Cómic alternativo de los 90 – III
CAPÍTULO I
Segunda parte: Del tebeo como una de las bellas artes
Situémonos en 1980. Aunque en Europa hacía ya algunos añitos que en según que círculos intelectuales igual se alababa la técnica de Hergé o la ruptura de los esquemas tradicionales efectuada por Crepax, que el grafismo de Moebius o la capacidad evocadora de Hugo Pratt (e incluso podía estar mejor visto meterse en el cuarto de baño con un tebeo de Manara que con una revistucha), en Estados Unidos seguía faltando, en general, una conciencia del tebeo como arte. Cierto, Maurice Horn ya había publicado varios y estupendos libros y The Comics Journal llevaba cuatro años peleando por una crítica rigurosa que analizara el medio con la misma seriedad que pudieran aplicar Cahiers du Cinéma al cine o el suplemento literario de The New York Times a los libros. Aun así, esa idea más o menos extendida de que el tebeo pudiera ser una de las bellas artes seguía sin existir (y cuando digo extendida, me refiero a extendida entre la profesión; fuera de ella ha seguido sin estarlo hasta nuestros días, evidentemente). Todo cambió con la publicación aquel mismo año del primer número de Raw, una antología editada a medias entre Art Spiegelman y su mujer, Françoise Mouly, con origen en Arcade, revista creada en 1975 por el mismo Spiegelman junto a Bill Griffith. En principio la idea de ambos era la de sacar un sólo número que les permitiese materializar su concepto ideal de revista de tebeos, esperando que algún otro editor pudiese seguir sus pasos. Para ello seleccionaron algunas muestras de material europeo de su agrado y las alternaron con historietas de autores norteamericanos entregados a una exploración artística y experimental, tanto gráfica como narrativa, del medio. Unieron ambas vertientes en un formato tabloide inédito hasta entonces (casi reproducía las páginas al mismo tamaño que habían sido dibujadas o pintadas) y aplicaron unos criterios precisos y preciosistas tanto al diseño como a la producción. Era sin duda la apuesta más clara realizada en Norteamérica a favor de un producto de qualité que no renunciase a los experimentos formales. Al respecto, Spiegelman declara que sabía que iba a publicar «cosas que otras personas iban a encontrar muy pretenciosas. Pero en ocasiones es incluso necesario para un artista el arriesgarse a caer en la pretenciosidad, porque si no lo haces te estás cortando el paso a nuevas áreas de expresión sólo por miedo a pensar que alguien pueda creer que eres un capullo intelectual».
Además de conseguir unas buenas ventas en las escuelas de arte, Raw se convirtió casi de inmediato en una referencia tan decisiva dentro del panorama historietístico norteamericano que su continuidad se hizo obligatoria. «Tras haber finalizado el primer número, nos vimos más o menos empujados al segundo por los autores que querían participar en él», recuerda Spiegelman. Tardi, Swaarte, Muñoz y Sampayo y Martí por parte de los europeos, y Gary Panter, Drew Friedman, Ben Katchor, Charles Burns y el mismo Spiegelman a cuenta de los locales, fueron algunos de los más destacados. Los primeros números de Raw, sin embargo, parecían estar tan orientados hacia el futuro del cómic, tan enfocados hacia una nueva concepción de la historieta, que obviaban deliberadamente su pasado más cercano. La recién estrenada “alta cultura” del tebeo parecía rechazar al underground, con el mismo desprecio que el que en España se dedicaban entre sí los más descerebrados defensores de la línea clara y la línea chunga.
Al igual que sucedió aquí, los límites se fueron difuminando a medida que los autores fueron madurando y Raw abrió sus puertas a algunos ilustres veteranos. Charles Burns lo recuerda así: «Al principio Art dijo que no quería ningún historietista underground en su revista. Era como si sólo quisiera mirar hacia delante, hacia el futuro del cómic y las artes gráficas y, del modo en el que yo lo veo, en aquel momento existía la percepción de que los tebeos underground y hippies eran algo del pasado, era como volver la vista atrás. Lo que pasó después es que la gente se dio cuenta de que no importaba que aquella gente, Robert Crumb, Kim Deitch, Justin Green y muchos otros… hubieran formado parte del underground, porque continuaban realizando unos cómics estupendos». Y, efectivamente, así era. Sin embargo, tras una década, la de los setenta, en la que la principal sensación había sido la de naufragio (autores que dejaban de publicar, cerebros quemados por las drogas, Robert Crumb acosado por Hacienda…), el underground parecía haber quedado atrás. Muy atrás. Tanto, que casi no merecía la pena ni reflexionar sobre su indudable aportación al medio.
