acabado condenado al ostracismo como un Henry Darger cualquiera.

Edward Gorey. Foto: Michael Romanos.

Edward St. John Gorey había nacido en Chicago el 25 de febrero de 1925. Afirmaba haber aprendido a leer a la edad de 3 años y medio («nadie sabe cómo») y a los cinco años ya había leído dos libros decisivos para su formación: Drácula y Alicia en el país de las maravillas. A los ocho había terminado las obras completas de Víctor Hugo y muy pronto se convirtió también en un apasionado de Agatha Christie, sobre cuyas obras podía disertar interminablemente.
Gorey estudió en un instituto privado de Chicago, el Francis W. Parker High, donde pronto empezó a labrarse una temprana reputación como excéntrico debido a su afición a confeccionar muñecas de trapo que luego abandonaba en el interior del primer coche aparcado que le saliera al paso acompañadas de notas crípticas e intrigantes, y a hazañas como la de recorrer descalzo la Avenida Michigan con las uñas de los pies pintadas de verde. Su única educación artística formal la recibió en 1942, al participar en un curso de un semestre en el Art Institute de Chicago. Sin embargo, en 1943 tuvo que interrumpir sus estudios al ser llamado a filas. Una vez licenciado, se matriculó en Harvard para estudiar Filología Francesa y convertirse en uno de los miembros fundadores, junto a John Asbery, Frank O’Hara, V. R. Lang, Alison Lurie, William Matchett, Thornton Wilder y William Carlos Williams, del colectivo teatral Poet’s Theatre, para el que empezó a desarrollar, por una parte, sus habilidades como diseñador, cartelista y director escénico, y por otra, su gusto por el absurdo y las referencias culturales cuanto más oscuras mejor: «Todos estábamos muy interesados en ser avant garde. John Asberry y Frank O’Hara eran especialmente buenos a la hora de descubrir a gente de la que nadie más volvería a oír en años. [Aún hoy me siento] irracionalmente interesado por el surrealismo y el Dadá». El teatro seguiría siendo una de sus principales pasiones durante el resto de su vida, y llegaría a participar de un modo u otro en más de una treintena de obras, en capacidad de escritor, director o diseñador.

Dos ejemplos del trabajo de Gorey como portadista para Doubleday. La de la izquierda es de 1953. La de la derecha, de 1959. Pincha para ampliar.


Cuando se graduó en 1950, aún no tenía claro qué hacer con su futuro: «Quería tener una librería, hasta que trabajé en una**. Después pensé hacerme bibliotecario, hasta que conocí a unos cuantos que estaban locos», declaró al Boston Globe en 1988. Finalmente, Gorey decidió sacarle provecho a sus dotes para el dibujo y el diseño y en 1953 se trasladó a Nueva York, donde fue contratado como director artístico de la línea de libros de tapa blanda de la editorial Doubleday, para la que trabajó los siguientes siete años diseñando portadas enormemente llamativas gracias a sus ilustraciones y sus rótulos caligrafiados. Fue a raíz de su traslado a la Gran Manzana y de su entrada en el mundillo literario que Gorey empezó a destinar las noches a trabajar en sus propios libros, aunque la reacción de los editores distó mucho de ser positiva. Esta falta de interés no sólo no desanimó a Gorey, sino que le llevó a fundar su propia editorial, Fantod Press, cuyas tiradas mínimas le permitían encargarse él mismo de la distribución, vendiendo los libros directamente a las librerías. Su primera y peculiar mini-novela, El arpa no encordada (The Unstrung Harp) apareció aquel mismo año 1953, seguida de otras como El desván del listado (The Listing Attic, 1954), El huésped incierto (The Dubtfoul Guest, 1957), La lección práctica (The Object Lesson, 1958) y El rombo fatal (The Fatal Lozenge, 1960).

Dos ilustraciones incluidas en The Haunted Looking Glass. Pincha para ampliar.


