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jueves 2 de febrero de 2017

El Ulises de John Berger

John Berger

Hoy se cumplen 135 años del nacimiento de James Joyce y 95 de la publicación de la primera edición del Ulises por parte de Sylvia Beach. Dos fechas rotundas que bien merecen una pequeña conmemoración. Para celebrarlo y haciendo extensivo el homenaje al recientemente fallecido John Berger, se me ha ocurrido traducir unos pasajes de su ensayo «La primera y última receta», de 1991 (el texto íntegro, en inglés, puede leerse aquí). Además de estar maravillosamente escrito, me agrada que incida en varios de los elementos explorados a fondo por Kevin Birmingham en El libro más peligroso y que fueron precisamente los que me animaron a editarlo. A grandes rasgos: el carácter verdaderamente revolucionario y con cierta aura de «peligrosidad» de la obra de Joyce (completamente alejado del actual manto de indiscutible respetabilidad bajo el que la tiene secuestrada el mundo académico), su aproximación a todo un segmento de la sociedad poco o mal representado en la literatura anglosajona hasta entonces, su ilustrada escatología y su travieso sentido del humor. «Un saber carente de solemnidad, que se desprendía de la toga y el birrete para convertirse en bromista y malabarista», como bien recalcaba Berger. Así pues, siguiendo ese espíritu festivo… ¡Feliz cumpleaños, Mr. Joyce!

* * *

Me embarqué por primera vez en el Ulises de James Joyce a los catorce años. Utilizo el verbo embarcar en vez de leer porque, tal como nos recuerda su título, la novela es como un océano; uno no la lee, la navega.
Como muchas otras personas de infancia solitaria, a los catorce años ya tenía una imaginación adulta, preparada para hacerse a la mar; lo que le faltaba era experiencia. Ya había leído Retrato del artista adolescente y su título era el título honorario que me confería a mí mismo en mis ensoñaciones. Una especie de coartada o de carnet de marino que mostrar, en caso de verme retado, ante los adultos o alguno de sus agentes. […] El libro me lo había regalado un amigo que era un profesor de escuela subversivo. Se llamaba Arthur Stowe. Yo le llamaba Stowbird. Se lo debo todo. Fue él quien me tendió una mano a la que poder agarrarme para salir de la catacumba en la que me había creado, una catacumba de convencionalismos, tabúes, reglas, tópicos, prohibiciones, temores […].

Era la edición publicada en Francia por Shakespeare and Company. Stowbird la había comprado en París durante su último viaje antes de que estallara la guerra en 1939. […] Cuando me regaló el libro, yo creía que era ilegal poseer un ejemplar en Gran Bretaña. En realidad había dejado de ser así (pero lo había sido) y yo estaba equivocado. Pero la «ilegalidad» del libro era para mí, un muchacho de catorce años, una cualidad literaria reveladora. Y puede que en eso no me equivocara. Estaba convencido de que la ilegalidad era una impostura arbitraria. Necesaria para el contrato social, indispensable para la supervivencia de la sociedad, pero que le daba la espalda a la experiencia vivida. Lo supe por instinto cuando leí la novela por primera vez, apreciando con creciente entusiasmo que su supuesta ilegalidad como objeto iba en perfecta consonancia con la ilegitimidad de las vidas y almas contenidas en su epopeya.

Mientras yo leía Ulises, en los cielos costeros al sur de Londres se libraba la Batalla de Inglaterra. El país esperaba una invasión. El futuro era incierto. Entre mis piernas estaba convirtiéndome en hombre, pero era muy posible que no fuese a vivir lo suficiente como para descubrir lo que era la vida. Y por supuesto no lo sabía. Y por supuesto no me creía lo que me contaban, ni en las clases de historia ni en la radio ni en la catacumba. Todas aquellas explicaciones eran demasiado limitadas para sumar la inmensidad de todo lo que no sabía y de todo lo que podía no llegar a saber nunca. No era el caso de Ulises. Aquella novela sí que contenía esa inmensidad. No pretendía poseerla; estaba impregnada en ella, fluía a través de sus páginas. Comparar nuevamente el libro con el océano tiene sentido, pues ¿acaso no es la novela más líquida jamás escrita?

Ahora estaba a punto de escribir: «hubo muchas partes, durante aquella primera lectura, que no entendí». Pero eso habría sido una falsedad. No entendí ninguna. Pero tampoco encontré ninguna parte que no me hiciera la misma promesa: la promesa de que en lo más profundo, por debajo de las palabras, por debajo de las imposturas, por debajo de las afirmaciones y el perenne juicio moral, por debajo de las opiniones, lecciones, jactancias e hipocresías de la vida diaria, las vidas de los hombres y mujeres adultos estaban hechas de los mismos elementos de los que estaba hecha aquella novela: entrañas que contenían briznas de lo divino. ¡La primera y última receta! A pesar de mi juventud, reconocí la prodigiosa erudición de Joyce. Era, en cierto sentido, el saber encarnado. Pero un saber carente de solemnidad, que se desprendía de la toga y el birrete para convertirse en bromista y malabarista. Puede que más importante aún, para mí en aquella época, fuese la compañía frecuentada por su saber: la compañía de los insignificantes, de los condenados a permanecer siempre fuera del escenario, una compañía de publicanos y pecadores —tal como lo expresa la Biblia—, del vulgo. Ulises rebosa con el desdén de los representados hacia aquellos que dicen (falsamente) representarles y abunda en las tiernas ironías de aquellos tenidos por (falsamente) perdidos.

Y Joyce no se quedaba sólo en eso, […] pues su inclinación hacia lo vulgar le llevaba a mantener el mismo tipo de compañía dentro de cada uno de sus personajes: escuchaba sus estómagos, sus dolores, sus tumescencias; oía sus primeras impresiones, sus pensamientos sin coartar, sus desvaríos, sus oraciones sin palabras, sus gemidos insolentes y sus fantasías jadeantes. Y cuanta mayor atención prestaba a todo aquello que apenas nadie se había molestado en escuchar con anterioridad, más ricos se volvían los ofrecimientos de la vida.

[…] Hoy, cincuenta años más tarde, sigo viviendo la vida para la que Joyce hizo tanto por prepararme y he acabado convertido en escritor. Fue él quien me demostró, antes de que yo supiera nada, que la literatura es enemiga de todas las jerarquías y que separar los hechos e imaginación, acontecimientos y sentimiento, protagonista y narrador, es quedarse en tierra firme y nunca salir a la mar.

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