Afortunadamente, en 1981 nació Weirdo. Una vez más, Robert Crumb daba el do de pecho creando y coordinando una antología que bien podría haber pasado por la versión gamberra de Raw. Dedicada principalmente al humor bruto y escabroso, destilando feísmo e incluso mal gusto a veces (esas horribles fotonovelas cutres), Weirdo cumplió a la perfección su papel de nuevo revulsivo para el medio. Abriendo sus puertas a gran cantidad de autores (muchos de ellos mediocres, todo hay que decirlo) que de otro modo no hubieran conseguido publicar más allá de los fanzines, Crumb consiguió renovar el panorama historietístico de principios de los ochenta, ofreciendo no una alternativa a Raw (aunque, como siempre, hubo integristas que así lo entendieron, y decidieron militar en un bando o en el otro; en el de los arties o en el de los cutres) y sí un estupendo complemento. Pronto, las diferencias empezaron a diluirse. Spiegelman, por ejemplo, empezó a publicar en Raw trabajos de autores habituales de Weirdo, como Kaz, Kim Deitch (que le brindó algunas de sus mejores páginas), o incluso el mismísimo Crumb (La maldición vudú de Jelly Roll Morton). Este último, por su parte, tras revelar al mundo los talentos de gente como Peter Bagge, Dori Seda. Dennis Worden o Drew Friedman, abadonó las tareas de coordinación en manos de Bagge y de su mujer, Aline Kominsky, quienes se aseguraron de que Weirdo siguiera evolucionando gracias a las aportaciones de Carol Lay, Jim Woodring, Julie Doucet o Carol Taylor, a la vez que recuperaban a grandes nombres del underground, como S. Clay Wison o Spain Rodríguez.
De Raw aparecieron 6 números entre 1980 y 1986, seguidos de otros tres en formato libro, editados por Penguin entre 1989 y 1991. Weirdo, por su parte, alcanzó la nada desdeñable cifra de 28 números, antes de desaparecer definitivamente en 1993. La influencia de ambas publicaciones ha sido decisiva para la educación de todos aquellos autores que maduraron a lo largo de los ochenta, y cuyo trabajo ha florecido en los noventa; es decir, precisamente los que a nosotros nos interesan. Aquellos que fueron lo suficientemente inteligentes como para beber de ambos cántaros a la vez, demostrando interés tanto por los logros artísticos de unos como por el desparpajo y la frescura de otros; aquellos capaces de tomar lo mejor de cada escuela, han acabado por despuntar como los autores más brillantes de su generación. Alguien como Joe Matt, por ejemplo, es indudablemente uno de los más destacados hijos espirituales de Crumb. Sin embargo, su preocupación por el diseño de sus tebeos, por la experimentación narrativa como único sustento de algunas de sus historietas y por el aspecto acabado y fluido de sus ilustraciones, delata de inmediato su asumida condición de artista. Alguien como Chris Ware, sin embargo, recurre a menudo a la brutalidad, la barrabasada e incluso a la escatología, pese a que su Acme Novelty Library sea el mayor paradigma de tebeo artístico de los noventa. ¿Cómo entender semejante actitud sin el referente del underground? El tebeo alternativo de los noventa se ha caracterizado, afortunadamente, por la variedad como constante; por la existencia de un melting pot o mestizaje referencial, que es sin duda el que ha llevado a que esta década sea, creativamente hablando, la más rica de la historia del comic-book norteamericano. Y eso, sin duda, es algo que tenemos que agradecerle a todos estos precursores. Ahora, entremos en materia.
Continuará.