En 1959 abandonó Doubleday para dedicar los siguientes tres años a trabajar como editor y director artístico de la colección Looking Glass, perteneciente al emporio Random House, para la que editó The Haunted Looking Glass [El cristal encantado, 1959] una antología —ilustrada, por supuesto— en la que recogió sus cuentos favoritos de fantasmas y que da buena cuenta de algunas de sus más destacadas influencias literarias (Blackwood, Stoker, Jacobs, Dickens, Harvey). Además, esta misma colección le brindó la oportunidad de publicar su primer libro en color, uno de los pocos que reconoció haber realizado con el público infantil en mente y el primero en conocer una distribución masiva: El libro de los bichos (The Bug Book, 1960).

Viñeta perteneciente a El Wuggly Ump, uno de sus pocos libros puramente infantiles.

Tras diez años trabajando en la industria del libro, Gorey no podía ni mucho menos afirmar ser un autor reconocido, pero sí había conseguido cierta notoriedad como ilustrador. Viendo, pues, que cada vez le salían más encargos y que por primera vez una editorial grande, la poderosa Simon & Schuster, se interesaba por una de sus obras, decidió independizarse y compaginar su labor como ilustrador con la creación de sus libros. Así, en 1963 aparecía la que quizá sea su obra más recordada, Los pequeñines macabros (The Gashlycrumb Tinies), recogida junto a El Dios Insecto (The Insect God) y El ala oeste (The West Wing) en un sólo libro editado por Simon & Schuster: The Vinegar Works, tres volúmenes de enseñanza moral, un título más bien irónico, ya que pocas moralejas podían extraerse de ninguna de las tres obras. La primera, un alfabeto*** en el que cada letra corresponde a un niño muerto («La A es de Amy, que se cayó por las escaleras. La B es de Basil, atacado por osos…»), es quizá el ejemplo más depurado del modo en el que el autor es capaz de unir el humor con la asepsia expositiva, generando no sólo la risa sino también cierta sensación de inquietud provocada por la asunción de que los niños de Gorey mueren de un modo tan físicamente tangible y generalmente absurdo como lo harían en la vida real, algo que pocos autores de ficción se atreven a reflejar en sus obras y que Gorey es capaz de plasmar en toda su crudeza, no como un hecho excepcional sino sencillamente como algo lógico y habitual (observación que, de tan fría y certera, estremece), mediante apenas una frase. Por otra parte, es una nueva incursión en el terreno de la infancia, campo al que ya se había asomado mediante dos libros autoeditados: El bebé bestial (The Beastly Baby, 1962), la historia de un bebé tan desgradable que lleva a sus padres a intentar librarse de él por todos los medios, y La niña desdichada (The Hapless Child, 1961), una inteligentísima vuelta de tuerca al tópico de la huerfanita dickensiana capaz de helarle la sangre al más pintado con su refinada crueldad.

La huérfana protagonista de La niña desdichada es vendida a un bruto alcoholizado.

Algo debió encajar en el cerebro de Gorey al realizar estas tres obras, o sencillamente el autor se dio cuenta de que había dado con una aproximación o un punto de vista claramente personal y sumamente eficaz, ya que posteriormente volvería a utilizar repetidamente a niños como los protagonistas de sus tragicomedias. Observando en conjunto una obra tan dispar como para incluir libros protagonizados por los más variopintos personajes —el criador de leones de Los leones perdidos (The Lost Lions, 1973), la malvada señorita Squill de Las conjuraciones irrespetuosas (The Disrespectful Summons, 1973) o la baronesa demente de Las cuentas verdes (The Green Beads, 1978—, animales —el peludo fantod calzado con bambas de El invitado incierto, los siniestros bichillos de El libro sin título (The Untitled Book, 1971) o el amorfo pajarraco de El pájaro osbick (The Osbick Bird, 1970)— e incluso objetos —el calcetín de El calcetín abandonado (The Abandoned Sock, 1970) o los alfileres y botones de Una tragedia inanimada (The Inanimate Tragedy, 1966)—, lo cierto es que una de las escasas constantes temáticas de Gorey es la repetida invocación de la infancia como fuente de nostalgia, aventura o, sencillamente, muerte.

Más ejemplos de portadas de Gorey. La de la izquierda es de 1960.
La de la derecha, de 1994. Pincha para ampliar.


En El Dios Insecto, por ejemplo, una niña es raptada, aprovechando un despiste de su niñera, por un grupo de insectos gigantes que quieren sacrificarla a su Dios. Su desaparición es absurda, arbitraria y se intuye dolorosa. En El Wuggly Ump (The Wuggly Ump, 1963), tres chavales son perseguidos y finalmente devorados por una bestia mítica. En El niño pío (The Pious Infant, 1966), un pequeño santurrón muere de pulmonía tras intentar hacer una buena obra en mitad de una tormenta. En La bicicleta epiléptica (The Epipleptic Bicycle, 1969), una pareja de hermanos que suele dirimir sus diferencias a golpes de mazos de cricket sale de viaje y regresa al hogar 173 años más tarde para descubrir un obelisco erigido en su memoria. En La vuelta de la tortilla (The Tuning Fork, 1990) una niña se ve impulsada al suicidio debido a la incomprensión de sus padres; afortunadamente, hace amistad con un monstruo submarino que se encargará de poner las cosas en su sitio. En La broma estúpida (The Stupid Joke, 1990), el joven Fiedrich se niega a levantarse de la cama en todo el día; cuando finalmente cae la noche y se dispone a salir sin que nadie le vea, la cama le atrapa y le hace desaparecer.
En todo caso, si hay algún relato de este “ciclo” que despunte sobre todos los demás, ése ha de ser La pareja abominable (The Loathsome Couple, 1975), la descarnada y escalofriante historia de una pareja de parias sociales (a los que Gorey nos presenta ya en su tierna infancia) que, tras crecer para reconocer su afinidad, intentan consumar su relación asesinando niños, ya que son incapaces de consumarla sexualmente. Pocas veces se ha mostrado el autor tan frío y distante respecto a los hechos narrados. La sucesión de imágenes desnudas, acompañadas de frases entrecortadas y despojadas de todo adorno («Pasaron la mayor parte de la noche asesinando a la niña de varios modos») acaban propinando una patada en el estómago difícil de superar.


Notas
* Según su biógrafo Alexander Theroux, Gorey era un perfecto conocedor de todos los casos criminales de la historia: el Estrangulador de Boston, el Destripador de Yorkshire, la Dalia Negra, el caso Profumo… Añade también que el autor solía presumir de haber visto todas las películas de slashers jamás realizadas. Esta predilección por lo macabro y lo criminal fue desde un primer momento una de las características que más dieron que hablar sobre la obra de Gorey. En todo caso, cuando en las entrevistas le preguntaban por qué tantas de sus historias giraban en torno al asesinato y la violencia, Gorey solía justificarse respondiendo: «Bien, no lo sé. Supongo que estoy interesado en la vida real. El crimen nos cuenta con detalle el modo en el que realmente viven las personas». The Strange Case of Edward Gorey, Alexander Theroux, Fantagraphics Books, 2000.
** Efectivamente, Gorey trabajó en una librería los tres años que pasó viviendo en Boston (1950-1953), tiempo que también aprovechó para escribir centenares de versos, algunos de los cuales acabarían incorporándose a su segundo libro, El desván del listado (The Listing Attic, 1954).
*** Una forma de estructurar particularmente querida por Gorey, que ya había utilizado en El rombo fatal y que volvería a repetir en El zoo total (The Utter Zoo, 1967), Los obeliscos chinos (The Chinese Obelisks, 1970), La gloriosa hemorragia nasal (The Glorious Nosebleed, 1975) y El abecedario ecléctico (The Eclectic Abecedarium, 1985).

Continúa en la segunda parte.

DestacadosIlustraciónMaestros del humor macabro 2 comentarios

2 comentarios

  1. Bueno excelente
    Se agradece mucho el articulo.
    Espero poder hacerme de las obras de Gorey como las de Addams (aunque me interesa mas Gorey)

  2. Qué tiaco! Muchas gracias por compartirlo y darlo a conocer, se salen sus trabajos!

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